jueves, 7 de octubre de 2021

El Imaginario Enfermo (y 6)

 Kramer contra Kramer

«A los que creyeren les sucederán estas señales: en mi nombre lanzarán demonios, hablarán lenguas ignotas, asirán serpientes, y si bebieren algo mortífero no les hará daño, pondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán buenos.» (Marcos, 16)

El cristianismo pudo haber sido una religión espiritual gratificante para sus adeptos, sin necesidad de ‘señales’ externas llamativas, ni de dotarlos de poderes afines al mundo de la magia. Por eso el final singular del Evangelio de Marcos es desconcertante: primero, porque Jesucristo en sus últimas palabras de despedida antes de elevarse a los cielos promete como regla lo que en la práctica será excepción; y segundo, por la dificultad de distinguir entre esas artes de religión y las de magia. Curar a enfermos y maníacos son milagros de bondad divina, sin duda; pero lo de hablar lenguas extrañas, o lo de manejar víboras y beber veneno sin daño, ¿eso qué demuestra? ¿Qué gana la religión en el terreno del exhibicionismo taumatúrgico para entusiastas acríticos, en competición con magos, impostores y charlatanes de toda laya?

La cosa se complica si los carismas y poderes se producen «con perspectiva de género», que decimos hoy. Pensemos, por ejemplo, para la baja Edad Media y primer Renacimiento, en el tipo de mujeres carismáticas virtuosas, las llamadas ‘santas vivientes’ (G. Zarri), contemporáneas de otro tipo femenino afín y de signo contrario, las ‘brujas demoníacas’. 

En el siglo XV, la crisis de la Iglesia en Occidente produjo la novedad de un doble fenómeno femenino: un nuevo tipo de mujer santa, y un nuevo tipo de mujer bruja. A primera vista, la distinción era tan fácil como distinguir la obra de Dios de la obra del Diablo, o sea el bien y el mal. Sólo a primera vista; porque, ¿qué pasa si Dios permite  al Diablo presentarse como Lucifer y con embelecos místico-milagrosos engañar a la gente, o a la propia santa o bruja? La teoría y praxis del ‘discernimiento de espíritus’, de larga tradición ascética, en el último siglo de la Edad Media se desarrolló como un magisterio especializado en el resbaloso terreno de la nueva mística y sus manifestaciones inusitadas.

Este preámbulo tiene por objeto presentar a nuestro conocido fray Enrique Kramer en una nueva guisa. Siempre el mismo inquisidor de herejes y lo que salte, por supuesto, pero ahora con nueva ocupación: de cazador de brujas barraganas del Diablo pseudo-varón, a propagandista  de monjas esposas del varón-virgen Jesucristo. Las cuales, en virtud de su pacto-desposorio místico con Jesús, adquirían carismas físicos, fisiológicos y mentales a lo divino; tal y como a la inversa las otras, por su pacto-concubinato con Belcebú, sufrían una transformación paralela, a lo diabólico. Mujeres de signo contrario, las brujas demoníacas y las santas carismáticas, que bien se han podido llamar ‘brujas divinas’ – mejor que ‘antibrujas’. Si la bruja vuela, banquetea, danza y retoza con demonios, la santa mística levita, comulga y sufre la pasión de Cristo. Si la bruja hace maleficios, la otra usa sus poderes maravillosos para el bien; y así sucesivamente.  Carismas todo lo contrarios que uno quiera o pueda imaginar respecto a los poderes diabólico-brujescos, pero que por lo mismo situaban a brujas y antibrujas en un mismo limbo, fuera de la naturaleza humana femenina normal. En polos contrarios, sí, pero compartiendo eje con ésta, y alejamiento de la misma tomada como centro. 

Enrique Kramer, como escritor y propagandista, fue de los que mejor entendieron el poder de la imprenta, y sacó gran partido del invento que marcó la nueva Edad Moderna, publicando libros y panfletos en repetidas ediciones y tiradas. Su gran monotema como inquisidor vocacional, fue la defensa de la ortodoxia católica frente a herejías y errores de actualidad. Pero dentro de su obra publicada –lo mismo que en su actividad como Domini canis o  sabueso del Señor en el Santo Oficio– cabe destacar su interés y propaganda de la mujer, si bien no como mujer real y normal, sino distorsionada en ambos tipos paranormales opuestos, la bruja diabólica y la santa en vida. A la mujer-bruja la retrató sobre todo en su magno Martillo de Brujas, como el paradigma de una herejía y secta nueva que amenazaba a la Cristiandad y al mundo entero. Más tarde, al final de su carrera, su interés derivó hacia el tipo de la mujer-santa, dotada de carismas y facultades milagrosas que deberían bastar (según él), si no para convencer a los herejes, al menos para confundirles con las maravillas del poder divino manifestado en la Iglesia, y precisamente en sus miembros más frágiles o menos nobles, según la estimación genérica vigente. En suma: Kramer a lo suyo, sólo valora lo femenino más extravagante, y en definitiva lo imaginario, mostrándose incapaz de entender y apreciar una feminidad según la naturaleza.

En este sentido hay que añadir que el imaginario de fray Enrique tiró más bien hacia lo negativo. Las ‘brujas de Dios’ le interesaron muchísimo menos que las otras ‘brujas del Diablo’, y desde luego por escrito no dejó de ellas nada comparable al siniestro Martillo. Peor aún, las brujas malas le interesaron por sí mismas, como carne de Inquisición y como nueva revelación de un dogma de fe, leemos bien:

Primera página del 'Martillo' (1487)
"Afirmar que las brujas existen es tan católico,
que defender lo contrario es herejía"

En el índice o tabla general de la obra dividida en tres partes, y éstas en cuestiones, dice literalmente: 

La Parte I… contiene 18 cuestiones numeradas… Ahora bien, la cuestión primera e introductoria de toda la obra es: Si afirmar que las brujas existen se considera tan católico, que defender con pertinacia lo contrario es absolutamente herético.

Ya en el texto de la Parte I, la misma cuestión se enuncia con ligera variante:

Si afirmar que los brujos existen es tan católico, que defender con pertinacia lo contrario es absolutamente herético.

Aquí el femenino (maleficas) cede lugar al masculino (maleficos), mientras  que el juicio de opinión (ita censetur) se convierte en juicio absoluto (ita sit). No le demos vueltas: bajo formalismo y rodeo escolástico, la afirmación no puede ser mas clara, y tan tajante como estupenda: Negar en redondo la realidad de la brujería no es sólo estar equivocado, es herejía pura y dura. Brujería representada por individuos de uno y otro sexo, pero numéricamente mucho más entre el mujerío, como se demostrará luego en la misma Parte I, cuestión 6ª y siguientes, y a lo largo de la obra en general. 

Esta consideración de la brujería como nuevo dogma de fe, sorprendente a primera vista, tiene su lógica. Brujería y maleficio siempre hubo, pero en general como superstición de gentes ilusas, como aquellas mujeres que, según el Canon Episcopi, se imaginaban tomar parte en cabalgatas nocturnas «con Diana o con Herodías»; o como mera pretensión de invocar y controlar a demonios menores y genios familiares; nada que ver con la nueva secta de apóstatas de Dios y adoradores del Diablo [1].


Las ‘santas en vida’ italianas

Se trata de otras mujeres, contrapunto de las brujas. Lo que Kramer nos diga de ellas va a ser bien poca cosa, pues para él son ante todo munición de propagandista, y aun eso sin demasiada convicción. ¿Deformación profesional, agotamiento prematuro? Todo ello compatible con merma de sindéresis, cosas de la edad.

Kramer al final de su vida de inquisidor vocacional vuelve a centrarse en la erradicación de la ‘herética pravedad’ en Bohemia y Moravia, representada por los epígonos de Juan Hus. Superada la virulencia de las Guerras Husitas (1419-1434), el movimiento de raíz nacionalista andaba ahora preocupado sobre todo por la reforma de la Iglesia desde su cabeza, representada por un papado indigno que se pretendía superior al Concilio General y responsable sólo ante Dios. Corría el año santo de 1500 cuando Kramer, flamante ‘nuncio pontificio’, asienta su cuartel general en Olmutz, baluarte católico, para reducir a la secta de los Hermanos Bohemios, supuestamente conchabados con los esquivos valdenses.

Sin meternos en el camisón de sus heterodoxias, hay que reconocer que su celo reformista era compartido por muchos católicos. Dos años antes, el 23 de mayo de 1498 por la mañana, en mitad de la Plaza de la Señoría de Florencia había sido ahorcado sobre una gran pira el dominico fray Jerónimo Savonarola, y sus cenizas arrojadas al Arno, para que no hiciesen de ellas reliquias ciertas mujeres devotas suyas, algunas de ellas de la nueva ola de santidad femenina y nombradas por nuestro fray Enrique como argumento contra los herejes moravos.

