lunes, 18 de noviembre de 2013

A la política por la espeleología (3)

Culturas en contraste

[Toda utopía es un ensayo de sociología experimental. El investigador, en vez de teorizar su sistema, lo ‘pone a prueba’. Pero lo hace en un experimento imaginario. Esa es la gran ventaja de la utopía, si se la compara con un manifiesto reformista o revolucionario, o con los programas y proclamas de los partidos políticos.
Hay utopías que trabajan con seres humanos, y éstas serían las más indicadas para estudiar las posibilidades de reforma social de nuestra especie, las raíces de las diferencias culturales y los caminos hacia mayor prosperidad o hacia la barbarie autodestructiva.
Otras utopías tratan de alienígenas no humanos. Su análisis sociológico puede ir más lejos que el de las utopías humanas; por ejemplo, relacionando las propiedades positivas y negativas del ser sociable, con sus posibilidades de desarrollo o regresión  cultural.  
La utopía de Holberg  en su primera parte, situada en el planeta subterráneo Nazar, con su Principado de Potu, constituido por seres arboriformes semovientes e inteligentes, a primera vista pertenecería al género ‘no humano’.
Sin embargo, en el Viaje de Klim, la cultura del planeta Nazar es similar a la nuestra. De hecho, los propios habitantes son esencialmente humanos, por más que se revistan de rara apariencia. Discurren como nosotros, con nuestra misma lógica, para llegar a conclusiones diferentes o contrarias. De ahí el efecto cómico de su alteridad, subordinado al análisis sociológico comparativo.
La idea de Holberg es como que hubiese unos principios naturales universales y generales, aplicables a cualquier sociedad propiamente tal. De esos principios, los más importantes son los que relacionan las posibilidades y limitaciones individuales con las estrategias para optimizar el rendimiento de la máquina social.
Entran aquí, como notas negativas: limitación de la libertad e iniciativa personal, utilitarismo craso, infantilismo individual y colectivo. En lo positivo: rectitud, objetividad, conservación.
Pero la novela utópica –otra ventaja sobre la literatura de los partidos políticos– procura instruir deleitando. Lo hace en el Siglo de las Luces (al que pertenece Holberg) como literatura de evasión, risa o miedo. Incluso como ‘sueño de la razón’, cuyos monstruos –y diga lo que quiera don Francisco de Goya– no son necesariamente de pesadilla.]

IV. La ciudad de Keba
En aquel mi primer curso de aprendizaje, mi hospedador me llevaba a recorrer la ciudad, por mostrarme lo más curioso y notable de ella. Caminábamos sin estorbo, y lo que más me sorprendía, sin llamar la atención de los habitantes: al revés de aquí entre nosotros, donde cualquier cosa que se salga de lo común atrae corrillos. La gente de aquel planeta no es curiosa, y sólo prestan atención a cosas de fuste.
La ciudad se llama Keba, segunda en importancia del reino de Potu. Sus habitantes son tan graves y prudentes, que allí cada ciudadano diríase un concejal.
Excelente residencia para ancianos [*].  En ningún otro sitio se honra tanto la edad y ancianidad, no sólo escuchada, sino obedecida.

[*]   Expresión tomada de Cicerón, que la aplicó a los espartanos, muy considerados para con su gente mayor (Sobre la Ley Agraria, 2, 35). Recordemos, antes (cap. 2) el reino de Potu recibió el epíteto de «esta Esparta», lo que plantea un paralelo antitético: Atenas/Europa vs. Esparta/Potu.

