jueves, 28 de febrero de 2013

Abelardo y Eloísa: peripecias de un mito



«Jamás (lo sabe Dios) busque nada en ti sino a ti, deseándote sólo a ti, y nada más que tuviera que ver contigo. Ni pactos matrimoniales ni dotes. Como tampoco mis placeres o quereres, sólo los tuyos, como bien sabes. Y si el nombre de ‘esposa’ suena como más santo y más poderoso, a mí me supo siempre más dulce  palabra la de ‘amiga’; o si no te ofendes, tu ‘concubina’ o tu ‘puta’
(Carta II. La priora doña Eloísa a su marido   el abad don   Pedro Abelardo)


Es el caso que, a primero de este mes, Doña Viejecita,  a propósito de ‘Pedotribia y pederastia’, sacó el tema de los enamorados Abelardo y Eloísa (o Heloísa); a lo que respondí proponiendo: «¿Qué tal una entradita?» Pues venga. Y si ha de ser en febrero –y no es bisiesto–, debo darme prisa.
No se trata de resolver ningún enigma histórico, sino de revisar un tópico, y tal vez aventar un error común. Yo mismo no tengo formada una idea, no digo definitiva, ni siquiera clara sobre caso tan complejo. Juan de Meung, que en su extensa aportación al Roman de la Rose (h. 1270-1280) se fijó de modo especial en el párrafo de cabecera, creo que también tuvo sus dudas.
Pedro Abelardo (1079-1142) fue personaje emblemático de su época, en el llamado ‘Renacimiento del siglo XII’. Gran figura intelectual, bien conocido por sus diferencias con la ortodoxia del momento, pero más (y peor) por su relación con Eloísa (¿-1164), en el catálogo de parejas de amantes famosos.
Para una biografía convencional de Abelardo, propongo la entrada del Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano (Montaner y Simón, Barcelona, 1887, t. 1, págs. 109-11.
Abelardo no fue ningún universitario, por la simple razón de que en su tiempo no había universidades. A su muerte, faltan 16 años para que la primera universidad europea, la de Bolonia, reciba sus estatutos del emperador Federico I (1158), y eso sólo como facultad de Derecho.
Lo mejor que había entonces para sacar un título y poder acceder a un empleo o ‘beneficio’ era la Catedral, con su Escuela pública regida y animada a su aire  por el canónigo Magister, el maestrescuela. Allí se mejoraba la lectura y escritura, la declamación y la redacción, un poco también el cálculo y otras nociones. No nos hagamos muchas ilusiones con todo aquello del Trivium/Quatrivium. Ayer como hoy, la instrucción, por pública que fuese, nunca suplió los talentos naturales.
Pues bien, en aquellas escuelas nace un método peculiar de abordar y exponer cuestiones: la escolástica. Una forma de ver el mundo, donde ya en tiempos de Abelardo se enfrentan dos sistemas o ‘vías’: los conservadores o antiguos, y los llamados ‘modernos’. Abelardo fue un moderno convencido y peleón. El sistema moderno es lo que llamamos ‘nominalismo’, opuesto al ‘realismo’ de entonces, que para nosotros es ‘idealismo’.
¿Y la mujer? La mujer en el siglo XII se instruía. Y no tenía que ser una Eloísa brillante, sólo poder pagárselo.  De ello se ocupaban muchos monasterios femeninos, como el de Argenteuil cerca de París, donde se preparó de niña Eloísa.  No salían demasiado caros, una vez entendido que su misión principal era preparar los cuadros del propio monasterio, pues las educandas vivían como monjitas.
¿Algún problema? Nada de particular, salvo que la niña Eloísa era una superdotada. «Estas bastardas es lo que tienen,» –se dijo la madre priora en voz alta, y la madre maestra asintió con la cabeza– «salen más listas que las chicas bien. Pueden resultarnos excelentes monjas, pero las más terminan en París, Rue Saint-Jacques, como bien sabéis». Y sí que lo sabía, esta vez las cabezadas de la monja  maestra fueron reiterativas.