 

Ejecución de Savonarola


Para entonces Enrique Kramer se había agenciado una reputación como perito en hostias sangrantes y demás milagros eucarísticos, y todo indica que su superiores han pactado implícitamente un modus vivendi con aquel fraile reacio a la observancia, maestro en combinar su conveniencia personal con la corrección política más puntillosa, siempre a favor de la Iglesia y de la Orden. Poco inteligente habría sido desaprovechar las facultades de un religioso que tampoco daba escándalos mayores, fuera de su afición al peculio y (según dicen) a la bebida, si esto último podía ser escandaloso en un teutón. Tenía la confianza de cada papa de turno, amigos en la Curia, en el episcopado y, lo que llama más la atención, amigos dominicos de alto rango en la muy observante Congregación de Lombardía, que le invitan a sus casas donde tenían prohibido recibirle. ¿Qué menos que dejarle a su aire los últimos años de vida, que por la cuenta de 70 cumplidos ya no serían muchos? (Cinco exactamente; pero esto sólo lo sabía Dios.)

Los cronistas de la Orden en el siglo XVI, o no se fijaron mucho en el fraile de Selestat, o prefirieron ignorarlo, como silenciaron el Martillo de las Brujas. Así por ejemplo, Fray Conrado Zittard en su Kurtze Chronica (1596) sólo se acuerda de Jacobo Sprenger, y sólo como promotor del Rosario (1484). Y del general Joaquín Torriani (1486), veneciano, que tanto tuvo que ver con el díscolo Kramer, tras notar su carácter bondadoso y sufrido, añade crípticamente: «no sin especial disposición divina vio humillados a todos sus enemigos» [2]. Según esto, Kramer tuvo la habilidad de vivir como le dio la gana sin significarse como elemento de la oposición al maestro general. El mismo Zittard recuerda, de aquellos años, el nombramiento de fray Tomás Donato para patriarca de Venecia, y el de fray Pablo de Monelia para legado papal en Hungría. Dos buenos amigos de fray Enrique –añadamos nosotros–: el primero fue su gran anfitrión en Venecia; el segundo, colega suyo de legación bohemia. Ambos protegidos de Alejandro VI, lo mismo que Kramer en sus últimos años, lo que excluye cualquier tipo de humillación de éste ante Torriani, aunque no lo contrario. 

En fin, Zittard recuerda también a «fray Jerónimo Savonarola de Ferrara, varón pío y devoto al par que docto, amante de la disciplina y observancia claustral». Tan escueto elogio sin contrapeso de crítica figura –y esto es significativo– entre sendas menciones de dos de las dominicas adictas a Savonarola y ‘santas en vida’, ponderadas por Kramer. Cita primero a «la virgen Columba, hermana de la Regla Tercera de Santo Domingo, que a la sazón vivía santamente en Perusa, y a su muerte brilló con milagros (1498)».  Y cuatro líneas más abajo: «En Ferrara (Italia) vive hasta ahora una santa hermana de la misma orden, sor Lucía de Narnia, para la que el Duque de Ferrara ha construido un nuevo y magnífico convento de monjas». El cronista dominico savonaroliano reconoce a las religiosas santidad de vida, pero sin las alharacas milagreras jaleadas por Kramer [3]


Las santas ‘mujeres de Kramer’

Kramer fue, gracias a la prensa, gran propagandista de su orden en la rama femenina. Periodista avant la lettre, ha entendido el potencial de un fenómeno nuevo: la promoción de mujeres místicas, terciarias dominicas sobre todo, calcadas sobre el modelo de una santa nueva, Catalina de Siena; las cuales –con todo el recato compatible con la propaganda– se exhiben a la pública admiración y devoción como santas en carne y hueso. Milagros vivientes, como lo demuestra su fisiología sobrehumana. Las hay que pasan largo tiempo sin otro alimento que la pequeña hostia recibida en la comunión de la misa, o incluso en comunión espiritual por manos angélicas. Las hay que periódicamente entran en éxtasis programado según los pasos y episodios de la Pasión, con todo el aparato de ir padeciendo los mismos sufrimientos. Las hay que ostentan en sus manos, pies y costado las cinco llagas de Cristo, visibles, palpables y a menudo sangrantes. 

Este feminismo en positivo, tan desquiciado como su contrario de las brujas, lo resumió Kramer en panfletos de campaña contra los supuestos herejes, siempre en su descuidado latín pero con mucha tirada [4]:

«Digamos algo de las maravillas que hoy en día se obran en la carne viva de vírgenes santas y en otras personas devotas de uno y otro sexo. Por ceñirnos a Lombardía y a una sola orden religiosa, la femenina de Santo Domingo de la Penitencia, hay entre sus monjas tres de excelentísima santidad.

Una se llama Columba, de unos 24 años, que vive en Perusa y ya lleva siete para ocho sin haber tomado alimento alguno corporal, sustentada exclusivamente por la comunión diaria. Lleva cilicio ceñido a la carne con una cadena de hierro y vive en compañía de otras muchas compañeras vírgenes celebradas por la santa vida que llevan. 

El Romano Pontífice de ahora, Alejandro Octavo [sic!], deseoso de comprobar lo cierto del caso, visitó la iglesia y capilla de los frailes predicadores (1496) al tiempo en que ella había comulgado, y al verla arrobada en éxtasis, de rodillas y con los ojos abiertos sin ver nada, le acarició con dulzura el rostro y la cabeza y tras echarle la bendición se fue. 

Preguntó luego a las monjas por aquel éxtasis admirable, en que la monja ni sentía las moscas que le entraban en los ojos abiertos. La respuesta fue que siempre era igual cada día después de recibir la santa comunión ...

También el pueblo de Perusa, el primer año de un fenómeno tan admirable, anduvo listo en comprobarlo y ver si vida tan austera transcurría sin alimento. Al efecto metieron mujeres en el convento y sobre todo en su celda, con encargo de vigilar con cuidado, día y noche haciendo guardia de hora en hora un mes entero, si alguna de las monjas le servía comida. Al cabo del mes repitieron el escrutinio mediante otras mujeres, éstas bajo juramento, y todavía una tercera vez, hasta que dándose por convencidos la dejaron en paz. Y así sigue hasta hoy, como dicho queda.

Tampoco es para callado lo de la virgen santísima llamada Lucía, primero en Viterbo y ahora en Ferrara, de la misma orden y hábito de Santo Domingo de la Penitencia. La cual lleva los estigmas de nuestro Salvador en manos y pies, como también otro permanente en el costado, como dijo el Apóstol: “Yo llevo siempre en mi cuerpo los estigmas de N. S. Jesucristo.” Sólo que el Apóstol los llevaba invisibles, ésta en cambio visibles. Cómo y por qué le ha concedido Dios ese don, se explica en documentos oficiales por notarios públicos que copiamos a continuación, empezando por la dicha virgen Lucía.»


 A los herejes, por supuesto, toda la orquesta de instrumentos notariales y coro de testigos jurados les sonó a música celestial, no menos que a cualquier lector moderno [5] . Por suerte, el tipo hagiográfico de las ‘santas en vida’ está bien estudiado, y el grupo representativo de tales religiosas que el fraile utilizó para sus fines es asequible en lo personal, mucho mejor que sus contrarias, las tristes y desdibujadas heroínas de su Martillo [6]. 

Dichas religiosas  se distinguieron por un don o carisma peculiar de carácter profético, con mensaje de proyección pública y social, bajo el mecenazgo de algún príncipe del Renacimiento italiano que se buscó entre ellas su pitonisa áulica de toda confianza, bien cuidada y muy bien controlada. Concurren, para el reclamo, los fenómenos paranormales externos: éxtasis, inedia, estigmas o llagas, levitaciones, percepción extrasensorial, ciencia infusa, etc. Fenómenos interpretados como carismas, reproducidos de forma mimética (como las modas) y dados a conocer por iniciativa del respectivo confesor o director espiritual, para publicidad y autoridad de su ‘dirigida’. Publicidad que, para las propias místicas monjas, tuvo como servidumbre la sospecha de fraude, la duda y la contradicción, dentro y fuera del convento y de la orden religiosa. De ahí el empeño de sus patronos en autenticar unos supuestos increíbles mediante certificados médicos y controles varios, según los criterios de aquella época precientífica juridicista.

La hagiografía, como toda propaganda, obedece a modas, y un mismo personaje puede aparecer en escena bajo diferentes ‘máscaras del santo’, según el objetivo de cada  hagiógrafo [7]. El tipo italiano de la ‘santa en vida’ fue una de esas modas, calcada sobre  prototipos anteriores cronológicamente, aunque actualizados por el hecho de la tardía  canonización de Catalina de Siena en 1461, m. en 1380, imitadora a su vez de santa Brígida de Suecia, m. en 1373 y canonizada en 1391.

Catalina de Sena en éxtasis recibe las llagas
que al punto se vuelven invisibles
A diferencia de las brujas de su Martillo, que no tuvieron prototipo –nunca existió ‘la primera bruja’–, las antibrujas según el mismo Kramer en otros escritos fueron todas réplicas de una santa canonizada en su tiempo, en 1461: la terciaria dominica Catalina Benincasa de Siena (1347-1380). Muerta a los 33 años –la edad del perfecto varón Cristo–, santa Catalina de Siena dejó un cenáculo de apóstoles varones para los que ella fue la mamma, y una estela de magisterio femenino de nuevo cuño, muy discutido ya desde entonces. Cierto que en el mismo siglo y área geográfica hubo no pocas religiosas de distintas órdenes cuya santidad se centró en una identificación mística con la Pasión de Cristo, con fenómenos similares, pero ninguna con el impacto profético de Catalina, que trató incluso con papas y antipapas sobre cómo arreglar la Iglesia en su crisis más difícil, el Gran Cisma de Occidente, con dos y hasta tres cabezas a dentelladas entre sí.

