martes, 16 de octubre de 2018

El fraude como colaboración literaria


Al querido y doblemente amigo Thomson & Thompson,
cuya afición a todo lo que escribo me estimula a sacudir la pereza
para seguir con  estas fabulaciones; como dijo el Salmista:
Lingua mea calamus scribae velociter scribentis (Salmo 44).
Tabla y Actas del Capítulo General de Vitoria, 1694
El Catálogo del Archivo de Santa Clara de Medina de Pomar, creado por mi buena amiga Mª Rosa Ayerbe, incluye una ficha que me llamó la atención. Se refiere a un cuadernillo de 10 folios de papel, fechado en 10 de octubre de 1695 y sin firma, titulado: “Noticias genealógicas hechas por fray Francisco de Cavanço, … sobre las familias Porres y Medrano, señores de Agoncillo, desde 1390 a 1572” [1].
“¡Vaya, conque un genealogista!”, me dije. “Por fin, un fraile desinteresado que investiga por amor al arte.”
Picado de curiosidad, porque me costaba creerlo, solicité el cuaderno, lo hojeé, y saque la conclusión: «¡Ya me parecía…!»
Claro que me habría encantado dar con un cultivador puro de la noble ciencia genealógica. Las genealogías de Cavanzo parecían serias. Y tenían que serlo, porque cualquiera que lea el cuaderno verá que son, ¿cómo llamarlo?, genealogía ‘aplicada’. Y no tardará en convencerse de que este religioso no daba puntada sin hilo, con un objetivo muy claro: fray Francisco de Cavanzo era un cazador de herencias.
No se tome a mala parte. Cazar herencias ha sido un deporte elitista y noble, no al alcance de cualquier aficionado. En la Roma clásica, el matrimonio por interés, y en especial la fortuna por braguetazo a heredera rica, era cosa bien vista. El poeta Marcial, en un epigrama de reflexión a sí mismo, se recita la letanía de las cosas que, según él, hacen la vida más llevadera; y en la larga lista pone en primer lugar: “hacienda no parida con trabajo, sino heredada” (res non parta labore, sed relicta) [2].
Deporte incluso virtuoso (me atrevo a decir), practicado por y entre personas religiosas y devotas. Gracias a él, pequeñas o grandes fortunas, a pique de caer en manos pródigas y pecadoras, fueron arrebatadas de las uñas del Diablo para gastarse en obras pías.
¡Cuántas herencias lícitas se malograban para los conventos por no tener cada uno su fray Cavanzo, siempre al loro, a los “llamamientos” o proclamas de ingreso de las novicias; visitador asiduo de testamentarías, harto más provechosas que las bibliotecas. Además, él no era cazador furtivo, sino en coto propio, ya que el objeto de sus pesquisas no eran bienes ajenos, sino aquellos otros descuidados y medio abandonados, a los que su orden podía reclamar derecho.
Esta ocupación le permitía al fraile cierta movilidad, tan apetecida de muchos religiosos. Quédese la vida conventual –coro, refectorio, claustro, dormitorio– para los frailes del común. Los emprendedores, los enredadores o simplemente inquietos, pensaban (no sé si con razón) que en los conventos se bostezaba demasiado, se perdía mucho el tiempo, y para evitar el ocio ellos se buscaban la vida fuera, con mil argucias.
Los escritores ascéticos y los textos disciplinares abundan en la caricatura del fraile callejero, siempre de casa en casa de amigos devotos seglares, aquí almuerzo, allí meriendo y echamos la partidita de tresillo, mientras recojo chismes y les cuento chascarrillos, hasta la hora de dirigir el rosario en quince minutos, para luego volver en cuatro zancadas al convento, a completas y cenar. Olvidan esos censores que, a precio de dilatado y duro  purgatorio en la otra vida, estos disipados consiguieron para su orden lo que sin su industria no se hubiese obtenido, y a lo que luego nadie hacía ascos.
En todo caso, no era de ésos nuestro padre Cavanzo, frecuentador de archivos y notarías por toda su provincia franciscana, desde el Cantábrico al Ebro, en lo que podríamos llamar  ‘prospección genealógica de dineros’. Dineros para las monjas, en este caso.
