martes, 29 de mayo de 2012

Nos vamos al Infierno


J.M.W. Turner: El Ramo de Oro (‘The Golden Bough’), 1834. Tate Britain


Si alguien desea viajar al Otro Mundo, esta es la mejor temporada. Con la que está cayendo y la que se ve venir, hasta el menos picado de curiosidad por lo ignoto, o el más agarrado a esta realidad efímera, tienen motivo para desear ausentarse por un tiempo, mientras escampa. Cuenten conmigo, si en algo puedo ayudar, ya desde esta misma página.
Entre los viajes literarios al más allá hay que destacar dos tópicos: el Paraíso terrestre y el Infierno. Nuestro viaje de hoy será de esta segunda clase, lo que se dice en griego una catábasis o bajada al hondón del necrocosmos, el mundo de los muertos.
Decir ‘bajada a los Infiernos’ es pleonástico, ya que infierno significa ‘lugar inferior’, y sólo eso, nada de lugar de tormentos. Cierto que los héroes clásicos que se plantearon tal viaje vieron sombras o almas con diferentes destinos en diferentes lugares; pero el personaje a quien buscaban no era ningún malhechor condenado y atormentado. Orfeo baja para rescatar a Eurídice, Ulises desea consultar al adivino Tiresias, y Eneas quiere ver a su difunto padre con el mismo fin.
La ‘bajada al Hades’ más antigua se relata en el mito sumero-acadio de Inanna/Ishtar, que no es consultivo, sino un mito de rescate, como el de Orfeo. La diosa se aventura a colarse en el ‘País de Irás y No Volverás’, pero identificada y muerta tiene que ser resucitada y rescatada por su leal secretario Ninshubur, siguiendo instrucciones de Enki, el dios sabio, con templo y oráculo en Eridu.
Qué se le había perdido allí a Ishtar o Ester –la Venus mesopotamia–, no se sabe. Antes se pensaba que fue a rescatar a Dumuz (equiparado a Adonis). Excluida esa lectura, cabe pensar que la diosa del ‘Gran Arriba’ sólo fue a fisgar por la Casa de Lapislázuli de su hermana mayor y gran enemiga Erashkigal, la diosa del ‘Gran Abajo’.  Tal metedura de narices no hizo la menor gracia a la temible dama infernal, y a los Siete Grandes Jueces de aquel mundo tampoco.
Por otra parte, para practicar la ‘nequiomancia’ o consulta sacrificial a los muertos no es imprescindible ir a ellos: también se les puede evocar, como hizo Saúl con el alma del profeta Samuel, en el Antro de la Pitonisa de En-Dor [1]. De hecho, tampoco Ulises en la Odisea baja a ningún infierno. Llegado a un punto de contacto, es Tiresias quien sube a la cita, y con él otros muertos no invitados, atraídos por la nekyia, la ofrenda mortuoria del visitante [2].
Otra mito-topografía, no sé si más moderna o sólo diferente, sitúa aparte el ‘País de los Vivos’ –lo que en principio debió haber sido el Edén o Paraíso terrenal–, bien en algún país remoto, o ya en un Paraíso celeste, arriba de la bóveda del cielo. Todo esto es muy sabido y no debe distraernos.

El Canto VI
El viajero a Nápoles tiene la suerte de poder visitar muy cerca el escenario del Canto VI de la Eneida, situado en los Campos Flegreos, al oeste de la ciudad. Aquí un paisaje de origen volcánico en un área reducida de unos 20-30 Km2 juntaba los elementos reales e imaginarios que Virgilio elaboró para componer el libro nuclear a su poema.
No fue por casualidad. Desde joven, el mantuano era un napolitano adoptivo. Nápoles había nacido como ciudad griega focea, filial de Cumas, que pasaba por ser la más antigua colonia helena en Italia. En el ‘Siglo de Augusto’, la obsesión de Roma es dotarse de pedigrí homérico, y Virgilio acude con sus mitos y supuestas profecías sobre la Urbe y el propio Augusto. Mientras el panteón latino-etrusco se heleniza, Eneas y sus compañeros emigrados de Troya ponen pie en Cumas para convertirse en ancestros de las estirpes romanas más ilustres, incluida por supuesto la gens Iulia del emperador.

