lunes, 28 de abril de 2014

La patria como sinécdoque





A Candela,
en la servidumbre compartida del ‘imperativo testimonial’


Una de las señales de que estoy mucho más viejo que joven es que los aspectos negativos de la política, sin dejar de parecerme lamentables, cada vez me irritan menos. Y es que en la vida humana –o dicho con empaque metafísico, en la existencia individual– llega un tiempo en que uno percibe y siente lo que ya presentía por discurso metódico: el mundo mundial no me necesita, y la ilusión de cambiarlo se desvanece.
Al hablar de ‘política negativa’ pienso, por ejemplo, en la pulsión de los nacionalismos separatistas, que vocean la independencia como salida única de una supuesta  frustración colectiva como parte de España (lo ‘malo’ conocido), hacia otro acomodo como parte de Europa (lo ‘bueno’ por conocer). Porque nuestros nacionalistas catalanes y vascos se postulan como anti-españoles igual que pro-europeos. Y es admirable que, declarándose incompatibles con una España que les privilegia y les mima, no recelen nada de una Europa de pueblos ‘iguales’ todos a cara de perro, donde van a tener poco peso como estados menores, el día que entren. Y hasta entonces, a verlas venir.
El problema con esa mentalidad se complica si entramos en lo simbólico, como las banderas. «Española ez, ikurriña bai». La Ley dice: «Española sí, ikurriña también». ¿Quién integra o suma, y quién contrapone y resta?
Nunca fui patriotero, ni siquiera de niño. La bandera roja y gualda –la ‘monárquica’ la llamaban en casa– no la conocí hasta los siete años. Fue en la frontera de Irún, volviendo de un exilio más bien corto como refugiados en Francia (mayo-junio, 1937). Mientras hacíamos cola para identificación y entrada –por cierto, en una oficina mixta hispano-alemana– me fijé en las banderas del lado español, y casi me gano un soplamocos por preguntar como si tal cosa:
–Mamá, ¿qué bandera es esa?
–¡Baja la voz! ¿Tú quieres que nos tomen por rojos, o qué?
La única bandera española que yo conocía, y que había saludado en la escuela (primero en el grupo de Ibaizábal, en La Peña, luego en el de Concha) era la republicana:
–Rojo, amarillo y morau, la bandera del cagau.
–Rojo, blanco y verde, la bandera del moco verde.
Era toda nuestra discusión política sobre símbolos, entre chavales. Ni mis padres, simpatizantes del PNV, ni mis tíos, de ideología varia, ni siquiera el abuelo carlistón (aunque pacífico), me habían explicado lo evidente: que las banderas son mudables, como los regímenes políticos o incluso las fronteras.
Meses después de mi contacto con la bicolor, ya familiarizado con el nuevo régimen, veo la caída de Santander saludada en la cabecera de ‘La Gaceta del Norte’ con una franja rojigualda a toda página donde decía: «SANTANDER ES YA DE ESPAÑA», que me produjo escándalo: «¡Cómo! ¿Es que no lo era de siempre? ¿Acaso mentía el mapa escolar?».
Todas las escuelas, en acción de gracias, suspendieron las clases para llevarnos a la chiquillería desfilando a una misa de campaña bajo el Sagrado Corazón. Los zapatos me hacían daño, y para distraerlo discutí con otros compañeros si estaba bien aquella expresión del periódico: «SANTANDER, DE ESPAÑA».
Lo de Santander fue el comienzo de un rosario de ‘caídas’, una tras otra, festejadas por las escuelas públicas con el mismo ritual: desfile, misa de campaña, un bocadillo, ‘¡rompan filas!’  y a casita de asueto. Eso sí,  con los pies molidos.
Los colegios de pago pasaban de aquellas misas, pues no cobraban para eso. Así que, parte por aprovechar el tiempo y también como oposición al régimen, dejé mi querida escuela de ‘La Concha’ (sic), para sentar plaza en un colegio de los baratitos, el Corazón de María (7,50 pts./mes) en San Francisco. Y aunque por la distancia a casa valía por cuatro desfiles diarios, los pies no me fastidiaban.
