sábado, 9 de diciembre de 2017

Proclamación Católica Catalana (1640)


«Cataluña, tierra de odios inmortales y mortales venganzas»
(Pedro de Marca)














       Huyendo del cielo plomizo de esta Cataluña de aluvión, buscamos cobijo en el desván de la Cataluña eterna, para descubrir que allí tampoco faltan goteras.
En la entrada anterior ensayamos un retrato político-moral de Gaspar Sala. Podríamos llamarle  ‘afrancesado’, si lo de 1640-1555 hubiese sido Guerra de Independencia de Cataluña. Pero no hubo tal, ni los promotores del entreguismo a Francia contaron para nada con el pueblo catalán, los Claris, los Margarit, o el padre Sala como agitador de palabra y pluma.  Probado el filo de la lengua de este crisóstomo predicador, tentemos hoy el corte de su pluma de ganso.
Abierta su  Proclamación Católica al Rey Felipe IV (1640), fijémonos en el óvalo superior de la portada. Entre llamas, un cálíz cubierto por una hostia con el agnusdéi [1]. ‘La Eucaristía, incendio de amor’: el emblema  pudo aprovecharse del repertorio de los devocionarios. Sin embargo, aquí el mensaje es otro: ‘La Eucaristía en el Infierno’. En Cataluña se ha quemado el Santísimo. Tierra católica como ninguna, no puede seguir reconociendo a un Rey de España que se titula ‘Católico’, mientras permite a sus tropas mancillar el Principado con sus profanaciones.
El sacrilegio como pretexto político
En aquella campaña catalana separatista, especial relieve se dio a un incidente en Riudarenas, localidad en la Selva de Gerona.  Un millar de soldados españoles del tercio de Leonardo Moles, mal recibidos en la villa y sin recursos, saquean la parroquial de San Martín, y acosados por un populacho armado que les excede en número ponen fuego de por medio, ardiendo el retablo y el tabernáculo con el Santísimo (30 de abril 1640) [¿o fue el 3 de mayo?].