Revisando la presencia de Cavanzo en este archivo, comprendí que con esta nueva vocación genealógica en realidad estaba devolviendo un favor a Santa Clara, y de forma especial a su Abadesa. Una abadesa indigente, por la rapacidad de su propia familia, que nunca cumplió lo estipulado. Doña Francisca Estefanía de Velasco y de la Cueva, hija de la condesa viuda de Siruela, con todo su golpe heráldico y su rica dote de 1.000 ducados, pero sólo virtuales, vivía de la caridad y limosna de las otras monjas pudientes.
Y aquí es donde acude Cavanzo, como quien se hace perdonar una pequeña bellaquería suya cometida un año atrás,  cuando se convirtió en falsario de documentos en favor propio. Queden, pues, las cuitas de la Abadesa y demás excursiones genealógicas del franciscano para mejor ocasión, porque hoy toca hablar de esa otra faceta suya menos digna.
La falsificación como reverso del plagio
La detección de fraudes documentarios desarrolló una ciencia Crítica, que en esencia viene a usar la misma herramienta lógica para detectar plagios, hoy tan de moda en el país. Pillar al mentiroso no es nada nuevo. «Antes que a un cojo», se decía; pero ojo con el cojo.
La archifamosa Donación de Constantino a San Pedro, invento del siglo VIII, y base de la pretensión de la Santa Sede a tener estado propio y poder temporal, ya fue denunciada en el siglo XV. Los denunciantes, Lorenzo Valla y Nicolás de Cusa, no fueros enemigos de la Iglesia ni lo que se dice anticlericales; eran personas del entorno del papa. El primero era un canónigo de la basílica pontificia de San Juan de Letrán, donde tiene sepulcro en lugar preferente; el segundo era cardenal, titular de la basílica de San Pedro ad Vincula, con monumento funerario cerca del Moisés de Miguel Ángel. Bien es verdad que sus denuncias no tuvieron efecto práctico alguno, ni estos eclesiásticos humanistas lo pretendieron [3].
Quien dio el gran paso adelante y redujo las pruebas dispersas a sistema científico fue dom Juan Mabillon (1632-1707), benedictino francés, en su obra maestra De re Diplomatica (1685; 2ª edic. del autor: 1709). Traigo este dato, porque Cavanzo, contemporáneo de Mabillón, perpetró su torpe fraude diplomático cuando ya se había publicado aquella obra. Lo que hace pensar que no la leyó. Porque vista del revés, la Diplomática también servía para mejorar la técnica del fraude, como la Lógica es la madrastra de todos los sofismas.
Pero veamos, ¿qué pretendía este buen hombre metiendo mano a documentos de archivo? Y no a papelitos cualesquiera, no: a los pergaminos  principales de la Casa:

1º. La Carta fundacional de Santa Clara de Medina de Pomar.
2º. Una Bula de Inocencio VI, sobre derechos fundacionales.
¿Con qué fin? En 1676, siendo ministro general de la orden fray Josefo Ximénez de Samaniego, los franciscanos tuvieron capítulo general en Roma [4]. Allí se trató sobre el derecho a sufragio en los capítulos provinciales, donde los frailes ‘vicarios de monjas’ a veces arrasaban.
La figura del Vicario de Monjas en la Orden Seráfica, según tiempos y lugares, es un jardín que no invadiré. Sólo para entendernos, yo diría que era algo parecido a hoy en España un  delegado del gobierno en una comunidad autónoma. Por si acaso, consulto a una autoridad en la materia, el franciscano portugués fray Manoel Rodrigues (1545-1613), y respiro, no iba yo tan descaminado: los tales vicarios no tenían poder en el fuero externo y su status databa de 1437, fecha de un decreto del papa Eugenio II [5]. Junto con los visitadores, los vicarios de monjas eran agentes  del control de la orden franciscana ‘primera’, la masculina, sobre la ‘segunda’, los monjas de clausura. Cargo de supervisión, que extrañamente iba unido al de confesor oficial obligatorio de la comunidad, lo que se entiende menos, en sacramento tan delicado, secreto y libre por su naturaleza.