La rivalidad ordinaria entre las órdenes religiosas, sobre todo entre mendicantes dominicos y franciscanos, también tuvo su expresión acerca de los estigmas o llagas, que para los del cordón eran privilegio exclusivo de su fundador, de modo que la disputa frailuna sobre pintar los dominicos a su santa Catalina llagada hizo época

La mayoría de las ‘segundas Catalinas’ fueron dominicas terciarias, o de la Penitencia. Kramer, que apenas tuvo en cuenta a otras, se fijó especialmente en cuatro. Por orden de defunción: Columba Guadagnoli de Rieti (1467-1501), Osana Andreasi de Mantua (1449-1505), Estefanía Quinzani de Soncino (1457-1530) y Lucía Broccadelli de Narnia (1476-1544) [8]. Las cuatro fueron estigmatizadas, como su modelo, y la primera, Columba, pasó por ser la primera  ‘segunda Catalina’. La más longeva, la Quinzani, fue la última en recibir los estigmas finalmente en 1500, el 22 de julio  en la ciudad de Mantua y en presencia nada menos que del matrimonio ducal, Juan Francisco Gonzaga y su mujer Isabel de Este, con otros ilustres personajes, hallándose presente también su hermana mayor de hábito y de misticismo, la referida Osana.

Ahora bien, el carisma que Kramer más apreció en todas ellas –veremos por qué y para qué–  fue su resistencia en ayuno total por largas temporadas, con la santa hostia como único alimento. Pero antes ordenemos las cosas en el tiempo. 


El Malleus maleficarum: de la frustración al resentimiento

La última noticia de Kramer la tuvimos (ver entrada anterior) en las cercanías de Bresanona (Tirol). Fue aquella segunda carta y ultimátum del obispo Jorge Golser, el 8 de febrero 1486, conminándolo a desaparecer sin más demora y estarse en su convento alsaciano. Si el fraile obedeció, no lo sé: obraría a su conveniencia, y es notable que en noviembre del mismo año obtuvo de Maximiliano I de Habsburgo (todavía rey de romanos, no emperador)  cédula de residencia en sus dominios, expedida a favor conjuntamente de Kramer… ¡y de Sprenger! Mucho no se movería, pues lo urgente para él era sacar adelante el Martillo de Brujas (1487) que sería su desquite personal y el segundo mayor éxito de la imprenta, después de la Biblia. En el libro no faltó su última experiencia tirolesa vuelta del revés a su modo, donde todo es elogio al Archiduque Segismundo y al obispo don Jorge por su acogida y cooperación. Lo que demuestra que «el fraile senil, chocho y fatuo» que le pareció Kramer a Golser no tenía pelo de tonto. 

Respecto al título: malleus, con tradición de epíteto personal [9]. Si realmente fue ocurrencia de Kramer, resulta creíble que pensara en sí mismo: Fray Enrique Institoris, o de Selestat, el ‘Martillo de las brujas’. Para el público fue título emblemático de un libro publicado con la astucia fraudulenta de ponerle delante la ‘Bula de las Brujas’ (de Inocencio VIII, 1484), que no se emitió para tal fin, así como una aprobación subrepticia de la Universidad de Colonia. A estos dos paraguas añadió un tercero, poniendo como coautor del Martillo a su cofrade Sprenger, quien posiblemente se limitó a ponerle el prólogo de cortesía, sin haber profundizado en el contenido de un mamotreto todavía inconcluso.

De hecho, dentro de la orden de los dominicos el Martillo no tuvo acogida –sin perjuicio de explotarlo luego con descaro–,  y sí en cambio la protesta inmediata del colega Jacobo Sprenger, sorprendido en su buena fe como coautor de la obra. La ruptura entre ambos cofrades  dominicos se hizo oficiosa en noviembre del mismo año 1487, cuando el capítulo de la orden en Florencia bajo el nuevo maestro general Joaquín Torriani confirma a Sprenger la comisión de investigar a fray Enrique. También la Universidad de Colonia denunció el abuso de una aprobación manipulada. A todo esto, Kramer siguió remolón, era su estrategia.

En febrero de 1490 la curia generalicia avisaba de nuevo a Sprenger que su súbdito fray Enrique estaba incurso en penas por sus escándalos en la provincia. Propenso a la elasticidad contable (siempre con saldo a su favor) y apropiación indebida (a pesar de su voto de pobreza), leemos también que era notoria su afición a la bebida. Las buenas ventas del Martillo le daban para lo uno y lo otro a un Kramer, claustral acérrimo enemigo de la observancia monástica, y paradójicamente encargado de implantarla en su convento de Selestat, como prior del mismo. Paradoja resuelta en agosto del mismo año, cuando se le descarga de toda responsabilidad reformista, con orden de seguir en el cargo y convento hasta la llegada de un padre maestro observante que tomaría el mando. Él por su parte y al amparo de su derecho contractual con la orden nunca quiso entrar en la ‘observancia’ –que tampoco era para tanto–,  afiliado hasta su muerte a la ‘claustra’, como se llamaba con desprecio a los frailes relajados. Eso sí, por el mismo decreto de febrero del 90, Kramer quedaba «excluido de los conventos observantes de la vida en común, y se prohibía a todos los superiores de estas casas recibirle o darle hospedaje». Ni lo uno ni lo otro molestó para nada a un fraile viajero habituado a pagarse buenas posadas, amén de quedar en papel mojado, pues a partir de entonces Kramer empieza a ser recibido con honores en las casas de la muy observante provincia de Lombardía, incluso con la anuencia del padre maestro general, el buenazo de Torriani.

Esto era en vísperas del capítulo general que se abriría a mediados de mes en Worms, presidido por Sprenger.  ¿Conseguiría la orden meter por fin en cintura al díscolo fraile? No. Kramer volvió a demostrar que, como el administrador prudente del Evangelio (Lucas, 16: 1-9), tenía amigos hasta en el infierno. 


Bajo el signo del Toro

Armas del Borja Alejandro VI, en azulejo
Armas del Borja Alejandro VI

En junio de 1492, con Cristóbal Colón en España armando su flotilla de tres carabelas, en Roma el papa Inocencio VIII es un viejo acabado. La  noticia del ‘Orbis Novus’, el nuevo mundo ultramarino abierto aquel año a España y a la Cristiandad, estaba reservada para otro papa también nuevo y español, Alejandro VI (agosto 1492-agosto 1503).

Lo del moribundo papa Bautista Cibo  era consunción, y como reconstituyente para anciano terminales la geriatría de entonces, representada por Marsilio Ficino, preconizaba el viejo remedio de Dioscórides y Plinio: la leche de mujer joven y sana, mejor recién destetada de hijo varón y mamada directamente por el enfermo. Si eso fallaba, recurrir a la sangre juvenil humana. Leamos a Ficino [10]

«Por lo general ya a partir de los setenta [del décimo septenario], pero a veces desde los sesenta y tres [del noveno], el árbol humano se va secando hasta morir. Entonces lo primero es regarlo con líquido juvenil humano para que reverdezca. Escogerás pues una muchacha sana, hermosa, alegre, templada, y tú famélico mamarás su leche en luna creciente», etc.

La serie TV
Borgia (2011) recreaba el intento vano de una nodriza contratada para salvar a Inocencio, que se le muere con el pezón entre los labios. Nuestro informante, el secretario romano Esteban Infessura en su Diario, no da razón de tal mamada, y habla en cambio del otro remedio atribuido a la farmacopea judía: la sangre humana. Un médico hebreo prometió curar al papa con sangre joven, cuya extracción costó la vida a tres chiquillos, al precio de sendos ducados. «El judío huyó y el papa no sanó.» [11] 

Claro que no, Inocencio murió en la noche del 25 al 26 de julio. El cónclave sucesorio se cerró el 6 de agosto, para ser reñido entre dos papables, Julián de la Róvere y Rodrigo Borja, a quién era el mejor postor. Ganó por la mano ¡y por unanimidad! el Toro valenciano.

 «Los cónclaves de 1484 y 1492 son de los más deplorables en los anales de la Historia Eclesiástica» (L. Pastor dixit).  

Para Kramer la elección de Alejandro VI (1492-1503) –otro viejo conocido suyo de la Curia–  no supuso una rehabilitación inmediata, teniendo encima a un colega severo como Sprenger. De todas formas, los registros conservados apuntan a éste como demasiado rigorista, pues reiteradamente recibió avisos de capítulo o de la curia para que dejase en paz a comunidades no reformadas, como la de Kramer en Selestat, si al menos vivían como frailes a su manera tradicional. 

De pronto, Kramer aparece en nómina de la archidiócesis de Salzburgo, como predicador de la catedral. La operación tenía color legal en una iglesia que, como tantas otras del país, contrataba a dominicos doctos como predicadores y enseñantes. Más discutible era el arreglo entre una mitra señorial y una cogulla con voto de obediencia, a espaldas de la orden. De hecho, el primer capítulo de los dominicos que se celebró (Florencia, noviembre de 1493) intimó a Kramer, so pena de excomunión, que saliera de los términos diocesanos de Salzburgo, donde su presencia no era necesaria, porque la orden había designado para el cargo a otro religioso. 