Con habilidad, Virgilio injerta su relato en el tronco mítico sagrado de los Libros Sibilinos, de origen troyano, que de sibila en sibila llegaron a poder de Deífoba, la Sibila de Cumas. Las sibilas fueron mujeres poseídas del numen de Apolo, que puestas en trance emitían oráculos o daban consejos. Esta Cumana tuvo el privilegio de una vida milenaria sin el de una eterna juventud. Por tanto,  ya en tiempo de Eneas, con sus 700 años a cuestas, era el vejestorio feo y malhumorado, pero robusto, que Miguel Ángel pintó en la Sixtina, junto con otras colegas más jóvenes y hermosas.
Los Libros Sibilinos, guardados en el Capitolio, fueron como la Biblia de Roma, obra de consulta para situaciones críticas. Escritos en versos griegos, en realidad eran sólo una reliquia, la tercera parte de una colección, que la Sibila de Cumas ofreció a Tarquinio el Soberbio por un precio que al rey le pareció  exagerado, pero que al fin hubo de pagar sólo por ese tercio, al quemar ella una y otra vez los otros dos sin rebaja alguna.
La verdad es que también ese resto se quemó en el incendio del año 83 a. de C., y el ejemplar en tiempos de Virgilio era una reconstrucción como mejor se pudo. Augusto se interesó mucho por ellos, pensando que se referían a él y su linaje. Pero su destino fatal era por lo visto el fuego, si es cierto que los hizo quemar el general Estilicón en 405 [3]. Pudo ser en un fanático auto de fe cristiano, o tal vez porque se utilizaban para criticar la política del bizantino. ¿Bien hecho? Coincidencia: sólo cinco años después (410) Alarico con sus godos saqueó la ciudad.
No se deben confundir dichos libros con los Oráculos Sibilinos, también en hexámetros griegos, y que figuran entre la literatura bíblico-apócrifa de origen judeocristiano. De los auténticos Libros Sibilinos (mejor dicho, de sus copias) sólo queda una pieza que anuncia el nacimiento de un hermafrodita, y lo que conviene hacer al respecto.

Profetisa cristiana

                                 Día de ira y pesadilla,
                                 arde el mundo cual cerilla,
                                 según David con Sibilla.

Todo el mundo conoce la primera estrofa del Dies irae, terceto monorrimo medieval donde la Sibila de Cumas y el rey David van del bracete anunciando el acabose. ¿Cómo así? La verdad es que si alguien sobra aquí es David, pues el profeta bíblico citable sería más bien Sofonías. Pero qué más da, Sofonías no cabe en el verso.
El caso es que en el siglo XIII todo el mundo creía que la Sibila de Cumas era una profetisa inspirada, que anunció el nacimiento del niño Jesús, según lo recogió Virgilio en la Égloga IV.
La cosa venía de atrás. A pesar de su fuerte carga pagana, a pesar también de compañía tan sospechosa como la Égloga II, de contenido homosexual –¡ah, «el pastor Coridón ardiendo por el bello Alexis»!–, el cristianismo triunfante bajo Constantino miró a otro lado y se quedó con aquello de:

         Ya la postrera edad del Cumeo cantar ha llegado:
                Un gran orden del mundo nace nuevo del todo;
         Ya vuelve la Virgen, ya vuelve de Saturno el reinado;
                Ya una nueva progenie del alto cielo baja.

En la misma vena, la sanción moral en el infierno virgiliano, con los malos en el Tártaro rodeados por el río de fuego Flegetón, y los buenos por los Campos del Elíseo departiendo sobre filosofía platónica, más algún otro toquecillo  espiritual, bastaron para canonizar el Cantar VI y la Eneida toda, junto con el poeta. Así, cuando Dante emprende su viaje al Más Allá, su guía y mentor será un Virgilio cristianizado. ¿Exageración? Para entonces (y no se me rían), ‘San Virgilio’ ya tenía nicho en algunos altares [4].

Mapa Google-Earth, girado según la orientación del de De Jorio
  Cartografía de ultratumba
El mito dice que Schliemann descubrió Troya mientras iba recitando de memoria la Ilíada. El mito dice que los arqueólogos de Israel con la Biblia hebrea en la mano han ido poniendo cada cosa en su sitio. Hoy muy pocos se creen esto ni aquello, pero sigue en pie la pregunta: ¿Es posible seguir a Eneas por los Campos Flegreos usando el Canto VI a modo de GPS literario?
Como hay gente para todo, en mi pantalla tengo abierto en PDF al reverendo De Jorio, en su libro titulado Viaje de Eneas al Infierno y a los Elíseos [5]. En poco más de 100 páginas de lectura fácil, y a veces divertida, el autor ofrece una propuesta de turismo realmente original, tras los pasos del héroe troyano. Y para no perdernos, el texto se acompaña de un mapa con el itinerario numerado según los versos del poema, con los nombres poéticos y los modernos de cada lugar.
Andrea de Jorio (1769-1851) fue un canónigo napolitano nacido en la isla de Prócida, muy conocido como anticuario especialista en ‘vasos etruscos’ –como se solía llamar entonces a la cerámica griega en general– y en pintura pompeyana. Su fama, sin embargo, se debe sobre todo a la genialidad o la ocurrencia de haber conjugado arqueología  y etnografía, relacionando la gestualidad de las figuras y escenas antiguas con el lenguaje gestual de los napolitanos modernos.  Su libro ilustrado, La mímica de los antiguos investigada en la gesticulación napolitana, pasa por ser pionero en el género [6]. Es ciertamente de lo más original, igualmente entretenido y curioso, desenfadado cuando ilustra, por ejemplo, las formas de «far le corna», con todo detalle, en triple apartado (págs. 89-120):