Carrera seglar de Pedro Abelardo
Pierre de Le Pallet, más conocido como Abelardo, nace en Le Pallet, pueblo bretón cerca de Nantes, en 1079. Su padre Berenguer, caballero de la pequeña nobleza militar, orienta a su primogénito a las letras. El brillante joven emprende una vida de estudiante giróvago. Oye a maestros famosos, como el dialéctico Roscelín o el filósofo ‘realista’ Guillermo de Champeaux, maestrescuela de Notre Dame de París. Con todos termina a la greña, porque el bretón no se muerde la lengua y es vanidoso. El de Champeaux no le ha gustado, pero su escuela sí. Ah, si un día aquel zote dejara libre aquel puesto, digno de un Abelardo.
Desde 1101 abre escuela propia: Melun, Corbeil, Santa Genoveva, en auténtica marcha sobre París. Fuerte en la Dialéctica, ahora se atreve con la Teología por libre, aplicando siempre la vía moderna.
Hacia 1115  baja de la colina de Santa Genoveva para instalarse en la Cité. Ya es canónigo maestrescuela de Notre Dame. Su magisterio arrasa entre la juventud de todas partes, pero a la vez le crea envidias, sin contar los rivales académicos que él mismo se busca constantemente.
En la residencia de los canónigos, Abelardo se prenda de la joven e inteligente Eloísa, sobrina de otro canónigo, don Fulberto, y la seduce. La relación trasciende y debilita la posición del maestro, que por entonces sufre un ataque en regla para moverle de su cátedra.
El lío con Eloísa se complica al quedar ella embarazada. La joven es prácticamente secuestrada y enviada en secreto a Bretaña, a casa de una hermana de Abelardo.
El desenlace es tragicómico. Nace el niño, y Abelardo le pone por nombre Astrolabio‘Toma, coge los astros’, es lo que significaba el nombre de aquellos cacharros de metal, que todavía muchas veces venían escritos en arábigo. Sí, hombre, para astrolabios estaba el tío-abuelo don Fulberto. 
El arreglo lógico era una boda. Extrañamente, Eloísa se opone, «por no estorbar la carrera de su amante». Solución: matrimonio secreto. Pero don Fulberto mira por su honra, y lo propala. La sobrina replica que ella no dio su consentimiento. Nueva cólera del tutor, y nueva torpeza (o frescura) del galán: encerrar a Eloísa en las monjas de Argenteuil, que tanto la quisieron desde niña. Demasiado para un señor canónigo de Notre Dame. Don Fulberto ni lo duda, visita los bajos fondos y contrata a unos matones para un escarmiento ejemplar: asaltar de noche la casa de Abelardo y caparlo.
El crimen no quedó impune. Dos de los autores y un criado fiel de Abelardo sufrieron la pena del talión, y a alguno también le sacaron los ojos. Don Fulberto hubo de pagar fuerte multa, que seguro dio por bien gastada. Pero el pobre Abelardo quedó moral y hormonalmente hundido. Deja la canongía y la enseñanza y toma el hábito de San Benito en la gran abadía de Saint-Denis, cerca de París.
 En cuanto a Eloísa, terminará sus días (1164) como abadesa de un monasterio archifamoso y de extraño nombre, El Paracleto, otra fantasía y creación de Abelardo y de ella misma. Allí dispuso una tumba doble, para el que fue su amante y marido y para sí, cuando muera en aura de respeto. El monasterio la sobrevivió hasta la desamortización, en la Revolución Francesa. Sólo el sarcófago con los restos se salvó en el nuevo Museo de París, de donde pasaron a un mausoleo romántico en el Cementerio del Padre Lachaise.
Pero hoy nos toca seguir con Abelardo.
Todavía 15 o 20 años después del escándalo había gente despuesta a recordárselo al pobre monje, que vivió bastante amargado. El tono general de la imputación podemos deducirlo de una carta que le escribe Roscelín de Compiegne, su antiguo profesor, luego rival, y ahora uno más entre sus enemigos de escuela:

«En París fui testigo de  cómo un clérigo llamado Fulberto os recibió en su casa, y tratándoos como a uno de la familia os encomendó a su  sobrina, joven distinguida y sensata, para que fueseis su preceptor. Lo vuestro para con hombre tan noble, clérigo e incluso canónigo de la iglesia de París, no fue tanto descuido como desprecio a tal huésped y señor, que tan bien se portó con vos. Sin respeto a una doncellez que fue confiada a vuestro cuidado, vos la hicisteis juguete de vuestro desenfreno, enseñándola no a razonar, sino a fornicar; juntando en una misma acción los crímenes de deslealtad y abuso de confianza con la lujuria y corrupción del pudor virginal. Dios se vengó de vos a su manera, y os visteis privado de aquello por do pecado habíais. »

Abelardo nunca negó los hechos, ¿cómo iba a hacerlo? Pero a su modo y con habilidad, forzando la retórica y echándose la culpa, los presentará de forma harto teatral en un relato epistolar, supuesta carta a un supuesto amigo sin nombre, que circuló con el título de Historia calamitatum suarum (‘Historia de mis desdichas’).
Allí –otro día lo vemos con más detalle– presentaba el incidente como efecto de una pasión sexual incontrolada, y hasta casi un experimento filosófico (al modo de Salomón en el Eclesiastés, por probar de todo un poco), hasta que se dio cuenta de que aquel devaneo le distraía de su verdadera vocación de pensador.
Este proceder autojustificativo no es raro en el género ‘confesiones’.  El autor carga las tintas sobre un pasado poco lucido, y pinta una crisis redentora, de modo que hasta el mal redunda en bien, y Dios es grande en sus obras. San Agustín con sus Confesiones hizo escuela.

La mirada crítica, que empaña los espejos
La historia de Abelardo y Eloísa, desde el siglo XVII al XIX, evoluciona para entrar en la leyenda y lista de las grandes parejas de enamorados.  Todo con base en una colección de ocho Cartas, de él y de ella –incluida como primera de la serie la Historia calamitatum–, conservadas en el manuscrito 802 de Troyes (manuscrito T).
Sobre este documento, de letra de fines del siglo XIII o principios del XIV, hay varias teorías:

1. La Historia de mis desdichas es un relato auténtico y fiel de Abelardo, como también hubo correspondencia epistolar entre él y y Eloísa. Los textos reflejan sus mentalidades respectivas, aunque los conocemos manipulados, tal vez por la propia Eloísa. Esta fue la tesis de Etienne Gilson, el gran historiador de la Filosofía Medieval, y ha sido la más compartida.
2. En 1913 Berhard Schmeidler argumenta que las cartas son todas de Abelardo, pero como ficción literaria, aunque partiendo de algún carteo real.
3. En 1933 Charlotte Charrier retoca la tesis de Schmeidler, de modo que (por decirlo en exageración irónica) «lo que a mí me gusta de las cartas de Heloísa es auténtico; lo que no me gusta, es interpolación de  Abelardo».  La Charrier cree reconocer en el ms. T materiales realmente antiguos, de tiempos de Eloísa.
4. Varias propuestas de ficción literaria y/o mixtificación introducen a un ‘tercero’, bien un fabulador o simple manipulador. Se pensó en algún monje que escribe a poco de morir Abelardo (Orelli); en varias manos de la Escuela de Orleans, siglo XII (Petrella); o incluso en una monja del Paracleto: una reaccionaria antifeminista que mezcla y refunde materiales auténticos y falsos, con objeto de cambiar la organización de la Abadía.
5. En 1972 D. W. Robertson, Jr., vuelve sobre la ficción literaria, haciendo hincapié en el autorretrato irónico y moralizante del supuesto Abelardo.
6. Advierto a quien me lea que todavía sigue vacante y disponible la tesis de Eloísa como autora exclusiva de todo el paquete.