Diversiones y espectáculos: Discutir como deporte
Por eso me maravilló que gente tan mesurada y sobria fuese tan aficionada a certámenes burlescos, comedias y espectáculos, cosas poco compatibles con su seriedad. Al notarlo mi patrón me dijo: «en todo nuestro principado se alternan lo serio y lo jocoso»:
Con nuestro humor Jovial rompemos al triste Saturno (Persio).
[ ... ]
No sin disgusto, observo cómo los espectáculos y comedias incluían ejercicios disputatorios. En determinadas fechas cada año, hechas las apuestas, depositadas las fianzas,  fijados los premios, salían a la palestra, en vez de gladiadores, parejas de disputadores, casi con las mismas reglas que entre nosotros rigen las peleas de gallos o de fieras semejantes.
Los ricos acostumbraban mantener disputadores, como en nuestro mundo los perros de caza, entrenándolos en el arte disputatoria (o dialéctica), para tenerlos en forma y labia  para los certámenes anuales.
Así un potentado llamado Henoc, en espacio de tres años hizo una fortuna, por valor de 4000 ricatus, sólo de los trofeos de un disputador que mantenía a dicho fin. Más de una vez el amo recibió ofertas enormes de otros dedicados al mismo negocio, claro que él se negaba a vender un tesoro que cada año le producía tal renta. Dotado de locuacidad admirable, el tal disputador destruía y construía, hacía lo cuadrado redondo, restallaba el látigo de los silogismos y trucos dialécticos, y a golpe de ‘distingo, subsumo, limito’, lo mismo se zafaba del oponente que lo reducía a silencio.
Un par de veces asistí a semejantes espectáculos, con aburrimiento mortal. Me parecía un sacrilegio y falta de respeto convertir  ejercicios tan augustos, ornato de nuestros gimnasios, en sainetes. Sólo de recordar las tres veces que yo disputé con aplauso cerrado del público, y cómo aquello me valió la láurea, se me saltaban las lágrimas.
Pero es que, además, no era tanto el acto en sí , sino el modo de disputar, lo que me revolvía el estómago. Pues intervenían ciertos animadores contratados, los que llamaban cabalcos, que si veían desfallecer el ímpetu de los disputadores, les pinchaban los costados con punzones para recalentarles y avivarles las fuerzas. Callo otras cosas que me da pudor recordarlas, y que yo censuraba en gente tan civilizada.
A más de dichos disputadores, que los subterráneos llaman masbakos, es decir, ‘polemistas actores’, había otras luchas entre cuadrúpedos tanto fieros como mansos, así como aves ferocísimas, que se exhibián como espectáculo de pago.
Preguntaba al patrón, cómo era posible, que gente tan juiciosa redujera a juegos de circo unos ejercicios tan nobles, que desarrollan la elocuencia, descubren la verdad y aguzan el ingenio. Me respondió que antiguamente, en siglos bárbaros, aquellos certámenes se apreciaban mucho, pero cuando aprendieron por experiencia que las disputas más bien ahogan la verdad, vuelven procaz a la juventud, con resultado de alborotos, y es como poner grilletes a los estudios sólidos, dichos ejercicios pasaron de las academias a los circos. El efecto probó que con silencio, lectura y meditación, los aprendices se hacían más pronto maestros. Respuesta especiosa, pero que no acabó de convencerme.
Una promoción de grado
Había en la ciudad una Academia o Gimnasio donde enseñaban bastante bien y con rigor las Artes liberales. Al auditorio de dicha escuela me llevó mi patrón un día especial, en que se creaba un madic o Doctor en Filosofía. El acto se celebró sin ninguna ceremonia, salvo que el candidato disertó docta y elegantemente sobre cierto problema físico. Concluido el ejercicio, los presidentes del gimnasio le inscribieron sin más en el álbum de los licenciados, con derecho a enseñar en público.
Me pregunta el patrón si aquel acto había sido de mi gusto. Le respondí que lo veía muy a palo seco, al lado de nuestras promociones. Le explico cómo se suelen crear entre nosotros los maestros y doctores, a saber, previos piques disputatorios. Aquí mi hombre arruga la frente y me pregunta cómo eran las tales disputaciones, o en qué diferían de las subterráneas. Mi respuesta fue, que normalmente tratan de temas muy doctos y curiosos, en especial sobre costumbres, lenguas y vestidos de dos pueblos antiguos, los más florecientes que hubo en Europa; y le hice saber que yo mismo, en tres disputaciones eruditas, había comentado sobre el calzado de dichas gentes.
La carcajada que soltó hizo retumbar toda la casa. Sobresaltada por el estrépito acude volando su mujer, a qué tanta risa. Yo estaba tan irritado que no me digné responder, pareciéndome impropio que cosas tan graves y serias se tomasen a burla y chacota. Al fin hubo de ser el marido quien la informó del asunto, lo que la hizo reír igualmente. En breve corrió la noticia, siendo el hazmerreír de toda la ciudad. La señora de un concejal, mujer de risa fácil, cuando se lo contaron por poco echa las tripas a carcajadas. Y como quiera que de allí a poco le dio una fiebre y se murió, el desenlace se achacó a la risa, que le había sacudido en exceso los pulmones. Menos mal, no hubo pruebas concluyentes sobre la verdadera causa de la muerte, sólo habladurías.
Funerales, exequias y discursos fúnebres
Tratábase por lo demás de una matrona ilustre y valiente madre de familia, pues ostentaba siete ramas, cosa rara en su sexo. El sepelio tuvo lugar a altas horas de la noche, en un campo extra muros, vistiendo la difunta la misma ropa con que la hallaron muerta. Está legislado que a nadie se entierre en la ciudad, pues creen que los efluvios cadavéricos contaminan el aire. Como también está provisto que los funerales se hagan sin séquito notable ni mortaja espléndida, que luego va a ser pasto de gusanos. Todo lo cual me pareció bastante razonable.
Igual que nosotros, tienen ellos sus exequias parentales, con oraciones fúnebres; pero éstas se reducen a una exhortación a bien vivir, representando al auditorio la imagen de la mortalidad. A ellas han de asistir censores que tomen nota, si el orador se queda corto o se pasa en recordar los méritos del muerto. De ahí que los oradores subterráneos sean parcísimos en elogios, pues alabar en demasía está penado.
Estima de la agricultura
No mucho después, asistiendo a uno de estos funerales, pregunté a mi patrón qué tal persona fue el difunto. Me dijo que era un labrador, fallecido por el camino cuando se dirigía a la ciudad. Fue mi turno de reírme a gusto, como los subterráneos se habían reído a mi cuenta, y les devolví los dardos que habían lanzado contra nosotros europeos:
– «Pues qué, los bueyes y los toros, compañeros y conmilitones de los campesinos, ¿no hay también para ellos elogio público? Después de todo, como materia oratoria, su trabajo allá se va con el de los del azadón.»
Pero el patrón me ordenó templar la risa, porque en estas tierras los agricultores merecen todos los honores, por la distinción de su servicio, pues no hay profesión más honorable aquí que la agricultura. A cualquier rústico honrado y buen padre de familia se le saluda como alimentador y padrino de las gentes de ciudad. Y es tanto el respeto, que cuando a principio de otoño o més de la Palma, los labriegos con número ingente de carretas cargadas de grano se dirigen a la ciudad,  salen a recibirles afuera de las puertas las autoridades, y con trompetería a toda orquesta son introducidos en triunfo.
Aquel relato me dejó estupefacto, acordándome de la suerte de nuestro campesinos, gimiendo bajo fea servidumbre, cuyas tareas juzgamos sórdidas y viles, comparadas con las demás artes que sirven al placer: cocineros, sastres, perfumistas, bailarines etc. Todo esto se lo conté poco después a mi hospedador, bajo palabra de secreto, no fueran los subterràneos a formarse juicio demasiado desfavorable de los humanos. Así lo prometió, mientras me hacía acompañarle a un auditorio donde se iba a pronunciar una oración fúnebre.
Confieso no haber oído jamás nada más sólido, más veraz e inmune de toda especie de adulación. Una parentación modélica, a mi ver. Comenzó el orador pasando revista a las virtudes del difunto, enumerando luego sus defectos y puntos débiles, avisando a los oyentes que se guardaran de éstos.
Por meterse en Teología
De vuelta del sermón, nos topamos con un reo custodiado por tres guardias. El cual acababa de sufrir, por sentencia del juez, la ‘pena del brazo’ (como llaman al corte de vena), para llevarle luego al hospital público.
Pregunto el porqué de la condena, y me responden que había disputado en público sobre los atributos y la esencia de Dios: cosa prohibida en aquellas tierras, donde semejantes disputas curiosas se consideran tan temerarias y estúpidas, que no caben en cabeza sana. Por eso, a los tales disputadores sutiles les tienen por locos, y tras la flebotomía los encierran en la cárcel pública hasta que se les pasa el delirio.
Yo dije para mis adentros: – «¡Pues vaya! ¿qué harían aquí con nuestros teólogos? los que cada día vemos riñendo a cuenta de la calidad y atributos de la Divinidad, de la naturaleza de los espíritus y demás misterios por el estilo. ¿Qué suerte correrían nuestros metafísicos, orgullosos de sus estudios trascendentales, que se creen saber más que el vulgo y hasta casi dioses? A fe que aquí, en vez de los laureles, birretes y corros doctorales con que les distinguimos en nuestras tierras, su destino sería el calabozo o el manicomio.»
Esto y mucho más fui notando durante mi aprendizaje, cosas a cuál más extraña para mí. Llega al fin el momento fijado por el Rey para despedirme del Gimnasio para pasar con mi diploma a la Corte. Yo me prometía notas excelentes y bolas todas blancas, fiado tanto en mis propios méritos, cuando aprendí la lengua subterránea más pronto de lo esperado, como en el apoyo de mi patrón y la decantada integridad de los jueces.
Un diploma poco lucido
Por último, recibo el diploma. Lo abro temblando de gozo, ávido de leer mis alabanzas y por ahí conocer mi futuro destino. Mas lo que leí fue de montar en cólera y hundirme  en la desesperación. He aquí el tenor de la Carta comendaticia:
«Obedeciendo el mandato de Vuestra Serenidad, instruido solícitamente en nuestro Gimnasio, licenciamos al animal llegado no hace mucho a nosotros de otro orbe, y que se llama hombre.
Examinado a fondo su ingenio y exploradas sus costumbres, le hemos hallado bastante dócil y de percepción agilísima, pero de juicio tan sesgado, que por su precocidad excesiva apenas tiene entrada entre las criaturas racionales, ni se le puede admitir a oficio alguno de cierta importancia.
No obstante, como en agilidad de pies nos supera a todos nosotros, podría desempeñar a la perfección el cargo de correo real.
Dado en el Seminario de Keba, el mes del Espino, por los de Vuestra Serenidad servidores humildísimos,
Nehec. Iochtan. Rapasi. Chilac.»
Lloroso me dirijo a mi hospedador, rogándole muy humildemente que interponga su autoridad para exigir a los karattis un certificado más benévolo; incluso mostrándoles el mío académico, donde se me declara ciudadano capaz y sobresaliente. Replica que bien estaba allá para nuestro mundo, donde posiblemente cuenta más la sombra que el cuerpo, la corteza que el meollo. Pero eso aquí no vale, donde van siempre al fondo de las cosas. Me exhortó, pues, a conformarme con mi suerte. Máxime siendo el certificado irrescindible e inmutable, pues no hay aquí delito más grave que la exageración de méritos.  [...]
El mismo patrón se sinceró conmigo, confesándome que desde muy pronto tuvo constancia de mi debilidad mental, pues viéndo mi memorión y comprensión rápida, al punto cayó en la cuenta de no ser yo ningún árbol del que se pudiese sacar un Mercurio [**]; y que con tal carencia de sentido común no haría gran carrera. [...]
[**] Alusión al refrán, «no de cualquier leño se saca un Mercurio» (recogido por Erasmo y otros refraneros).
[ … ]
Viaje a la Corte
Me pongo, pues, en camino, en compañía de unos cuantos arbolillos salidos como yo del seminario, con destino a la Corte. Guiaba la comitiva un anciano del número de los karattis o supervisores, que por andar mal de los pies a causa de la edad viajaba montado en un buey. Aquí la gente no usa vehículos, salvo privilegio de viejos decrépitos o de enfermos. Y eso que los habitantes de este planeta tendrían más excusa que nosotros, por su torpe y lento andar.
Recuerdo una vez, describiéndoles yo nuestros medios de transporte, caballos, tiros de carros, y los coches que nos llevan por la ciudad apretujados como paquetes, los subterráneos se sonrieron, sobre todo al oírme que no es costumbre visitar un vecino a otro, si no es metido en carricoche tirado por dos cuadrúpedos briosísimos a través de callejas y plazas.
Dada la lentitud que aqueja a estos árboles racionales, aunque Keba dista de la capital apenas cuatro millas, el viaje nos llevó tres jornadas. De haber ido yo sólo, en una lo habría despachado. Yo estaba ufano de mis pies mucho mejores que los subterráneos, pero a la vez me dolía que esa ventaja me relegase a un servicio tan vil y abyecto.
– «Cuánto más quisiera, dije, tener tan malos pies como los subterráneos, si ello me librara de aquel destino innoble.»
Al oírlo nuestro guía responde:
– «Si la naturaleza no hubiese compensado con esa ventaja tuya corporal tu falta de talento, aquí todos te tendríamos por un fardo inútil. La rapidez de comprensión sólo te alcanza la corteza de las cosas, no su núcleo, y con sólo ese par de ramas, para cualquier trabajo manual vales mucho menos que los subterráneos.»
Oído esto, di gracias a Dios por la ventaja de mis pies, pues sin esta virtud apenas tendría cabida entre las criaturas racionales.
[...]
Recorrimos muchas y hermosas aldeas, tan seguidas que dan la impresión de un suburbio de nunca acabar, siempre lo mismo.
Una poqueña molestia del viaje eran los asaltos de ciertos monos salvajes errantes a cada paso por los caminos; los cuales, por la semejanza de forma, creyéndome de la familia, no paraban de saltarme encima a pellizcarme. Fui incapaz de dominar mi enfado, sobre todo al ver que la escena daba de qué reír a los árboles. Porque por orden del Rey, me llevaban a la corte en el mismo avío que traje a este planeta, incluido el garfio en la diestra, pues deseaba ver cómo nos vestimos. Bien me vino entonces el garfio para intentar espantar a los monos, aunque en vano, pues si unos huían otros les sucedían en mayor número, de modo que en todo momento me vi obligado a hacer papel de combatiente.