1. De cuántas especies de cuernos hacen uso los napolitanos.
2. Ideas que ellos asocian a los cuernos, sin excluir el gesto y la voz cuernos.
3. Finalmente, si los antiguos tuvieron, en todo o en parte, las mismas ideas y usos, así como los mismo gestos de los modernos, respecto al cuerno.

El buen canónigo estaba convencido de que sus compatriotas y él mismo, como descendientes directos de los fundadores y habitantes de Cumas y de Parténope –la Palépolis o ciudad antigua, por contraposición a Neápolis (decir «la antigua Nápoles» es oxímoron)–, habían heredado el carácter de sus abuelos, y había continuidad real entre la mímica moderna y la antigua. Descartada esta pretensión, todavía el libro ha merecido los honores de una traducción al inglés comentada.
Con igual bonhomía se desempeña De Jorio en su paseo por el más allá. Su punto de partida es la playa de Cumas, lugar de desembarco de Eneas, subiendo luego a la acrópolis, donde Dédalo tomo tierra desde Creta, y al templo de Apolo, donde dejó como exvoto las alas artificiales que le sirvieron para volar, etc.
Con todo, ya don Andrés nos avisa que la topografía ha cambiado bastante desde aquello. Y no menos desde el libro hasta hoy, podríamos añadir. El mismo Averno de hoy, poblado de patos y pollas de agua, tiene muy poco que ver con el cráter lagunar hosco y desolado, de aguas sombrías y  mefíticas, cuyo nombre según la etimología popular significaba «sin aves», en griego, porque ninguna osaba impunemente sobrevolarlo.
Obviamente Virgilio no pudo hablar del Monte Nuevo, surgido en la erupción volcánica de 1538; pero aunque el acceso al lago sigue siendo el mismo, ya no se aprecia la hoz o garganta identificada como « fauces del Averno», borrada tal vez en el mismo o en otro episodio sismo-volcánico.
Por cierto, a los viajeros del Gran Tour aquí mismo a mano izquierda se les mostraba el Antro de la Sibila. Hoy en cambio se lo sitúa en la propia Cumas, bajo la acrópolis, en un lugar mágico espectacular. Así lo adivinó De Jorio, y en 1932 lo confirmaba el arqueólogo Amedeo Maiuri con aplomo no confirmado, ya que aunque hay allí mucha obra antigua, una buena parte de los restos, incluido el antro propiamente dicho, podrían ser de época virgiliana o incluso posterior.
¿Y qué más da? ¿Qué se hizo de los Campos Elíseos y del propio Elíseo, anegado todo en una marea prosaica de chalets y casas modernas? ¿Y el río de fuego? Porque lo más parecido hoy a un Flegetón sería la Solfatara, no incluida por De Jorio en su mapa.
Y es que los lugares mágicos son para soñar. En este caso, para imaginar una réplica subterránea, desdibujada y confusa, por donde acompañamos a Eneas en pos de la Sibila que con la Rama de Oro en su mano nos muestra la ruta.  


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[1] 1 Samuel, 28: 3-25.
[2] Odisea, cantos X-XI. Todavía hay una segunda nekyia en el canto XXIV, harto sospechosa de ser interpolación.
[3] Rutilio Namatiano, De reditu suo, 2: 52. Bibliotheca Classica Latina, 126: Poetae Latini Minores, N. E. Lemaire, Paris, 1825, t. 4, p. 171. Cfr. ibíd. Excursus VIII, pp. 196 y ss
[4] Cfr. John W. Spargo, Virgil the Necromancer: Studies in Virgilian Legends. Harvard Univ. Press, Cambridge, Mass., 1934, pp. 100 y ss. (Chap. 3:  ‘Saint Virgilius’?).
[5] Andrea de Jorio, Viaggio di Enea all’ Inferno, ed agli Elisii secondoVirgilio. 2ª ed., Napoli, Stamperia Francese, 1825.




domingo, 20 de mayo de 2012

Vedere Napoli ...




«Durante unos días de la primavera de 1983 estuve en Nápoles por vez primera en mi vida.»

