miércoles, 30 de noviembre de 2016

“¡Ay, que me divinizo!” (En la Apoteosis de Castro)



Vae, puto deus fio!  (Vespasiano moribundo)
Vae, puto concacavi me! (Claudio difunto)

Los lutos por los grandes hombres son tiempos para la reflexión, el balance, el elogio y el vituperio. También para la sátira. La muerte de los papas siempre afiló las lenguas de Pasquín y Marforio. Una oración fúnebre rara vez aporta nada nuevo para la historia. La mayoría de ellas ni siquiera se proponen convencer ni conmover a nadie. En cambio, no son pocas las que se prestan a una lectura en clave de humor satírico; y cuando ese género de retórica consigue hacer llorar, suele ser de risa.
Estos días de luto nacional cubano por la pérdida de su viejo líder asistimos a una puja de manifestaciones que, tomadas por su lado bueno, alivian el sentimiento de lástima que toda muerte humana produce. Pienso sobre todo en palabras y ritos de raíz religiosa, que sugieren una como divinización (apoteosis) de Fidel Castro.
Esto me ha traído a releer una pieza funeraria antigua, compuesta en latín con trufas griegas, con ocasión de la muerte del emperador Claudio, fallecido por causas dudosas el año 54 de nuestra Era. Es una sátira y lleva por título ‘Apocolocintosis’, palabra griega formada sobre ‘apoteosis’, sin más que cambiar a dios (theós) por la coloquíntida, planta cucurbitácea y su fruto, traducida como ‘calabaza’. Y si apo-teosis es la divinización total del individuo, apo-colocintosis sería su calabacización integral, sin desperdicio.
La divinización de Claudio, con los honores del culto público a aquel impresentable, fue idea de su viuda y probable envenenadora Julia Agripina, que usando de su poder –desde hacía cuatro años era la Augusta del Imperio– arrancó al Senado un decreto de ‘apoteosis’ en favor de su difunto esposo y tío. Al mismo tiempo, ella se hizo nombrar gran sacerdotisa del nuevo dios, con cargo al presupuesto. Agripina y el beneficiario de aquella muerte, su joven hijo Nerón, hijastro adoptado por el difunto, presidieron el funeral del Divino Claudio en el Foro de Roma. El chico, con su bonita voz y gesto, declamó de memoria la oración fúnebre
La sátira, genuinamente latina, es una especie de auto o farsa dramática, representando lo que pasó en el Cielo y en el Infierno mientras en el Foro Romano transcurría el funeral de estado. La acción y diálogo en prosa lleva interpoladas piezas en verso –monólogos y coros–, al modo de la ‘sátira menipea’ (o el 'vejamen', en nuestro Siglo de Oro), que añaden comicidad a las situaciones y caracteres.
Por todo ello, el título griego resulta bastante enigmático, ya que en ningún momento del drama se menciona nada parecido a ese fenómeno: la metamorfosis de Claudio en una calabaza, o coloquíntida, para ser más exactos.
Efectivamente, cuando este libelo del siglo I, olvidado durante siglos, se descubre en el Renacimiento, las copias encontradas hablaban de ‘Juego en la muerte del César Claudio’. Ludus en latín es ‘juego’ (de ahí lúdico y ludibrio), y los juegos eran parte esencial de los funerales. Pero al mismo tiempo significa farsa, algo que los monjes copistas de la Edad Media entenderían como parodia de un auto sacramental o comedia de santos. Sin embargo, un par de códices, los más antiguos y más correctos, titulan así: ‘La Apoteosis del Divino Claudio, a modo de sátira’.