V. En la Corte de Potu
Llegamos finalmente a la Ciudad Real de Potu. Magnífica y hermosa. Los edificios más amplios que los de Keba, las calles más anchas y cómodas.
Nuestro primer destino fue la plaza mayor, poblada de mercaderes y artesanos, rodeada de tiendas por todos lados.
Propuesta de nuevas leyes: un deporte de riesgo
Atónito quedé viendo en medio de la plaza un reo de pie, metido el cuello en un lazo, en medio de un gran corro de áboles gravísimos. Pregunto de qué se trata, y por qué delito le van a ahorcar, empezando porque en aquellas tierras no existe la pena capital. Me responden que era un innovador (Project-Macher, un ‘proyectista’), que había aconsejado abrogar no sé qué vieja costumbre, y que los del corro eran jurisconsultos y senadores, dispuesto a examinar, como se hace siempre, aquella propuesta nueva. Si resultaba bien razonada y de provecho a la república, el reo no sólo saldría absuelto, sino remunerado. Si por el contrario era dañoso al común, o si el innovador tramaba el cambio legal en provecho propio, le partirían el cuello en la horca como a perturbador de la cosa pública.
Esta es la causa de que pocos se la jueguen a eso ni se atrevan a aconsejar la abolición de un ley, a menos que la cosa sea tan clara que no deje lugar a dudas [*].
[*] En esto los potuanos coincidían con la constitución de Carondas a los Locrenses: el proponente de una ley nueva se jugaba la cabeza, según Diodoro Sículo (v. también Demóstenes, Contra Timócrates).
[...]
Por último se nos introduce a una casa espaciosa, donde se recibe a los que salen de los seminarios de todo el reino. De dicha casa salen para comparecer ante el Rey. Nuestro guía o karatti nos manda estar preparados, mientras él va a anunciar al Rey nuestra llegada.
No bien había salido, hiere nuestros oídos un clamoreo como de vítores, seguido de música de flautas y estrépito de tambores. Incitados por el ruido salimos afuera y vemos a cierto árbol que avanza con acompañamiento grandioso, coronada la cabeza con diadema de flores. Al punto se vio que era el mismo ciudadamos que habíamos visto con la soga al cuello en la plaza. La causa de la ovación era haberse aprobado su ley, propuesta a riesgo capital.
Con qué argumentos había impugnado la ley vieja, eso nunca lo supe ni jamás vino a mi conocimiento, por no hablar de ello los habitantes. De ahí que nada, ni lo más insignificante tocante al estado público, o que se ventila en el senado, absolutamente nada trasciende al pueblo. Al revés que entre nosotros, donde los proyectos de ley y las conclusiones de los consejos al día siguiente por trivios y tabernas ya circulan, se discuten y critican.
El fenómeno Klim, en pliegos de cordel
Al cabo de una hora retorna el karatti y nos manda seguirle. Así lo hacemos. Por el camino, nos salen a cada paso arbolillos ofreciendo folletos impresos de cosas curiosas y memorables. En aquel montón de papeles veo por casualidad un opúsculo titulado:
‘El nuevo e insólito Fenómeno,
o Dragón volador,
aparecido el año pasado’
Allí que me veo a mí mismo, tal cual era, con mi garfio y mi cabo de cuerda dando vueltas en torno al planeta, grabado en cobre. Apenas pude contener la risa, y dije para mis adentros: «A tal cara, tal retrato.»
Con todo, compré el librito por tres kilac, que viene a ser dos sueldos de nuestra moneda, y aguantando la risa seguí en silencio mi camino a palacio.
[...]
(Continuaremos)


