domingo, 5 de agosto de 2012

Hoy, San Oswaldo



       De santos, de reyes, y  de santos reyes

       La Biblia , que repetidas veces aprovecha la ocasión de expresar antipatía hacia el sistema monárquico, tampoco se privó de hacer su crítica de la realeza, en un reparto dicotómico de sus reyes: los buenos y los malos. La vara de medirles fue la fidelidad a los preceptos de la divina Torah, que los reyes malos descuidan, hasta caer algunos en la idolatría.
       (Aquí entra incluso la figura ambigua de Salomón, el sabio y benemérito constructor del Templo. La salvación de Salomón in extremis fue un tópico para la especulación teológica patrística.)
       Modelos de buen rey son David, Ezequías y Josías. Los cuales, sin haber sido para los judíos figuras de veneración y culto, al modo de los santos cristianos, marcaron la pauta para una especialidad santoral cristiana: los santos reyes.

       «La santidad regia es una noción imprecisa»  (Robert Folz). Variable según épocas y culturas, cortada a medida individual cada vez que, por alguna razón inevitablemente política, una testa coronada fue declarada santa y modelo de santidad. Una santidad que, de entrada, ostenta una diferencia genérica: las santas reinas hacen papel de regias consortes y no lucen carisma de gobierno.

       «El santo rey es una creación de la hagiografía medieval» (R. F.). Esto es válido en cuanto a la categoría santoral: reyes, como hay santos obispos, abades, presbíteros, y santas viudas o arrepentidas. Sin embargo, en la condición regia concurre cierto carisma de santidad intrínseca, derivada de la unción y consagración, que al hacer sagrada e inviolable a la persona, al mismo tiempo la santifica, independientemente de sus virtudes o vicios personales. Una santidad paralela a la de los papas, todos ellos ‘Su Santidad’, así sean santos de verdad, personas morigeradas dentro de lo común, o grandes pecadores y criminales.

       El emperador Constantino –un auténtico criminal–, tuvo ya en vida tratamiento hagiográfico; fenómeno que se vio repetido  en el emperador Carlomagno, en atención a los servicios prestados a la Iglesia. De nuevo aquí la figura bíblica del ‘buen rey’, celoso y benemérito de la religión. Sin embargo, en la cultura cristiana es muy posible que se haya colado también el ‘algo divino’ del rey pagano; el ‘divo’ (divus), que en muchas mitologías entroncaba con los dioses y era objeto de apoteosis.
       Fuera de ese quid divinum, el santo rey es de suyo un laico que debajo de la púrpura ha podido llevar un sayal y cilicio sobre la carne mortal. Pero como tal  rey, se le supone o atribuye un ejercicio justo del poder delegado de Dios, y un reinado glorioso, o a lo menos discretamente aventajado sobre los enemigos de la Religión, exteriores e interiores. En España tenemos el paradigma tardío de San Fernando III, calcado en parte de su contempráneo y primo hermano San Luis IX de Francia, en el siglo XIII.  
       Ahora bien, dentre de la categoría de santo rey hallamos la subcategoría del rey mártir, contrapuesta a la del rey confesor. Ésta no plantea dificultad de concepto. En cambio, el rey mártir medieval nos resulta anacrónico, ya que la era clásica de los mártires, determinada por las persecuciones, quedó cerrada con la paz de Constantino (año 313). Desde entonces, el martirio ha sido un fenómeno circunstancial, difícilmente verificable en reyes cristianos.
       Pero además de anacrónico, el rey mártir resulta suspecto, en un contexto histórico cuando el regicidio era un método bastante común para acceder al trono, y la muerte de un rey en el campo de batalla entraba en los gajes del oficio.
       En la hagiografía regia, los casos contados y concretos de supuestos ‘mártires’ se refieren a muertes violentas, que por distintas razones se interpretaron como derramamiento de sangre por la causa de la fe, esto es, martirio. Cuestión de mentalidad: la simple eliminación física de un buen rey a manos de un enemigo más afortunado, o de un usurpador sin título ni derecho, pudo bastar para una exégesis del incidente en clave martirial.

       La figura del santo rey mártir es creación  ‘francesa’, desde san Segismundo rey de los burgundos (526-523), seguido de san Dagoberto II de Austrasia (676-679).
       De estos santos francos pasa el modelo a Inglaterra, donde los ejemplos más antiguos los hallamos en Northumbria. El primero de todos, san Oswaldo, el santo rey y mártir que hoy se celebra.
       Estas historias nos sitúan en la Gran Bretaña de la Heptarquía Anglosajona, reinos contemporáneos del reino visigótico de Toledo (siglos VI-VII).