Al toque a rebato por el incendio hacen eco los conventos de frailes y monjas, y en poco rato todo el Ampurdán era un clamoreo de campanas. Lo escribía con asombro el virrey Santa Coloma a Madrid [2]. Este suceso habría sido uno de los supuestos desencadenantes de la Revuelta de los Segadores y ‘Corpus de Sangre’ (7 de junio).
El ‘sacrilegio de Riudarenas’ no fue un hecho de armas glorioso, pero tampoco digno del impacto que causó, hasta el punto de servir a fray Gaspar Sala en su Proclamación explosiva como detonante. Pudo incluso haber pasado desapercibido en aquella confusión. Porque mirándolo bien, lo de Riudarenas, o luego lo de Montiró (30 de mayo) etc., tenía su lógica, si en Cataluña era frecuente que las iglesias guardaran bastantes cosas más que la eucaristía y el ajuar religioso.
Era costumbre payesa, en ocasiones de peligro, utilizar el templo parroquial como arca o caja fuerte donde guardar bienes, alhajas y dinero, incluso como almacén para el grano y la butifarra. Puesto allí todo a buen recaudo, junto con los cepillos limosneros y arcas de las cofradías, tras encomendarlo a Dios y los santos, en cuanto aparecía la soldadesca, la población bien armada se echaba al monte. Así, confiando en que la Casa del Señor ya tenía quien supiese defenderla, las gentes pensaban ahorrarse el saqueo de las suyas.
Cualquier tropa forastera, cualquier partida de bandoleros nativos, sabía dónde encontrar el remedio a sus apuros, y en ocupando un pueblo, la primera visita de cortesía solía ser a la iglesia. Y si los bandidos, o los soldados, eran buenos españoles y católicos, se santiguarían primero, antes de proceder al pillaje. Pero en los tercios había también italianos, valones, irlandeses, tudescos, más el séquito de aluvión; gente menos mirada con los objetos de culto, y que hasta hacían leña de los santos para guisarse el rancho.
Si en Riudarenas y alguna otra localidad gerundense se les fue la mano a los soldados, caro les costó, porque fueron excomulgados, ellos y sus capitanes. Peor aún, el obispo de Gerona puso en entredicho los lugares donde hubo quema.
El entredicho implicaba cerrar los templos, suspender el culto, dejar al pueblo sin misas, sin entierros, sin agua bendita y casi sin sacramentos. Era la pena eclesiástica más temida por el clero (reducido al paro, salvo servicios mínimos), y la más difícil de entender para el pueblo, como castigo colectivo. Era como dejar el pastor sin pasto espiritual a su propio rebaño.
El obispo de Gerona, Gregorio Parcero, era un monje benedictino ‘castellano’, para su cabildo y para los catalanes. Un gallego, para ser más exactos. Sólo que entonces la nación galaico-sueva –la más antigua de España–  no había alcanzado el reconocimiento de nacionalidad que hoy disfruta, como primera persona de la trinidad GAL-EUS-CA; o la segunda, o la tercera persona, según se lea ese molino de deseos.
Los sucesos pillaron al buen obispo ausente en Barcelona, de modo que quien gestionó el sacrilegio en caliente fue su segundo, el canónigo Pere Coderch, a la cabeza de un cabildo que se llevaba de esquina con la mitra, según regla general en Cataluña. Así, cuando su Excelencia Reverendísima regresa a Gerona reventando la mula, la causa estaba concluida, a falta sólo de la firma. En aquella encerrona, el obispo escribe al virrey:
« … Habiendo llegado las formas consagradas a esta ciudad, hice junta de todos los canónigos letrados de esta iglesia y de todos los prelados de las religiones para visitarlas, y las hallamos todas quemadas y vueltas carbón».
Un hecho así no podía quedar impune, en lo espiritual y lo temporal:
«He puesto censuras contras los sacrílegos que hicieron el caso, aunque contra ninguno en particular, porque los testigos no los conocieron. He puesto entredicho en todo el obispado. Esto es lo que me toca. Dios guíe las acciones de Su Majestad y de Vuestra Excelencia, para que se modere este escándalo.» 
Entendamos el relato con la mentalidad de entonces. Unas hostias carbonizadas, ¡pues vaya! Hoy sería más noticia, qué se yo, si el pobre sacristán de San Martín de Riudarenas murió achicharrado allí dentro, en su puesto de trabajo, dejando viuda y huérfanos a la intemperie. Porque cada tiempo y lugar tiene su idea de las cosas y sus valores. Antes, como hoy, muchos sagrarios se quemaban por accidente, incluso por el rayo del cielo. Pero el momento era el momento, y Riudarenas estaba haciendo historia en la Cataluña irredenta.
Dalmau de Queralt,
Conde de Santa Coloma
Virrey de Barcelona (1638-1640

«El obispo ha cumplido como obispo; es la hora del virrey» : así venía a terminar su carta-descargo monseñor. Pero la situación no era tan simple como él la veía. En visión política, allá se iban el prelado timorato y el representante de la Corona, que haciendo oídos sordos a los consejeros más prudentes dictó una operación de castigo contra las poblaciones de Riudarenes y Santa Coloma. El contragolpe fue el ‘Corpus de Sangre’, manipulado y dirigido contra él como cabeza de lista de los ‘desafectos’ al Principado. De hecho, el virrey fue su principal víctima.
A todo esto, por toda la Cataluña profunda, al clamoreo de campanas se unía el de los púlpitos. El ‘sacrilegio de Riudarenas’ era más propio de hugonotes que de católicos [3]. Si el ejército español se comportaba como los herejes, a ciencia y paciencia del gobierno español, Cataluña no tuvo más remedio que vengarse. La desbandada de los tercios ante ‘el villanaje’ del país era un aviso. Incluso hoy, catalanistas fervientes se complacen en afirmar que, antes de Rocroy (mayo 1643), la primera derrota de los Tercios invictos fue en Riudarenes.
Cara y cruz de la Proclamación