jueves, 14 de noviembre de 2013

A la política por la espeleología (2)


En el reino de Potu


Ante todo, he aquí una vista de pájaro sobre Bergen-Norte, con el supuesto punto de partida del Viaje Subterráneo.
Habíamos dejado a nuestro explorador flotando en el cosmos subterráneo, convertido en satélite de un planeta próximo razonablemente pequeño, el planeta Nazar. La trayectoria primera Klim en caída vertical por la sima se ha convertido en circular, así que de suyo tendríamos un móvil perpetuo, y se acabó la novela.
Interviene entonces el ataque de un grifo. El ave de rapiña gigante, tópico de tantos viajes fantásticos –rocordemos solamente el Roc o Ruj de Las Mil y una Noches (Simbad el Marino y Aladino– es aquí un ‘deus ex machina’, sin otro objeto que sacar a Klim de su órbita circular y facilitarle la caída al planeta.
Como ilustración, elijo una tomada de la versión alemana del Dr. G. C. Jerrer (Nuremberg, 1834). En esta edición romántica se representa a Klim en atuendo de estudiante germánico de época; eso sí, en vez del garfio o bichero, armado impropiamente con un hacha descomunal.
Retomamos el relato de Holberg/Klim:


Cap. 1. (Continuación y fin de la Bajada al Mundo Subterráneo.)