       Hagiografía monástica

       Si la Biblia la escriben hagiógrafos, aquí los escritores suelen ser monjes, prosificadores de la pequeña épica de los bardos, más algún aporte suyo documental de interés para el convento.
       En la Gran Bretaña de entonces se va imponiendo el cristianismo. Una iglesia  de hechura monacal, organizada por ascetas gaélicos proselitistas (auténticos misioneros) trata de ganarse a las etnias, sobre todo a través de sus familias nobles. Ser cristiano daba prestigio.


       Northumbria –el nombre lo dice–, el país al norte del Humbre o Humber, el río o ría resultante de la unión del Ouse y el Trent. Dos países, en realidad: Bernicia y Deira. Dos reinos que sus caudillos se disputan a muerte.
       El objetivo inmediato es desbancar al vecino. Pero con suerte se llega a una consideración más alta: bretwalda. El bretwalda era un pequeño rey de reyes, un emperadorzuelo. El Venerable san Beda (m. 735), historiador de Inglaterra, en su lista de bretwaldas incluye a san Oswaldo.

       De este rey escribe otro monje también historiador, Simeón Dunelmense (de Durham): «Oswaldo, hijo del muy poderoso Etelfredo (apodado el ‘Feroz’) (593), hijo de Etelrico (589), hijo de Ida». De este último, según Beda, procedía  la sangre real en todo el país norteño (547).

       También por su madre Acha era nobilísimo Oswaldo, sobrino nieto del rey de Deira Edwino (617). Acha era cristiana, hermana de santa Etelreda. El padre no tuvo reparo en casarla con el pagano Etelfredo, porque este era el terror de Bernicia, y por ende un aliado apetecible . Tuvieron siete vástagos, tres de ellos varones:  Anfrido, Oswaldo y Oswino.
       Los tres eran unos niños cuando el padre y el tío caen en el campo de batalla (617). La madre con los huérfanos huye a buscar refugio en la corte del rey Eochaldo, en Dunadd (en la actual Escocia). Allí pudo bautizarlos, y a los dos pequeños los puso internos en la abadía de Iona. Allí se educaba lo más florido de una nobleza nueva, donde ya pictos y escotos apenas se distinguían .
       A su tiempo, Anfrido ocupó el trono de Bernicia y su primo Osrich el de Deira. Pero enfriándose su religión ambos recayeron en el paganismo.
       La ira divina se manifestó contra ellos usando como instrumento a Cadwallon, rey de los britones, que aunque era cristiano se comportaba como un bábaro. En un santiamén el britón se zampó a los northumbrios y les quitó sus reinos. Los antiguos cronistas monjes también se vengaron de los apóstatas, aplicándoles la damnatio memoriae. Borrados de la lista de reyes, aquel año fatal se contaría como del reinado de san Oswaldo.

       Los contemporáneos le describian «alto, rubio, ojos de un azul metálico, rostro alargado y barba rala, con eterna sonrisa de bondad en sus finos labios, y portador de armas de gran longitud y poder». Añaden que siempre llevaba consigo, como animal de compañía, un cuervo domesticado que le hablaba secretos al oído. Lo cual nos hace recordar al dios Apolo.
       En 634 –para situarnos, en España reinaba entonces el godo Sisenando–,   Oswaldo disponía de ejército propio, con el que entró en Northumbria, y plantó cara al usurpador Cadwallon. Sin quitar mérito al joven pretendiente, es fuerza reconocer que tenía la victoria asegurada, por una aparición que tuvo de san Columbano, y porque a imitación de Constantino el Grande, la víspera de la batalla clavó una gran cruz en el lugar, que desde entonces se llamó  Heavenfield, el Campo Celeste.  
       Este nombre de Campocielo ha de tomarse como apotropaico, ya que la localidad vecina era Distone, contracción de Devilstone, la  antigua Deviles-Burne o Piedra del Diablo. Cerca de allí pasa el Muro de Adriano.

       Rey de toda Northumbria, lo primero que hizo san Oswaldo fue traer como obispo al monje san Aidano, para evangelizar el reino. Levantó iglesias y dotó monasterios, con personal importado de Escocia.
       Habiendo así cumplido con la religión, para cumplir también con el reino casó en 636 con Cineburga, hija del rey Cinegilso de Wessex, el cual era ahijado suyo en el bautismo. El año siguiente nacía el primogénito Edelwaldo, que a su tiempo resultó ser el canalla que veremos, indigno de tal padre.
       Por lo demás, logrado este hijo, san Oswaldo y Cineburga vivieron en continencia perpetua.

       Tras nueve años de reinado, a la edad de 38, san Oswaldo muere como su padre, en el campo de batalla. Su vencedor fue el terrible Penda, rey de Mercia. ¿Quién de ambos fue el agresor? La historia no lo dice. Sin embargo, para los cronistas monjes un rey cristiano caído ante un pagano como Penda no podía ser otra cosa que un mártir inocente defendiendo su fe.
       Esto fue el año 642, el 5 de agosto. El año en que nuestro Chindasvinto le birló el trono a Tulga.
   