Kramer se hizo el distraído como solía, y una vez más el sufrido maestro general hubo de repetírselo con amenaza de excomunión  (Roma, 7 de enero 1494). Porque entre tanto fray Nicolás, el dominico sustituto, no conseguía que en Salzburgo le reconocieran su nombramiento. Tenía título de bachiller, y por lo visto cambiar a todo un doctor conocido y escritor de fama por un novato, con el mismo sueldo y aún menor, no era negocio.  

Kramer no tuvo que molestarse en dar respuesta. La dio cumplida por él a vuelta de correo el príncipe-arzobispo de Salzburgo Federico V von Schaumberg (1489-1494), en carta al maestro general de los dominicos Joaquín Torriani. Sorprendente, no tanto por su extensión (que aquí excusamos) como por su sequedad  y contundencia, siempre dentro de la cortesía eclesiástica [12]

«… En nuestra diócesis de Salzburgo, el cuidado de la grey del Señor es cometido nuestro, y no de vos ni de vuestra orden, y a nuestro oficio compete proveer de predicadores doctos y elocuentes, y a nuestro arbitrio está designar para tal oficio a personas discretas e idóneas, sean del clero secular o regular de cualquiera orden o religión. Por ello mucho nos admira que vuestra caridad se haya atrevido, sin contar con nos como ordinario del lugar, a remover de aquí a éste o al otro y sustituirlo por otra persona» , etc. etc. 

La carta del prelado incluía un ditirambo al muy docto y ejemplar maestro doctor fray Enrique, «benemérito de nos, del clero y del pueblo de nuestra ciudad». Y para remate, un consejo al padre general: bien haría la orden imponiendo la reforma a sus frailes del antiguo convento de Friesach, antes cantera de religiosos doctos y virtuosos que servían a esta diócesis, pero hoy en día relajados y sin provecho. Por lo demás, y sin prescindir de fray Enrique, en Salzburgo había sitio también para el nombrado fray Nicolás. 

En primera lectura, la carta del arzobispo-príncipe podría parecer el desplante de un alto señor alemán agraviado por uno de aquellos meridionales italianos que sólo se acordaban de la Teutonia para exprimirla. ¿Y si la hubiese escrito el propio Kramer? No me parece disparate. El que ciertamente no pudo redactarla tal cual fue el arzobispo, un bruto semi analfabeto, de ser fiel el retrato que le sacó hacía poco el emperador Federico III ante su Consejo (1492), en un tuit de los de entonces que se hizo viral: «Ahí le tenéis, tan obispo como podría serlo un cartero. No sabe leer el Misal, pero es que ni la Cartilla» [13]

La autoridad de la orden dominica quedó desairada, sin asidero por donde agarrar a un Kramer escurridizo, maestro en recursos para vivir a sus anchas apurando las situaciones al límite. Y aunque el arzobispo murió el mismo año, joven víctima de sus excesos de mesa y cama, el fraile allí seguía en Salzburgo en agosto de 1495, simple con su prebenda de ‘lector’ en la catedral.

Por si fuera poco, en abril de 1495 es el papa Alejandro VI quien toma cartas indirectamente en favor de Kramer (sin nombrarle), dirigiendo un breve apostólico a dos dominicos maestros en Teología, uno el prior de Amberes y el otro un oscuro profesor de la Universidad de Colonia. Al papa han llegado quejas contra el provincial Sprenger como sembrador de discordia, altanero con sus religiosos en general y sañudo contra algunos en particular. Por ello se les encarga investiguen al provincial, y si las acusaciones resultan fundadas le destituyan sin miramiento. 

Al papa han llegado quejas…, ¿de dónde? ¿quién las movía en la sombra? Es curioso, el mismo papa «mejor informado» se desdice revocando su propio breve por otro de 20 de noviembre con todo pronunciamiento favorable a Sprenger, pues celebrado capítulo provincial teutónico en Bamberga, el 10 de mayo de aquel año los capitulares se habían dirigido a la Santa Sede para desmentir las acusaciones. Si no consta la mano de Kramer en la maniobra, tampoco veo razón para dejarle al margen, siempre con la habilidad de sacar ventaja de todo. 

¡Y qué ventaja! El catálogo cuasi-oficial de dominicos Escritores de la Orden de Predicadores (1719), en su reseña de fray Enrique y sin mentar su conflicto monástico dice escuetamente [14]

«Nuestro Enrique ejerció el oficio de lector de la iglesia de Salzburgo bastantes años (‘annis pluribus’), y en tal ejercicio le llamó el maestro de la Orden Joaquín Torriani a Venecia el año 1495, a debatir en público una cuestión sobre el culto y adoración de la eucaristía». 

Cualquiera pensaría en una disputa académica o algo parecido. Lejos de eso, bajo pretexto de un problema general más bien teórico, se trataba de resolver un caso de lo más práctico y a la vez ilustrativo del método camaleónico del sujeto: de la baraja de tesis ortodoxas, aplicar las de conveniencia. Bien, ¿cuál era el problema eucarístico, y por qué Kramer para resolverlo?


Perito en hostias milagrosas

El sacramento de la Eucaristía se funda en un gesto de Jesucristo en su cena de despedida, cuando ofrece a los apóstoles pan y vino diciéndoles: «Comed, que esto es mi cuerpo; bebed de esta copa, que es mi sangre». De las varias interpretaciones que admite el relato, la ortodoxia cristiana se decantó por la más literal y radical: conversión real y total del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Jesús. Es lo que desde fines del siglo XI se llamó en Occidente transubstanciación: cambio de sustancias sin alteración de ‘accidentes’ o cualidades físicas perceptibles, lo que se entiende por ‘apariencias’. El enunciado del dogma se debe al Concilio de Letrán IV (1215), confirmado y precisado en Trento [15]. 

Corolario del dogma es que el sacramento completo consta de hostia y cáliz (bajo las respectivas especies), sin perjuicio de que en una y otro se contenga íntegra la humanidad divina de Cristo, justificando así la costumbre occidental de excusar el cáliz al comulgante ordinario. En el siglo XV en Bohemia algunos secuaces de Juan Hus hicieron hincapié en la necesidad y obligación de comulgar todos los fieles sub utraque specie (“bajo una y otra especie”). El utraquismo como devoción fue ‘concedido’ por la Iglesia a los bohemios moderados o ‘calixtinos’; pero como dogmatismo fue condenado en el concilio de Constanza (1414-1418), confirmado en Basilea y Trento.

La doctrina escolástica común decía que la presencia real de Cristo en la eucaristía bajo especies de pan y vino está condicionada a la integridad física de esas especies y cesa, por ejemplo, si la hostia se enmohece o el vino consagrado se avinagra. Cessante specie, cessat sacramentum. A partir de ahí ya no se pueden dar a comulgar, como tampoco se pueden adorar. 

El problema no era tanto con el cáliz, que se consume en la misa, como con las hostias que se reservan y se exponen. Las hostias consagradas tendrían algo así como fecha de caducidad: no más precisa que la de nuestros comestibles envasados, pero como en éstos, sin esperar a que se descompongan, desde los siglos XIV-XV la norma eclesiástica era renovar las hostias consagradas al menos una vez al mes. Norma no siempre cumplida, por supuesto, y de ahí los mohos y putrefacciones, pero también fenómenos raros, como las prodigiosas hostias sangrantes, por el pigmento rojo bacteriano que por eso se llamó prodigiosina.

De ahí una opinión puesta de moda entonces, de adorar la eucaristía siempre sub conditione, sobreentendido, “si Cristo está presente”, para no incurrir en idolatría. Un ‘por si acaso’ generalizable a otros supuestos de duda, como por ejemplo, en el sacerdote celebrante la recta  intención de consagrar, o el carácter sacerdotal de un celebrante desconocido. Esta especulación escolástica minaba la fe del pueblo en la presencia real, que tantos herejes negaban; pero sobre todo minaba el prestigio de las ‘hostias prodigiosas’ que atraían público y rendían dinero.

Sobre esta cuestión fue enviado Kramer a Venecia a disputar en público, y lo hizo en presencia del nuevo arzobispo o Patriarca, Tomás Donato (1492-1504) –no por casualidad dominico y amigo suyo–; lo que significa que a nuestro fray Enrique se le tenía por autoridad en la materia. ¿Desde cuándo? 

La regla primera para caer en gracia a un superior es seguirle los gustos. Kramer la tuvo muy presente desde el principio de su carrera a la sombra de los altos curiales romanos. Un ejemplo: fray Francisco della Rovere, antes de ser papa Sixto IV, había publicado un ensayo sobre La Sangre de Cristo, del que estaba muy satisfecho; y aunque como franciscano defendía opiniones tan gratuitas como sus contrarias de los rivales dominicos, el tema dio la pista al joven fray Enrique para prestar atención a los misterios de la eucaristía, a fin de poder interpretarlos siempre a favor de viento, que ora sopla en una dirección, ora en la opuesta o la oblicua, todas aprovechables.