Casi tres días seguidos permanecí en tal estado. Girando sin parar en torno a un planeta cercano, podía distinguir días y noches con sólo ver cómo el sol subterráneo salía y se ponía, alejándose de mi vista; aunque por lo demás no percibí noche oscura como la nuestra. Al caer el sol, el firmamento se volvía lúcido y purpúreo por todas partes, algo así como el resplandor de la luna. Yo lo interpreté como que la superficie interna o hemisferio terrestre reflejara la luz del sol subterráneo situado en el centro de aquel orbe. Era la hipótesis que yo me hacía, como no ajeno del todo al estudio de la física celeste.
Dichoso me veía yo vecino de los dioses y nuevo astro celeste, junto con el satélite que me rodeaba, a espera de que los astrónomos del planeta vecino me incuyesen en su catálogo estelar. Cuando ¡tate!: un monstruo alado enorme me aborda por la derecha, por la izquierda, y me embiste a la cabeza y al cogote.
A primera vista pensé que era alguno de los doce signos del cielo subterráneo, y en consecuencia deseé (de ser cierta mi conjetura) que fuese Virgo, pues de toda la docena zodiacal sólo el signo de la Virgen podía, en aquella soledad, serme de ayuda y solaz. Pero cuando tuve más cerca aquella mole, vi que se trataba de un grifo torvo colosal.
Tal terror se apoderó de mí, que olvidado de mi persona y dignidad sidérea recién estrenada, en mi turbación extraje mi diploma académico, que por azar llevaba en los bolsos, para mostrarlo a mi adversario, en testimonio de haber superado exámenes, y cómo yo era un estudiante, por cierto, con grado de bachiller, capaz de repeler a cualquier agresor extraño con excepción de fuero .
Pasado el calentón, conforme me fue serenando me reía de mi estupidez. Quedábame sin embargo en duda, qué intención se traía el compañero grifo, si amigo o enemigo, o mejor, picado de curiosidad. Porque una figura humana por los aires, con un garfio en la diestra y arrastrando una soga a modo de cola, fenómeno era como para llamar la atención hasta de un bruto animal.
De hecho, como luego supe, mi insólita figura dio mucho que hablar a los habitantes del globo en torno al cual giraba. Los filósofos y matemático de allí me tomaron por un cometa, por mi cola. Por lo mismo, hubo quienes juzgaron que el insólito meteoro no anunciaba nada bueno:  peste, hambruna, catástrofe. Algunos fueron más allá, y con finos pinceles dibujaron mi cuerpo, tal como lo veían a distancia, de modo que antes de llegar yo a aquel globo ya me tenían grabado en cobre. Cosa que luego, cuando aterricé y hube aprendido la lengua subterránea, no dejaría de hacerme gracia. […]
Pero volviendo al hilo …


[Klim se deshace del grifo clavándole el garfio en el dorso. Malherida el ave, en su caída le arrastra, reconvirtiendo su trayectoria circular en lineal.
Como ilustración, elijo una tomada de la versión alemana del Dr. G. C. Jerrer (Nuremberg, 1834). En esta edición romántica se representa a Klim en atuendo de estudiante germánico de época. A esta impropiedad se añade la del monstruo alado convertido en pajarraco, y el garfio o bichero sustituido por un hacha.]

En caída libre acelerada, azotado por un aire cada vez más denso y chirriante a mis oídos, tras largo recorrido me deslizo sin daño a la superficie, junto con el ave, que pronto murió de la herida.
Era de noche cuando arribé al planeta, a juzgar por la ausencia del sol, que no por la oscuridad, pues quedaba tanta luz como para poder leer distintamente mi diploma académico.
[Omito un Parrafo final reiterativo.]



II. Descenso al planeta Nazar.
Concluida, pues, mi navegación aérea aterricé sano y salvo (pues el grifo desaceleró conforme perdía fuelle), y allí quedé tumbado, inmóvil, aguardando  qué nuevas me traería la mañana. Eso sí, volví a sentir las flaquezas de antes, la necesidad de sueño y comida, y hasta me arrepentí de haber tirado el pan. Agotado por las preocupaciones, me dormí profundamente.


Primer contacto con los habitantes del Reino de Potu
[Tras un sueño de pesadilla, Klim va a conocer unos seres sorprendentes, de aspecto arbóreo. El tema de los árboles parlantes y de las tranformaciones dendromorfas es tópico, y no veo mayor sentido buscar interpretaciones fuera de la novela misma. Puestos a cavilar, y vista la puntada que tira el autor contra un diácono cantor horrísono de un suburbio de Bergen, cabría recordar al ciego de nacimiento, que al recobrar la vista explica su experiencia: «veo hombres como árboles que caminan» (Marcos 8: 24).
En otro orden, y ya que estamos en un mundo subterráneo, no está fuera de lugar una referencia a los bosques fósiles, en especial el de Dorset, en la ‘Costa Jurásica’ del sur de Inglaterra, uno de los mejores del mundo, y que Holberg pudo visitar. Pero insisto, no añade nada a un relato autosuficiente.]