Aquellos religiosos claretianos enseñaban bien –a palmetazos, eso sí–, y aun siendo muy del régimen y castrenses, tampoco ignoraban que su alumnado pertenecía a familias de todo pelaje, máxime en aquella zona y ‘barrios altos’. Cada mañana, en formación ante las tres banderas –la española flanqueada por la del requeté y la falangista , abríamos la jornada cantando los respectivos himnos: ‘Oriamendi’, ‘Cara al sol’ y la ‘Marcha real’ con letra postiza de Pemán. (Antes, en la escuela, todavía cantábamos el ‘Salve, bandera’ de Sinesio Delgado, que acertadamente se quitó, supongo, por su deriva derrotista, con aquello de «España en las desdichas grande», «las chozas de los míseros labriegos» y el sórdido final: «Manchada con el polvo de las tumbas, teñida con la sangre de los muertos».)
Cuento estas minucias porque aquella experiencia escolar me marcó de relativismo algo escéptico. No sólo en cuanto a banderas e himnos, también en cuanto a fronteras. Esto último confirmado más tarde, cuando el profesor de Historia Universal estrenó un gran ‘Atlas of World History’ sobre un trípode, cuyos mapas se abatían al devenir de los siglos, mostrando juntamente la inventiva y la caducidad de los estados y los imperios.
Por eso me intriga, y aunque ya no me irrite también me aburre, por un lado la pertinacia de los nacionalistas en lo suyo, como quien se siente en posesión de la Verdad, y por otro su desproporción en anteponer lo adjetivo a los sustantivo, los accidentes a la sustancia, aireando símbolos y ritos mientras ocultan su proyecto totalitario.
No sé en Cataluña, pero aquí en el País Vasco lo de la bandera es patológico. Todo lo que desprecian en la española, que al fin es laica, lo exageran con la bicrucífera, mimándola como ‘la ikurriña’ –en femenino castellano, aunque se precian con razón de que el vascuence no tiene género para los entes inanimados–, bailándole aurrescus y atribuyéndole sacralidad. El súmmum de lo religioso es la escena final de espatadanza, cuando los danzantes se postran en adoración, mientras el abanderado ondea sobre ellos la ikurriña como si fuese el Espíritu santo cerniéndose sobre las aguas.
El último capítulo de la saga vexilícola (siempre en el mismo plan) lo acabamos de ver en San Sebastián, con ese acto de desagravio a la ikurriña, sólo porque la Constitución obliga a poner a su lado la española.
¿Es eso un agravio? ¿Lo es la sentencia del Tribunal Supremo obligando a cumplirlo? Para el nacionalismo eso parece, de no ser porque ‘canta’ la demagogia y también la incongruencia de imponer lo mismo que se critica: banderas muchas y grandes. Esta vez ha sido Martín Garitano, de Bildu, pero antes fue Markel Olano el del agravio. Poco importa, pues, que el PNV por estrategia no haya acudido al esperpento.
Tampoco importa el que la nueva ikurriña desagraviada no haya podido ser tan alta ni tan grande como la querían los aquejados de megalomanía típica totalitaria. Ellos la imaginaron pensando (como siempre) en Madrid y en la Plaza de Colón, que para escenario, ¡caray!, es algo más ancha que la de Guipúzcoa.
Como se sabe, Garitano se vino al suelo, y fue una portavoz la encargada de excusar el «bonito discurso» que traída preparado el diputado, con un comentario sosete sobre lo duro que ha sido para la institución foral verse obligada a cumplir la ley. Un extraño aurresku coronó el rito. Callaré lo que pensé al verlo, por políticamente incorrecto. Me gustaría mostrarlo, pero no me ha sido posible dar con fotos ni vídeo.
Un placa al pie del mástil pretenderá en lo sucesivo explicar al paseante y justificar qué hace allí «LA IKURRIÑA, LA NUESTRA». ¿Nuestra, de quién? Vuelvo a recordar aquella expresión franquista, «Santander es ya de España». «Nosotros, los vascos y las vascas, este pueblo… ». La patria como sinécdoque.  