       Conviene aclarar que Penda, aunque pagano, no era ningún enemigo del cristianismo. Al contrario, comprendiendo en su astucia que esta religión y su clero le eran de utilidad para tener al pueblo más tranquilo, acogió a los misioneros. Sólo que con él no contaran, si ser cristiano suponía renegar del dios Odín, su protector en cien batallas. ¿Es que uno no podia llevarse bien con los dioses de siempre  y con el nuevo Jesucristo? ¿no había sitio para todos en el gran panteón?
       En honor de Odín, Penda descuartizaba a los vencidos y empalaba los trofeos. Tal fue la suerte de Oswaldo: su cabeza y sus dos brazos, clavados en picas, paseados por en el lugar del ‘martirio’, hicieron la doble función, de escarmiento y a la vez para hacer caja, pues el rescate de los restos se cobraba caro.
       El primero en aprender la lección fue el hijo de Oswaldo, que le tomó respeto a Penda. Más adelante, cundo tío Oswino tuvo el enfrentamiento inevitable con el pagano, Edalwaldo se alió con éste; y aunque por respeto al parentesco de sangre no combatió en persona, cuentan que estuvo todo el tiempo mirando la pelea desde lugar seguro.

       La mano de San Oswaldo

       Los restos del rey mártir corrieron la suerte de toda carne mortal. Menos la mano derecha, que se mantuvo incorrupta. Según la leyenda, el fiel cuervo la arrancó de la pica y la escondió en el tronco de un fresno. El brazo desprendido cayó al suelo, formándose allí un pozo milagroso.
       La mano, con lo demás que se pudo recuperar, más tarde se depositó en la abadía de Bardney (Lincoln), fundado por Etelredo de Mercia en 697  y extinguido en 1537. He aquí una descripción poética de la reliquia:

Nullo verme perit, nulla putredine tabet
Dextra Viri, nullo constringi frigore, nullo
Dissolvi fervore potest, sed semper eodem
Immutata statu persistit, mortu vivit.
Hactenus integram fore signo est ungula crescens,
Flexilis et nervus, viridis caro, forma venusta.

(Diestra mano que gusano no devora, ni se pudre,
que ni el frío la endurece ni la disuelve el calor,
siempre igual y sin mudanza, mano que en la muerte vive.
En prueba de su entereza, hasta las uñas le crecen,
conserva flexible el nervio, fresco el color y hermosura.)

       ¿Por qué tuvo la real mano ese privilegio? Una leyenda lo relacionaba con las obras de caridad de san Oswaldo. Concretamente, celebrando un banquete pascual con el obispo san Aidano, los abades y los grandes señores, se presentó una turbamulta de mendigos famélicos. El rey les hizo repartir la comida, dejando a toda la corte de invitados en ayunas. Y como ya la vajilla y los cubiertos eran inútiles en la mesa, también los hizo trocear y distribuir entre la pobre gente necesitada.
       La caridad como rudimento de justicia social era muy importante en aquellos tiempos, y bien valía el milagro de la mano incorrupta. Sin embargo, algunos anticuarios prefieren relacionarlo con el simbolismo y culto de la santidadregia. Recordemos que la mano de los reyes gozaba de toque curativo sobrenatural.
       En efecto, muchas leyendas hicieron de san Oswaldo un rey sanador. Una vez un viajero atravesando el Heavenfield a caballo, de pronto el animal cayó presa de un torzón. En sus revolcones por el suelo acertó a dar en un lugar y se curó al instante. El viajero lo contó en la posada, y por la descripción entendieron que era el sitio donde san Oswaldo había caído muerto. Casualmente había una muchacha paralítica, la llevaron allá y quedó tan sana como el caballo.
       Todo lo relacionado con el santo rey se volvió terapéutico. Un trozo de pica, astillas de la cruz de Heavenfield, como también el musgo que crecía en ella, tierra del suelo donde los monjes lavaron los restos antes de enterrarlos…; todo eso los enfermos lo tocaban, o incluso se lo tragaban con ayuda de sorbos de agua.
       También fue costumbre fabricar ‘manos de San Oswaldo’, de cestería de mimbres, para vender a los peregrinos.

       ¿Qué se hizo de la mano incorrupta? Hasta la reforma de Enrique VIII estuvo primero en Bardney, luego en Gloucester, siempre en su teca preciosa y debajo del pabellón o estandarte regio de barras oro y gules, cuatro y cuatro, muy parecidas a las de Aragón.

       A partir de ahí, la historia se vuelve confusa, incluido algún robo pío. Parece que buena parte de las reliquias fue a parar a Flandes. Los hugonotes hicieron pira de todo. Algunas muestras quedarían, sin embargo, dispersas por Bélgica, Alemania, Portugal…