Así empezaba Caro Baroja un artículo en El País (8/12/1983), anunciando urbi et orbi su bautismo napolitano, a punto de cumplir los 70. Esta confesión de don Julio me alivia el empacho de decir que yo también acabo de pasar por la misma experiencia vernal y rito iniciático.
Caro llegó a Nápoles con un bagaje de «muchos años de contacto con lo napolitano a través de la lectura, de la música y de la imagen». Yo he ido con lo puesto.  Claro que me sonaba Nápoles, como a todo el mundo: ‘Soldado de Nápoles’  le gustaba mucho a mi padre, que cantaba bien. Pero repasando mis recuerdos, es curioso, la ciudad no importaba en ellos por sí misma, sino por cosas a su alrededor: el Vesubio, Pompeya, Sorrento y Capri, los Campos Flegreos con la Solfatara, el lago Averno y la Sibila de Cumas… Nápoles era sólo una gran ciudad y puerto mediterráneo rodeado de maravillas.

Con Google Earth, las ciudades se entienden pronto, y para cuando las visitamos ya las hemos callejeado. De Nápoles llama la atención su planta cuadricular, como una gran lasaña o pizza al taglio. Tomando como eje o cardo del centro antiguo la vía Atri-Nilo con suave pendiente al mar, tres decumanos paralelos equidistantes lo cortan en ángulo recto. El intermedio es el Decumano Mayor o vía de los Tribunales. Sin embargo, es el inferior el más aparente, a modo de tajo recto que, visto desde el mirador de San Martino a poniente, autoexplica su nombre familiar, Spaccanapoli (‘Parte-Nápoles’). Aquí descuella el imponente complejo monástico de Santa Clara. 
Ciudad compacta, de calles demasiado estrechas o edificios demasiado altos, con problemas sanitarios gravísimos, epidemias terribles (sin contar la sífilis), siempre dependió de la ayuda de los santos. A cada nuevo desastre, nuevos abogados. Por esa táctica San Cayetano, un parvenu moderno, le disputó la primogenitura al mismísimo san Jenaro, aviniéndose al fin los dos a compartir el patronazgo de la ciudad. Pero hoy por hoy el santito de moda es el capuchino  padre Pío, ubicuo de día y bien alumbrado de noche.
La fe napolitana es optimista. Si una iglesia se titula Santa María de la Ayuda, otra la mejora anunciando a una Madonna ‘de la ayuda instantánea’. Esto en lo divino. Pero en lo humano también: no lejos de allí está la antigua Farmacia de los Incurables, que casi es un oxímoron, fuera de Nápoles. De ahí la devoción excesiva, multiplicación prodigiosa de iglesias barrocas o barroquizadas, que se suceden, se enfrentan y a menudo hasta se tocan, o incluso se superponen, pues debajo de la Nápoles visible está la otra subterránea de las criptas y catacumbas. Hay puntos en la ciudad donde un buen cristiano, plantado en medio de una plazuela, podía oír hasta tres o cuatro misas a la vez, de otras tantas iglesias abiertas.
Limitándonos al espacio aéreo, la opulencia constructiva podría ser la explicación de un fenómeno poco común, que registran los anticuarios locales: apenas quedan restos romanos a la vista, nada de templos, pórticos, termas, teatros y circos. De murallas o acueductos sólo vestigios. Pelliccia daba una razón piadosa, achacándolo a «superstición desmedida de nuestros mayores contra lo pagano, para mandarlo todo al hondón del infierno» [1]. Digamos mejor que desde la Edad Media y aprovechando los terremotos, los constructores lo han reciclado todo sin dejar piedra sobre piedra.
En una plataforma sísmica sólo lo bien hecho aguanta. La vieja Nápoles llama la atención por la robustez y verticaliad de conjunto. La impresión es que quedan iglesias y palacios para rato, duren lo que duraren; porque eso sí, su restauración es imposible. Como ocurre en San Petersburgo, la mayoría de palacios y caserones están repartidos en casas de vecindad, cada patio con su vida íntima propia.
Lo mismo que he ido a Nápoles con una maleta mental casi tan pequeña como la maleta física, así también la guía que he consultado es la misma que llevo consultando hace décadas: L’Italie des Alpes à Naples de Baedeker, edición de 1909. Una información más próxima a la de los viajeros del Grand Tour que a la Nápoles tan cambiada en estas últimas décadas. Ya se encargará la realidad de sorpenderme con lo que hay, sin renunciar yo a mis ensoñaciones románticas de lo que hubo. Para empezar, qué bonita lección aquella que ponían las Baedeker de aquellos años en la página iv, a vuelta de la portada:

                            Qui songe à voyager
                            Doit soucis oublier,
                            Dès l’aube se lever,
                            Ne pas trop se charger,
                            D’un pas égal marcher
                            Et savoir écouter [2].