Ni que decir que el vicario vivía a expensas de sus monjas. Éstas le pagaban sus servicios con un subsidio en dinero, más buen alojamiento y acomodo, y competían por mantenerlo  a pedir de boca, vestirle con estameña de primera calidad, sandalias finas. Por si fuera poco, el reverendo vicario, como para dar prestigio al monasterio femenino (que ya lo tenía sobrado de por sí), se rodeaba de frailes subalternos en número creciente, hasta donde alcanzaba la miel de las abejas para tanto zángano.
Hasta 1676 los vicarios de monjas se atribuían derecho de sufragio. Lo cual habría sido razonable si ellos lo ejercieran en representación de las monjas, cuya presencia no se contemplaba en los capítulos de esta orden, ni de las otras en general. Lo malo es que no era así, y cada vicario sólo se representaba a sí mismo y sus intereses personales. Pues bien, aquel año se acordó limitarles el voto a la condición de tener el Vicario de monjas a lo menos seis frailes bajo su férula.
Era un modo drástico de reducir el desmadre de votantes, dado que pocos conventos femeninos podían permitirse mantener hasta media docena extra de frailes capellanes, confesores, predicadores, amén del vicario. El de Santa Clara de Medina nunca tuvo más de dos a su órdenes, para atender a las religiosas. Por tanto perdió el derecho a voto.
En 1676 fray Cavanzo no era vicario de Santa Clara, sino secretario provincial de Cantabria (1674-1677), lo que indica cierta personalidad, y por supuesto con derecho de sufragio. Así que por entonces no le afectaba el problema. La cosa cambió para él cuando le nombraron vicario con mando en esta plaza, víctima de aquella exclusión romana que, bien se ve, no le hizo ninguna gracia. El capítulo provincial no podía darse el lujo de prescindir de su voto.
Iglesia  de San Francisco de Vitoria, demolida en 1930
A todo esto, se anunció Capítulo General de la orden para 1694, a celebrar en Vitoria, en la Vigilia de Pentecostés. Para Cavanzo, el día de su revancha. Lo que un capítulo quitó al vicario de Medina, otro lo podía reponer, eso sí, con pruebas al canto. Y al no existir tales pruebas, no tuvo más remedio que fabricarlas. ¿Cómo? Cavanzo sabía que contra la decisión de todo un capítulo general los argumentos más sólidos eran los derivados del contrato fundacional de la Casa. Pero al mismo tiempo no era tan estúpido para meter mano en los pergaminos originales. No tenía los medios para hacerlo, ni la técnica, ni siquiera la intención, porque seguramente no habría funcionado. Su procedimiento fue más sencillo, y le funcionó.
Primeramente se hizo sacar del Archivo la Carta de Fundación –un pergamino venerable de 1313–, así como un par de bulas de Inocencio VI, también en pergamino de 1355, y se estudió los diplomas a fondo. Acto seguido hizo uso de los buenos oficios de dos hombres de su confianza. Gabriel López de Para, escribano medinés, se encargaría de sacar copia ‘auténtica’ de la Carta, seguramente al dictado del fraile. Esta fue la parte más sencilla. Los documentos papales tenían mayor dificultad, pero ahí estaba el licenciado don Domingo de Escalante, cura de la villa, que era notario apostólico. Estos dos completaron el trío de botarates para fabricar las pruebas a fe de notario y escribano, que allá se iban.
Todo consistió, pues, en sacar las copias al dictado de Cavanzo, poniendo y quitando palabras y frases según convenía a su propósito. Por eso he llamado a este género de mixtificación de documentos, ‘colaboración literaria’ con sus autores. Más meritoria que el plagio. Porque si uno plagia, por ejemplo, en su tesis doctoral, fagocita el trabajo ajeno. Todo lo contrario de fray Cavanzo, que metía de lo suyo todo, menos la pata; o al menos eso procuraba.
Para hacernos una idea, veamos lo que nuestro vicario hace decir al matrimonio fundador de Santa Clara, en la copia ‘auténtica’ de su Carta (en cursiva, las interpolaciones del falsario):
Otrosí pedimos al General [y] al Provincial de la Provincia de Castilla, reciban esta fundación y nombren al confesor y capellanes compañeros, para que asistan a las sobredichas dueñas, según que pueda agradar a Dios. Y los dos capellanes compañeros obedezcan al confesor, y el confesor al padre provincial... elegidos en capítulo, y pedimos vote en él, etc.
