Esta semana ha sido noticia la rehabilitación póstuma de una bruja en Suiza. Justicia lenta, como todo lo que llega tarde, pero esta vez con 277 años de retraso. Catherine Repond, la Catillón, fue condenada por brujería y ejecutada en Friburgo en 1731.
Importa poco si el proceso fue católico o protestante. La versión del periódico DEIA (11 de mayo) apuntaba a católico, al identificar al juez del caso como «el beato Nicolás de Montenach». Pero nadie pierda tiempo buscando a este señor en los bolandistas y otros santorales, pues nadie ha subido a los altares con ese nombre. Por un gracioso gazapo, el primer nombre de pila, Beato (bastante común en la zona, equivalente a Félix) se había aureolado de minúscula santidad. Una santidad menos que probable, luego lo veremos.
Sin embargo, lo peor de esas rehabilitaciones no es que lleguen tarde, es que llegan mal y al revés. Revisando unos casos concretos, rehabilitando a esta o aquella víctima de error judicial, se sigue escarneciendo el sentido común, y de hecho salvando un sistema capaz de descubrir y repudiar sus propios y puntuales errores.
Es lo que resulta de la famosa 'rehabilitación de Galileo'. El caso Galileo, desde el primer amago de 1616 hasta el proceso formal y condena de 1633, puso en evidencia la falibilidad de dos papas, y resulta cómico leer, por vía de subterfugio: «sin embargo –y eso lo sabe muy poca gente–, el papa Urbano VIII jamás llegó a firmar la sentencia condenatoria del Santo Oficio». ¿Por qué no argüir también que la infalibilidad papal sólo se supo con certidumbre dogmática con el Concilio Vaticano I, en 1870?
Con tinta papal o sin ella, el sistema científico copernicano se mantuvo proscrito, y así seguía a mediados del siglo XVIII. Sólo que entonces, cuando nuestra brujilla había sido quemada y olvidada, el caso Galileo era cada vez más sangrante, porque el avance científico era imparable.
Así y todo, la primera rehabilitación fue vergonzante, cuando el ilustrado papa Benedicto XIV da instrucciones para que se permita seguir el sistema cosmológico de Copérnico con discreción, o por así decirlo, en privado. De ahí no se pasó hasta 1820, en que los cardenales del Santo Oficio acceden graciosamente a admitir que dicho sistema es verdadero y no contrario a la Escritura.
Aquella reticencia grotesca ha durado como quien dice hasta ayer. En 1992 Juan Pablo II, ante la Academia Pontificia de Ciencias, reconocía el error cometido contra Galileo. Y aun entonces la fórmula tuvo su toque sibilino: «el mito (sic) del caso Galileo ha dado pie a la idea errónea de que la ciencia y la fe cristiana se contraponen; un lamentable malentendido que ya es cosa del pasado».
Recantar en el caso Galileo no tiene mucho mérito, y hasta podría dejarse la cosa como estaba. O mejor, publicar de una bendita vez el proceso íntegro. De acuerdo, no son tantos los científicos que la Iglesia ha condenado formalmente. Pero, ¿y las señoras brujas? Sobre éstas, el inquisidor español Luis de Páramo, al finalizar el siglo XVI (Madrid, 1599), escribía este párrafo sin desperdicio:
«Tampoco creo que se deba callar cuán benemérito del género humano es el Santo oficio de la Inquisición, por haber quemado un número ingente de brujas. No se trata sólo de las vulgares y comunes, como las que años atrás se descubrían en algunas provincias españolas [se refiere sobre todo al ámbito vasco-navarro y a las campañas del inquisidor Avellaneda (1527) y subsiguientes, hasta 1596], … sino también de cierta especie particular de brujas que, desde el año 1404, en Alemania y en Italia se entregan al servicio de cierta religión inventada por el diablo. A estas últimas los inquisidores las han combatido con tal saña, que en el curso de un siglo y medio hasta la fecha van quemadas 30.000, como mínimo. Las cuales, de haber quedado impunes, a buen seguro habrían desolado y devastado todo el orbe terráqueo.Porque son de lo más dañino, no sólo para la religión verdadera, sino también para los bienes temporales. Así lo afirma el papa Inocencio VIII en su bula de 1484…»
Aunque Páramo publica su Origen y progreso del Santo Oficio en Madrid, el trabajo de campo lo había realizado en Sicilia, donde como buen funcionario, se autoevalúa por su eficacia cuantitativa. Y como él, tantos otros en el campo católico, a porfía con los inquisidores luteranos, calvinistas, anglicanos…
Brujas, licántropos y otros fenómenos por el estilo han existido siempre, y pertenecen al folclore universal. Sin embargo, las brujas deben su numerosa realidad exclusivamente al celo de sus cazadores. Como aquel 'beato' Beato-Nicolás, que en su tiempo libre también cazaba zorros. En 1730 le ocurrió herir a una zorra en una pata trasera, pero el animal se le escapó. Y he aquí que en mayo del año siguiente, cuando le traen a la Catillón para ser interrogada, la rea cojeaba del mismo pie. O sea, de la misma pata, de la misma zorra. El resto fue cuestión de interrogatorio; o sea, cuestión de tormento.