Recordemos, quince años atrás (1480) en Augsburgo vimos a Kramer inquisidor hostigando a una cofradía de mujeres devotas de la comunión frecuente en la parroquia de San Mauricio. Según él, comulgar a menudo o incluso a diario los seglares era falta de respeto al sacramento, y si eran mujeres podía hablarse de frivolidad muy propia de su sexo. El párroco Molitor recurrió a Roma, pero perdió: en 1482 Sixto IV le prohibía dar la comunión diaria, aunque no por lo que dijera Kramer, sino por ser ‘cosa inusitada’. Nuestro dominico conocía bien el pensamiento del papa, y por halagarle cargó la suerte, insinuando sospecha de herejía. 

Si con el cura y las beatas de San Mauricio tocaba condenar la frecuente comunión por contentar a Sixto, a papa muerto ya no había por qué. Quince años después (1495) Kramer recoge casos de santas mujeres que comulgan incluso a diario, por la sencilla razón de que viven exclusivamente del sustento eucarístico; y como «el papa moderno» es Alejandro VI, admirador de tales religiosas y de su fenómeno místico, al dominico le viene de perlas para su polémica con los herejes husitas, que exigían comulgar todo cristiano con las dos especies, pan y vino. Las ‘santas vivientes’ de Kramer, con su inedia y anorexia milagrosa sin beber del santo cáliz, eran prueba de que con la hostia les bastaba, eso sí, comida como el pan de cada día. 

Veamos otro giro de veleta no menos ilustrativo. ¿Qué opinaba Kramer sobre la presencia real en hostias ‘pasadas de fecha’? Respuesta: Depende de quién lo pregunte. 


La Hostia milagrosa de Augsburgo: Relicario y detalle de la ventanilla
En la misma ciudad de Augsburgo, la iglesia de la Santa Cruz era célebre –y sigue siéndolo– por el Wünderbarliche Gut (en adelante, WG), maravilla eucarística visitada por multitudes de peregrinos. La supuesta santa hostia se adoraba desde 1199 –pronto se cumpliría su III Centenario–, y ya muchos ponían en duda su divinidad y real presencia de Cristo sacramentado en un objeto que ni siquiera tenía el aspecto de pan, sino de algo viscoso y rojizo «como carne con hilillos de sangre».

El buen obispo Federico von Zollern (1486-1505), para caldear una devoción eucarística algo apagada, discurrió para la semana del Corpus Christi un tanda de sermones encareciendo el WG. Téngase en cuenta que para entonces, sólo en Alemania, el número de las hostias sangrantes rondaba el centenar.

Estrenó la nueva tribuna don Bernardo Stunz, alta dignidad del cabildo, viernes siguiente a la fiesta del Corpus, muy concurrida por la esperanza de ver fenómenos raros que a veces se producían en la exposición del WG. Esperanza defraudada aquel año, para desilusión de los peregrinos. Y fuese por esto, o porque el canónigo Stunz era de la cuerda crítica, lo cierto es que el hombre dejó atónito al auditorio cuando, en vez de fervorines, largó reproches contra los abusos eucarísticos, empezando por el propio WC. ¿Qué prueba de la ‘presencia real’ era aquello, donde ni siquiera había una hostia de verdad? Lo sensato era retirarlo con discreción al arca de las reliquias inciertas.

Don Bernardo no era ningún francotirador ni un impío, sino buen discípulo del gran Nicolás de Cusa (1401-1464), que como cardenal legado del papa Pío II había visitado Alemania a mediados de siglo, censurando entre otras supersticiones la manía de las hostias sangrantes, y en algunos sitios recomendó retirarlas discretamente. No sabemos si a su paso por Augsburgo se atrevió también con el WG, pero sí vemos que su semilla no fue vana.

Ante la crisis provocada, el obispo perplejo veía necesaria una investigación; cuando he aquí que los cielos se le abren: fray Enrique Kramer se ha dejado caer por la ciudad. El ya famoso Kramer, que todavía se las daba de legado papal por Alemania (aunque sus patentes de Sixto IV y de Inocencio VIII estaban vencidas); el inquisidor enemigo de la comunión diaria en Augsburgo, que ahora viene a salvar el diario y perpetuo ‘Bien del Milagro’ augustano.

El primer cuidado del dominico es rendir visita devota al WG, para encontrar que ya no se halla expuesto. Pregunta al prior de Santa Cruz, le pide le muestra el santo misterio ya retirado del culto y a buen recaudo, y al conocer el porqué de tan vergonzante ‘reserva del Santísimo’, teatralmente infremuit spiritu («su alma dio un bramido»). Habla con el obispo y se ofrece a defender el WB de palabra y por escrito. Por de pronto y como predicador titular de Salzburgo Kramer recibe el encargo de predicar en Santa Cruz otra tanda de contra-sermones –36 nada menos– para deshacer el entuerto de don Bernardo, con tanto golpe de gente que la iglesia quedó pequeña, y poniendo púlpito en plaza como los grandes de la oratoria popular predicó en el Frahnhof.

En cuanto al escrito, y siempre atento al beneficio de la imprenta, Kramer pone mano a otro de sus panfletos polémicos: Impugnación del error de los que sostienen que el sacramento eucarístico milagroso, cuando en la hostia aparece el aspecto de sangre fresca, de carne o de imagen, no es verdadero sacramento. En sustancia:

  «La regla o aforismo, ‘cesando la especie, cesa el sacramento’, se entiende, cuando las especies sacramentales cesan por corrupción natural o forzada, como cuando se pudren de viejas o por demasiada humedad, o cuando se queman. No así en cambio cuando la especie sacramental acostumbrada no se corrompe, sino que se transforma en especie o forma milagrosa de carne o sangre, o de imagen.» 

Este era el Kramer llamado a iluminar Venecia en 1495. ¿Qué de nuevo había por allí? ¿Qué tocaba defender ahora? 

La ocasión la dio un incidente como tantos en aquellos tiempos. El propio Kramer, que a cada intervención pública se publicitaba con nuevo panfleto (si no era con dos o tres), lo cuenta a su manera tendenciosa en el prólogo del que tituló Tractatus erroneus (sic: ‘Tratado erróneo’), queriendo decir que iba dirigido a discutir y refutar una opinión equivocada; luego veremos cual, y si estaba tan fuera de razón.

El caso fue que en un lugar de la diócesis de Padua –dependiente de Venecia– un labrador y sus dos hijos hallaron en descampado entre la maleza dos vasos sagrados robados de una iglesia vecina, cosa de tres años. Avisado el cura reconoce el hallazgo. Nadie toca nada ni dice nada, y los labriegos montan guardia mientras el cura se da tiempo para consultar. Días después vuelve, examina mejor los vasos y un grito se le escapa: ¡uno de ellos, destinado a guardar el viático de los enfermos, contiene la eucaristía! Sin moverlo del lugar, el primer cuidado del sacerdote fue tratar el sacramento con los respetos de rúbrica, trayendo un ara o piedra consagrada donde ponerlo y un corporal para cubrirlo. También improvisó un sagrario de madera y en pocos días rodeó el espacio con una sencilla cerca. En fin, puso guardia permanente, con encargo de vigilar el sitio y mantener candelas encendidas. Y como a todo esto ya venía gente curiosa en gran número, los mismos guardas debían advertirles que era lugar sagrado porque allí estaba presente el verdadero cuerpo de Cristo.

Así las cosas, no tardaron en aparecer agentes del obispo de Padua a investigar los hechos. Los cuales –en la versión de Kramer–:

«abiertos los vasos,notificaron delante de todo el pueblo que en uno había restos de hostias corrompidas. Tras esto, los mismos señores mandaron destruir el sagrario, apagar las luces y despejar la maleza donde estuvieron ocultos los vasos. En suma, que aquel lugar no era visitable en adelante para el público con fines de adoración y culto, bajo pena de excomunión. Con lo cual se fueron, llevando consigo los vasos para depositarlos en la iglesia vecina.» 

Todas las versiones, ésta incluida, coinciden en que el cura que primero examinó por dentro los vasos vio en uno de ellos la eucaristía, es decir, unas sagradas formas de buen aspecto a las que rendir culto; y de su convicción daban prueba las medidas litúrgicas que aplicó. Por otra parte, no era pensable que unas especies bien conservadas en abandono a la intemperie durante tres años, en cuestión de días y bajo el cuidado del sacerdote se corrompieran, tal y como dijeron los emisarios de Padua, sin acompañar su afirmación con un gesto tan sencillo y obligado como era mostrar al público el contenido del vaso, y no sólo eso sino acto seguido proceder contra un cura que no sabía distinguir entre una hostia sana y una podrida. 

Esto último sobre todo no ocurrió, y todo apunta a un conflicto de intereses resuelto por el poder a la brava. Para un cura de aldea, con tanta hostia milagrosa en derredor, este podría ser el germen de un nuevo santuario, como tantos otros famosos empezaron, aunque eso no era cosa suya sino de la Iglesia. Y la Iglesia para el anónimo curita era su obispo de Padua, el veneciano Pedro Barozzi, que con buena razón no vio oportuno aquel milagro. Padua estaba sobrada de ellos gracias a su San Antonio, el taumaturgo franciscano portugués; el mismo que, en plena misa, obligó a un jumento a doblar las rodillas en adoración ante el Santísimo, para ejemplo y escarmiento de unos descreídos (Rímini, 1223). 