Fue entonces y sobre esta pista cuando los eruditos se fijan en un texto del historiador Dion Casio (m. 235), de lo poco que queda de su Historia Romana (60, 35):
«Agripina y su hijo Nerón decretaron luto por el hombre a quien habían asesinado, y elevaron al cielo a aquél a quien se había sacado en camilla de un banquete. A propósito, Galión, hermano de Séneca, tuvo graciosísima ocurrencia, y el propio Séneca la desarrolló por escrito bajo el título ‘Calabacización’, calcado sobre ‘divinización’, una manera de inmortalizarle… Y como los verdugos solían sacar a los presos ejecutados en la mazmorra con ayuda de largos garfios y llevarlos al Foro, arrastrándolos desde allí hasta el Tíber, también se incluyó aquello de que “Claudio ha sido elevado al cielo con el garfio”»
Casio era de origen griego y escribe en griego, lengua que toda la sociedad culta conocía en Roma, donde según barrios, podía oírse hablar más que el latín. Apocolokyntosis lo entendía cualquiera. ¿Pero a qué venía? Cierto que a la sátira que nos ha llegado le falta un trozo, por lo menos. Sin embargo, en ese vacío no cabe la calabaza, ni tampoco los garfios. Lo que Casio dice sobre el alimón literario entre Séneca y su hermano hace pensar que al principio circularon chistes sobre la apoteosis de Claudio, sin que todos tuviesen luego cabida en la obra escrita.
En los funerales no todo es duelo. El velatorio, el acompañamiento, la sepultura, a menudo se hacen más llevaderos entre sonrisas y algo de chacota. En la presente apoteosis de Fidel, seguro que algún ingenio cubano ya recoge los chistes de rigor. En la de Claudio consta que los hubo. A la comicidad del personaje se añadía la circunstancia de quién estaba detrás de aquel montaje bufo: la siniestra Agripina. Y la oración fúnebre por aquel payaso, que pronunció el joven Nerón, se la había escrito su profesor particular, que era precisamente Séneca. El mismo que compuso y puso en circulación la burla de la calabaza.
Dediquemos ahora un momento a la dichosa calabaza.
En este mes que hoy acaba y que empezó con el Halloween, muchos pensarán en la rotunda calabaza, Cucurbita maxima. Pero esta planta y su fruto vinieron de América. Para la Italia romana hay que pensar en otras de la misma familia pero del género Citrullus, como el melón o el pepino, y sobre todo la coloquíntida, que hasta conserva el nombre griego. Su fruto, del tamaño de una naranjita, con pulpa y pepitas de sabor amargo, se usó en farmacio como vomitivo y purgante. 
A esta hortaliza pequeña, redonda, carminativa y laxante se refería sin duda el título de una obra, donde en efecto hay referencia a la insignificante ‘redondez’ de Claudio; el cual en otra escena suelta uno de sus habituales, largos y ruidosos pedos, rematando: «¡Ay!, me parece que me he cagado».
La calabaza, tan asociada hoy al fracaso escolar, ya tuvo su correlato en latín clásico. Obviamente no en las especies americanas, sino en otra europea que, seca y vacía, se usó como frasco (lagena). Lagenaria se llama la calabaza vinatera, o de peregrino. Su vaciedad simboliza la frustración (‘dar calabazas’). Su relación con la estupidez la registra el Diccionario: «Persona inepta y muy ignorante». También para los latinos, ‘cabeza de calabaza’, cabeza huera. «Nos cucurbitae caput non habemus, ut pro te moriamur», estarán diciendo por bajines a Fidel estos días muchos cubanos, repitiendo (en español, naturalmente) la frase de un personaje de Apuleyo en ‘El Asno de Oro’ (1, 15): «No somos tan ‘calabazas’, tan idiotas, como para morir por tí», y por tu revolución.
Claudio murió el 13 de octubre del año 54. Dos meses despues se celebraban las Saturnales, del 17 al 19 de diciembre. El festival de Saturno –el viejo dios sembrador (sator)– era un triduo de carnavalada y mundo al revés. La revolución, en el sentido literal del término. Amos y esclavos se igualaban, hasta comer del mismo plato.
En Roma, todo empezaba con el sacrificio de un cerdo en el ara de Saturno, que primero estuvo al aire libre, al pie del Capitolio, y luego se cubrió con el templo del que quedan las columnas más bellas del Foro.
Al sacrificio seguía el banquete público, de hermandad y buen humor. En él se elegía el rey de las fiestas (Saturnalis princeps), que tras su breve reinado del disparate (Saturnia regna), abdicaba marcando el fin del caos y vuelta a la normalidad.