Como vemos, el enredo se las trae. Cierro esta primera entrega con un documento poco conocido, para abrir boca. Porque, a todo esto, ¿qué hubo del supuesto flechazo? ¿Fue Eloísa el primero y único amor o amorío de Abelardo?
El caso es que el epistolario de la época nos ha dejado una carta de un prior benedictino, llamado Fulco o Fulcón, a Abelardo. En ella, con motivo de su ‘conversión’ y toma de hábito,  le da un repaso al París de sus triunfos, donde lo mucho que ganaba como profesor no le alcanzaba para aquel tren de vida, siempre en brazos de prostitutas. Traduzco extractando la larga y sustanciosa epístola:

«Roma te transmitía sus alumnos. Jóvenes ingleses cruzaban el peligroso canal de la Mancha en tropel. La remota Bretaña te destinaba sus animales para que tú se los amaestraras. Los angevinos feroces se te rendían. Los del Poitou, los Vascones e Iberos, Normandía, Flandes, el Teutón y el Suevo… En cuanto a lo que trajo tu perdición, según dicen, prefiero callarlo, singular mujeriego, pues no conviene a nuestra orden y estado.  Además, esas historias hacen más daño que bien. »

Obviamente, si un clérigo retórico del siglo XII anuncia que calla, es que va a soltarse el pelo. No falla:

«Encaramado sobre aquella muchedumbre de buenas gentes que boquiabiertos te rodeaban, Dios castigó tu vanidad. Esa partecita de tu cuerpo, que por juicio y favor del Todopoderoso perdiste, te perdía ella a ti, como lo demuestra  tu empobrecimiento, más que cualquier discurso mío. Todo el excedente de tus ingresos con la venta de saberes, según me contaron, lo echabas a pique en vorágine continua de derroche fornicario. La rapacidad de las meretrices te dejaba sin blanca. Tu miseria parece demostralo, pues dicen que de tanto como ganabas sólo tenías lo puesto. ¡De buena te has librado, a Dios gracias!... »

Así va discurriendo el colega, siempre sin mentar para nada lo de Eloísa ni el  matrimonio de Abelardo, ni el hijo, ni el tío canónigo. Sólo dice y repite que a Pedro le caparon, pero a saber quién y por qué, tampoco importa, con tanto marido burlado por el donjuán. Pero qué caramba, si hasta esa circunstancia, para la vida en el convento, resultaba ventajosa. El peculio que el nuevo monje pueda amasar ya no se irá por los desagües de la lujuria:

«En adelante, libre de impulso libidinoso, se te dará mejor la ciencia filosófica. Además, tu dinero (que, como monje, con permiso podrás tener en propiedad) no estará al albur de gastos nocivos.  Y otra ventaja no pequeña: un eunuco como tú, fuera de sospecha, cualquiera podrá recibirte en casa con toda confianza. El marido ya no temerá que le violes la mujer o le invadas la cama. 
Pasarás por entre piñas de matronas con toda decencia, sin que ellas se sientan en peligro.  Los coros de doncellas resplandecientes en la flor de su juventud, las que con sus meneos encienden en ardor libidinoso incluso a los viejos privados del calor carnal, tú podrás admirarlas seguro, impecable, sin miedo a sus  andares y seducciones. Los escondrijos de los sodomitas, detestados por la justicia divina sobre todas las demás torpezas, sus juntas sórdidas que siempre aborreciste, dejarán de existir para ti en adelante.
En fin, y eso sí que lo veo como gran regalo que te ha hecho Dios para ahora que eres monje, tan libre te verás de las poluciones nocturnas y fantasías oníricas, como es cierto que nada significan si la  voluntad no cede.  Las caricias de la esposa, el contacto de cuerpos imprescindible en el matrimonio, el cuidado especial de los hijos, no te distraerán de agradar a Dios. »

Echa dom Fulco una última ojeada a «la ferocidad leonina de las meretrices, que ya desde el primer momento avisa a sus clientes», antes de pasar revista a las ilustres parejas de santos eunucos, Juan y Pablo, Proto y Jacinto, deteniéndose en la persona de Orígenes, automutilado por el reino de los cielos:

«Con que, hermano, no te duelas ni te pese; y lo que no tiene arreglo déjalo estar así» (esto es, sin retoques de cirugía estética) «y recuerda que con buen ánimo y resignación lo irreparable se hace tolerable. Sírvate de consuelo, como dijo el otro, que cuando te caparon no estaban violando lecho ajeno ni fornicando. Dormías a pierna suelta y despreocupado, cuando una mano impía y un hierro destructor no dudó en verter sin motivo tu sangre inocente.
Llora entonces por tu herida y daño el buen señor Obispo, que procuró hacer justicia hasta donde pudo. Llora la muchedumbre de ilustres canónigos y nobles clérigos. Lloran los ciudadanos, tomándolo a deshonra de la ciudad, violada con la efusión de tu sangre… »

A punto estaba de añadir «tu sangre redentora», pero dom Fulco se guardó la blasfemia.

«No entro a referir los lloros de tantas mujeres, que a su manera regaron sus rostros por ti, su campeón caído, como si cada una hubiese perdido al marido o al amigo en el campo de batalla. Tan llorado fue lo que perdiste, que más te valiera morir que haberlo conservado. Criatura feliz, no sabe cuánto le quieren. Casi toda la ciudad se quedó anonadada en tu dolor. Ahí tienes las arras de un amor verdadero… »

A estas alturas, supongo que cualquier lector está mosqueado, si es de los pocos que no ha comprendido aún que la carta no se tiene de pie. Y eso que no hemos leído hasta el final.
De pronto, dom Fulco sospecha que Abelardo no se resigna, y que piensa llevar su causa hasta Roma. Desgraciado, ¿tú sabes lo que eso cuesta, la entrada hasta el Papa? La más cara de las putas parisinas te sale de balde, comparada con la Curia Apostólica. ¿De dónde piensas sacar el dinero? Tú no tienes ni un duro. ¿Arruinar a tus deudos y que te maldigan? ¿Meter en gastos a tu monasterio? ¿Ir tú solo a pie a Roma, con la alforja vacía? ¡Desgraciado! Volverás condenado en costas, y toda la Iglesia de París te odiará:

«Si es venganza lo que te acucia, deja de atormentarte, que en lo principal ya estás vengado. Porque algunos de aquellos que te mutilaron ya lo han pagado con la pérdida de sus ojos y sus genitales. Y el inductor, por más que lo ha negado, ha sido multado con toda su hacienda… Escucha mi consejo, de monje a monje. Si persistes en odiar a tu enemigo, el hábito que has tomado voluntariamente no te servirá de nada… Deja de amenazar, de exagerar tu caso para nada… Persevera hasta el fin en el santo propósito, y todo eso que perdiste Cristo te lo repondrá con creces admirablemente en la glorificación  de los cuerpos futuros bienaventurados. Entonces se verá falsada la regla de los dialécticos: ‘la privación nunca puede volver al habito’. Adios en el Señor.»

De privatione ad habitum non est regressus. Sólo ese chiste final, más la promesa de un cuerpo resucitado glorioso y super viril con dos o tres pares, basta para dar la puntilla a toda credulidad,  dando a entender  la carta como un ‘ejercicio de redacción’, en la didáctica del ars dictaminis. Y por este hilo sacar todo el ovillo de burla y parodia que despliega el supuesto monje moralista, tan preocupado por la estrategia financiera de las prostitutas parisienses.
Abelardo recurrió, en efecto, a Roma. Pero no para vengarse de la agresión a su virilidad, sino para vindicar su ortodoxia difamada por san Bernardo y los demás enemigos. La parodia aquí es perfecta, y eficaz. Ahora se entiende toda la broma de la carta, ya desde el título:


Petro Deo gratias cucullato,  frater Fulco, vitae consolationem praesentis et futurae.
(A Pedro [Abelardo], a Dios gracias encogullado, fray Fulcón [envía o desea] consuelo de la vida presente y futura.)


En Petri Abaelardi Opera (ed. F. de Amboise), París, 1616. Cfr. también Petri Abaelardi Opera. Ed. Victor Cousin. T. prior, París, 1849, Appendix,  pp. 703-707.

(Continuará)


martes, 19 de febrero de 2013

La corrupción no tiene quien la alabe



Ingemuit totus orbis, et arianum se esse miratus est.
(Jerónimo, ‘Contra los Luciferianos’, 11)

       La frase más citada de un autor tan fecundo como san Jerónimo es la que encabeza esta página: «gimió el orbe todo, y se maravilló de verse arriano». Hipérbole retórica para describir la encerrona de un conciliábulo (Rímini, 359), donde por sorpresa se adulteró el Credo de Nicea (325). La ‘Constitución’ de la Iglesia, para entendernos. Fue acostarse católicos y despertarse todos herejes.
       Pero no toca hablar de credos y herejías, sino de aplicar una cita clásica  a la situación política actual. Absortos estábamos en el problema de la crisis económica y el paro, cuando de la noche a la mañana nos despertamos en nuestra propia hez y hedor, ciscados y vomitados en el catre y por los suelos. Estamos podridos.
       –Hombre, tampoco exageremos. Corrupción hubo siempre y en todas partes, no sólo aquí. Cabe incluso teorizar que cierta cuota de corrupción controlada es buena para la economía, como ciertas putrefacciones dirigidas producen excelentes quesos.
       No voy a refutar un sofisma donde niego la mayor y la menor. Pero hablando de ‘cuotas’, es verdad que así discurren los políticos, cuando se echan en cara entre ellos, no quién sea corrupto y quién no, sino quién se lleva la palma.
       A todo esto, nosotros el pueblo menudo We the People tampoco estamos limpios trampeando como podemos, ‘con IVA o sin IVA’, economía sumergida y todo eso que miramos con indulgencia, porque es casi en defensa propia y para resarcirnos por lo que ‘ellos’ nos quitan. Pero tampoco toca hablar de esa falta de civismo, donde al fin y cabo si te pillan se te cae el pelo.
       La corrupción que ha disparado las alarmas se concreta en una saga de  ‘casos’, medibles a escala pecuniaria. Entre los quince más sonados en lo poco que va de siglo, casi  7.000 millones de euros.
       Todos revierten en lucro personal ilícito. ‘Del Rey abajo’, esto es Sodoma, Gomorra y la Pentápolis al completo. Vale aquí de la corrupción lo que dijo Erasmo de la sífilis en su tiempo: ser de gente sin distinción no padecerla.
       Pero no es eso lo más grave, sino la implicación de instituciones: partidos políticos, sindicatos, poderes central y autonómicos, alcaldes pedáneos, monarquía…
       Y es que cualquier corrupción casuística resulta liviana, comparada con la institucional. Esa es nuestra pesadilla: acostarnos demócratas, y despertar con el aparato hecho unos zorros.

