«Durante unos días de la primavera de 1983 estuve en Nápoles por vez primera en mi vida.»
Así empezaba Caro Baroja un artículo en El País (8/12/1983), anunciando urbi et orbi su bautismo napolitano, a punto de cumplir los 70. Esta confesión de don Julio me alivia el empacho de decir que yo también acabo de pasar por la misma experiencia vernal y rito iniciático.
Caro llegó a Nápoles con un bagaje de «muchos años de contacto con lo napolitano a través de la lectura, de la música y de la imagen». Yo he ido con lo puesto. Claro que me sonaba Nápoles, como a todo el mundo: ‘Soldado de Nápoles’ le gustaba mucho a mi padre, que cantaba bien. Pero repasando mis recuerdos, es curioso, la ciudad no importaba en ellos por sí misma, sino por cosas a su alrededor: el Vesubio, Pompeya, Sorrento y Capri, los Campos Flegreos con la Solfatara, el lago Averno y la Sibila de Cumas… Nápoles era sólo una gran ciudad y puerto mediterráneo rodeado de maravillas.
Con Google Earth, las ciudades se entienden pronto, y para cuando las visitamos ya las hemos callejeado. De Nápoles llama la atención su planta cuadricular, como una gran lasaña o pizza al taglio. Tomando como eje o cardo del centro antiguo la vía Atri-Nilo con suave pendiente al mar, tres decumanos paralelos equidistantes lo cortan en ángulo recto. El intermedio es el Decumano Mayor o vía de los Tribunales. Sin embargo, es el inferior el más aparente, a modo de tajo recto que, visto desde el mirador de San Martino a poniente, autoexplica su nombre familiar, Spaccanapoli (‘Parte-Nápoles’). Aquí descuella el imponente complejo monástico de Santa Clara.
Ciudad compacta, de calles demasiado estrechas o edificios demasiado altos, con problemas sanitarios gravísimos, epidemias terribles (sin contar la sífilis), siempre dependió de la ayuda de los santos. A cada nuevo desastre, nuevos abogados. Por esa táctica San Cayetano, un parvenu moderno, le disputó la primogenitura al mismísimo san Jenaro, aviniéndose al fin los dos a compartir el patronazgo de la ciudad. Pero hoy por hoy el santito de moda es el capuchino padre Pío, ubicuo de día y bien alumbrado de noche.
La fe napolitana es optimista. Si una iglesia se titula Santa María de la Ayuda, otra la mejora anunciando a una Madonna ‘de la ayuda instantánea’. Esto en lo divino. Pero en lo humano también: no lejos de allí está la antigua Farmacia de los Incurables, que casi es un oxímoron, fuera de Nápoles. De ahí la devoción excesiva, multiplicación prodigiosa de iglesias barrocas o barroquizadas, que se suceden, se enfrentan y a menudo hasta se tocan, o incluso se superponen, pues debajo de la Nápoles visible está la otra subterránea de las criptas y catacumbas. Hay puntos en la ciudad donde un buen cristiano, plantado en medio de una plazuela, podía oír hasta tres o cuatro misas a la vez, de otras tantas iglesias abiertas.
Limitándonos al espacio aéreo, la opulencia constructiva podría ser la explicación de un fenómeno poco común, que registran los anticuarios locales: apenas quedan restos romanos a la vista, nada de templos, pórticos, termas, teatros y circos. De murallas o acueductos sólo vestigios. Pelliccia daba una razón piadosa, achacándolo a «superstición desmedida de nuestros mayores contra lo pagano, para mandarlo todo al hondón del infierno» [1]. Digamos mejor que desde la Edad Media y aprovechando los terremotos, los constructores lo han reciclado todo sin dejar piedra sobre piedra.
En una plataforma sísmica sólo lo bien hecho aguanta. La vieja Nápoles llama la atención por la robustez y verticaliad de conjunto. La impresión es que quedan iglesias y palacios para rato, duren lo que duraren; porque eso sí, su restauración es imposible. Como ocurre en San Petersburgo, la mayoría de palacios y caserones están repartidos en casas de vecindad, cada patio con su vida íntima propia.
Lo mismo que he ido a Nápoles con una maleta mental casi tan pequeña como la maleta física, así también la guía que he consultado es la misma que llevo consultando hace décadas: L’Italie des Alpes à Naples de Baedeker, edición de 1909. Una información más próxima a la de los viajeros del Grand Tour que a la Nápoles tan cambiada en estas últimas décadas. Ya se encargará la realidad de sorpenderme con lo que hay, sin renunciar yo a mis ensoñaciones románticas de lo que hubo. Para empezar, qué bonita lección aquella que ponían las Baedeker de aquellos años en la página iv, a vuelta de la portada:
Qui songe à voyager
Doit soucis oublier,
Dès l’aube se lever,
Ne pas trop se charger,
D’un pas égal marcher
Et savoir écouter [2].