S. Antonio demuestra la presencia real eucarística haciendo que una mula desprecie el forraje y adore la hostia
Padua, Sala delle Adunance - G. Tessari (?), 1515. 

Volviendo a Kramer, uno esperaría su dictamen sobre si en el campo de Padua hubo milagro eucarístico o no lo hubo, si las especies naturales del pan se conservaron o no. ¿Cuál, si no, su moraleja de la historia contada? Pues hela aquí:

«A todo esto, ciertos sacerdotes exaltados dieron en predicar públicamente, que todos y cada uno de los que acudieron al lugar donde se anunciaba la presencia del Cuerpo de Cristo, según queda expresado, no fue el cuerpo de Cristo lo que adoraron, sino al diablo, las zarzas, los árboles, el orín de los vasos y cosas por el estilo. Y al lugar lo llamaban ranero, cueva de ladrones, de herejes, de lobos, raposas etc. Razones todas más indicadas para burlarse del pueblo que para corregirle fiel y piadosamente. » 

Fray Enrique no gastará tinta sobre realidades que puedan chocar con su instinto de autoconservación elevado a la categoría de principio y fundamento. Obviada así la cuestión de hecho, se postula como maestro pastoral que amonesta al simple sin herirle en su dignidad, no como los predicadores italianos que cita, pensando él sin duda en el canónigo de Augsburgo Bernardo Stunz. Fuerza es reconocerlo, el hombre sabía cuidar su huerto.


Fray Enrique descubre a sus ‘otras mujeres’

Kramer no tuvo prisa por dejar la ciudad de los canales, huésped protegido del arzobispo-patriarca y bien alojado en el gran convento dominico de San Zanipolo, de la rama observante. Buen sitio para quedarse todo aquel año y parte del siguiente dando forma a borrones para la imprenta y madurando nuevos proyectos. Uno muy importante (para él), salía en defensa del Papado romano, que siempre era apostar sobre seguro, pero  esta vez con el mérito añadido de ser el papa Borja un cliente difícil para el mejor abogado.

Y aquí hacemos una pausa, no para publicidad, sino porque en esta crónica de sucesos no puede faltar esta necrológica: 

El 6 de diciembre de 1495, domingo, falleció en su convento de Colonia fray Jacobo Sprenger, inquisidor e involuntario coautor del Martillo de Brujas forjado por su cofrade fray Enrique Kramer, con el que tan mal se llevó en vida. Se dice que al final se reconciliaron, mientras que otros piadosamente suponemos que Sprenger se quitó un peso de encima otorgando a Kramer su perdón fraterno. 

Es de saber que en las diferencias entre ambos –fray Jacobo como superior provincial y fray Enrique como súbdito nada fácil– el papa Alejandro VI, nada menos, terció a favor del segundo indirectamente y sin nombrarlo, cuando por edicto de 23 de abril recomendaba a los dominicos alemanes destituir a Sprenger, por quejas fundadas sobre su gobierno. Cierto que el mismo papa siete meses después revocó su propio edicto el 20 de noviembre, lo que abre paso a especular con dos supuestos: que Kramer intrigó  contra su colega y superior en la corte de Roma, y que el disgusto mortal pudo acabar con la vida de Sprenger, sin que la revocación del edicto bastara para salvar al moribundo. 

Kramer, por su parte,  tras haber disfrutado él solo de los beneficios económicos del exitoso Martillo, le correspondió in articulo mortis cediéndole a título póstumo la autoría de la maldita obra. Así, en adelante, las nuevas ediciones del Martillo, a beneficio editorial, salieron a luz con el nombre de Jacobo Sprenger, y cuando el libro cayó en descrédito, el ‘Apóstol del Rosario’ cargó con la infamia. Triste sino, injusticia sólo corregida en tiempos recientes, cuando se ha investigado la personalidad, vida y milagros del verdadero autor fray Enrique Kramer.

Volviendo al hilo, aquí nos importa la citada obra polémica de Kramer escrita en Venecia, aunque la publicó en Alemania: Contra cuatro errores de muy reciente aparición contra el sacramento de la Eucaristía (Nuremberg, enero de 1496). Aquí revela por vez primera su interés por el poder alimenticio de la hostia consagrada, manifiesto en el fenómeno de tantas mujeres de comunión frecuente que se decían vivir sin otro sustento, cuyo modelo era la mística dominica Santa Catalina de Sena. 

Catalina gozaba del cielo, pero en tierras de Italia tenía imitadoras, de las que fray Enrique hacía encuesta, y a más de una conocerá en persona. En Venecia, sin ir más lejos, residía  desde hacía unos años sor Clara Bugni (1471-1514), una de las ‘santas vivientes’ a la moda de la época. Kramer hubo de tener noticia de ella y tal vez la visitó, aunque evitará citarla en su lista porque Clara era clarisa, vestía el hábito franciscano y no le servía para su propaganda de la orden dominica.  Reconocerá que el milagro de la inedia mística, como también el de los estigmas, se daba en muchas órdenes religiosas sin distinción de sexo. Él sin embargo eligió sus casos entre monjas de su orden, nunca entre los frailes [16]. 

En 1500, año de Jubileo con Kramer en Roma, el papa Alejandro le honra y a la vez se lo quita de encima con nueva misión ‘ultra Sauromatas’ , como legado adjunto en Bohemia. Misión imposible la de aquella frontera del orbe católico y de la cruz frente a la medialuna. Desde su cuartel general en Olmutz, al norte de Viena, el inquisidor va a consumir sus últimos años lidiando con herejes husitas y valdenses, sí, pero también con los correligionarios  franciscanos, que con su propia estrategia ya obraban en aquella viña del Señor.

      
 La rivalidad entre órdenes religiosas no era cosa nueva, baste recordar las querellas entre monjes negros y blancos, benitos y bernardos. Pero los frailes mendicantes pronto compitieron entre sí, en función de su importancia, con agresividad comparable a la de los actuales partidos políticos. Dominicos y franciscanos, sobre todo, daban tan mal ejemplo que ellos mismo salieron al paso inventando un supuesto encuentro y abrazo entre sus santos fundadores: el rigodón de santo Domingo con san Francisco, reproducido en mil cuadros de sacristía y hasta en pantomimas procesionales [17].  


Hablar de controversia sería impropio, no era el fuerte de Kramer, que como buen inquisidor jamás entraba en razones con sus investigados. Y aunque en Bohemia se imponía  procurar convertir a los que no era posible ni político echar el guante, al autor del Martillo se le daba más la invectiva que la persuasión. Los herejes en cuestión eran sobre todo los miembros de la Unitas Fratrum o ‘Hermanos Bohemios’, ya desde 1467 reñidos con el dogma católico. Su eucaristía era sacramento simbólico de pan y vino, sin transubstanciación ni presencia real. Pues bien, para convencerles de ésta última, Kramer sazonó su argumentario con el ‘hecho’ de las vírgenes anoréxicas, certificado a fe de notarios. Si la sagrada forma basta para el sustento humano, eso prueba que no es lo que parece, un poco de pan, sino algo de más sustancia. Los herejes, como digo, se reían del pretendido fenómeno y de las pruebas notariales; porque, además, ¿qué más daba que en la hostia sólo hubiese un poco de pan, y no Cristo de cuerpo entero, si al fin era milagro?

Sor Lucía de Narnia, santa en vida
Estampa española, h. 1502

El ejemplo de sor Lucía de Narnia

De las anti-brujas alegadas por Kramer como aproximaciones al ideal de feminidad en positivo nos fijaremos en sor Lucía Brocadelli (Narnia, 1476 - Ferrara, 1544), como la más y mejor documentada –también la más extravagante–, conocida suya en directo y a la que dedicó un panfleto contra los bohemios:  “Lucía de Narnia, la virgen estigmatizada, y otras personas espirituales del sexo femenino: hechos dignos de admiración” (Olmuc en Moravia, 1501)

«Personas espirituales del sexo femenino»: circunloquio notable como anticipo remoto de la logoflexia que gasta hoy cierto feminismo. Allí habla el dominico de tres religiosas terciarias dominicas de su tiempo: Lucía Broccadelli, Estefanía Quinzani y Columba de Rieti. Las dos primeras sobrevivieron con mucho al autor, muerto en 1505. La tercera, Columba, muere en 1501, al mes de aparecer la publicación. La elección no era gratuita: aparte de vestir como Santa Catalina el hábito de Santo Domingo y ser ‘santas vivientes’, Lucía sobre todo tuvo relación directa con el papa Alejandro VI, que le dio su visto bueno. 

Dicho de otro modo: a Kramer los herejes y sus almas le importan en tanto no interfieran con su halago al “papa moderno” Alejandro VI, ocasional entusiasta de aquellas vestales como coartada en su veleidad de reforma eclesiástica. El papa tal vez no llegó a rendir visita a sor Lucía, aunque la apoyó, y habría recibido en consistorio a la religiosa agustina Verónica Negroni de Binasco que le traía un mensaje secreto de enmienda moral: «Honradla, es una santa», dijo Alejandro a sus cardenales. 