La tirada de ripios podría alargarse; por ejemplo : Pas de rien s’étonner. No asustarse por nada, porque en Nápoles todo es posible. De pronto, en plena calle Tribunales, en el corazón palpitante del casco antiguo, cerca de las 11 de la noche, una ventana abierta de par en par te mete de ojos en un salón-dormitorio privado. Una pareja anciana desde una mesa camilla mira la televisión. A sus espaldas una cama de matrimonio, siglo XVIII como nueva, grande y elegante, luce colcha blanquísima y un par de almohadas impolutas, lista para usarse en cuanto se despida el programa.
(Luego cenando tuvimos debate, si es o no es ético fotografiar y filmar este género de ‘intimidades’ al aire libre. Hacerlo con discreción, se entiende, no te vayan a increpar a la manera napolitana, o que alguien te parta la jeta. Los viejos, desde luego, no tienen empacho en que se les vea, nada tienen que esconder, y hasta pienso que la señora hace ostentación de un mueble valioso donde ella misma nació y engendró a sus hijos; herencia familiar que ha servido de tálamo durante generaciones.)

El complejo de Santa Clara
El descomunal monasterio doble franciscano del siglo XIV ya no tiene el aspecto bronco de fortaleza murada que tuvo, junto a la puerta antigua angevina de la ciudad, que estuvo aquí hasta los años 1500. Aunque en rigor son dos conventos distintos, cada uno con su iglesia,  el conjunto evocaba el modelo monástico dúplice tal como se dio en siglos anteriores, con predominio del elemento femenino y con la abadesa como máxima autoridad.
De todas formas, el anacronismo ya en su tiempo causó admiración, y algunas suspicacias encontraron argumento en épocas algo flojas. Así por ejemplo, a fines del siglo XVI, en tiempos del virrey don Enrique de Guzmán, Conde de Olivares, «corren historias de monjas con frailes y con galanes, y el papa Clemente VIII corta por lo sano, retirando a los franciscanos la dirección espiritual de la casa» [3].
Claro que para tales huelgas no eran imprescindibles los frailes. Igual servicio podía prestar por ejemplo el nepote de un papa, si éste papa se llamaba Bartolomé Prignano, es decir, Urbano VI. La historia es poco edificante, pero valga su recuerdo para enmienda de nuestras vidas.
Consumado el Gran Cisma (1378), el principal culpable, el papa Urbano, se dio en cuerpo y alma a encumbrar a su sobrino o nepote Francesco Moricotti Prignano, apodado Butillo, un obispete de armas tomar y un impresentable. Primero le hizo cardenal decano y regente de la Cancillería Apostólica (una mina de oro, para entendernos); y luego le nombró gobernador de la Campania, con idea de crearle  allí un principado –lo cuenta escandalizado el piadoso Muratori–, «expoliando iglesias y altares para surtir de moneda a éste su campeón favorito» [4].
En 1383, tras quitarle a la reina Juana su reino de Nápoles para dárselo a Carlos III (Durazzo), Urbano decidió presentarse aquí en persona, a recordar al nuevo rey que era feudatario suyo, comprometido a ceder al nepote el ducado de Capua y Amalfi con otros territorios, esto es, lo mejorcito de aquel reino.
A este disparate –prosigue Muratori–

«se opusieron seis o siete cardenales; pero este papa, tan lleno de pensamientos mundanos, era cabezudo y no admitía consejo ni contradicción…»

Pasó en efecto a Nápoles el papa con el Butillo, y

«de allí a poco este mal hombre, perdido en la sensualidad y dado tan solo a los placeres, raptó del monasterio de Santa Clara a una monja noble profesa, reteniéndola varios días consigo. Procesado y citado por el rey Carlos, fue condenado a muerte en rebeldía.
El papa, que disculpaba al nepote por su juventud (y eso que andaba ya por los cuarenta), se hizo el muy dolido, y así se dio carpetazo al proceso.» [5]

El nepote fue ascendido por su tío papa al cargo de Vice-canciller de la Santa Iglesia Romana, otro empleo de lo más sustancioso.
–¿Y la monjita?
Buena pregunta. Pero mejor que para mí, para un Stendhal, que solía estar más al corriente de esas minucias italianas. Como yo no soy Stendhal, sólo se me ocurren respuestas prosaicas. Tal vez con una compensación económica razonable –el caso no tenía nada de nuevo– el convento la readmitió. O bien, si su estado era de buena esperanza, le buscarían un matrimonio honorable, dependiendo de la calidad de la señorita. Ese solía ser el arreglo.