Surrealismo de manicomio. Y aquí machacando, por imperativo testimonial.


(Crédito de foto: DEIA)

miércoles, 9 de abril de 2014

Geometría variable


Una de las representaciones más pintorescas sobre el cuerpo femenino, o más concretamento, sobre su sexo, fue considerarlo como una invaginación del masculino. Partiendo de la obviedad geométrica de los órganos copuladores –pene y vagina–, la fantasía popular especuló sobre una topología de calcetín o guante, extendida a toda la anatomía sexual.
La consecuencia lógica fue que el cambio de sexo podría ser mucho más simple de lo que parece, al menos en uno de ambos sentidos: la masculinización de la fémina. Nada de cirugía ni tratamiento hormonal, fuera sesiones de readaptación psíquica. Un accidente mecánico, algo así como una hernia vagino-ovárica, y ya está: vuelto el calcetín, la Naturaleza obra el resto.
Esta idea vulgar, mantenida al menos hasta la Anatomía barroca, se cebó en historietas chuscas, recogidas incluso por autores graves, médicos y juristas, filósofos y ensayistas.
«La razón por la que las mujeres pueden degenerar en varones es que ellas llevan oculto dentro lo que ellos muestran por fuera. Sólo que ellas no tienen el calor suficiente para empujar afuera lo que por la frialdad de su temperatura se les queda retenido en el interior. Si con el tiempo se evapora la humedad de la infancia, que impedía al calor hacer todo su trabajo, no es increíble que este calor robustecido, acre y activo, sobre todo si ayuda algún movimiento violento, pueda expulsar afuera lo que estaba oculto dentro.
Ahora bien, siendo esta metamorfosis natural, por las razones y ejemplos alegados, de igual modo jamás encontramos en historia verdadera que varón alguno se haya vuelto mujer. Porque la Naturaleza tiende siempre a lo más perfecto, y no al contrario, hacer que lo perfecto se vuelva imperfecto».
El que así se explicaba era nada menos que Ambrosio Paré (h. 1510-1590/92), uno de los genios de la Cirugía, en su ensayo sobre Los Monstruos y Prodigios (1573), con un capítulo de supuestas transexuaciones, todas en el mismo sentido.  Allí es donde Paré cuenta su experiencia de un caso que se haría célebre:
«Estando en el séquito del rey, en Vitry-le-François (Champaña), conocí a cierto pastor llamado Germán Garnier. Algunos le llamaban Germán María, porque así se llamaba de niña. Joven de talla mediana, cuadrado y bien formado, luciendo una barba roja bastante espesa; el cual hasta los 15 años pasó por chica, integrado en su condición y avío de tal, sin indicios de virilidad.
Pues bien, a dicha edad, estando en el campo a todo correr en persecución de sus gorrinos, que se le metían por un trigal, al saltar sobre un foso notó de repente que le habían surgido los genitales, rotos no sin dolor los ligamentos que los sujetaban.
De vuelta a casa de su madre, entre lloros le cuenta cómo las tripas se le habían salido del vientre, cuyo espectáculo la dejó maravillada. Y reunidos médicos y cirujanos para el diagnóstico resultó que era hombre, y no mujer. Luego lo reportaron al obispo, el difunto cardenal de Lenoncourt, y por su autoridad, en pública asamblea, recibió nombre masculino, y en vez de María (el suyo hasta entonces) se llamó Germán, asumiendo ropas de hombre. Creo que tanto él como su madre todavía viven» [1].  
Si Paré buscaba una explicación naturalista mediante el calor y el frío, no iba descaminado del todo. En la escala animal el sexo y su vigor depende a veces de la temperatura. Otros en cambio invocaban la fantasía.
Miguel de Montaigne (1533-1592), por ejemplo. Su ensayo ‘Sobre la fuerza de la imaginación’ incluye la noticia sobre el mismo accidentado de género, ya muy famoso. El escritor habla un poco de memoria:
«De paso por Vitry-le-François pude ver a un hombre, que todos los lugareños habían conocido y visto como chica hasta los 20 años, llamada María, y al que el obispo de Soissons, al confirmarle, puso por nombre Germán. A la sazón era un viejo muy barbudo y solterón eterno. Una vez, según dice, pegó un brinco, y con el esfuerzo le salieron los miembros viriles. Todavía se oye, entre las chicas de allá, una canción donde unas a otras se avisan de no abrirse mucho de piernas, no vayan a volverse muchachos como María Germán» [2]
Esto era en septiembre de 1580, según el Diario del Viaje a Italia del escritor. Donde por cierto, el dato más importante sobre el transexuado es que «no acertamos a verle, por encontrarse en su aldea», con otras precisiones que vale la pena conocer :
«La otra historia es de un hombre que todavía vive, llamado Germán, de baja condición, sin profesión ni oficio, que fue chica hasta la edad de 22 años, señalada por tener en torno al mentón algo más de vello que las demás muchachas, apodada por ello María la Barbuda. Un día, al hacer un esfuerzo saltando, sus instrumentos viriles se produjeron, y el cardenal de Lenoncourt, obispo de Châlons a la sazón, le puso de nombre Germán. No se ha casado, sin embargo. Luce gran barba muy espesa. No le acertamos a ver, etc. Dicen que Ambrosio Paré ha puesto este cuento en su libro de Cirugía como cosa muy cierta, y así lo atestiguaron al Sr. de Montaigne los oficiales más insignes de la ciudad» [3].
«La otra historia», dice. Porque la zona, por lo que dice, pasaba su sarampión transexual y travestista:
«Siete u ocho mozas de la parte de Chaumont, hace unos años, se confabularon para vestirse de hombre y seguir así su vida por el mundo. Una de ellas vino a este lugar de Vitry bajo el nombre de Mario (Mary), ganándose la vida como tejedor, joven de buen carácter que  de todos se hacía amigo. Allí mismo se hizo novio de una mujer que vive todavía, aunque por algún desacuerdo entre ellos la cosa no pasó adelante.
Más tarde pasó al lugar de Montirandet (Montier-en-Der), siempre trabajando en el mismo oficio, donde se enamoró de una mujer con la que se desposó y convivieron cuatro o cinco meses, a satisfacción de ella, según se dice. Hasta que alguien de Chaumont le reconoció, y puesto al caso en manos de la justicia le condenaron a la horca. Cosa más de su gusto que tornar a la condición femenina, según ella. Y la ahorcaron por invenciones ilícitas para suplir el defecto de su sexo».
Notemos la razón del suplicio: «invenciones ilícitas supletorias», eufemismo para designar prótesis capaces de dejar satisfecha a la cónyuge. Por lo visto, las cabriolas a lo María Germán no funcionaban para todo el mundo. Y eso que Montaigne, en los Ensayos, aseguraba:
«No es tan de maravillar, que esta especie de accidente sucede a menudo. Si la imaginación es poderosa en tal negocio, que por otra parte la tiene absorta de continuo, en vez de andar volviendo siempre a lo mismo con el tormento del deseo, mejor de una vez por todas incorporar  esta parte viril a las chicas».
Pelín retorcido, pero se pilla. ¿Iba en serio? Pues claro que no. Notemos que el autor, jurista de profesión, al inicio de este ensayo se cura en salud con un brocardo jurídico: «Fortis imaginatio generat casum» (una imaginación fuerte genera caso). Para mí que Montaigne bromea, porque es gran escéptico con sus ribetes de librepensador. En efecto, gran libertad de espíritu –y no poco atrevimiento– era juzgar