Una vidente respetuosa con la jerarquía y de criterio maleable en manos de sus mentores espirituales era una mirlo blanco para el papa Borja, tan reñido con Savonarola y ‘sus mujeres’. De todas formas, no duró mucho Alejandro en su buen propósito. Sorbido el seso ya senil por la hermosura de Julia Farnesio –cedida para amante del papa por un agradecido cardenal tocayo, Alejando Farnesio, hermano de ella y futuro papa Paulo III, el de Borja eleva a la Farnesina como sustituta de su ya gastada Vanozza, la madre de sus hijos de madre conocida. y la bellísima se gana el mote blasfemo de Sponsa Christi (la Esposa de Cristo).

La sor Lucía que interesa a Kramer es la ya acreditada mística protegida y adoptada por Hércules I de Este (1431-1505), Duque de Ferrara, como profetisa áulica y florón espiritual de su corte. Se prescinde de su infancia y primera juventud llena de visiones maravillosas. En una se le aparece santa Catalina de Sena, anunciándole que un día vestirá su hábito de dominica. Lucía muestra su preocupación por ser analfabeta. La santa le dice que duerma tranquila, y en efecto, como en un anticipo de la hipnopedia, al despertar pide un libro y lee de corrido.  La mayor de doce hermanos, muy niña mostró su don profético, a cada embarazo palpando y auscultando  el vientre de su madre para predecir el sexo y nombre de la criatura. 

Precoz fue su voto de virginidad y su místico desposorio con Jesucristo: plan divino que contrastaba con el paterno de casarla, y que a la muerte del padre hicieron suyo con empeño sus tíos tutores, altos cargos en la Curia de Alejandro VI.

Sigue la etapa de su forzado matrimonio (1491-1494) con un caballero milanés –el ‘conde’ Pedro di Alessio–, bastante sufrido por cierto, pues a sus requerimientos del débito conyugal ella acompaña la negativa con destemplanza y hasta con algún sopapo al marido, del que se fuga para volver a la casa paterna. El cual desesperado de poseerla maritalmente, a los tres años de casado opta por el divorcio con dispensa papal, y él mismo se mete fraile franciscano, mientras ella toma el hábito de Santo Domingo y hace su noviciado en Roma. Esta etapa conyugal nada breve no impide a Kramer, ni luego a los biógrafos de Lucía, hablar de ‘la siempre virgen’.

La carrera fisio-mística pública de sor Lucía empieza en Viterbo y 1496, el 25 de febrero por la noche a maitines, cuando al entonar el Salmo 88 (Misericordias Domini in aeternum cantabo) entra en éxtasis y sale de él con los estigmas visibles y sangrantes en manos, pies y costado. Un favor y carisma íntimo, pero de carácter publicitario por agencia de su confesor, y que bajo controles teológicos y médicos, junto con el don de profecía y clarividencia, convierte a la monja en institución local, adorada del pueblo simple como ‘santa en vida’ y regalo de Dios a Viterbo. Esto quiere decir que la joven Lucía, ya famosa a punto de cumplir sus 20 años, e igualmente dócil y fiable en su nuevo papel de oráculo público sin salir de entre las paredes de su convento, estaba realmente en expectativa de destino.

Era justamente lo que buscaba el viejo duque Hércules de Este en su proyecto de nueva Ferrara material y espiritual: una pitonisa garante de su autoridad también en los aspectos moral y religioso, todo muy de exterior y fachada con alharacas de piedad sincera.  En tal sentido pidió al papa Alejandro el destino  de la monja de las llagas a Ferrara, para tenerla a mano como consejera y superiora de un gran monasterio que proyectaba edificar.  No fue fácil, pues por nada del mundo querían los de Viterbo desprenderse de su santa. Lo que ocurre entonces es revelador de la mentalidad de la época en estos achaques.

El duque, tras varios intentos fallidos, puso el negocio en manos de un agente de su confianza, Felino Sandei, curial romano y afamado canonista, desde 1495 obispo coadjutor de Luca con expectativa sucesoria (cumplida en 1499). Dos años de gestión y una fuerte suma por cuenta del duque necesitó Sandei para sobornar al alcalde de Viterbo y sacar de tapadillo a la monja, por el acreditado expediente de esconderla en un cesto de la colada. El 7 de mayo de 1499 la Brocadelli entraba en Ferrara con todos los honores, designada abadesa de un convento descomunal capaz para un centenar de religiosas.

Lo más chocante para nosotros fueron las advertencias previas del obispo Sandei al Duque, mediante correspondencia sobre todo con su hijo el cardenal Hipólito de Este: ¿estaban padre e hijo al corriente de que las llagas de la monja eran de pega? Confuso Hipólito, Sandei se franquea de su puño y letra directamente con el Duque: 

De Roma y Palacio Apostólico, a 16 de febrero de 1498.

Illustrissime Domine: Tras mucho indagar por diferentes vías si los estigmas de sor Lucía son de veras, al fin con gran secreto y a escondidas he descubierto fuera de toda duda ser cosa fingida y muy de lástima, sin verdad alguna. Y por quitarlo de la cabeza de Vuecencia y sacarle de su engaño, yo le explico brevemente en qué consiste esta alquimia. 

Esta Lucía a sus 18 años es una simple, moldeable a todo evento, en manos de otra hermana de Viterbo, astutísima y maestra de toda esta fábrica, que por consejo de algunos frailes hipócritas ha discurrido esta invención de los estigmas…

Y cuenta cómo el obispo de Castro [Tito Veltri de Viterbo], curioso del milagro,

 visita a Lucia y la encuentra encamada y atónita, con las manos juntas y boqueando como en agonía. Una y otra vez le pregunta de que se trata, y ella bien enseñada de sus alquimistas termina diciendo: «Son dones de Dios».  A lo que el obispo, hombre a la antigua, provecto y experimentado, se hace traer vino blanco caliente y le lava las palmas de las manos, con lo que los estigmas desaparecen. 

Lucía se queja de que aquel lavatorio le ha dolido, las hermanas gritan que muy  mal hecho, etc. El obispo dice que le gustaría saber quién es el autor de tal engaño, en vituperio de nuestra fe, a lo que le ruegan que no diga nada, et ita tacuit (y así calló). 

Pasado un mes las monjas le piden que vuelva, que esta vez va de veras. Vuelve, y observa en manos y pies cierta quemadura, entendiendo al punto que era cosa fingida. La llaga del costado ni se la mostraron, diciendo que no era honesto. Luego la susodicha, bien aprendida su lección, se puso a profetizar grandes cosas que pronto vendrían y ninguna ha venido. Así, entre otras mil mentiras, predijo el día de su muerte, y que entonces sonarían todas las campanas de Viterbo por sí solas. El día no ha venido, pero ya el mismo anuncio es una ridiculez. El obispo lo dejó estar sin decir palabra, por no turbar a las monjas... 

Arremete luego Sandei contra «el fraile que ha embromado a Vuecencia, merecedor de cárcel perpetua». Se refiere al dominico confesor de Lucía fray Martín de Tívoli, entusiasta del traslado y promoción de su pupila para ir con ella e introducirse en la corte de Ferrara, y que al efecto preparó un certificado notarial, testigos los notables de Viterbo, sin faltar el mentado obispo de Castro, «y ciertas señoras dignas de hoguera». Pero rogado el obispo para dar fe de los estigmas, según Sandei, este fue su testimonio:

«Yo he visto bien las manos de Lucía chamuscadas; pero que sean estigmas dados por Dios, eso jamás lo diré, porque no lo sé.»  De modo que, sin nombrarle, el padre reverendo se alzó con el instrumento notarial y lo trajo a Ferrara junto con un pañuelo de Lucía teñido con cinco manchas de sangre brotada de su nariz. Miente por toda la gola el maldito bellaco, y  dos ensayos lleva hechos. El uno con Vuecencia, el otro en Roma, pensando que con uno que le salga bien podrá vivir a expensas de los falsos estigmas y librarse del convento… Pero el negocio le ha salido mal, y así digo yo a Vuecencia que el Procurador de la orden me ha dicho que el fraile juega a dos palos. Todavía no me ha dicho que los estigmas sean falsos, sea por no malograr la ganacia a los colegas, o por no hacerlos odiosos a los de Viterbo, enviscados (arrabiati) en esta locura – no porque se la crean, sino porque ven cómo la mercancía sube de precio cuando el trato va con faltos de seso y con el vulgo ignorante.

Todavía sigue una buena coda de la carta, donde Sandei se despacha sobre las trapacerías frailunas en el suculento negocio del fraude pío. Tan explícito todo que, cuando el Duque en su respuesta hizo oído sordo, al agente no le cupo duda de que Su Excelencia estaba al cabo de la calle y sabía lo que quería. Así que, cumplido este deber de buen criado, a Sandei ya sólo le quedó dar satisfacción a su amo. como fuese.  Tales eran los hombres del Renacimiento en Italia y fuera de ella. Con razón Marco Folin al dar a conocer esta carta en su original italiano la califica de «documento extraordinario», revelador de cómo el poder explotaba entonces la ‘religión de los simples’:  un concepto que «precisamente por aquellos años  iba ganando espacio en los debates teológicos», en un monipodio de pícaros y comedia de intereses creados. 