Ronqué cosa de un par de horas, supongo, cuando vi mi descanso turbado por un mugido horrendo, que terminó por despertarme.
Había tenido sueños raros: Que de vuelta a Noruega contaba a la gente mi aventura. Que estaba en la iglesia de Fanoe, cerca de la ciudad, oyendo cantar al diácono Nicolás Andersen, rompiéndome los oídos con aquel vozarrón que solía... Incluso despierto, seguía yo creyendo que fue su ladrido lo que me desveló. Sólo cuando veo junto a mí plantado un toro supuse que era era el mugido de éste lo que me había despertado.
Echo un vistazo temeroso alrededor, donde el sol naciente iluminaba prados verdes y campos fecundos. También aparecen árboles. Pero (cosa admirable), árboles que se movían, aunque el aire en calma total no dejaba moverse ni una pluma.
El toro mugidor viene derecho a mí. Asustado busco escapatoria, y al ver un árbol cerca me pongo a trepar. Ya estaba yo arriba, cuando el árbol emite una voz débil pero chillona, como de mujer enfadada, y al punto me arrea un ramazo a guisa de bofetón, que me hace perder el equilibrio y caigo de la copa de bruces a tierra.
Como herido del rayo, y a punto de morir de miedo, oigo un rumoreo difuso,  como el de las carnicerías y mercados cuando hay golpe de gente. Al abrir los ojos, me veo rodeado por un bosque animado, y el campo poblado de árboles y arbustos, cuando al principio no pasaban de la media docena. Creí soñar despierto, me veía como endemoniado, junto con otros disparates.
Pero no tuve tiempo de entrar en razones, porque otro árbol se me acerca,  y bajando una rama provista de seis yemas en la extremidad a modo de dedos, asiéndome con ella me levanta y me lleva a rastras sin hacer caso de mis gritos, mientras toda una arboleda de diversas especies y tamaños nos seguía, emitiendo murmullos articulados, aunque extraños a mi oído. Sólo pude retener la expresión que más repetían: Pikel Emi. Luego supe que aquellas palabras significaban ‘mono raro’: porque por mi forma y avío me tomaron por mono, si bien de especie algo distinta de los cercopitecos que aquella tierra cría.
Otros sin embargo me tomaron por habitante del firmamento, traído por los aires por el ave, pues así constaba en los Anales de aquel globo haber sucedido en tiempos antiguos. Pero todo esto lo supe varios meses después, cuando aprendí la lengua subterránea. Porque en mi estado presente, olvidado de mí por el miedo y la zozobra, no podía entender qué eran aquellos árboles vivos y locuaces, ni a dónde se dirigía aquella procesión lenta y acompasada. Sólo las voces y murmullos que llenaban la campiña sugerían algo así como ira e indignación.
Y no era para menos. Porque el árbol al que huyendo del toro quise trepar, era la mujer del Alcalde Mayor de la ciudada vecina, agravando mi crimen la calidad de la persona ofendida. Que no era una mujeruca cualquiera, sino matrona de primera clase, a la que, según todos los indicios, intenté violar. Un espectáculo insólito y horrendo para gente tan modesta y verecunda.
Llegamos a la ciudad, a donde me llevaban cautivo. Hermosa, no menos por sus soberbios edificios que por  el orden y simetría de sus barrios, calles y plazas. Las casas eran altas, a modo de torres.
Las plazas estaban llenas de árboles ambulantes, que bajando sus ramas se saludaban al paso; y cuando más las bajaban mayor era la expresión de respeto. Así, cuando de una casa distinguida salío de pronto un roble, aquello fue un caer de ramas barriendo el suelo, mientras los demás árboles retrocedían, señal de alta distinción.
En seguida entendí que se trataba del Alcalde, o sea, el marido de la dama a la que supuestamente había yo ofendido.


[Prisión y procesamiento del intruso]
Luego me llevan en volandas a casa del Alcalde, atrancando  la puerta a mis espaldas, de modo que tal me veo candidato a trabajos forzados. Aumentaba mi miedo tres centinelas apostados fuera, a la puerta, cada uno de ellos armado con seis hachas, tantas como ramas. Tantas ramas, tantos brazos;  tantas yemas, tantos dedos. Observo que en las cimas del tronco tenían cabeza no muy diferente de la humana, y en vez de raíces un par de pies paticortos, de suerte que los habitantes de este planeta caminan a paso de tortuga. De haber estado yo suelto, fácil me fuera escapar de sus manos, pues mi ligereza de pies comparada con la suya era como volar.
Abreviando: estaba claro para mí que los habitantes de aquel globo eran árboles dotados de razón. y me admiraba el capricho de la naturaleza en la formación de seres animados.  
Dichos árboles no igualan a los nuestros en porte, ya que los más apenas excenden la estatura humana. Los había más pequeños, a modo de plantas o flores: niños, supuse.
[…]
A todo esto, entran en la alcoba mis guardas de corps, que para mí eran lictores, por las hachas. Ellos abriendo camino, me veo llevado por la ciudad a cierto casón en el centro de la plaza mayor. Pensé si me habría tocado la dignidad dictatorial, superior al consulado romano, pues doce eran las hachas en la comitiva de los cónsules, mientras que yo avanzaba con diez y ocho de compañía.