Los días segundo y tercero eran para la familia. Los pudientes sacrificaban un lechón, que luego presidía la mesa. Aquí se elegía a la suerte un maestresala que, como el Rey Saturnalicio, daba órdenes arbitrarias o absurdas, obedecidas sin rechistar.
También los soldados en sus campamentos y cuarteles elegían su general o ‘emperador saturnal’, en un ambiente que luego se perpetuó en las novatadas.
Pero como suele ocurrir con los viejos ritos y festivales, por contaminaciones foráneas, aquel viejo Saturno agricultor, identificado con el griego Cronos, se convierte en el dios de la Edad de Oro, y las saturnales se cierran el 19 como día de la Abundancia (Opalia).
Esta ambivalencia la encontramos en nuestra sátira calabacesca, donde Claudio recibe el epíteto de Príncipe Saturnalicio. A la Edad de Oro del emperador Augusto le ha seguido la Edad Saturnal del Esperpento de Claudio. Y quien sabe, a lo mejor el retorno de la Edad de Oro se apunta con Nerón.
Hoy como ayer. Toda revolución social promete su Edad de Oro. Por desgracia, casi todas se convierten en saturnales trágicas, y muchas se perpetúan como ‘edad dorada’, sólo que al revés.
«De nacer, o rey, o bobo», rezaba un refrán latino (citado en la sátira), que luego se tradujo, «o César, o nada». El ideal de los tiranos, como Claudio, cuya muerte significa para el autor la libertad: «Ahora qué él ha muerto, sé que me he vuelto libre».
Pero ya es hora de degustar la calabaza en dulce. Y por si no la encuentran a mano, aquí la tienen, de mi huerto. No va toda entera, pero sí un buen pedazo, cortesía para los lectores de ‘Belosticalle’.
Que la disfruten.

Apocolokyntosis de Claudio
Qué pasó en el Cielo el pasado 13 de octubre en el Año Nuevo, comienzo de un siglo felicísimo, es lo que ahora quiero recordar. No habrá concesión alguna a la ofensa ni al favor. Esto es la pura verdad. Si alguien pregunta de dónde lo sé, lo primero: no responderé si no me da la gana, ¿quién va a obligarme? Sé que me he vuelto libre desde que ha muerto aquél que hizo verdadero el refrán: ‘De nacer, o rey o bobo’. Y si me place responder, diré lo primero que me venga a la boca, porque ¿quién exigió jamás a un historiador testigos jurados? Pero si no hay más remedio que citar autoridad, pregunten a aquél que vio a Drusila ir al cielo. El mismo dirá que ha visto a Claudio por igual camino, renqueando. Quiera o no, tiene que haber visto todo lo que pasa en el cielo. Es el Supervisor de la Vía Apia, por donde bien sabes que fueron el divino Augusto y el césar Tiberio a reunirse con los dioses…
Era el mes de octubre, el día tercero de las idus. La hora no sabré decir de fijo: antes se pondrán de acuerdo dos filósofos que dos relojes. Digamos que era entre las seis y las siete de la mañana… Claudio se puso a dar las boqueadas, pero su alma no acertaba con la salida. Mercurio, a quien siempre le divirtió su ingenio, llama aparte de una de las tres Parcas y le dice:
–Fémina despiadada, ¿por qué dejas que sufra este pobre hombre?... Haz lo que es debido.
Responde Cloto:
–Te lo juro, yo sólo quería darle un poco más de tiempo, para que concediese la ciudadanía romana a los poquitos que les falta. Tenía él dispuesto ver togados a todos los griegos, galos, hispanos, bretones. Pero si te mola dejar algunos peregrinos para simiente, sea como tú mandas.
Y abriendo una cajita sacó tres husos: uno era el de Augurino, otro el de Babas, el tercero el de Claudio.