Santa Clara sigue siendo un centro neurálgico de la vieja Nápoles y lo hemos  visto todo muy normal, superados al parecer los asaltos vandálicos del año pasado.
Precisamente el sábado día 5 asistimos a la procesión múltiple, que de varios puntos concurre a esta basílica con uniformes, estandartes, fanfarrias y los enormes bustos relicarios de plata, pero sobre todo desde la catedral con la testa y la sangre de san Jenaro. Se hace así para que todo el mundo, los santos como los mortales, puedan ser testigos de la licuación milagrosa, que el día siguiente primer domingo de mayo tiene lugar en esta iglesia. (La otra licuación, la de su fiesta el 19 de septiembre, es en la propia capilla de la catedral.)
El convento fue fundado en 1310 por Roberto de Anjeo o Anjou [6], con una iglesia colosal  que Giotto y su escuela cubrieron de pinturas. El bombardeo y quema de 1943 por los Aliados acabó con casi todo lo que habían dejado los sucesivos emplastos barrocos de los siglos XVII-XVIII, de modo que el interior está muy desnudo.
No menos imponente es el claustro, de estructura gótica, famoso sobre todo por la transformación de todo el patio y cementerio en colorida pérgola barroca revestida de azulejería, con escenas de animada mundanidad (1739).  Es el famoso Chiostro maiolicato.  

Los asuntos pintados, salvo algunas alegorías, son casi todas todos de género, paisajistas y costumbristas, con predominio de la caza y la vida del campo, como también escenas vulgares o burlescas, sin faltar siquiera la representación de un burdel.
Sólo un cuadro he visto relacionado con la vida conventual; pero incluso éste, en clave humorística profana: una religiosa en el momento de repartir pececillos a una patulea de gatos.
Se recuerda así que allí hubo dos estanques para el pescado cuaresmal, grandes aunque sin duda insuficientes para el crecido número de inquilinas, que entre postulantas, novicias y clarisas, más las criadas de servicio, rozarían el millar. Por otra parte, la gata es el animalito mascota de Santa Clara, por una que tuvo, según cuenta su Vida. Ahora bien, la misma rareza de esta imagen monástica tan intacta me hace desear que sea auténtica, y no invención moderna, entre los muchos apaños que ha sufrido todo este conjunto.
El claustro de Santa Clara hace pensar en la doble vida de Nápoles en la Contrarreforma tardía. A fines del XVII, una abadesa rica y devota, doña Teresa Gattola, tuvo el capricho de hacerse una copia exacta de la Escala Santa de Roma, con indulgencias y todo. Cuarenta años después, otra abadesa también rica pero más de mundo, doña Hipólita Carmignano, allí mismo soñó un teatro realmente idóneo para las recepciones y fiestas que por entonces se daban, con ocasión de velos y profesiones de novicias, con otros fastos de tinte religioso o civil.

El claustro logró el imposible de conjugar dos paraísos contrarios: el místico barroco, representado en las escenas bíblicas y hagiográficas todo a lo largo de 300 metros de paredones, y en medio el otro paraíso sensual con parterres, paisajes y juegos de agua. Una tentación muy dura para las monjas. Apetito de los ojos, pero más aun de la fantasía reprimida.
La interpretación que el arquitecto Vaccaro hizo del sueño de la abadesa fue  audaz: la mística del ‘Paraíso-Edén’, del ‘Huerto Cerrado’, subvertida en un Jardín de Delicias, laberinto rococó de sorpresas profanas, como contrapunto y desafío al programa religioso bíblico del contorno. Y aun parece que el proyecto no llegó a completarse. Me pregunto, qué más pudo rondarle a doña Hipólita por debajo de la toca.


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[1] Alessio A. Pelliccia, ‘Sobre el Cementerio o Catacumba Napolitana’, disert. v; en De Christianae Ecclesiae politia, Bassano, 1782, III/2, pág. 5.  
[2] “El que piense en viajar, / Cuidados a olvidar, / Al alba madrugar, /No se sobrecargar, /Con paso igual andar, / Y saber escuchar.”
[3] Cfr. Jesús Moya, El Compás de Santa Clara, Villarcayo, 2010, pp. 242-243.
[4] Ludovico A. Muratori, Annali d’Italia, t. 12, p. 637 (Milano, 1819).
[5] Ibíd., p. 649-650.
[6] Qué lástima, antes en castellano teníamos Angeo, o Anjeo, palabra que queda como nombre común de una especie de lienzo de allí, el anjeo. Por sus razones, la Academia lo escribe sólo con jota, cuando el patronímico de Anjou y Angers es angevino.