El panfleto de Salas, como lavado de cara de la traición catalana a España, tuvo su cruz en otro panfleto emanado del entorno de Olivares, también anónimo bajo el título de Aristarco. El autor, quien quiera que fuese, hizo buen trabajo, poniendo en evidencia metódicamente los errores (algunos garrafales), las incongruencias y la hipocresía de la Proclamación [4].
En aquella algarabía que era Cataluña, el panfleto de fray Gaspar Sala (dirigido al Rey para que lo oiga el mundo) quería ser la voz de la Razón encarnada en el alma de Cataluña y hablando por su boca, es decir, el alma y boca de las instituciones catalanas. Ahora bien, para un texto que se presentaba como conciliatorio, el exordio no podía ser más brusco:
«Los soldados de Vuestra Majestad que están en Rosellón alojados, no contentos de los estragos y exorbitantes sacrilegios hasta ahora cometidos, públicamente amenazan universal ruina y saco general al Principado… Para cuyo efecto esperan un socorro grande y copioso por mar y tierra. Esta voz es tan común; este rumor es tan general, que de tan grandes males se conduelen hasta las provincias extrañas.»
No se trata, pues, de producir un memorial de agravios al uso, sino de denunciar y conjurar un plan siniestro de saqueo y exterminio de Cataluña por la fuerza militar.  Dando por cierto el ‘rumor’, se apela directamente a la piedad del rey D. Felipe, como padre y como católico, para que no permita tal desafuero. Y la primera razón para convencerle es una constante histórica: la fidelidad de los catalanes a la realeza (p. 3):
«No tiene V. M. vasallos de fidelidad más entera, de legalidad más pura que los catalanes, pues llegaron a merecer de los señores Reyes públicas aclamaciones.»
Pruebas al canto, cita una serie de testimonios más o menos históricos de viejas crónicas, desde Carlos el Calvo que «reconoció en los catalanes la fidelidad como congénita». Pero eso no es nada junto a lo que cuenta del rey Fernando I de Trastámara, enfermo de peste en Igualada (1414). Allí tuvo ocasión Su Majestad de comprobar (p. 4)
«el entrañable amor de Juan de Fivaller, conseller de Barcelona,  que había ido de parte de la Ciudad a visitarle…; y que no sólo cuidaba de su salud, sino que con amor entrañable chupaba las llagas con su boca, y sacaba la podre de ellas.»
La estampa se coloreó sin duda con este rasgo inspirada en la hagiografía medieval. (Aunque por otra parte, chupar llagas no es ningún disparate, y el perro de San Roque era algo más que animal de compañía) [5].
Los romanos, que de lealtades entendían mucho y bien aprendido de los púnicos, apreciaron esa virtud catalana (pág. 5):
«Publio Escipión les encomendó la guarda de su persona. Lo mismo hizo Sertorio; el cual, en perderlos de vista, murió a manos de sus enemigos. Y Julio César en las jornadas de Lérida y Tarragona hizo mucha confidencia de los catalanes.»
Sala se remite al historiador catalán Jerónimo Pujades, muerto hacía poco (en 1635). No explica cómo identificaban los romanos a los catalanes, cuya primera mención data de la Edad Media. Es como cuando nuestros aberchales, metidos a historiadores, describen a los vascones contratados por Roma como tropa selecta, chamuyando en su inextricable lingua Navarrorum, muchos siglos antes de descubrirse Navarra.
El propio Pujades habla de «tota la terra dels Celtas (que vuy es Cathalunya) y principalmente la ciutat de Tarragona» (Toda la tierra de los celtas, que hoy es Cataluña)[6]. Y en fin, si para ir contra Lérida y Tarragona Julio César se fió de catalanes, algo no cuadraba.
El siguiente argumento histórico lo encuentra fray Gaspar en los tiempos de Juan II de Navarra y de Aragón, pintando una luna nueva de miel entre ese rey y Cataluña, sin decir ni pío de las luchas por el poder en esta tierra. Vueltas que da el mundo. Para someter al Principado hostil, Juan pidió un préstamo a Luis XI de Francia por valor de 300.000 escudos (trescientos mil), hipotecándole el Rosellón y la Cerdaña. Al no cobrar, Luis ocupa los condados catalanes, convirtiéndose ipso facto en el opresor. Porque opresor, por definición, es el que uno tiene encima. Por esta regla elemental, el rey de Aragón y Navarra, tan odiado del catalanismo institucional, se convertía en ‘el Deseado’, trabándose más o menos el siguiente diálogo:
–Un poco de paciencia. Obedeced al rey de Francia, mientras yo levanto la hipoteca.
–Entréganos a la muerte, antes que a un rey extraño. 
       –Tranquilos. La cosa está al caer. Nada de revueltas.