«verosímil que el crédito principal de los milagros, visiones, encantamientos y demás efectos extraordinarios viene del poder de la imaginación, actuando principalmente sobre mentes del vulgo, por ser más blandas. Cautivos de su propia credulidad, piensan ver lo que no ven».
«Mentes del vulgo»: el ‘vulgo’ tópico, cómo no; a condición de no olvidar que, cuando toca, todos somos ese vulgo,  juguete potencial de nuestras fantasías. El caso-colmo, para los eruditos del Renacimiento (incluido Montaigne), era  aquel Vibio el Galo, en tiempos de Augusto, que a fuerza de discurrir sobre el quid de la locura llegó a la conclusión de que el humano normal es el loco. Consecuente con su hallazgo, el Galo profesó de majareta.
Mejorar de sexo
Uno de estos sabios-vulgo era, sin ir más lejos, un primo de Montaigne. Martín del Río (1551-1608), el célebre jesuita y demonólogo, hijo de una Leonor López de Villanueva, judía sefardita y hermana de la madre de Miguel, Antonieta López (oriundas  ambas de la judería de Calatayud), en sus Disquisiciones mágicas también incluyó un capítulo sobre lo mismo: Cuánta y cual es la fuerza de la imaginación, en cuanto a producir efectos maravillosos [4]
Del Río fue un ‘glotón de libros’ que lo había leído prácticamente todo. A Montaigne y a Paré, por supuesto. Le interesa saber a dónde llega la potencia del calor vital y la de una imaginación calenturienta, pero también el poder de la magia, en especial la demoníaca. Qué poderes gozan los demonios, hasta donde Dios les permite usarlos. Y a fe que, para Del Río, la Divinidad es bastante permisiva al respecto.
Una cosa que subleva al padre Martín es que Paré y otros llamen degeneración a la virilización de la fémina. Así leído suena bien, porque hoy no es de recibo expresarse de eso modo, como tampoco llamar monstruo a un hermafrodita o un transexual. Pero cuidado, no caigamos  en anacronismo, atribuyendo carga de incorrección a términos que sólo querían decir lo que decían. Degenerar, por ejemplo, era venir a menos. ¿Y cómo podía hablarse así de una mejora de sexo? Veamos:
«No ha muchos años que en Alcalá de Henares  sucedió un caso admirable de una mujer, después de 30 años casada,  y parida también, y que mejoró de sexo».
Así se expresaba otro jesuita más joven, el padre  Eusebio Nierenberg, y era moneda corriente, «sexo mejor y sexo peor», sin «sexo malo». Así pensaba también Del Río. El cual no se tiene por antifeminista, no vayamos a pensar; porque una cosa era admitir la superioridad de lo masculino, otra muy distinta afirmar que la femineidad es un desastre:
«Decir que la mujer es un fracaso de la Naturaleza es indigno de un filósofo. Toda perfección de las cosas naturales ha de buscarse en su ‘para qué’. Ahora bien, fue menester que la mujer tuviese la conformación que tiene, pues de otro modo no se conservaría la especie humana. Cuando se habla de la mujer como de un monstruo, a mí siempre me parece que no se trata con el debido respeto la creación de la primera mujer [5]. Hay que decir, pues, que la Naturaleza siempre procura lo más perfecto, no porque siempre tienda a engendrar varón, sino porque cuando tiende a ello procura hacerlo lo mejor posible, y lo mismo cuando se propone hacer hembra».
Pero, a lo que íbamos: «¿Es posible, con artes de magia, mudar el sexo por obra de los demonios?».
El erudito Del Río se sabía de memoria la lista de transexuados en la Mitología y Literatura clásica. Los autores la copiaban unos de otros, añadiendo casos más nuevos, en tal abundancia que –sin negar del todo su valor de ‘prodigios’ o avisos del cielo– se tenían por cosa natural. «Es posible (razonaba el jesuita). Pero tampoco descartemos muy a la ligera al diablo, que en tiempos del paganismo tuvo mucha mano, y ahora con esto del protestantismo vuelve a andar muy suelto, presagio del fin del mundo».