[Justicia potuana]
Las puertas de la casa a donde me llevaban mostraban en relieve la Justicia de pie, labrada en forma de árbol, sosteniendo en una rama la balanza. La imagen ostentaba velo virginal, semblante enérgico, mirada seria, ni humilde ni sombría, notable más bien por un toque de tristeza que infundía respeto. Entendí que aquello era el Consistorio.
Introducido en la sala de Justicia, pavimentada de mosaico de mármol de colores, veo allí en alto un árbol sentado en sillón de oro, como en un tribunal, con seis asesores a cada lado, acomodados con todo orden en sendos taburetes  a derecha e izquierda del que presidía. Era éste árbol una palmera de estatura mediocre, aunque señalada entre los demás jueces por la variedad de sus hojas, teñidas de varios colores.
Cercaban por uno y otro lado los alguaciles en número de 24, firmes en pie, armado cada uno con 6 hachas. Espectáculo horrible, pues semejante  armamento me hacía presagiar una gente sanguinaria.
A mi entrada, los senadores se ponen en pie alzando en alto sus ramas, y cumplido el rito vuelven a sentarse.
Sentados todos, yo permanezco de pie ante la cancela, entre dos árboles con los troncos forrados de piel de oveja. Pensé que fuesen los abogados, y así era.
Antes de empezar los alegatos, veo que al presidente le envuelven la cabeza con unos centones oscuros, a modo de capuz. Acto seguido, la acusación hace un discurso breve, que repite por tres veces. Le responde con la misma brevedad el defensor.  A sus intervenciones sigue un silencio de media hora.
El Presidente, despojado de la caperuza, se levanta, y elevando sus ramas a las estrellas pronuncia unas palabras de circunstancia, que yo interpreté como mi sentencia, porque, acabado el discurso, me veo devuelto al mismo calabozo de donde, como de celda
preparatoria, me adivinaba listo para un varapalo.
Abandonado a mi soledad, repasando todo lo sucedido, yo me reía de la estupidez de aquella gente.  Aquello tenía más pinta de teatro que de justicia. Todo lo visto, gestos, ornato, procedimiento etc. me parecía más propio de comedia o pantomima que de un grave tribunal de Temis. ¡Cuánto más dichoso era nuestro mundo! ¡Y qué gran ventaja la de Europa sobre el resto de la humanidad!
Pero por más que condenaba la cortedad y estupidez de aquella gente subterránea, al fin hube de reconocer que no eran bestias. El lustre de la ciudad, la simetría de los edificios etc. demostraban que aquellos árboles no carecían de razón, ni desconocían del todo las artes, sobre todo las mecánicas. Por lo demás, no les veía mayor mérito.
En este soliloquio, entra un árbol portando un bisturí [*].
Me desabrocha el pecho, me descubre el brazo, y con golpe certero me hiere en la vena mediana. Dejó correr la sangre, cuanto le pareció suficiente, y con la misma destreza me ligó el brazo. Tras lo cual, y examinar la sangre con cuidado, con muestras de admiración se fue sin decir palabra. Lo cual no hizo sino confirmarme en mi idea de que era gente estúpida. Un desprecio que se tornaría en admiración, cuando hube aprendido la lengua subterránea.

[*] La palabra que traduzco por ‘bisturí’ es sistrum, propiamente el sistro, especie de sonajero o cascabel ritual egipcio, emblema de Isis. No se puede excluir una alusión masónica.
En efecto, el proceso forense que temerariamente había condenado tenía su explicación. Por mi forma corporal ellos me juzgaron habitante del firmamento. Les pareció que atenté contra la honestidad de una matrona de primera clase. Por ello me llevaron a juicio. De los abogados, el uno exageró la culpa, solicitando la pena adecuada; el otro, sin pedir pena, suplicó posponer el castigo hasta resolver qué ser era yo, si un bruto o un animal racional. Aquel extenderlas ramas, supe que era un rito ordinario, antes de emitir fallo. Los abogados se cubrían con piel de oveja, para tener presente la honradez e integridad en el desempeño de su oficio. Y en verdad, allí todo el mundo es probo e íntegro, lo que demuestra que en una república bien constituida pueden darse abogados probos y honrados. Las leyes contra prevaricadores son tan severas, que ni los calumniadores y tramposos tienen capa que les cubra, ni al pérfido le valen ruegos, ni el madiciente tiene escapatoria ni el doloso escondrijo [**].
[**] Referencia a Plauto, Los Cautivos, Act. III, esc. 3, 5 ss.
Lo de repetir las cosas por tres veces, era costumbre, en razón de distinguirse aquella gente por ser tardos de entendederas.  En efecto, pocos eran capaces de entender lo que leían de corrido, o comprender a la primera lo que oían. Los  listos pasaban por atolondrados, a los que raramente se admitía a cargos de importancia. Porque sabían por experiencia que la república en manos de gente demasiado lista –los grandes talentos, que dice el vulgo– corre peligro de ir a pique, y lo que aquellos enredan, han de venir luego a desenredarlo los torpes, los llamados despectivamente bobos.


Igualdad ciudadana de sexos
[«Pero lo que más me admiró…» Primer avance en la crítica utópica de la novela. Lo que más admira al Autor es la igualdad ciudadana de sexos. No es tanto cuestión de feminismo. Es que en tiempo de Holberg mucha gente ni siquiera podía verle la gracia a una situación como la que se describe.]