Aquí toma la palabra «uno de los más ancianos»:
–¡Oh Rey!, antes la peor de las muertes que vivir un día más sujetos al francés. Si allá entre vosotros reyes, al señor Juan le importa más la amistad del señor Luis que sus vasallos catalanes, meta al francés en el Rosellón por una puerta, pero sáquenos del país por otra. Porque si nuestro rey se va porque sospecha que el francés viene, es dejarnos solos ante el peligro. 

El viejo sabio resultó profeta, o lo que es más, persona inteligente. Fue irse Juan II y aparecer Luis XI a cobrarse Perpiñán (1473), mientras aquél miraba los toros desde talanquera. El cerco fue pavoroso, y la necesidad tan urgente que (traduce Gaspar Sala; pág. 7):
«llegaron a sustentarse los catalanes de animales domésticos, de sabandijas, de cuerpos muertos, de pedazos de sus entrañas. Lo último que perece y se acaba en los catalanes es la fe a su rey.»
Una proclama política no es lo mismo que un ensayo histórico, y para suplir las libertades que aquí se toma fray Gaspar como historiador ahí están los padres Moret y Alesón en sus Anales de Navarra [7]En cuanto a lo de Perpiñán, tiene la honradez de poner al margen de su versión mojigata el original latino de Marineo Sículo, algo más crudo [8]:
«En muchos días toda aquella gente no comieron otra cosa que ratones, gatos y perros domésticos, los que las mujeres con lienzos y mantones cazaban por las callejas. Algunas parturientas, enloquecidas de hambre rabiosa, se metían por el vientre a la criatura.»
 De ahí vino lo de catalans menja ratas (catalanes come ratas), «el mayor blasón de Cataluña» (sic, pág. 7). Sin comentario. Y aqui viene el episodio de Juan Blanca, consul en cap de Perpiñán, que
«por no violar esta legalidad sacrificó su propio hijo único en obsequio de la fe de su Rey. Pues habiéndole cogido el enemigo… le mostraron al padre diciéndole, que si no les daba entrada, habían de degollar luego a su hijo. Entonces respondió que el amor paternal era en él inferir a la fe de su rey; y que a falta de puñal arrojaría el suyo para la muerte de su hijo… Y así fue degollado. Hazaña que compite con la del gran Guzmán en Tarifa»  
Y tanto. Pero al menos se cita a Guzmán el Bueno sin insinuar que este leonés fuese catalán.
No hay lugar para seguir aquí al Aristarco en su deconstrucción de la Proclama. Así, frente a la ponderada lealtad a los reyes, se ponen ejemplos de lo contrario, como la «revuelta del plebeyo Berenguer Oller contra el rey D. Pedro II, hijo de Jaime I» (1285). El tiranuelo intentó incluso entregar Barcelona al rey de Francia, según Desclot [9]. El contra-panfleto cita también traiciones y atentados contra reyes, o pone del revés la casuística de Salas.
Primicias y excelenecias catalanas
Una curiosidad sobre la Proclamación es ver hasta qué punto su argumentario victimista y separatista se corresponde con el actual catalán. Hay una diferencia radical entre las motivaciones religiosas de antes y la cultura laica de ahora. Lo cual no quita para encontrar motivaciones parecidas, sin medir hasta qué punto se puede hablar de constantes de carácter catalán, o de los socorridos ‘defectos y vicios nacionales’. Juzgue cada uno. Un motivo que veo repetido en Salas es poner a los catalanes a la cabeza en todo lo bueno, y en lo malo ni siquiera a la cola. Por ejemplo:
«El primer gentil que recibió la fe de Cristo, a quien todos llaman español, hay historiadores y probabilidades que es catalán… Apenas llegó la fama del Mesías a Cataluña, cuando partieron muchos de esta provincia para verle. Por esta provincia dio principio Santiago a la cosecha Apostólica, consagró al primero obispo de España etc.» [10]
«El primer concilio de España se celebró en Cataluña, que fue en Colibre, donde se dio principio al precepto de no casarse los eclesiásticos.»
Aquí Aristarco lo tiene fácil para desmontar unos infundios, mayormente basados en el apócrifo Cronicón de Dextro, y en falta de criterio histórico (fol. 17):