Y aquí observa un fenómeno muy significativo a su juicio: la virilización de féminas, tan frecuente, contrasta con la rareza de machos feminizados de verdad (no simples mariquitas), hasta convertirse en hembras funcionales fecundas, algo inaudito.
De lo primero le sobran ejemplos:
«¿A qué recurrir a fábulas, cuando disponemos de historias reales?... Me limitaré a la especie humana y a la edad moderna.
Cuenta Joviano Pontano (1426-1503), Historia napolitana, que en Gaeta una mujer de 14 años, prometida de un pescador, se virilizó. Otra, una tal Emilia, casada con Antonio Spensa, vecino de Éboli, a los 12 años de matrimonio se volvió varón. Disuelto el matrimonio, tomó mujer y tuvo hijos… Casos parecidos de otras muchas refirió Sabélico (1436-1506) en sus Ejemplos. Los paso por alto, para citar dos españoles contemporáneos que ha recogido y vertido muy fielmente al castellano Antonio de Torquemada en su Jardín de flores curiosas (1568)».
El primer caso ‘español’ era en realidad portugués, pero Del Río escribe cuando Portugal estaba anexionado a España desde 1580. Portuguesa era también la fuente: Juan Rodrigues de Castelo Branco, más conocido en Europa como Amado el Portugués (Amatus Lusitanicus, 1511-1568), médico judío sefardita, compilador de ‘curaciones’ o casos médicos agrupados por Centurias (Venecia, 1553) [6].
La historia de María Pacheco (Esgueira, Aveiro), virilizada al llegar a la pubertad, sería una de tantas sobre chicas aventureras de varia condición social, que sientan plaza de soldados y hasta se echan novia.  Lo particular del fidalgo portugués Mario Pacheco fue que, tras hacer carrera y cierta fortuna se casó con rica hembra. Por lo demás, un personaje que fue imberbe, afeminado de rasgos y sin hijos, no merece demasiada atención. Del Río, al repetir este caso, no sabe que por entonces (año de 1600) en San Sebastián emprendía su aventura varonil un personaje más convincente que la Pacheca: la guipuzcoana ‘Monja Alférez’ [7].
El otro caso allá le va, conocido de segunda mano como sucedido cerca de Benavente, hacia 1538. Una mujer del campo maltratada, que se fuga disfrazada de hombre, sirviendo por distintos lugares.  En esto, bien porque «la naturaleza obrase en ella», o por «la imaginación intensa de verse en hábito de hombre»… «ella se convirtió en varón y se casó con otra mujer… y así pasó algún tiempo, hasta que un hombre que de antes la conocía…, viendo la semejanza con la que él había conocido, le preguntó si era su hermano…»
Del Río sigue citando autoridades. Lo último que ha leído sobre el particular, en 1606, era la Historia anatómica de Andrés de Laurens (o Lorenzo), aparecida en 1600. Esta obra le ha gustado de modo especial,
«comprobando para mi gran satisfacción que la opinión de tan doctísimo médico coincide con la mía, que escribí hace muchos años. Allí expone al detalle cómo es falsa la doctrina médica común acerca del ‘varón inverso’ escondido en la mujer. Los órganos genitales de uno y otro sexo [y aquí nuestro jesuita va demasiado lejos] difieren en absoluto, no sólo por su posición, sino por su número, forma y estructura».
No se puede reprochar a Del Río por no saber nada de gónadas indiferentes ni cromosomas sexuales. Él ha intuido por cuenta propia que el sexo es algo más que topología inversa o ‘geometría variable’, y en particular que sacar adelante un feto tiene su intríngulis y no es cosa de hombres. Él siempre a lo suyo, coronará el capítulo con todo el empaque de un conclusión filosófica:

«Conclusión 2. Yo diría que es imposible para la naturaleza y para el demonio convertir al varón en mujer».
«Tal cambio implica una retracción excesiva de partes acabadas a los lugares femeninos, y no se me alcanza cómo podría la Naturaleza degenerar de ese modo … Fábulas aparte, algunos casos que se citan son ambiguos, o sencillamente no los creo. Yo diría más bien que esos supuestos machos feminizados ya poseían el doble sexo, oculto el uno, manifiesto el otro».


También en Vasconia
La última pesca de un caso moderno de mujer virilizada que obtiene Del Río procede de aguas vascas, es decir, gasconas. Y aunque él copia a Du Laurens, es de segunda mano:
«El Autor del Antimologio dice haber visto en Auch (Vasconia) a un varón más que sexagenario, canoso, fuerte e hirsuto; el cual antes, hasta los catorce años, había sido niña. Hasta que casualmente se le rasgaron unos ligamentos tenues, y brotándole las vergüenzas se transexuó. Por cierto, nunca antes había tenido la regla. Así Lorenzo (De Laurens)» [8]
La noticia –otra más, como se ve– no valía más que su procedencia, o sea muy poco. Antimologio, o Antimeologio, más exacto, en griego quería significar  ‘Discurso contra las comadres’ [9], y fue el título pedante o burlesco de un panfleto «donde se demuestra que no es seguro fiarse de las parteras cuando informan sobre  la virginidad o desfloración de la mujer adulta» (Lyon, 1574, 38 págs. [10].

Yo también termino. Gascones o vascones, «un pueblo que baila y canta» (no en los Pirineos  necesariamente), cuyo folclore ha hecho aportaciones notables a la coreografía y el ballet, debería tener coplas como las de ‘Marie Germain’, advirtiendo a la mujer de los peligros del saut-de-basque, y no digamos del grand écart. Hoy en día, con tanta igualdad de género, el buen Sabino Arana desde su limbo de los niños (malos) tiene que estar horrorizado –él que tanto alabó y mimó la honestidad de nuestras danzas–, viendo a la nesca actual tan atrevida como aventajada en el viril aurrescu.


[1] Oeuvres complètes d’Ambroise Paré (J.-F. Malgaigne, éd.), Paris, J.-B. Baillière, 1841, t. 3, pág. 19.
[2] Ensayos, 1, 21; uso la ed. de Oeuvres complètes, colección La Pléiade, Gallimard, 1962, pág. 96.
[3] Ibíd., págs. 1118-1119. Es el secretario de Montaigne quien redacta el Diario. Y es lógico que el obispo bautizante fuese el de Châlons-s/ Marne, no el de Soissons. Vitry-le-François era la ciudad reconstruida por Francisco I (1545) a corta distancia de la antigua Victoriacum, Vitry-en-Perthois, quemada  un año antes por Carlos V.
[4] Martín del Río, La magia demoníaca (traducida y anotada por Jesús Moya), Madrid, Hiperión, 1991, págs. 391 y sigs.
[5] Formada de una costilla del varón, según Génesis. El jesuita, mariólogo devoto, piensa también en la Virgen María como modelo supremo ideal de femineidad.
[6] Amado Lusitánico, Centuria 2, caso 39.
[7] Catalina de Erauso (1585?-1650).
[8] En La Magia demoníaca (pág. 394) se lee «Huesca, en Vasconia». La vieja  amistad que tengo con  el traductor me inclina a pensar en un despiste, ya que Auscis es Auch, no Huesca, que tampoco estaba en la Vasconia de entonces, o sea Gascuña.

[9] En gr. maîa es la comadre, comadrona o partera; de ahí mayéutica: el arte de sacar a luz y expresar bien las ideas.
[10] Su autor, un tal Tomás Tigeou, abogado tal vez, mejor que médico.

Créditos de imagen: 1) © Flickr; 2) © N. Norrington.