Contado así, a quien no tenga mucha idea histórica de la Caza de Brujas, se hace raro un indicio tan débil, propio (diríamos hoy) de una 'garzonada'. Lejos de eso, el juez Montenach, como nuestro Avellaneda, demostró ser hombre enterado, amén de leído.
Todo el mundo sabe que las brujas, lo mismo que vuelan en escobas y producen mal de ojo, se transforman en animales, especialmente gatos. Yo mismo de niño oí la historia de una bruja muy conocida (del nombre no me acuerdo) que merodeaba por la parte de Buya, una mujer huraña y con pocas simpatías. Cierto, hubo personas reacias a admitir su brujería, pero hubieron de rendirse a la evidencia. Un aldeano de caserío, oyendo una noche al ganado inquieto, bajó a la cuadra y vio a una gata enorme sobre el lomo de una vaca. Le sacudió un estacazo, aunque sólo acertó a darle en una pata delantera, y el animal huyó cojeando. ¡Qué sorpresa la suya, cuando de allí a poco se cruza con la bruja, que llevaba ostentosamente un brazo en cabestrillo! La noticia corrió como la pólvora, y no hubo más discusión.
El problema con esta verísima y más que cierta historia es su carácter viajero, por el espacio y por el tiempo. Azkue ya recogió una similar de Garazi (Baja Navarra), sobre un chico anónimo y un gato, para su enciclopedia folclórica vasca Euskalerriaren Yakintza. Y lo que es más, en la 2ª edición de la misma, t. I, pág. 388, estaba en condición de precisar: «Nire lankide Brijitta Beraren aita omenzen gatua yo zuen mutil hura. Me dicen que aquel muchacho que golpeó al gato fue el padre de mi colaboradora Brigida Bera.»
Todo era bueno para la cosecha. Y de seguir buscando, seguro que el buen Azkue topa con alguna versión vasca del viejo cuento de miedo que un comensal del 'Festín de Trimalción', en tiempos de Nerón, relató en primera persona, sobre un hombre-lobo herido en el pescuezo (Satiricón, 61-62). Un cuento que, por supuesto, abrió tanda de historias de brujería, tan a propósito para la sobremesa de la cena.
Si, como afirman los nacionalistas románticos, el folclore fuese parte esencial de nuestro patrimonio identitario, la conclusión en este caso sería que los vecinos de la parte de Buya, entre Bilbao y Arrigorriaga, al ostentar una seña de identidad tan definitoria como compartida entre pueblos y razas, entrábamos de lleno y con todo derecho en el género humano.
El mismo año de la publicación de Páramo, 1599, apareció la más famosa enciclopedia sobre brujería y magia, obra del jesuita Martín del Río. Allí se trata expresamente de semejantes metamorfosis, añadiendo: «No es de extrañar que si sufren alguna herida en el cuerpo ferino, después aparezcan lastimados de verdad en sus miembros humanos correspondientes». El éxito animó al autor a una nueva edición corregida y aumentada con casos tan ciertos como el mío de Buya o el de Garazi según Azkue. El primero de todos, uno recién publicado por otro inquisidor dominico italiano muy famoso, fray Bartolomé Spina, como sucedido en Ferrara:
«De esta aparente conversión de las brujas en gatas, he aquí lo que bajo juramento judicial me aseguró en esta misma ciudad otro testigo, de nombre Felipe, de oficio zapatero remendón:
–Hace tres meses mi mujer y yo vimos aproximarse a nuestro hijito enfermo una gataza enorme, por nosotros nunca vista. Muertos de miedo, la espantamos una y otras vez. Hasta que aburridos cerramos la puerta, y yo a palos detrás de la gata, de una lado para otro, hasta que la obligué a saltar desde una ventana alta, por donde la vimos en el suelo maltrecha en todo su cuerpo. Pues bien, desde entonces la bruja en cuestión estuvo encamada, magullada en todo su cuerpo.»
Muchas, muchísimas brujas fueron a la pira por motivos y pruebas de ese mismo cuño. En el caso de la Catillón, según la investigación seria, todo habla a favor de que no era auténtica bruja, y que en definitiva fue cabeza de turco (o de turca) para encubrir delitos más prosaicos entre personas de cuenta en la comarca, incluido el propio juez monsieur Beato Nicolás. Menos mal que, si algún error humano se cuela –porque errare humanum est-, con un poco de suerte hay un doctorando moderno que lo pone en claro. Y entonces se rehabilita, y a otra cosa.
Cuando en el fondo, rehabilitar hoy a una bruja quemada antaño es tan ridículo como rehabilitar a Giordano Bruno, o a Galileo.
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