«Se descubre bien la poca notica y lección que tiene de los cosas antiguas…  Cosa sin fundamento, aunque lo diga Tarafa y Pujades.   ...Poco sabe este autor de nuestras historias y de las suyas…  Yo pienso que el autor de esta Proclamación sabe historia por las comedias…, porque en los libros, o sean catalanes, valencianos, aragoneses o castellanos, no hay tal cosa ni la puede haber…»
«Y esto de inventar los catalanes y escribir a su albedrío lo que conviene a su honra, o a su vanidad, es cosa natural en ellos.»l
Lo dice ‘Aristarco’, pero la ‘Proclama’ parece darle la razón: Catalanes, siempre los primeros, o únicos. En la invasión musulmana,
    «toda España se perdió, menos los godos, que se salvaron en Barcelona…»  
¿La Inquisición? ¡Pero hombre!:
«Por los catalanes goza España el santo tribunal de la Inquisición, y fue su primer inquisidor el santo catalán Raimundo de Peñafort, en la ciudad de Lérida, antes que en otra ciudad de España.»
Una Inquisición que tampoco hacía mucha falta en Cataluña,
«pues por no hallar qué castigar en esta materia, pasan largos años sin hacer autos… No se conoce ningún catalán heresiarca.»
¿La Inmaculada Concepción? Este atributo de la Virgen María en el Barroco español era casi seña de identidad española. Por lo mismo, nadie más concepcionista que el catalán, según la Proclama. Aristarco no va a nadar a contracorriente, pero se burla con gracia de la pretensión. Hablar bien y con devoción de María no es patente de honestidad, como se ve por Mahoma en el Corán y por Lutero. El problema catalán con la Inmaculada es que hacían dogma de fe lo que todavía no lo era. Así, cuando Felipe III hizo junta en la Corte para pedir al papa la declaración del dogma, los catalanes
«enviaron a Madrid una información de un milagro sucedido en la iglesia de Manresa, de un hombre que se había condenado, porque sentía que nuestra Señora había sido concebida en pecado, y que nuestra Señora, por devoción que tenía con una imagen suya, lo había resucitado y mandádole que se confesase de aquel pecado; que se confesó y luego volvió a morir y se salvó… Esta es la piedad de los catalanes y la devoción: hacer ellos de fe lo que no ha determinado la Iglesia, y pecado mortal el opinar de otra manera.»
 Y en fin –por no omitir un tópico muy de actualidad–, ¿qué decir del descubrimiento y conquista de América? No pone Sala que Cristóbal Colón fuese catalán. ¿Qué importaba eso, si lo principal de la faena lo hicieron ellos?:
«A la conquista de las Indias Occidentales partió de Barcelona Colón con muchos catalanes. El primer alcaide de la isla Española fue de esta nación, llamábase Pedro de Margarid, caballero catalán» (p. 58).
«Los primeros que plantaron la fe de Cristo en las Indias Occidentales fueron doce sacerdotes catalanes… Los primeros indios convertidos, que presentaron a los Reyes Católicos, se bautizaron en Barcelona»
En otro escrito fray Gaspar dirá que aquel Margarid, ascendiente de José Margarit, el artífice de la derrota española del Montjuich y gobernador de Barcelona, fue el que dio nombre a las islas Margaritas. En cuanto a los apósoles catalanes en América, se refiere al leridano fray Bernardo Buyl y sus doce compañeros de Montserrat, en el II Viaje de colón. Él dijo la primera misa en la isla Isabela, y fue primer Vicario General de las Indias. Por ellos la primera capilla del Nuevo Mundo se tituló de Montserrat, seguida de Santa Tecla y Santa Eulalia, patronas de Tarragona y Barcelona respectivamente.
Hoy son multitud los que en Barcelona, ante la Columna de Colón, miran al dedo del Almirante, a ver a dónde apunta, sin fijarse casi nadie en la base o ‘campanilla’. Es aquí donde Buyl y sus monjes montserratinos aguardan su suerte. El veredicto sobre la exigencia paradójica de catalanes que piden la desaparición del monumento erigido, según ellos, más que a Colón y otros paisanos, «al colonialismo, esclavismo y genocidio» perpetrado por España.
Como para huir de aquí, no sólo «más allá de los saurómatas», como Juvenal, sino hasta los infiernos, o poco más cerca. Que es lo que vamos a hacer nosotros ahora. Por indicación de fray Gaspar Sala, nos vamos al Purgatorio.