       1. La Política como holocausto
       El servicio público hasta el sacrificio es un ideal noble. Después de ‘morir por la Patria’, nada más dulce et decorum que inmolarse a la Política. Máxime si la entrega se convierte en profesión y carrera, porque sólo entonces el holocausto es medible en unidades ‘euro’, las que todo el mundo entiende.  Antes se valoraba así a un ricachón de Vitoria: 
«(Pedro de Isunza) vino a ser tenido por hombre de trescientos mil ducados, y dende arriba… uno de los mayores créditos de toda la Corte, entre los tratantes» (Garibay). 
       Pues hoy lo mismo, cambiando ducados por euros.
       Lo que resulta antiestético es que sean los propios políticos los que ponderen así la magnitud de su sacrificio, como si los demás fuésemos bobos para entenderlo. Es de mal gusto refregarnos con su ‘lucro cesante’ por servirnos, y lo muchísimo más que ganarían dedicándose a otra cosa. ¿Pues no quedábamos en que lo suyo era vocacional?
       Y eso los que pueden hablar sin demasiado cinismo. Porque pasando la vista por el hemiciclo, los más son politiquillos de bulto y comparsa, sin otra habilidad conocida que incubar escaño (el menor tiempo posible), aplaudir o abuchear cuando toca, y a la hora de votar darle al botón que se les ordene (suerte si aciertan).
       A los políticos hay que pagarles lo que se merecen. Como a todo el mundo.  Pero no para que no se corrompan buscándose la vida –eso los que pueden–, sino en función de lo que rinde cada uno de ellos a la sociedad. Por lo mismo, nada de blindajes y aforamientos, ley igual para todos.
       Poderes públicos y partidos políticos, en nuestro sistema es la misma cosa, pues los partidos monopolizan el poder, incluso el judicial. Dígase luego que no, que los partidos «no son Instituciones ni Administración pública». En efecto, doña Soraya S. de Santamaría. Pero por favor, un vistazo de nuevo a las Cámaras: su mapa es mapa de partidos, de modo que todo cambio  pasa por ellos. Razón para no excluirlos de una Ley de Transparencia, y para dotarlos de una Ley de Partidos que los haga incorruptibles, si no es mucho pedir.
       Tantos años oyendo al Caudillo denostar a los partidos políticos, sospeché que podían ser cosa buena. Y lo son, buena bonísima.. Pero como dicen los filósofos, corruptio optimi pessima. Instrumentos creados para que la máquina política funcione, terminan siendo ellos mismos la vice-máquina, parásitos sociales, fin en sí mismos.
       Una vez más, la peor corrupción de los partidos no es su oscura trama financiera. Lo más grave es su colusión permanente para funcionar como clase social gorrona y gorrina, a prueba de crisis. En sus manos tienen la llave de la reforma; pero, quis custodiet custodes? ¿quién se autoamputa? Es significativo que el novísimo proyecto de Ley de Transparencia deja fuera precisamente a los partidos (salvo aviso de última hora, poco convincente).
       Los partidos políticos recuerdan en algunos aspectos lo que han sido las órdenes religiosas en la Historia de la Iglesia, que en eso de las corrupciones puede dar no poca enseñanza.
       Aquellas instituciones con voto interno de obediencia, comparable a la disciplina partidista, nacieron todas con vocación de servicio (según los valores de cada época), y la sociedad en general las trató bien. El resultado fue la competencia entre ellas y la hipertrofia de unas cuántas, a golpe de privilegios, exenciones y prerrogativas, descuidando su fin institucional, y hasta la propia ética. Así la historia de las grandes órdenes es en gran parte la de sus relajaciones y reformas. Reformas que, por otra parte, apenas pasaron de la  sastrería: descalzos contra calzados, más corto o más largo, redondo o en pico, más la calidad y tono del paño. (Igual que hoy, cuando un partido político se arregla con un cambio de sigla o de logotipo.)
       ¿Regenerar los partidos? De Íñigo de Loyola cuentan que antes de decidirse a fundar orden nueva estuvo pensando en profesar en alguna de las antiguas, y desde dentro reformarla. No sé si fue él mismo u otro sabio el que le quitó de la cabeza este disparate. Hubo, pues, Compañía de Jesús. Pero la hubo, y muy exitosa, al precio de repetir con creces el abuso de los privilegios y franquicias, imponer a sus miembros la obediencia más ciega jamás conocida, y hacer gala de opacidad y maquiavelismo.  Sint ut sunt, aun non sint (‘sean los jesuitas como son, o no sean’) fue la respuesta seca del General de la Compañía al Papa, que para salvarla sugería unos retoques ‘a lo Gattopardo’.
       El mismo dilema incumbe al sistema de partidos. Renovar lo que hay sería trabajo hercúleo, pero tampoco los nuevos lo tienen fácil, en un espacio electoral copado por los grandes corruptos. Más luego el desengaño de tanto regenerador populista que pronto se revela de igual condición que sus congéneres.

       2. Autonomías privilegiadas y pulsión centrífuga
       De las autonomías no hay más remedio que hablar, porque por ellas pasa el culebrón casuístico. Se veía venir, con ese mapa disforme, y en el mismo esas manchas privilegiadas como ‘históricas’. Al bono representativo y otros gajes de origen, se ha sumado luego la interpretación más y más laxa, que las comunidades ‘históricas’ han hecho de su privilegio. Ahora bien, ese sistema y privilegio están recogidos en la Constitución, lo que pone difícil cualquier reforma no revolucionaria.
       Una de las puntas de la alfombra autonómica que más ha mostrado su parcela de corrupción es Cataluña. Como es lógico, ha escandalizado más lo pecuniario,  pero aquí con el añadido de la corruptela institucional admitida. La disculpa catalana hace hincapié en su agravio comparativo, en referencia al sistema fiscal vasco. Y lógicamente, todo el mundo ha mirado a Euskadi, como también a Navarra.
       ¿Hay menos corrupción en Vasconia? Si se mide por el escándalo mediático, eso parece, aunque haberla, hayla. Lo que ocurre es que mete menos ruido casuístico, por ser más institucional. Porque para un ojo crítico no nacionalista, la CAV sería el miembro más corrupto de todo el organismo democrático español. Suena duro, pero no lo es si se explica debidamente.
       Todo nacionalismo, y el vasco muy a su manera, tiene una noción patrimonial paternalista del ‘territorio-pueblo’, que unida al hecho de haber tenido un partido hegemónico tanto tiempo, ha propiciado un  clientelismo mafioso, que aquí se ve como natural, ni bueno ni malo.
       Ese es aquí el sentido del término ‘corrupción’, o si se prefiere (para no ofender), ‘disfunción’. Y no sólo en el ámbito económico. Toda la presión ‘normalizadora’ por parte del gobierno, en la toponimia, la lengua y el identitario en general, adolece de esa corruptela.
       Según la Constitución, art. 152. 1., cada Presidente de Comunidad Autónoma ostenta la ‘representación ordinaria’  del Estado en la misma. Sin embargo, en Cataluña o en Euskadi nadie diría que es así, ni que el Lehendakari o el President ejercen esa representación preceptiva, cuando ni siquiera se acompañan de la bandera nacional en sus comparecencias.  
       De hecho, en las comunidades ‘históricas’ vamos a la ausencia práctica del Estado. Se incumplen sus normas, se retiran sus símbolos, se exige el ‘repliegue’ de fuerzas del orden nacionales, como si fuesen de ocupación, etc.
       La lectura maximalista que los nacionalismos hacen de unos textos que, por lo demás, desprecian como ajenos a su meta secesionista, es un jaque continuo  al espíritu de la Constitución, sin que a los gobiernos centrales sucesivos parezca preocuparles, ni al Tribunal Constitucional tampoco.