Este parrafito es un ejemplo ‘de libro’ para detectar una trufa. Aunque Cavanzo no se atrevió a poner aquí la palabra ‘vicario’, respetando ‘confesor’ como equivalente,  sólo a un falsario –y más bien de los mediocres, tirando a malos– se le ocurre meter en la cabeza de los fundadores semejante preocupación por que el confesor de Santa Clara tenga voto perpetuo en capítulo. Sólo le faltó añadir, «aunque no llegue a seis el número de los compañeros», y lo habría bordado [6].
La inocentada del papa Inocencio
Inocencio VI, por Andrea di Bonaiuto (1365)
Florencia, Sta. Maria Novella
Capellone de los Españoles
En la lucha fratricida entre familias franciscanas en el siglo XIV –conventuales contra observantes, y todos a una contra los espirituales rigoristas, los llamados celantes–, Inocencio VI (1352-1362) favoreció la obsevancia moderada y persiguió a los celantes a muerte. Recordemos la situación, reflejada como nudo argumental de El nombre de la Rosa.
De las bulas de este papa en favor del monasterio, una en particular es privilegio personal y vitalicio a dos señoras, como hijas de los fundadores.  Doña María era monja, y su hermana mayor doña Elvira Álvarez vivía retirada aquí, como viuda del almirante sevillano-gallego Alonso Jofre Tenorio. Sólo para situar a este matrimonio: fueron los padres putativos de don Juan Tenorio, el ‘Burlador de Sevilla’, según estudiosos del gran mito literario [7].
Por la bula Benigne [8], las dos hermanas enclaustradas obtenían la facultad de proponer o designar ellas a los visitadores, confesores y capellanes franciscanos al servicio de las monjas. A la muerte de ambas, ese facultad revertiría a los superiores de la orden. El diploma es una de las joyas del Archivo. Pues bien, este fue el otro documento que Cavanzo amañó por mano del licenciado Escalante. No hay más que comparar el original con la copia en papel que sacaron. Un documento que quedó marcado para siempre en el Archivo como “la Bula del Voto de los Vicarios de Santa Clara”.
Aquí la maniobra resultó más compleja que la de la Carta, pues además de poner lo que quisieron también afeitaron lo que a su juicio podría levantar sospecha. No entro aquí en detalles, y baste con decir que si el término ‘confesor’ se repite tanto como ‘visitador’, lo de ‘vicario’ no figura ni una sola vez, como era lógico. En consecuencia, los falsarios omitieron cuanto pudieron la referencia al ‘visitador’, pero sin atreverse a introducir lo de ‘vicario’. Eso sí, aprovechan una referencia auténtica al capítulo Provincial para meter de su cosecha:
«en el cual también los confesores de dicho Monasterio gocen a perpetuidad de voto en las elecciones…»
Como falsificación, no es ninguna maravilla. Tienen distracciones, como llamar al difunto almirante Manfredo, en vez de Gaufredo (Jofre), o llamar en latín confessarios a los confessores, pero sobre todo cambiar el original zelatores  (celadores) por cellantes (celantes). Esto último era de una torpeza garrafal, pues los ‘celantes’ franciscanos fueron siempre la diana de las iras del papa Inocencio.
Aquí podría dar por terminado mi compromiso de destapar la fazaña de Cavanzo. Pero metidos en harina, conozcamos mejor el perfil del individuo. Si como falsario de documentos públicos no es posible recomendarlo, vamos a reconocerle otra habilidad no menos importante a los efectos.
La importancia de las formas
Cavanzo no era zote, y aunque sólo fuese por su experiencia como secretario provincial, sabía que los deseos de un fraile son más fáciles de lograr cuando no se nota que los pide para sí. Disfrazando, pues, su interés propio como honra debida al Monasterio de Santa Clara, su cartapacio al Capítulo Victoriense llevaba como preludio una carta al padre Ministro General y Capítulo, donde la Abadesa y Comunidad de monjas
Pide y suplica humildemente se dignen de justicia, gracia o equidad, sea restituido el Vicario a la voz activa y pasiva en los capítulos provinciales de esta provincia de Cantabria =
Y para la justificación de su pretensión, presenta ante V. RRmas.:
      Testimonios auténticos de la fundación del Convento;
      De dos breues de la Santidad de Inocencio 6º =
      Un informe facti & iuris.