Embajador en el infierno
«Ni reconoce por límite la muerte, el amor de los catalanes [a sus reyes].»
Esta afirmación la funda Sala en un «suceso extraño… de aquel catalán famoso D. Ramón, Vizconde de Perellós y Roda, camarlengo mayor del rey D. Juan I». Y la apoya en la autoridad de fray Gauberto Fabricio en su Crónica de los Reyes de Aragón (Zaragoza, 1499):
«Fue tan grande el sentimiento y dolor que el Vizconde de Roda, camarlengo mayor, hubo de tan desdichada y lamentable muerte, que por sólo saber del estado en que el alma del rey su señor estaba, emprendió de pasar en Hibernia, y entrar en el Purgatorio de San Patricio. Entró en él, y vido [vio] tantas maravillas del estado de la otra vida, que escribió de ello un libro, donde afirma que vido al rey Don Juan su rey y señor puesto en grandes y terribles penas, mas no perpetuas y sin remedio, mas llenas de alguna esperanza, porque ardía (como él dice) en las penas del purgatorio.»
Fray Gualberto o Gauberto Frabricio de Vagad ha pasado como historiador crédulo, cuando tal vez no lo era tanto, pues como primer cronista oficial de Fernando el Católico escribió para él lo que convenía. Ahora bien, en cosas de ultratumba el cisterciense tenía su propio modelo en Cesario de Heisterbach y su Historia miraculorum [11].Así que se limitó a añadir un relato más a la saga, en defensa ‘experimental’ del nuevo lugar descubierto en el subsuelo, llamado Purgatorio. Pero volvamos al suceso real.
Juan I de Aragón, el Cazador (1350-1396),  ya desde joven príncipe tuvo gran amistad con su coetáneo Ramón, vizconde de Perellós, que luego se demostró hábil embajador suyo ante reyes y papas. El ‘Cazador’ murió de accidente en su diversión favorita, dejando una corte tan brillante como negro era el hondón del erario. Los consejeros por Aragón en especial no ocultaban su enfado con aquel rey mujeriego y vividor, que para colmo mantenía trovadores parásitos, hasta copiar de Provenza los Juegos Florales con otras tonterías inútiles, todo en la lengua limusina, su preferida.
«Gran castigo de Dios», repetían aragoneses, catalanes, valencianos, entre miradas torvas a micer Ramón. ¿Por qué a él? Porque como camarlengo en jefe, le correspondía organizar las exequias de un rey de Aragón que no había dejado líquido ni para un funeral de pobre.
–«¿Funeral, para qué, si tal vez su alma no se ha salvado?»
Aquí micer Ramón saltó de su asiento. Si tenían dudas sobre el alma del rey Juan, él se ofrecía a resolverlas. Y como el pío Orfeo, el pío Ulises o el pío Eneas, mucho antes de Cristo, bajaron al Hades, a saber de la gente de por allí, el vizconde como buen cristiano viajaría a Hibernia, al Purgatorio de San Patricio. Es el único lugar del mundo donde, tras superar  duras pruebas, los muy valientes pueden conocer de primera mano el destino de las almas.
«Y por supuesto –añadió mirando a los ojos a los aragoneses–, viajaré a mis expensas.» 
De este modo quería demostrar su gran devoción al rey difunto, pero sobre todo, dejar claro que él nada tuvo que ver con el desgraciado accidente. Porque hubo quien pensó a media voz, si Juan I estaba vivo o muerto cuando cayó del caballo.
En aquel tiempo todo el mundo tenía alguna idea del Purgatorio de San Patricio. El Viaje del caballero Owein al famoso antro irlandés era popular y andaba traducido a todas las lenguas peninsulares, menos al vascuence, creo recordar. Con el acuerdo de todos, micer Ramón hizo las maletas y se puso en camino.