       3. Mayoría absoluta
       El Partido Popular ha subido al poder, más que por mérito propio y solidez  programática, por la incompetencia de Rodríguez Zapatero. Más aún, tanta era la repulsa general a este personaje, que el electorado la expresó del modo más elocuente: con la mayoría absoluta. Y en democracia, la mayoría absoluta es lo más parecido que cabe a una dictadura.
       La dictadura en Roma era un poder discrecional extraordinario, que a veces se tomaba, como hizo Sila y luego César, pero otras se ofrecía incluso a quien no parecía desearla. Lo mismo se dio en ciudades griegas, donde la dictadura se llamaba tiranía.
       Pompeyo se negó a ser dictador en la crisis del I Triunvirato, el 54-53 a. de JC, cuando se llegó a la guerra civil entre el mismo Pompeyo y Julio César, que victorioso  se proclamó dictador perpetuo. Fue de nuevo el caso de Augusto el 22 a. de JC., cuando rehusó la dictadura, según dijo, «ofrecida en mi ausencia y en mi presencia, tanto por el pueblo como por el Senado».
       Traigo esto de la dictadura, porque en una ocasión (eso dicen, yo no lo oí) el comedido Rajoy reprochó a Zapatero ser «una especie de dictador comunista». Bromas aparte, la traigo sólo como ejemplo –en democracia no hay poder discrecional–, entendiendo la mayoría absoluta como mandato a la acción, sin la excusa de deberle concesiones a nadie.
       Bien, ¿y qué es lo primero que hace Mariano Rajoy Brey del Gran Poder? Pues condecorar a su vencido con el Collar de la Orden de Isabel la Católica, y al que ha sido ministro de aquél, Manuel Chaves, con la Gran Cruz de la misma Orden.
       ¿Pero no quedábamos en que los socialistas todo lo hicieron mal? Visto desde la oposición, sí. Pero ahora don Mariano toca (¡por fin!) la meta de su deseo, y por ende le toca pagar el rito de los honores recíprocos. Porque idéntico collar, en otro alarde obsceno de corruptela rampante, ha ido adornando de forma automática el pescuezo de Felipe González y José María Aznar, y en su día rodeará también el de Rajoy y sucesores, hagan lo que hagan o dejen de hacer. Tal vez por eso, don Mariano en su investidura se permitió lo nunca oído a él  desde el banco de la oposición: reconocer que Zapatero,  «como todos, tuvo aciertos y equivocaciones». Sólo le falto añadir, «al 50 por ciento, mitad y mitad».
       ¿Estamos por la labor de abrir el frente anti corrupción en serio, con todas sus consecuencias? Rajoy alardea de pulso firme y asegura que sabe lo que tiene que hacer y lo hará. Por nuestra parte, es tanto el apremio de que esta cuadra se limpie y el país funcione, que aun sin hacerme yo ilusiones, sería el último en pedir al jefe que se vaya, porque una ocasión como la que ofrece esta mayoría absoluta es irrepetible, hasta donde alcanza la vista.

       4. Corrupción sin elogios
       Antes de darme todo este mal rato y gasto,  por mi inclinación juguetona  andaba yo buscando para ofrecer alguna pieza divertida sobre la corrupción: una parodia, una sátira menipea, un ‘elogio’. El modelo definitivo es el Encomio de la Necedad, el mejor Erasmo.
       Y mira que se ha prodigado el género, celebrando con más o menos chispa a la pulga, a la chinche, el jumento, la calvicie, la sordera, el estrabismo,  la fiebre cuartana, la envidia, la embriaguez… ¡pero qué digo!, hasta la medicina y la jurisprudencia tienen su encomio; también la vida monástica, la laboriosidad y, por supuesto, Polonia. De todo eso se pesca hoy en la Red. Por eso animo a quien me lea: busque con más suerte que yo algún elogio de la corrupción, pues diríase que nadie gasta bromas con ella.
       Desesperado, también consulté a la vieja ‘Espasa’. Monumento catalán, al fin, a ver qué nos cuenta sobre corrupciones.
       ¿Y bien? Menudo chasco. El artículo ‘Corrupción’ sólo trae dos acepciones: la filosófico-escolástica, y la corrupción de menores. La corrupción filosófica desentraña el binomio ‘generación/corrupción’, según el axioma: corruptio unius, generatio alterius. La otra entrada, corrupción de menores, hasta se ahorra latinajos.
       En cuanto a la corrupción política, será por su pudor habitual, pero esa enciclopedia no le da entrada. ¿O sí? A lo mejor es la parodia buscada en vano, sólo que aquí viene en clave. Corruptio unius… Ya lo tengo: En politica nada se crea ni se aniquila, todo se corrompe. En cuanto a corrupciones de menores, lean y vean si cuanto allí se dice no será parábola sobre la corruptela educativa en el nacionalismo identitario.



martes, 12 de febrero de 2013

El Papa lo deja


Benedicto XVI en 2010, ante la efigie-relicario del papa S. Celestino V, tras el terremoto de 2009




La noticia de la abdicación de Benedicto XVI bien puede decirse inesperada, pero no sorprendente. Lo habría sido –y más que eso, impensable– en su predecesor Juan Pablo II. Wojtyla encarnaba la idea o mentalidad del papa trascendente, sobrehumano, cuyo físico mortal es mero soporte de una presencia divina indefectible, donde la renuncia no tiene sentido. Ratzinger es más de la casta de los papas humanos, razonables y dubitativos. Como Juan XXIII (Roncalli), Pablo VI (Montini),  Benedicto XIV (Lambertini), que aunque no abdicaron, lo habrían hecho sin aspavientos, de haber visto razón para ello.