Por los cuales instrumentos se manifiestan muy por menor las razones y fundamentos en que firma esta humilde súplica =
Esta sí que fue jugada magistral, pues poniendo a Santa Clara de tapadera se cerraba la posibilidad de que la pretensión del vicario fuese derecha al cesto de los papeles. Así, cuando los capitulares de Vitoria abrieron el paquete, le ‘miraron las tripas’ (como se decía), y las dieron por sanas y buenas. De ese modo, uno de los ‘estatutos victorienses’ de aquel «celebérrimo Capítulo» [9] muestra, una vez más, cómo audaces Fortuna iuvat. El valiente Cavanzo se había salido con la suya [10].
Por lo que se ve, los padres capitulares, sorprendidos en su buena fe, tampoco se habían leído su Mabillón; porque esa lectura les habría advertido que cuando un documento habla de títulos o cargos anacrónicos, seguro que es falso o interpolado. Entre los 289 capitulares con sufragio –la crema de la orden–, algunos debían saber que en el siglo XIV la figura del Vicario de monjas en Medina sencillamente no existía, y la pretensión de Cavanzo, por muy ‘a fe de escribanos’, invitaba al cotejo con los diplomas originales.
La seráfica Provincia de Cantabria goza de una buena historia, obra del padre fray Ángel Uribe [11]. En ella se habla del caso del Vicario de Medina, que el autor conoce por las Actas impresas del capítulo vitoriano, pero sin relacionarlo con Cavanzo ni con su fraude, porque por alguna razón Uribe no consultó para esto, ni para nada, el rico archivo de nuestras clarisas. De haberlo consultado, sabría que aun existiendo en Medina de Pomar el desaparecido convento de San Francisco, los primeros capellanes de Santa Clara no fueron frailes franciscanos, y mucho menos vicarios de monjas, sino clérigos de la villa.
¡Ah, los clérigos de la Villa…!
Por supuesto, de nada habría servido la petición monjil, sin un buen aparato notarial en el dosier. La pieza más delicada era la bula del papa Eugenio dirigida a la madre y la tía de Don Juan Tenorio. Cualquier cosa, antes que mover sospecha en los capitulares. Para ello, nuestro Cavanzo hizo el ‘más difícil todavía’, si realmente en la Medina del siglo XVII lo era juntar a cuatro notarios apostólicos –dos o tres de ellos clérigos–, para firmar falso testimonio en favor de un particular. Increíble, pero cierto. El ‘fiel traslado’ del pergamino al papel viene autorizado por estas líneas:

Concuerda esta Bula con su original, que para efecto de copiarla me entregó originalmente su Señoría la señora doña Teresa de Velasco y Tobar, abadesa del convento de Santa Clara…,  a quien se le bolví a entregar, y de cuyo pedimiento yo, el licenciado don Domingo Fernández de Escalante, cura y beneficiado de las iglesias unidas de dicha villa, y notario público apostólico por autoridad Apostólica, le hice sacar y escribir; y en fee de ello lo signé y firmé = en 24 de mayo de 1694.

(Signa y Firma:)
En testimonio + de verdad.  Licdo. Domingo Fdez. de Escalante, notario apostólico

Nos los notarios que aquí signamos e firmamos, certificamos, damos fee: Que el  licenciado don Domingo Fernández des Calante [de Escalante], de quien va signado y firmado el despacho de arriba, es tal Notario Camere in Chartula, fiel y legal y de toda confianza, y a todos los escritos que en ante el susodicho han pasado y pasan siempre se les ha dado y da entera fe y crédito, en juicio y fuera de él. Y para que conste, de su pedimiento damos la presente en esta dicha villa de Medina de Pomar, a 24 del mes de mayo de 1694 años.

En testimonio + de verdad.   El Licdo. Thomás de Regúlez, notº. apostólico
En testimonio + de verdad.   El Licdo. Antonio del Palazio, notº. apostólico
En testimonio + de verdad.   Pedro Fdez. del Prado, notº apostólico


Amigo TH&Th, lo dicho baste para dar idea de lo duro y difícil que era el oficio de trápala. Riesgos aparte, pedía gran cultura, sentido histórico, audacia a toda prueba, inmunidad a los escrúpulos, notarios infieles amigos o comprados y, en fin, memoria de elefante: mendacem memorem esse opportet, que dijo uno de Calahorra.