¿Fué un viaje real, o sólo literario? Porque tras una relación autobiográfica de sus andanzas, lo bien relacionado que estuvo siempre, y su buena acogida, primero en la corte papal de Aviñón –donde el Papa Luna (Benedicto XIII) su antiguo conocido le bendijo–, luego en las de Francia e Inglaterra, cuando toca hablar de la Irlanda profunda todo es fantasía. Un pueblo y una corte de desharrapados semidesnudos, donde hasta las princesas iban «mostrando lo que no se debe con tan poca vergüenza como aquí las señoras muestran su cara».  Un pillín, es lo que estaba hecho nuestro viajero.
En cuanto a la visita al Purgatorio –todo él administrado y atendido por diablos muy ruidosos–, fuera de algún lance personal, es el caballero Owein quien hace el gasto. Ciertamente Ramón de Perellós no es ningún Dante entrevistando a gente conocida. Podemos admitir, con su tocayo y editor benemérito R. Miquel y Planas, que el vizconde de Perellós y de Rodas fue gran bromista y aceptable plagiario con este pastiche suyo, que corrió por auténtico [12].
Si alguien desea una muestra del libro de Perellós, ningun mejor que el párrafo donde cuenta el éxito de su aventura:
«Y luego me llevaron a otro campo, todo lleno de fuego, donde había todas suertes de fuego y tormentos muy espantables y feroces y graves, donde había tanta gente que eran sin número. Los unos colgaban por los pies de cadenas de hierro ardiente; los otros por las manos y los otros por los cabellos. El campo donde éstos penaban ardía en llama de fuego y azufre, y los asaban sobre grandes parrillas de hierro ardientes. A otros los asaban a fuego   en grandes asadores de hierro, y para engrasarlos hacían gotear sobre ellos gotas de diversos metales que los demonios fundían sobre ellos…
Y aquí que veo yo buen golpe de compañeros míos que yo conocía, y de mis parientes y parientas. El rey don Juan de Aragón; y fran Francés de Gerona, de la orden de los frailes menores de dicho convento; y doña Dulce de Carles, mi sobrina, que no había muerto cuando yo partí del país, ni yo sabía de su muerte.
Todos estos estaban en vía de salvación, pero por sus pecados estaban aquí penando. Y el castigo mayor de mi sobrina, era por las pinturas y blanquetes que se ponía cuando era viva. Y fray Francés, con el que yo hablé, sufría su mayor castigo por una monja que sacó de un monasterio; y se habría condenado, de no ser por la gran contrición que tuvo de su pecado y la penitencia que hizo en vida.
Después me entretuve hablando mucho con el Rey mi señor, el cual por la gracia de Dios estaba en camino de salvación. La razón por la que sufría las penas no la quiso decir, y dijo que los reyes y príncipes que son en el mundo se deben guardar sobre todas las cosas de hacer injusticia por agradar y favorecer a ninguno ni a ninguna ni a otros más próximos del linaje de donde proceden, sean hombres o mujeres…»

       Todavía le llevaron a otro espacio con una gran rueda de tormento, inspirada en el mito de Ixión, que aquí pongo en viñeta de una edición de Miquel y Planas. Luego la casa de baños con sus pozos ardientes, frente al río gélido y hediondo. En fin, la prueba de pasar el puente tan alto, resbaladizo y estrecho sobre el río, en medio de gran ventolera. Prueba que don Ramón superó brillantemente.
Muchas más cosas de espanto nos podría revelar, «las cuales me fue prohibido decirlas, so pena de muerte». Tampoco se pierde gran cosa. Un bon vivant como micer Ramón, en materia de torturas no estaba fino, y con las pintadas en las paredes de la iglesia, o en su libro de horas, tenía bastante.  
Y para acabar de una vez, el visitante se encuentra ante la puerta del Paraíso, con una turba de papas, obispos y demás clerigalla. Por suerte para él, también una «muy bella compañía de damas, de las que fui recibido con muy grande honor y gozo, las cuales me llevaron con ellas a la puerta, entonando muy dulcemente una canción que jamás oyera en mi vida». Lástima, no fueron las cantoras las encargadas de mostrarle la belleza del lugar, sino «dos que me parecieron arzobispos». ¡Pues vaya! Estos le pusieron a la puerta de salida, no sin hacerle una homilía sobre el significado del purgatorio y el valor de las misas, limosnas y otros sufragios por las almas que allí padecen.  De indulgencias, curiosamente, todavía no se habla, aunque para entonces ya estaban bien fijadas en la praxis de la Iglesia. Prueba de que el original que plagia Parellós es más antiguo que todo eso.