–Estos tres dispongo que mueran dentro del año, con pequeños intervalos de tiempo. No le dejaré que se vaya sin compañía. No se puede dejar solo de pronto a aquel que hasta hace bien poco se veía siempre entre tanto gentío por detrás, por delante y en derredor. De momento, con estos dos compañeros de viaje va listo…
A todo esto Claudio regurgitó el alma, y como que se moría. Expiró oyendo a los cómicos: para que veas que por algo les tengo miedo. Su última voz se hizo oír entre los humanos, al mismo tiempo que emitía mayor ruido por aquella parte por donde hablaba con mayor soltura: «Ay, creo que me he cagado». Si lo hizo, no lo sé. Desde luego, él todo lo dejó bien cagado.
Lo que luego pasó en la Tierra, sobra el referirlo. Bien lo sabéis, no hay peligro de que se borre la impresión que dejó de gozo público. A nadie se le olvida la propia felicidad.
Oíd ahora lo que pasaba en el Cielo.
Anuncian a Júpiter la llegada de un tipo de buena estatura, muy canoso. No sé qué se traía, sacudiendo la cabeza sin parar, como si amenazara. Arrastraba el pie derecho. Le pregunta el dios de qué nación es. Responde no sé qué, farfullando con voz confusa. No logró entender en qué lengua hablaba, griego no, ni romano, tampoco de gente conocida.
Entonces Júpiter llama a Hércules, que por tener pateado todo el orbe terráqueo pasaba por conocer las naciones todas, y le manda que vaya a explorar de qué pueblo es. Hércules al verle se queda de un aire. El que tantos monstruos vio, y ninguno le dio miedo, al ver aquel rostro inédito, aquel andar insólito, aquella voz impropia de un animal terrestre, y más parecida a la de las bestias marinas, ronca y entrecortada, pensó que le  llegaba su trabajo número trece. Luego mirándole con más cuidado le pareció como humano, y acercándose le soltó lo primero que le sale a un griego cualquiera:
Tís pózen eis andrôn, pózi toi pólis edè tokêes?
(¿De qué pueblo eres? ¿dónde cae tu ciudad, tu parentela?)
Celebró Claudio que hubiese allí gente de letras, esperando ocasión de colocarles sus historias. Y así él también, en verso homérico, da a entender que es el César… Al cual verso  añadió este otro, más verdadero:
Enza d’egô pólin éprazon, ólesa d’autoús
(Precisamente yo arruiné la ciudad y acabé con ellos)
Y a fe que se la cuela al astuto Hércules, de no estar allí la Fiebre, que dejando su santuario, y a todos los demás dioses en Roma, ella sola había venido con él:
–Éste delira. Te lo digo yo, que he convivido con él tantos años. Nació en Lyon. Lo que oyes: a 16 leguas de Viena, un galo auténtico. Por eso, como buen galo, se apoderó de Roma.
Claudio se irrita, y farfullando cita a la Fiebre a que comparezca, haciéndole con la mano el gesto que solía, de degollar: «Que le corten la cabeza». Diríase que allí todos eran libertos suyos, visto que nadie le hacía caso. Hércules zanja:
–Oye, tú, corta el rollo. ¿Te haces idea de dónde estás? Te lo aclaro: donde los ratones viven de limar hierro. O cantas de una vez, o te inflo a sopapos.
Y lo peor de todo: se puso trágico y le espetó estos versos… [...]
Claudio se da cuenta de que aquello no es su Roma, donde nadie la levantaba la voz. Aquí es un don nadie. Un galo/gallo en su estercolero puede mucho. Entrando, pues, en razón, pareció decir algo así:
–Hércules, el más esforzado de los dioses, yo contaba con tu ayuda. De sobra me conoces, porque si haces memoria, yo era el que en Tívoli, delante de tu templo, fallaba sentencias a diario en Julio y Agosto. Tú sabes lo que tuve que aguantar oyendo día y noche a los picapleitos, que de haberte tocado a ti lidiar con ellos, limpiar las cloacas de Augeas te habría parecido un pasatiemp. Yo saqué mucha más mierda que tú, pero porque quise.
[Aquí se corta el hilo por pérdida de texto. Cuando se reanuda, estamos en el Cielo, donde se discute la apoteosis de Claudio.]