lunes, 14 de mayo de 2012

Hematología teologal napolitana


  
La Archidiócesis de Nápoles se presenta al mundo en su página oficial de la Red Chiesa di Napoli’—, encabezada con una viñeta de su Eminencia el Arzobispo Cardenal Sepe, en el acto de demostrar la Sangre de San Jenaro, que se licúa y coagula milagrosamente. La comprobación del cambio de fase (de sólido a líquido y viceversa) se ajusta a un protocolo cuasi científico, girando y balanceando pausadamente el viril con las dos ampollas que contienen la reliquia, mientras el oficiante fija en ellas una mirada crítica. El reloj de pulsera del eclesiástico viene a situar el evento en el tiempo actual.
El ‘milagro de San Jenaro’ es así el logotipo y emblema de toda una gran Iglesia napolitana.
¿Milagro? La palabra lo dice: ‘cosa admirable’. Admirable cosa es, en efecto, que año tras año, a fechas fijas, personas respetables ofrezcan al público la exhibición de un fenómeno tan estupendo como gratuito. Un milagro que se agota en sí mismo, sin servir para nada más. No cura, no ayuda, no resuelve nada, sólo mueve admiración. Milagro en estado puro.
Todavía no hace tantos años, con la catedral de Nápoles de bote en bote, si el milagro se hacía esperar demasiado, la muchedumbre descargaba su descontento sobre el santo, increpándole con dicterios nada reverentes, pues por alguna razón se entiende que la no licuación es de mal augurio. He ahí otro motivo de asombro: que el cielo termine cediendo a la sinrazón del insulto y la blasfemia.
Nada cierto se sabe del contenido de las ampollas ni su procedencia. El culto de San Jenaro en Nápoles pasa por inmemorial, aunque su formalización litúrgica es relativamente moderna. En 1337 se estrenó un oficio religioso, sin referencia alguna a algo tan característico y tan raro como es un milagro a plazo fijo. Tan sólo medio siglo después, el 17 de agosto de 1389, se menciona por vez primera el fenómeno de la licuación. También por entonces, curiosamente, el mismo se repite como por simpatía en diferentes reliquias sanguíneas por toda la región campana. No se trata, sin embargo, de influjo local, ya que semejantes reliquias, trasladadas a otros países pueden ostentar la misma virtud. Es el caso de la sangre de san Pantaleón, traída de Italia a Madrid, a las monjas de la Encarnación.
Concurren en esto dos factores:
1. En el siglo XIV se desarrolla toda una hematología teologal o teología de la sangre, empezando por la de Cristo, tanto la física como la eucarística, derramada de su cuerpo en la pasión, o por hostias sangrantes. Francisco de Asís había estrenado el fenómeno místico de las llagas o estigmas, en que luego tendrá competidores como Catalina de Sena. En el siglo XIV Europa entera sangra en ejércitos de flagelantes. Hasta las imágenes sudan sangre, y en todo caso los crucifijos se pintan muy llagados y sangrientos. Los cuerpos de los mártires no podían quedar atrás. Después de todo, una antigua creencia admitía que el cadáver del hombre asesinado injustamente sangra en presencia de su matador, a modo de denuncia válida incluso como prueba testifical.
2. Al mismo tiempo parece que ya en dicho siglo, alquimistas de la región vesubiana, con reactivos naturales fáciles de obtener en la zona, descubren recetas de sangre artificial licuable y coagulable.
Hablamos de sangre artificial, en el supuesto de que el fenómeno de Nápoles y demás sitios no implica sangre verdadera. La coagulación de la sangre es un proceso autocatalítico en cascada, de enorme complejidad y muy relacionado con la aglutinación y otros fenómenos del sistema inmunitario. Si las ampollas fueran de sangre, entonces sí que podría hablarse de auténtico milagro, pues los antiguos nada supieron del mecanismo de la coagulación ni de la disolución de coágulos o trombos.
Excluida, pues, la sangre –aunque el análisis espectral se dice que da positivo para la hemoglobina–, se han probado diferentes mezclas que imitan la apariencia del fenómeno. Casi todas se basan en cambios ligeros de temperatura, como una que dieron varios estudiosos de ‘magia natural’ en el siglo XIX [1].

Tixotropía
       Hace una veintena de años la revista Nature publicó una carta de tres científico italianos, con una receta muy simple y eficaz que se hizo famosa en todo el mundo. Partiendo del supuesto de que «el fenómeno parece genuino, está bien documentado y todavía se ve como no explicado, descartaban el cambio térmico a favor de otra explicación físico-química: la tixotropía. Así se llama la fluidificación reversible de un gel por efecto de toque, vibración o sacudida mecánica (thíxis, en griego) [2]:


«En la típica ceremonia de la licuefacción de la sangre, realizada a diferentes grados de temperatura ambiental, el acto de comprobar si el fenómeno se ha producido incluye invertir repetidas veces el relicario manual con viril tranparente, de modo que en ese crítico momento se está aplicando un estrés de rozamiento. Así pues, la realización exitosa del rito no implica fraude consciente. De hecho, a menudo se han observado eventos de licuefacción imprevista a lo largo de los siglos, con ocasión de reparar el receptáculo que contiene la ampolla sellada.»