La tirada de ripios podría alargarse; por ejemplo : Pas de rien s’étonner. No asustarse por nada, porque en Nápoles todo es posible. De pronto, en plena calle Tribunales, en el corazón palpitante del casco antiguo, cerca de las 11 de la noche, una ventana abierta de par en par te mete de ojos en un salón-dormitorio privado. Una pareja anciana desde una mesa camilla mira la televisión. A sus espaldas una cama de matrimonio, siglo XVIII como nueva, grande y elegante, luce colcha blanquísima y un par de almohadas impolutas, lista para usarse en cuanto se despida el programa.
(Luego cenando tuvimos debate, si es o no es ético fotografiar y filmar este género de ‘intimidades’ al aire libre. Hacerlo con discreción, se entiende, no te vayan a increpar a la manera napolitana, o que alguien te parta la jeta. Los viejos, desde luego, no tienen empacho en que se les vea, nada tienen que esconder, y hasta pienso que la señora hace ostentación de un mueble valioso donde ella misma nació y engendró a sus hijos; herencia familiar que ha servido de tálamo durante generaciones.)
El complejo de Santa Clara
El descomunal monasterio doble franciscano del siglo XIV ya no tiene el aspecto bronco de fortaleza murada que tuvo, junto a la puerta antigua angevina de la ciudad, que estuvo aquí hasta los años 1500. Aunque en rigor son dos conventos distintos, cada uno con su iglesia, el conjunto evocaba el modelo monástico dúplice tal como se dio en siglos anteriores, con predominio del elemento femenino y con la abadesa como máxima autoridad.
De todas formas, el anacronismo ya en su tiempo causó admiración, y algunas suspicacias encontraron argumento en épocas algo flojas. Así por ejemplo, a fines del siglo XVI, en tiempos del virrey don Enrique de Guzmán, Conde de Olivares, «corren historias de monjas con frailes y con galanes, y el papa Clemente VIII corta por lo sano, retirando a los franciscanos la dirección espiritual de la casa» [3].
Claro que para tales huelgas no eran imprescindibles los frailes. Igual servicio podía prestar por ejemplo el nepote de un papa, si éste papa se llamaba Bartolomé Prignano, es decir, Urbano VI. La historia es poco edificante, pero valga su recuerdo para enmienda de nuestras vidas.
Consumado el Gran Cisma (1378), el principal culpable, el papa Urbano, se dio en cuerpo y alma a encumbrar a su sobrino o nepote Francesco Moricotti Prignano, apodado Butillo, un obispete de armas tomar y un impresentable. Primero le hizo cardenal decano y regente de la Cancillería Apostólica (una mina de oro, para entendernos); y luego le nombró gobernador de la Campania, con idea de crearle allí un principado –lo cuenta escandalizado el piadoso Muratori–, «expoliando iglesias y altares para surtir de moneda a éste su campeón favorito» [4].
En 1383, tras quitarle a la reina Juana su reino de Nápoles para dárselo a Carlos III (Durazzo), Urbano decidió presentarse aquí en persona, a recordar al nuevo rey que era feudatario suyo, comprometido a ceder al nepote el ducado de Capua y Amalfi con otros territorios, esto es, lo mejorcito de aquel reino.
A este disparate –prosigue Muratori–
«se opusieron seis o siete cardenales; pero este papa, tan lleno de pensamientos mundanos, era cabezudo y no admitía consejo ni contradicción…»
Pasó en efecto a Nápoles el papa con el Butillo, y
«de allí a poco este mal hombre, perdido en la sensualidad y dado tan solo a los placeres, raptó del monasterio de Santa Clara a una monja noble profesa, reteniéndola varios días consigo. Procesado y citado por el rey Carlos, fue condenado a muerte en rebeldía.
El papa, que disculpaba al nepote por su juventud (y eso que andaba ya por los cuarenta), se hizo el muy dolido, y así se dio carpetazo al proceso.» [5]
El nepote fue ascendido por su tío papa al cargo de Vice-canciller de la Santa Iglesia Romana, otro empleo de lo más sustancioso.
–¿Y la monjita?
Buena pregunta. Pero mejor que para mí, para un Stendhal, que solía estar más al corriente de esas minucias italianas. Como yo no soy Stendhal, sólo se me ocurren respuestas prosaicas. Tal vez con una compensación económica razonable –el caso no tenía nada de nuevo– el convento la readmitió. O bien, si su estado era de buena esperanza, le buscarían un matrimonio honorable, dependiendo de la calidad de la señorita. Ese solía ser el arreglo.
Santa Clara sigue siendo un centro neurálgico de la vieja Nápoles y lo hemos visto todo muy normal, superados al parecer los asaltos vandálicos del año pasado.