–Pero dinos ahora, ¿qué tipo de dios quieres sacar de esto. Un dios epicúreo, imposible:  «Ni tiene negocios propios, ni le importan los ajenos». ¿Estoico? Como dice Varrón: «¿Cómo puede ser ‘redondo’, sin cabeza ni prepucio?»  Algo de dios estoico sí que tiene, ya lo veo: no tiene corazón ni cabeza. A fe mía, si hubiese pedido este favor a Saturno –él que celebraba su mes el año entero, como ‘príncipe saturnalicio’, no lo hubiese obtenido. Menos aún de Júpiter, al que condenó por incesto cuanto estuvo en su mano… Quiere ser dios. No le basta con tener templo en Bretaña, recibir culto de los bárbaros...
Abreviando: Oídos los pareceres de las divinidades, interviene Jano, el dios del Año  Nuevo, «el que mira a la vez hacia atrás y hacia adelante». Pues bien, Jano opina que la discusión no merece la pena, porque la apoteosis, que en otros tiempos fue gran cosa, está muy devaluada.
Se levanta entonces el divino Augusto, para poner fin a la farsa :
–Desde que fui dios no ha abierto la boca. Pero es que no lo aguanto. ¿Para esto puse yo en paz tierras y mares? ¿para esto frené guerras civiles? ¿para esto fundé la Urbe en el Derecho, la adorné con obras…? Pudet Imperii. «Vergüenza da ser emperador», diré en palabras de Mesala Corvino. Este sujeto que os parece incapaz de espantar una mosca, mataba hombres en menos que se sienta un can… Dime, divino Claudio, ¿por qué matabas a cualquiera sin oírle, sin conocer su causa? ¿Dónde se hace tal cosa? En el cielo no: ahí está Júpiter, que en tantos años de reinado sólo a Vulcano le partió una pierna; y en otra ocasión, reñido con su mujer [Juno], la tuvo colgada, pero no la mató, como tú a Mesalina…
Así va Augusto echando en cara a Claudio los crímenes en la familia.
Finalmente la sentencia fue enviarle «allá, de donde dicen que nadie vuelve». Al Infierno.
Mientras Mercurio y Claudio avanzan por la Vía Sacra, el dios pregunta:
–¿Qué es todo ese gentío? ¿No será el funeral de Claudio?
Era en efecto un espectáculo bellísimo y muy ciudado. sin reparar en gastos, vamos, como si llevasen a un dios en procesión: tanta flauta, tanto cuerno, tanta trompa de todo timbre, tanto concierto, que hasta Claudio podía oírlo.
El público, todos festivos y alegres. El Pueblo Romano se paseaba como un pueblo libre. Sólo Agatón y un puñado de picapleitos lloraban, sin mucha convicción, dicho sea. Los auténticos juristas, en cambio, salían de las tinieblas, pálidos y escuálidos, casi sin aliento, como quien vuelve en sí. Uno de ellos se acerca a los picapleitos, que se quejaban por sus fortunas:
–Os lo dije: las Saturnales no son para siempre».
Al ver su propio funeral, entendió Claudio estar muerto. Un coro numeroso cantaba esta elegía en anapestos:

Lágrimas viértanse, lloros emítanse,
triste retumbe del clamor el Foro:
ha muerto el hombre de cordura ejemplo,
el más esfórzado que jamás húbolo
en el mundo entero…

[...]
Disfrutaba Claudio con tantos elogios y quería quedarse más tiempo; pero Taltibio, el heraldo de los dioses, le echa mano y le arrastra –la cabeza gacha, para que nadie pueda reconocerle– por el Campo de Marte, y por entre el Tíber y la Vía Cubierta bajó a los Infiernos. [...]
Todo cuesta abajo, la bajada es fácil. Así, a pesar de ser gotoso, en un pispás se pone ante la puerta de Ditis, donde estaba echado el Cerbero, o como dice Horacio, «la bestia centicípite» (de cien cabezas; Odas, 2; 13, 35).