Y aunque abrigo la certeza de que usted da fe a mi palabra, por lo menos tanto como aquellos apostólicos varones de Medina unos a otros, y todos a la de fray Cavanzo, con todo y visto lo visto, no estará de más seguir el proverbio que dice, “entre amigos, con verlo basta». Pues aquí le va un par de evidencias gráficas del desaguisado. Póngase las gafas de leer latín, y compare usted mismo la bula auténtica con su copia igualmente auténtica, a fe de escribanos y notarios apostólicos. Cuatro por lo menos, para una villa tan pequeña como Medina. ¡Cualquiera les colaba aquí una bula falsa…!
Pergamino original de la Bula de Inocencio IV
Copia en papel autorizada por cuatro notarios apostólicos de Medina de Pomar
y presentada por fray Francisco Cavanzo al Capítulo General de Vitoria 
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[1] Sig.: 83.10. Cavanzo o Cabanzo, en el siglo XVII daba lo mismo. Ambas grafías coexisten en la guía telefónica de Cantabria, aunque el topónimo se ha decantado por la b: Cabanzo es hoy un barrio del hermoso municipio de Noja. En el Archivo de Santa Clara se leen las formas antiguas Cabanço, Cavanço, aunque el
Catálogo, curiosamente, no trae ninguna de las cuatro formas, prefiriendo Cavanco, Cabanza, Cavanca y Cavancos. En el Índice antroponímico: “CABANZA,  fray Francisco de” y “CAVANCA o CAVANZOS, fray Francisco de”) .
[2] Epigramas, 10, 45, v. 3.
[3] El tema de la falsa Donación ya se tocó en este blog a principio de año,  Navidades para Europa (02/01/2018), y alguna otra vez.
[4] Fray Josefo Ximénez de Samaniego es conocido como valedor de las fabulaciones de la monja franciscana concepcionista sor María de Ágreda en su Mística Ciudad de Dios. En esta obra de la abadesa amiga del rey Felipe IV la ficción literaria se reviste de revelación sobre la vida de María, la madre de Jesucristo.
[5] Cfr. Manuel Rodrigues, Emanuelis Roderici Lusitani, Quaestiones Regulares et Canonicae enucleatae sive Resolutiones Quaestionum Regularium ad Compendii formam redactae. Lyon, J. Cardon, 1630. Resol. 139 (De Vicariis), pág. 974-975; Summa de casos de consciencia. Salamanca, Juan Fernández, 1596; tomo 2, págs. 121-122.
[6] Tan burdo era el matute, que ya un revisor dieciochesco lo subrayó, anotando al margen: Esta cláusula rayada es supuesta y falsa, por no hallarse en la fundación.
[7] Cfr. Irene Ortiz Rosado, “De El Burlador de Sevilla al Don Juan de Molière. Estudio comparativo de fuentes textuales” (TFM, Univ. Complutense), 2014, págs. 5-17. Ya comenté que los esposos, señores de Moguer, tienen mausoleo familiar en la iglesia de su fundación de Santa Clara de Moguer.
[8] Aviñón, 28 de enero 1354. Perg. 26, en el Catálogo de Ayerbe, pág. 33. donde dice por error 26 de enero, lo mismo que en otras varias bulas de igual data: V kal. Febr., Pontif. n. A. II.
[9] ‘Celebérrimo’ Capítulo. Yo también piqué, pensando en todo un acontecimiento en Vitoria. Pura broma: todos los capítulos generales de la Orden seráfica en aquel siglo eran por definición ‘celebérrimos’, véanse sus publicaciones impresas.
[11] Á. Uribe, La provincia franciscana de Cantabria. Tomo I. El franciscanismo vasco-cantabro desde sus orígenes hasta el año 1551. Aranzazu: Ed. Franciscana, 1988. Tomo II. Su constitución y desarrollo. Ibíd., 1996.


(Esta entrada se reproduce también en ‘Las Centurias de Santa Clara’)