Precisamente el sábado día 5 asistimos a la procesión múltiple, que de varios puntos concurre a esta basílica con uniformes, estandartes, fanfarrias y los enormes bustos relicarios de plata, pero sobre todo desde la catedral con la testa y la sangre de san Jenaro. Se hace así para que todo el mundo, los santos como los mortales, puedan ser testigos de la licuación milagrosa, que el día siguiente primer domingo de mayo tiene lugar en esta iglesia. (La otra licuación, la de su fiesta el 19 de septiembre, es en la propia capilla de la catedral.)
El convento fue fundado en 1310 por Roberto de Anjeo o Anjou [6], con una iglesia colosal que Giotto y su escuela cubrieron de pinturas. El bombardeo y quema de 1943 por los Aliados acabó con casi todo lo que habían dejado los sucesivos emplastos barrocos de los siglos XVII-XVIII, de modo que el interior está muy desnudo.
No menos imponente es el claustro, de estructura gótica, famoso sobre todo por la transformación de todo el patio y cementerio en colorida pérgola barroca revestida de azulejería, con escenas de animada mundanidad (1739). Es el famoso Chiostro maiolicato.
Los asuntos pintados, salvo algunas alegorías, son casi todas todos de género, paisajistas y costumbristas, con predominio de la caza y la vida del campo, como también escenas vulgares o burlescas, sin faltar siquiera la representación de un burdel.
Sólo un cuadro he visto relacionado con la vida conventual; pero incluso éste, en clave humorística profana: una religiosa en el momento de repartir pececillos a una patulea de gatos.
Se recuerda así que allí hubo dos estanques para el pescado cuaresmal, grandes aunque sin duda insuficientes para el crecido número de inquilinas, que entre postulantas, novicias y clarisas, más las criadas de servicio, rozarían el millar. Por otra parte, la gata es el animalito mascota de Santa Clara, por una que tuvo, según cuenta su Vida. Ahora bien, la misma rareza de esta imagen monástica tan intacta me hace desear que sea auténtica, y no invención moderna, entre los muchos apaños que ha sufrido todo este conjunto.
El claustro de Santa Clara hace pensar en la doble vida de Nápoles en la Contrarreforma tardía. A fines del XVII, una abadesa rica y devota, doña Teresa Gattola, tuvo el capricho de hacerse una copia exacta de la Escala Santa de Roma, con indulgencias y todo. Cuarenta años después, otra abadesa también rica pero más de mundo, doña Hipólita Carmignano, allí mismo soñó un teatro realmente idóneo para las recepciones y fiestas que por entonces se daban, con ocasión de velos y profesiones de novicias, con otros fastos de tinte religioso o civil.
El claustro logró el imposible de conjugar dos paraísos contrarios: el místico barroco, representado en las escenas bíblicas y hagiográficas todo a lo largo de 300 metros de paredones, y en medio el otro paraíso sensual con parterres, paisajes y juegos de agua. Una tentación muy dura para las monjas. Apetito de los ojos, pero más aun de la fantasía reprimida.
La interpretación que el arquitecto Vaccaro hizo del sueño de la abadesa fue audaz: la mística del ‘Paraíso-Edén’, del ‘Huerto Cerrado’, subvertida en un Jardín de Delicias, laberinto rococó de sorpresas profanas, como contrapunto y desafío al programa religioso bíblico del contorno. Y aun parece que el proyecto no llegó a completarse. Me pregunto, qué más pudo rondarle a doña Hipólita por debajo de la toca.
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[1] Alessio A. Pelliccia, ‘Sobre el Cementerio o Catacumba Napolitana’, disert. v; en De Christianae Ecclesiae politia, Bassano, 1782, III/2, pág. 5.
[2] “El que piense en viajar, / Cuidados a olvidar, / Al alba madrugar, /No se sobrecargar, /Con paso igual andar, / Y saber escuchar.”
[3] Cfr. Jesús Moya, El Compás de Santa Clara, Villarcayo, 2010, pp. 242-243.
[4] Ludovico A. Muratori, Annali d’Italia, t. 12, p. 637 (Milano, 1819).
[5] Ibíd., p. 649-650.
[6] Qué lástima, antes en castellano teníamos Angeo, o Anjeo, palabra que queda como nombre común de una especie de lienzo de allí, el anjeo. Por sus razones, la Academia lo escribe sólo con jota, cuando el patronímico de Anjou y Angers es angevino.
¡Qué ganas de ir...!
ResponderEliminarMaestro D. Belosticalle:
ResponderEliminarComo ha escrito "Anónimo": Qué ganas de ir.
Gracias por esta preciosa semblanza de Nápoles.
Estimado profesor don Belosti,
ResponderEliminarmagnífica, magnífica entrada.
Ya siento la melancolía de no haber estado allí. Aun.
Muchas gracias
Maestro: me han encantado sus dos entradas sobre Nápoles; pero sobre todo, la de la sangre de San Jenaro me ha divertido. Mirábilis, sin ninguna duda.
ResponderEliminarVale.