La señorita Palmka
Todo esto era extraño, aunque pensándolo bien no me parecía del todo absurdo. Pero lo que más me admiró fue la historia del Magistrado Mayor. Magistrada, mejor dicho, pues era un doncella nativa del lugar, nombrada kaki por el Príncipe, esto es, ‘justicia suprema’. Porque allí no se hace distinción de sexo en el reparto de oficios, atribuyéndose los cargos a los más dignos.
Para mejor juzgar de las dotes y progresos de cada cual, tienen instituidos seminarios, dirigidos por los que llaman karatti (palabra este que significa en propiedad ‘examinadores’ o ‘catadores’). Ellos se encargan de examinar la capacidad de cada uno, observando a fondo a los jóvenes, y tras un examen anual presentan al Príncipe la lista de los idóneos para cargos públicos, indicando la especialidad en que podía cada cual ser más útil a la patria. El príncipe, con el catálogo a la vista, apunta en un libro los nombres de los candidatos, para tenerlos presentes a la hora de cubrir vacantes.
La doncella que digo, cuatro años antes había obtenido de los karattis un sobresaliente, por lo que el Príncipe la nombró magistrada superior de su ciudad natal. Esta costumbre es sagrada para los potuanos [***], entendiendo que nadie conoce mejor cada lugar que los nativos y criados en él. Tres años llevaba Palmka (tal era el nombre de la joven) siendo el ornato de aquella Esparta, y siempre fue tenida por el árbol más sensato de la ciudad. Era, en efecto, tan tarda de entendederas, que de no repetirle las cosas tres o cuatro veces, apenas se enteraba. Pero eso sí, una vez enterada, se lo sabía al dedillo, y tan juiciosa en discutir cualquier problema, que sus sentencias pasaban por oráculos.


[***] Sin previo aviso se nos acaba de revelar, por el nombre de los habitantes, el del país de Potu, inversión de Utop, como quien dice, ‘en clave de utopía’ ]


De hecho, en todo el cuatrienio ninguna sentencia falló que no fuese confirmada y alabada por el tribunal supremo potuano. Con que no tuve más remedio que revisar mi juicio desfavorable y aprobar lo allí establecido en favor del sexo débil:
«¿Qué tal, me decía, si en Bergen, en lugar de nuestro alcalde, firmase los edictos su señora? ¿O si la hija del abogado Seversen, muchacha dotada de labia y cabeza bien amueblada, llevase las causas en el foro, en vez del tonto de su padre? Poco perdería la jurisprudencia, y tal vez Temis no saldría tan malparada.»
Con la rapidez con que se ventilan las causas en Europa, pensaba yo, cuántas sentencias atropelladas, mejor miradas, no escaparían a la crítica.
Delitos y penas
[Una segunda crítica se refiere al Derecho Penal. Como curiosidad erudita, la flebotomía o corte de vena fue entre los romanos castigo militar (Aulo Gelio en Las Noches Áticas, 10, 8; Frontino en Estratagemas, 4, 1). Pero lo que aquí importa es el avance ‘lombrosiano’ del delincuente como enfermo o tarado, y el otro avance ‘beccariano’, sobre la finalidad correctiva de la pena.]
Y por seguir dando razón de más cosas, he aquí la explicación que me dieron del corte de vena. Al convicto de crimen, en vez de azotes, mutilación o pena capital, se le condena a corte de vena,  para que se vea si el delito fue cosa de malicia o bien defecto humoral, corregible tal vez con dicha operación; mirando en todo caso los tribunales más a la enmienda que al castigo.
Aun así, dicho correctivo algo tenía de penal, pues  sufrir aquella operación por sentencia judicial era nota de ignominia. Y al reincidente, como indigno de la ciudadanía, se le relegaba al firmamento, donde se admite a todo quisque sin hacer distingos. Pero de este destierro  y su carácter hablaremos más adelante.
En cuanto a por qué el cirujano que me seccionó la vena mediana se extrañó a la vista de la sangre, era que los habitantes de aquel globo en vez de sangre tienen una savia clara que fluye por sus venas, y cuanto más clara, mejor la persona.

Iniciación en la lengua potuana
Por supuesto, para mudar de opinión en pro de aquella gente hube de aprender primero la lengua subterránea. Al cabo, tan malos no serían, ni yo me creí en peligro de muerte, cuando vi que dos veces al día me traían de comer. De ordinario, frutas, hierbas y legumbres. De beber, un zumo de lo más dulce y suculento.
El alcalde que me tenía bajo custodia al punto comunicó al príncipe o rey, que moraba no lejos de la ciudad, cómo había caído en sus manos cierto animal racional, aunque de insólita figura. Movido por la novedad, el príncipe mandó instruirme en los rudimentos de la lengua, y que luego me enviaran a palacio.
Me pusieron, pues, un profesor de lengua, que en seis meses me puso en condiciones de conversar regularmente con los nativos. Llega entonces de la corte nueva orden, sobre continuación de mis estudios,  y me matriculan en el seminario, para que los karattis examinaran mis cualidades y talentos, a ver en qué prometía. Así se hizo puntualmente. Sólo que en esta etapa cuidaron no menos de mi cuerpo que de mi mente, procurando sobre todo hacer de mí lo más parecido a un árbol, a cuyo fin me acoplaban al cuerpo ciertas ramas escogidas.
Entre tanto, mi patrón por las tardes, a la vuelta del seminario, me solía hacer preguntas. Con sumo gusto escuchó el relato de mi viaje subterráneo, pero quedó muy sorprendido cuando le describí nuestra tierra y el cielo inmenso que la rodeaba, tachonado de astros sin número. Todo le interesó mucho; salvo que cuando  le hable de los árboles de nuestro mundo, inanimados, inmóviles y arraigados en tierra sintió algo de vergüenza ajena, y al final hasta me miraba con enfado, cuando le expliqué cómo nos servíamos de los árboles para la calefacción y la cocina. Luego lo pensó mejor, y desenfadado levantó al cielo cinco ramas (todas las que tenía), admirando los juicios del Creador, con sus motivos ocultos.
Su mujer, a quien todavía molestaba mi presencia, cuando supo la verdadera causa de mi procesamiento, y cómo me había engañado su apariencia de árbol, siendo usado en nuestro mundo trepar a ellos, quitada la sospecha le caí en gracia. Mas yo, por que con la familiaridad no me volviesen a abrir la cicatriz, siempre hablé con ella con el marido delante, y sólo si él me lo ordenaba.

(Continuará: Cap. 3, ‘La ciudad de Keba’)