Gregorio XII 
Las gacetillas encarecen que la última dimisión papal ocurrió hace seis siglos. En efecto, en 1415 abdicó Gregorio XII. Pero aquella dimisión fue muy especial. Fue en la crisis del Gran Cisma de Occidente, cuando en la Iglesia llegaron a concurrir hasta tres papas, con gran incertidumbre de cuál fuese el legítimo, si alguno lo era. Una de las salidas del atasco era la ‘vía de cesión’ o renuncia simultánea de los rivales, para proceder a una elección limpia y segura.
En tal impasse prendió también la idea del ‘conciliarismo’. El señor Papa, por muy Vicario de Cristo y Jefe de la Iglesia que sea, no lo es tanto que no esté sujeto a la autoridad de la misma Iglesia constituida en Concilio General.
El Concilio de Constanza (1414-1418), convocado por el Emperador Germánico Segismundo para acabar con el cisma, actuó en consecuencia y  presionó a los tres rivales. Renunciaron Gregorio XII y el entonces llamado Juan XXIII: papa y antipapa. Pero en cambio Benedicto XIII, Pedro de Luna, se mantuvo ‘en sus Trece’, y el Concilio no tuvo más remedio que deponerle en rebeldía (26 julio 1417).
La postura de Luna ha sido criticada por muchos aspectos. Sería chiste fácil decir que no dimitió porque era aragonés, o porque un español no dimite. Personalmente veo que su negativa, aunque nada realista, era lógica –más que la de Gregorio–, en la línea de la idea del papado absoluto, que terminaría trunfando sobre el conciliarismo. En Luna se puede dudar de su acierto y rectitud en el punto de arranque –él había sido de hecho el promotor del Cisma–, pero su firmeza hasta la muerte debería merecerle nota positiva para cualquier detractor del conciliarismo.

Celestino V 
Remontándonos más en tiempo, encontramos un renuncio algo más parecido al actual. Sólo ‘algo’. Celestino V fue elegido papa el 5 de julio de 1294, y no había acabado el año cuando, el 13 de diciembre, abdicaba voluntariamente.
Aquel papado meteórico fue muy particular. Tras dos años y tres meses de sede vacante, de pronto el cónclave se pone de acuerdo y elige nemine discrepante a un ermitaño llamado Pedro Angeleri (1215-1294), que retirado en una cueva del monte Morrone (2061 m), en los Abruzos, imitaba la vida de San Onofre, San Macario Romano y demás Padres del Yermo en su versión más hirsuta. Lo que no significa que el religioso  fuese un zote, pues tuvo formación monástica benedictina y era presbítero, con estudios clericales cursados en Roma. Pero su vida estaba allí, en el paraíso solitario que hoy es Parque Natural del Abruzzo, absorto en la contemplación y en pequeñas milagrerías aldeanas. Y de la noche a la mañana, ¡zas!, ni obispo, ni patriarca, ni cardenal: papa, y por unanimidad.
¿Cómo así? Por supuesto, el de Morrone no era ningún desconocido. Veinte años antes había ido a pie hasta León de Francia, con ocasión del Concilio Lionés II (1273), para defender allí su propio estilo de vida religiosa. Aun así, su elección papal se hacía tan rara, que los propios conclavistas reconocieron haberse movido ‘quasi per inspirationem’
Sin hacer de menos al Espíritu Santo, nada impide ver también manos políticas, tanto la seglar como la clerical.
En la primavera de 1274, Carlos II el Cojo de Anjou, rey de Nápoles, se coló en la sala del cónclave, teóricamente sellada, para meter prisa a los electores, porque él personalmente la tenía para que un papa bendijera su acuerdo con Jaime II de Aragón, para quedarse él también con Sicilia. Y aunque Carlos salió despedido con cajas destempladas, fue la ocasión de airear unas profecías frescas del santo ermitaño Pedro de Morrone, emplazando a la Iglesia para el 1º de noviembre, con grave castigo si para entonces no sacaban papa.
Los historiadores más suspicaces piensan que en aquel ajo anduvo también uno de los conclavistas, Benito Caetano. Este cardenal ambicioso y calculador llevaba metida en su cerebro de jurista la idea papal gregoriana, que en nadie encajaba mejor que en él mismo. Y para ir derecho a este fin, el bueno de Celestino le sirvió de rodeo dilatorio. Aquella caricatura de papa silvestre sería su instrumento para dotar a la Iglesia de otro  verdadero papa como Dios manda: Benito Caetano.
Personaje tan influyente, y a la vez tan rico, no tuvo dificultad en caldear entusiasmo hacia el electo profeta. Mas no todos tragaban el anzuelo. Fra Jacopone de Todi, franciscano ‘espiritual’ y poeta popular religioso, aunque a sus ratos también satírico, se receló de la jugada, y puso en circulación unas coplas donde  pasaba revista a la galería de tipos corruptos que formaban el nuevo paisaje del papa-ermitaño: cardenales, prebendados, rábulas, todos y cada uno a sus gajes:

Chè farai, Pier da Morrone?
Sei venuto al paragone.