Ya fuera del Purgatorio, el viajero se encaminó a la corte del rey Isuel, el que le recibió a la ida, donde a la sazón se celebraba la Navidad a su manera ruda. De allí pasó a Gales e Inglaterra, Londres, Paso de Calais, Picardía y París de la Francia, donde por orden del papa se detuvo cuatro meses, asistiendo a las justas y torneos que organizó el Emperador Rey de Bohemia (Wenceslao IV), en las que tomó parte el rey francés y también el de Navarra. Ramón de Perellos rinde viaje en Aviñón, su punto de partida.
Fuera de los incisos personales, el cuento es tan plagiado, que hasta por descuido se copia el éxplicit del original:
«Se acaba (explicit) el libro de San Patricio (sic) sobre las penas del Purgatorio. Deo gratias»
_________________________________________
[1] Nueva edición de Barcelona, 1641, con otro escudo de la ciudad,
pero reproducía la viñeta en otra madera más torpe. Una edición de
Lisboa, 1641, ponía en portada el motivo del Sacramento, pero en
formato convencional, sin las llamas.

[2] Cfr. Joan Busquets i Dalmau, La Catalunya del barroc vista des
de Girona: la Crònica de Jeroni de Real (1626-1683). L'Abadia de
Montserrat, 1994, vol. 1, pág. 390.

[3] Salas menciona  el nombre del hereje Chatillon y su gente,
profanadores de hostias consagradas,  que daban de comer a sus
caballos. Alusión malévola, hasta dónde podían llegar los soldados
españoles. Sobre el incidente, ocurrido en Tillemont, 1635, escribía un
jesuita:

Madrid y Julio 17 de 1635:
«De Flandes vino correo del Sr. Infante… Los franceses, viendo
desamparado a Tirlemon (Tillemont), le entraron e hicieron en
él grandes insolencias… Olvidábaseme decir cómo al Smo.
Sacramento le echaban por el suelo y lo daban a los caballos…
A las imágenes las degollaban y arcabuceaban. El general es el
mariscal Jatillon (Chatillon), hereje, que de estos se sirve aquel
rey.»

En MHE, 13 (1861): p. 215. Cartas de algunos PP. de la C. de J…. entre
los años de 1634 y 1648. Tomo I.

[4] El candidato  más probable podría ser el canónigo sevillano, gran
erudito anticuario y poeta Fernando de Rojas. Si a la Proclamación de
Salas le sobra más de la mitad, al Aristarco, que responde punto por
punto, obviamente le sobra otro tanto, aunque se nota menos porque
está mucho mejor escrito y razonado.
[5] El relato hay que entenderlo en conjunción con lo ocurrido el año,
cuando el mismo Fivaller reclamó al rey cierto impuesto foral sobre
consumos. El rey debía cumplir con Cataluña y Barcelona como todo
ciudadano, nada personal.

[6] Corónica Universal del Principat de Cathalunya, Barcelona, Hier.
Margarit, 1609; I Part, lib. 3, cap. 27, fol 82v.

[7] José Moret y Francisco Alesón, Annales del Reyno de Navarra,
33, 2, 1. Pamplona, 1766, t. 4, pág. 637.

[8] Lucio Marineo Siculo, Opus de rebus Hispaniae, lib. 18.

[9] Bernat Desclot, 2, 21. Obviamente, la revuelta de menestrales
dirigida por Oller no tuvo el signo político antimonárquico que se le
atribuye.

[10] «Compruebase en la medalla que halló el año 1618 un labrador en
Villafranca de Panadés: a una parte el rostros de Cristo, y a la otra unas
letras hebreas: Jesus Nazareno Cristo Dios y hombre digno de alabanza.  
Se puede conjeturar que aquellos caballeros debieron de traer esta
medalla.»
El Aristarco se burla de este ‘hallazgo’ y similares, en la línea de los
‘Plomos de Granada’. También fustiga los ‘malos usos’ de Cataluña, en
especial el derecho señorial de pernada.

[11] El Diálogo de los milagros es un sistema de ‘historias para no dormir’
que un maestro de novicios refiere a un discípulo para ilustrarle sobre la
vida de ultratumba. A Cesario de Heisterbach ya le conocimos en este blog,
como referente del dicho, «Matadlos a todos, que Dios reconocerá a los
suyos» . El monje aprovecha la popularidad de los Diálogos atribuidos a
San Gregorio Magno, también con historias de aparecidos, como licencia
para inventar historias en torno a la invención del Purgatorio y temas afines.

[12] Ramón Miquel y Planas, Llegendes de l’altra vida.   Barcelona, 1914.
Histories d’altre temps. Textes catalans antichs. X. Barcelona, 1917.
Isla y Purgatorio de San Patricio como complejo turístico (atlasobscura-com)