Los autores concluían irónicamente:

«La naturaleza química de la reliquia napolitana sólo se puede determinar abriendo el recipiente, si bien la Iglesia Católica prohíbe un análisis completo. Nuestra reproducción del fenómeno parece hacer innecesario tal sacrificio.»

La carga irónica no debe ocultar que más que reproducción  (replication) se trata de un remedo del fenómeno, y un estudio serio no estaría de más para asegurar la respetabilidad de un rito religioso. La mera afirmación de haberse obtenido el espectro de la hemoglobina no dice gran cosa sobre lo que de hecho se maneja.
       Ironizando también nosotros recordemos que la sangre de san Jenaro se ha licuado también con ocasión de mostrarla a personalidades de relieve,  eclesiásticas o seglares, atribuyendo a la reliquia del mártir una acepción de personas harto sospechosa.
Pero basta de zarandajas, he aquí la fórmula magistral y científica, ahorrando unos pocos detalles técnicos:

A una disolución de 25 g de FeCl3.6H2O en 100 ml de agua se agregan lentamente 10 g de CaCO3, dializando luego la mezcla contra agua destilada durante 4 días (vale como dializador el pergamino o la tripa animal). La disolución resultante se deja evaporar en un disco de cristalización hasta un volumen de 100 ml (con un contenido de FeO(OH) de 7,5 % aproximadamente. Se añade 1,7 g de NaCl, obteniéndose un sol pardo oscuro tixotrópico, que en cosa de una hora se gelifica. Agitando suavemente, el gel se licúa de forma reversible, en un ciclo repetible muchas veces.

Los mismos autores hacían hincapié en que los materiales de su experimento estaban todos disponibles para el estado del arte en el siglo XIV, precisando que el cloruro férrico se halla formando la especie mineral molisita en volcanes activos como el Vesubio.
       Recuerdo que, a raíz de aparecer la receta en Nature, comentándola con otro colega que la había ensayado, decidimos ofrecer una demostración en la cadena de TV vasca ETB-2. La dirección del programa aceptó con mejor voluntad que criterio televisivo, ya que el reducido espacio que nos cedieron se fue prácticamente en el bla-bla de una entrevista, con una demostración más virtual que otra cosa, y aún dudo de que nuestra presentadora estuvo en el ajo. El público desde luego no. Debieron de tomarnos por prestidigitadores sin escuela.
Desde entonces conservo un tubito de ensayo con ‘sangre de san Jenaro’. Muchas veces repetí con ella el milagro durante años, sin presagio alguno de catástrofe, hasta que por descuido el gel se desecó. Pero no acabó ahí mi aventura con el amable santo.

      Contramilagro
El pasado 6 de mayo, víspera del primer domingo del mes, encontrándome en Nápoles tocó milagro, que me perdí. Sí pude en cambio presenciar su contrademostracíón, que a mi juicio una de dos, o tira por tierra la tesis tixotrópica, o la de la buena fe del clero.
En efecto, el día 8 por la mañana, visitando la catedral y capilla de San Jenaro, mientras contemplaba el gran relicario con la ‘sangre’ sólida de color rojo oscuro, se presentó un pequeño cortejo presidido por un obispo que sin preámbulo tomó de él la pieza manual con el ostensorio de las ampollas y lo ofreció a la adoración de varias personas, ejecutando repetidas veces la maniobra del volver y revolver, sin asomo de licuefacción. Por tanto, o no todo es cosa de tixotropismo, o bien el oficiante sabe evitarlo de forma artera, meneando el recipiente de forma distinta de cómo se hace en la función miracular.
Como yo no tenía idea de este rito de contraprueba, o si se quiere, ‘contramilagro’, fue grata sorpresa poder observarlo y filmarlo muy de cerca y sin golpe de público. Debo decir también que, contra lo que entonces creí, no era el cardenal-arzobispo en persona el que realizaba el trámite, sino alguno de sus auxiliares. De minimis non curat praetor.


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       [1] Joahnn N. Martius y Johann H. M. von Poppe en Gesammelte Schriften über natürliche Magie, t. 1, n. 77. Stuttgart, 1839, pp. 353-354.
       [2] L. Garlaschelli, F. Ramaccini y S. della Sala, ‘A thixotropic mixture like the blood of Saint Januarius (San Gennaro)’, Nature, 353 (10 Oct. 1991).