Eso, ¿qué vas a hacer? Separar el trigo de la cizaña, eso se queda para los ángeles del Juicio Venidero. ¿Qué vas a hacer tú, pobre monje sin experiencia del mundo?
Ahora bien, la historia del monacato nos advierte de mirar con más respeto a unos anacoretas, que a veces tenían de todo menos de simples. Pensemos por ejemplo en Francisco de Paula (1416-1507), otro ermitaño áulico, todavía popular hoy en día como ‘San Francisquito’, el Santuchu en Bilbao. En un tiempo en que reyes y príncipes, obispos y papas no movían dedo sin consultar con su astrólogo, un sujeto de la clarividencia profética del nuevo Francisco era un mirlo blanco para los reyes de Francia, que le pusieron jaula en su corte...
No divaguemos. Nuestro Pedro mostró tener su trastienda. Y en vez de correr en busca de los cardenales, les citó él a su terreno, que era también el de Carlos como rey de Nápoles. Montado en un asno y aclamado por las gentes, como Cristo en Jerusalén, hizo su entrada el nuevo papa en la ciudad de L'Aquila (Abruzo). Significativamente, llevaban la brida Carlos II y su hijo el príncipe Carlos Martel. Luego, en la bonita iglesia  de Santa María de Collemaggio, extramuros, tuvo lugar la coronación de Celestino V, hechura a la vez de Caetani y de Carlos, aunque de momento más prisionero del rey que títere del cardenal.
Esto lo vio muy pronto Celestino, cuando quiso ir a tomar posesión de su verdadera sede, Roma, pero Carlos le ‘sugirió’ de forma tan respetuosa como persuasiva disfrutar de su hospitalidad, residiendo en el Castillo Nuevo de Nápoles.
Consciente de su verdadera situación, y en la duda (bastante común entonces) de si un papa puede abdicar, propuso tomarse unas vacaciones en su yermo, dejando como corregentes a tres cardenales. Esta solución obviamente no fue bien acogida. Fue entonces la hora de Caetani para ofrecer al papa sus servicios de gran canonista. Él mismo se encargó de redactar dos documentos, que se leyeron uno tras otro en consistorio de 13 de diciembre. El primero era una bula autorizando la abdicación de un papa por razones graves. Quitado así todo escrúpulo, el segundo documento leído era aplicación del primero, siendo renunciante el propio Celestino.
Lo que no sabía éste –o tal vez sí, siendo profeta– era que con su abdicación firmaba su sentencia de muerte. Dueño Caetani de la situación, a los diez días se juntaba cónclave en el mismo Castillo Nuevo, donde en una sola jornada, el 24 de diciembre, Don Benito tendría su nochebuena ya como papa, con el nombre de Bonifacio VIII (1294-1303). Afirma Dante que sus dineros le costó, pues según dice, él le vio en el infierno de los simoníacos (Inferno, 19: 52-57). Y eso que aún no había muerto.
Uno de los cuidados de Bonifacio fue retener a Celestino preso, por si a alguien se le ocurría reponerle. El año siguiente, 1295, consigue fugarse, pero es localizado y a mediados de mayo detenido. Un año después moría en su última cárcel, una de las más siniestras de toda Italia. Según unos, envenenado, o de hambre según otros, por orden de su carcelero, Bonifacio. Un nombre, Boni-facio, que ya entonces daba para chistes.
La dimisión de Celestino fue juzgada muy contrariamente. Para Dante que, sin nombrarle, también vio su sombra en el Infierno, fue un acto de cobardía (Inferno, 3: 59-60): 
vidi e conobbi l’ombra di colui  
che fece per viltà il gran rifiuto

       Los comentaristas mayormente dan por cierto que el pasaje se refiere a Celestino, y que ‘la gran renuncia’ era abdicar del papado. Pero la vileza o cobardía no se ve por ninguna parte. En todo caso, el círculo infernal de Celestino está muy por arriba del de su verdugo.
       En fin, algunos otros abandonos papales se citan, pero no haremos mucho caso por ser remotos y poco claros.

       El Papa del Olivo
       ¿Pero puede un sumo pontífice renunciar? Hombre, a primera vista, si un papa puede ser depuesto por alguien, con más razón puede ‘deponerse’ a sí mismo. Y papas depuestos, sin contar antipapas, se citan al menos nueve.  Alguno tan curioso como Benedicto IX (1032-1044), verdadero ‘papa-guadiana’ o de quita y pon para las facciones romanas. Pero eso era en el ‘siglo de hierro’ del Pontificado.
       Lo que no dejará de sonar, con ocasión del próximo cónclave, es que con esta abdicación Benedicto adelanta el fin de los tiempos. En efecto, en la Profecía de San Malaquías él hace el penúltimo de la lista de papas, con el lema personal de Gloria olivae. Un título cuyo acierto sólo ahora se ve; porque oliva es la aceituna, pero también su árbol, el olivo. Pues eso: tomar el olivo. Algún intérprete hispano ya se lo habrá explicado así a al papa.
       ¿Y detrás? Pues detrás, penitenciágite. Porque según la misma profecía, «en la persecución extrema de la Santa Iglesia Romana, se sentará Pedro Romano, que pastoreará las ovejas en muchas tribulaciones. Pasadas las cuales, la (Ciudad) de las Siete Colinas será destruida, y el Juez Tremendo juzgará a su pueblo. Amén.»
       Aunque también es posible que el vaticinio hable en parábola, y lo que llama persecución y tribulaciones represente la gran crisis de valores y de ideas que, al parecer, ha superado al anciano José Luis Ratzinger.
       Y en verdad tiene que ser angustiosa paradoja: saberse uno infalible, y al mismo tiempo no saber qué decidir sobre cada problema que surge a cada paso.
       En estas circunstancias, un espíritu reflexivo y científico tal vez no sea la cualidad más recomendable, según algunos. Incluso habrá quien añore una vieja estampa de otros tiempos: en plena borrasca, agitada por las olas, la Barca de Pedro pilotada por Cristo en persona, mientras su Vicario, un relajado Pío IX, inspirado por el Espíritu Santo y un buena copa de Montefiascone, resuelve el crucigrama y los acertijos del diario.