Claudio, se asusta un poco  –él había tenido como mascota una perra blanquilla– al ver aquel perrazo negro, peludo, ciertamente no el que querrías encontrar en la oscuridad…
«Claudio llega», anuncia un vozarrón, y un grupo de cantores toma la delantera aplaudiendo: «Apareció, enhorabuena». Allí están todos y todas las víctimas de Claudio, que él había enviado por delante porque no le faltase recepción... Pedón Pompeyo le reprocha:
–¿Quién sino tú nos trajo aquí? Asesino de todos tus amigos, ven que te muestro unas sillas.
Es el tribunal de Eaco. El juez infernal apela a la Ley Cornelia, sobre los sicarios. Pregunta nombre, firma sentencia:
–Senadores asesinados: 35; caballeros: 221; los demás, ‘cual arena y ceniza’.
Claudio no encuentra abogado. Al fin comparece Petronio, viejo vecino suyo, y pide llevar la defensa. No se le concede. Pedón Pompeyo acusa a voz en cuello. El patrono quiere responder. Eaco, persona justísima, se lo prohibe, y sin haber oído más que a la otra parte le condena.
Gran silencio. Jamás se vio cosa así. Para Claudio, sin embargo, aquello tenía más de injusto que de nuevo.
Se discute largamente la pena. Salen a cuento Sísifo, Tántalo, Ixión: todos han cumplido y merecen sustituto. Al fin ninguno de los tres es liberado, no vaya Claudio a esperar algo semejante algún día.
Había que inventar, pues, nuevo castigo, algún trabajo perfectamente inútil, algo que genere deseo sin satisfacción. Por último, Eaco condena a Claudio a jugar a las suertes con un cubilete desfondado. Y allá que te andaba el pobrete, buscando siempre los dados que se le escapaban, sin lograr tanteo.
De pronto aparece Cayo César (Calígula) y pide que el condenado le sea entregado como siervo. Claudio es adjudicado a Calígula, quien a su vez lo regala a Eaco. El cual lo entrega a su liberto Menandro, el comediógrafo, para que le ayude en sus habituales escenas de procesos, una de las aficiones de Claudio.

TELÓN

Estrambote
Toda metamorfosis es dolorosa, y la apoteosis no es excepción. Por abyecto y miserable que uno haya sido, siempre duele dejar una vida atrás, aunque sea para convertirse en mito, en héroe, en dios, y seguir existiendo a merced de la devoción y la memoria ajena. No digamos, si es para pasar a la Historia como un ‘calabaza’.
Fidel Castro fue producto de un régimen cubano injusto, inmoral, indigno, insostenible. Él vino como salvador y redentor. Su efigie barbada y la del Che, para un pueblo religioso, evocaban a Cristo, y esa era parte de la propaganda con su evangelio: la Revolución. Lo malo de Fidel es que, como gallego de origen, fue gran admirador del Generalísimo Franco. Hasta es posible que la admiración fuese recíproca. Y como Franco, Castro decidió que Cuba le necesitaba de por vida, y en el más allá.
El Pueblo cubano ya tiene a su inmortal, que veremos lo que les tarda en morirse de su nueva vida eterna. Eso es lo de menos. Lo que importa es qué hacer ahora con la Revolución pendiente (todas lo son). Lo que importa es si un régimen sostenido a base de cadenas y mordazas tiene futuro. Si la Cuba que deja Fidel es menos injusta, inmoral, indigna, insostenible; una Cuba menos ingrata que la que Fidel encontró. Pronto ha de verse.
Cuba no tiene mucho que ver con la Roma Imperial, ni Fidel es Claudio. Lo que he traído es sólo una evocación, que hoy en día es sólo libresca, que lástima. Porque el Fidel que sucedió allí a Batista/Claudio era Nerón, y con eso queda dicho todo. Séneca como pensador sería bueno, pero como profeta, un desastre. Con semejante discípulo, no tuvo más remedio que abrirse las venas, probablemente con gusto.
Si fue el filósofo que dicen, el que presumía de estoico, en el confort definitivo de su bañera templada debió pensar que, fuera del teatro, la muerte de un mortal es lo que es: una metamorfosis privada.