La indirecta de Sandei a su señor duque al final del texto citado, rayana en lo temerario al incluirle entre los negociantes «faltos de seso», o no la pilló el viejo, o no se dio por aludido. He aquí la respuesta de Hércules a su fiel Felino:

Ferrara, 26 de febrero 1498. Ad dominum Felinum Sandeum

Reverende dilectissime noster: Recibimos la vuestra de 16 del presente, por la que copiosamente dais a entender lo que se os alcanza de las cosas de sor Lucía y el crédito que os merecen. Gracias por todo, y mucho apreciamos vuestra diligencia en darnos aviso de cuanto habéis entendido, pareciéndonos que habéis procedido en todo con amor y lealtad, y estad seguro que de nuestra parte vuestros avisos se mantendrán secretísimos. 

Pero puesto que nosotros no creemos que la cosas de sor Lucía sean fingidas, persistimos en nuestra primera opinión y parecer, y más que nunca deseamos tenerla aquí, sin que nos retraiga ni lo que nos ha costado ni lo que nos va a costar el darnos este gusto, que por verlo de una vez acabado os rogamos como más eficazmente podemos, queráis seguir haciendo lo posible para que la tengamos aquí… 

Con todo, os agradeceremos y os rogamos que por vuestra parte no manifestéis lo que habéis entendido, pues nada más lejos de nuestro deseo que ver esta empresa mancillada, menoscabada y puesta en lenguas. Entended con esto cuán a pechos nos va esta cosa, para vuestro gobierno en la consecución de nuestro empeño. 

La lectura de los textos sobre esta ‘traslación’ de una ‘santa en vida por iniciativa de un déspota local entusiasta, el viejo duque de Ferrara, es como un déjà vu que nos lleva a Segismundo, el archiduque de Austria con su corte en Innsbruck. Ya vimos al viejo chocho entusiasmado al principio con una caza de brujas por fray Enrique Kramer; una farsa que el obispo Golser mejor informado corta en seco y despide al fraile. Los estudios históricos sobre extravagancias de príncipes nunca deben olvidar en esos personajes el detalle de la edad, que a nadie perdona. El Hércules de Este empeñado en mercarse una sor Lucía ya no es tanto un héroe de Maquiavelo como un viejo supersticioso ganado por la propaganda frailuna, y así lo demuestra el montaje de la ‘traslación’. Nada más escueto y frío que la reseña de Frizzi en sus Memorias para la Historia de Ferrara, sobre el traspaso de sor Lucía y familia de Viterbo a Ferrara, con las pistas para hacernos idea del evento y su trastienda:

«Tenía ella entonces 23 años. Con ella vinieron la madre y algunas mujeres y hombres parientes suyos, más el confesor. A su llegada a Ferrara (16 de mayo 1499), el Duque salió a su encuentro con todos los honores y la puso a vivir en Cabbianca, donde hoy hay un monasterio. Allí se le murió una prima de 15 años llamada Úrsula, pero en compensación se le unieron varias muchachas de Ferrara bajo su férula.

Entre tanto, a 2 de Junio dio principio el Duque a un amplio monasterio entre los conventos de S. María de los Ángeles y de S. Bernabé, y lo dotó para el mantenimiento de 100 monjas… A los 2 años y 2 meses el monasterio estuvo en condiciones de ser habitado, y allá fue transferida con gran procesión el 5 de agosto de 1501 Lucía con 22 hermanas, entre ellas su madre, bajo la dirección de los Dominicos de Sta. María de los Ángeles. 

Una sor Columba, que se decía que a diario la daba de comulgar el Ángel, y que de aquella comunión no más vivía, fue conducida con otras desde Viterbo y fue agregada a la sociedad de Lucía (así está escrito en el citado Diario, a 7 de junio de 1500 y a 23 de enero de 1502). El mismo día se registra la llegada de una sor Beatriz de Narnia con 13 compañeras que el Duque había mandado llevar de Roma.»

Con todo, no había manera de cubrir el cupo de monjas de aquel caserón monacal, situado como vemos entre otros dos conventos de los muchos que había en Ferrara. Ya absorbido por la orden segunda dominica y rebautizado de Santa Catalina de Sena, tras la boda de Lucrecia de Borja con el hijo del Duque, Alfonso (septiembre de 1501), una de las preocupaciones de la joven hija del papa fue reclutar monjas para aquella casa, lo que dará un vuelco fatal a la suerte de sor Lucía.

Entre tanto, la santa viviente era mimada por su patrón, que la exhibe como número de espectáculo en sus programas cortesano, al par de los alardes militares o de los titiriteros, y no es burla:

«Año 1502. Viernes que fue el 4 de febrero a la mañana el Il.mo Sr. Duque con gran comitiva vino al palacio del Sr. Orador [del rey de Francia Luis XII], y juntos fueron a Santa Catalina donde oyeron misa. 

Y luego vieron y hablaron con una santa mujer llamada sor Lucía de Viterbo, que en su cuerpo mostraba aparentes los estigmas en los cinco lugares, como tuvo Jesucristo, y cada viernes padece al vivo los pasos de la Pasión, y entonces le limpian la sangre con paños y guantes. Algunos tocaron aquellos lugares, y el Duque obsequió al señor Orador con algunos pañuelos de los que ella se pone sobre los estigmas. 

Y luego juntos fueron al Castillo, a verlo, como también las piezas de artillería que hay en él, magníficas y en número grandísimo. Y luego todos juntos salieron al patio, donde un funámbulo ejecutó muchos y variados ejercicios sobre dos cuerdas tendidas en alto a través de la plaza, marchando por ellas con armadura completa, como también bailando a la morisca, con otras muchas habilidades de maravilla. Y finalmente aquella tarde la Il.ma Duquesa de Urbino [Isabel Gonzaga] invitó a cenar al referido Sr. Orador con grandísima demostración de afecto...

Jueves que fue el 10 de febrero, el Sr. Duque vino con gran comitiva a sacar de casa al referido Sr. Orador, y todos juntos fueron a visitar a la referida sor Lucía, la que padece los estigmas; y luego vinieron a la Catedral a oír misa...»  

Fray Enrique debió de visitar a sor Lucía de paso por Ferrara viajando a su último destino, Bohemia-Moravia, y es de suponer que el Duque dio al inquisidor amigo todas las facilidades para conocerla y estudiarla, como también a sor Columba de Rieti. Si estas mujeres con su inedia eucarística le dieron un argumento, siquiera pintoresco, contra los herejes husitas, ellas mismas y otras de su condición le ayudaron también a llenar la bolsa. Como suena.

Ahogado el ardor de reforma personal y eclesiástica por el otro calentón de la bella Julia, a Alejandro VI de pronto le dio por la guerra al Turco, siendo así que siempre se había entendido muy bien con el sultán Bayaceto, invitándole incluso a hostigar a los príncipes cristianos enfrentados a la Santa Sede. Tal giro político lo captaron al punto los confesores y directores de monjas extáticas, de modo que el cambio de siglo (1499/1500) trajo una marea de visiones, vaticinios y sueños anti-Turco, amén de los cometas y prodigios de rigor [18]. Cierto, el peligro era tan real como la penuria económica del Borja, y las beatas videntes estuvieron a la altura como reclamo para la venta de una bula de cruzada. Fue la última que Kramer predicó, veterano en ellas como comisionista y sisador, aunque también se lo trabajaba con la pluma: en otro de sus panfletos muy bien vendido – el titulado Clippeum [sic] o ‘Escudo’, interpreta el avance turco en clave apocalíptica, revuelto con la expansión de la herejía husita y de la brujería satánica.

Enrique Kramer muere en 1505, el mismo año que Hércules de Este, el patrono de sor Lucía. La nueva pareja ducal, formada por Alfonso I de Este y su consorte Lucrecia de Borja no comparten el entusiasmo de sus padres respectivos por las santas vivientes. También era otra la composición de su comunidad de monjas, donde las nuevas ya abiertamente criticaban a la madre superiora la exhibición de llagas falsas y éxtasis de diva en escena. Una de ellas llegó a agredirla con un cuchillo. Depuesta de su cargo y humillada cruelmente, la pobre Lucía se vio relegada a un sotabanco donde todo quedase entre ella y Dios. Y hay que decir que supo estar a la altura de su infortunio como mística sincera hasta su muerte con casi 70 años, finalmente rescatada por los dominicos, rehabilitada y autora de una autobiografía espiritual y un cuaderno de revelaciones, que no fue poco para darle culto y declararla beata, aunque esto último llevará su tiempo (1729) [19].

La fama de sor Lucía llegó a España ya a principios del siglo XVI, contribuyendo aquí al efecto mimético de las monjas místicas, con diversa fortuna en sus peripecias con el Santo Oficio. No parece que en ello tuviesen nada que ver los escritos de Kramer, cuyo Martillo de Brujas tampoco fue libro de cabecera ni bien visto por los inquisidores hispanos de entonces, bastante escépticos sobre brujas negras ni blancas, los dos antitipos femeninos de fray Enrique en su imaginario enfermo.

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1. Aunque la ‘nueva’ brujería se configura desde entrado el siglo XV, ya en los años 20 del anterior XIV el papa Juan XXII –hombre supersticioso y presa de temor a los maleficios– con su bula Super illius specula (1326/27) abrió la puerta a la persecución inquisitorial de la magia demoníaca, precisamente por su ‘sabor de herejía’, en expresión más reciente.

2. Crónica breve, o sea Descripción histórica de los Maestros Generales de la Orden de Predicadores etc. (Dilingen, 1596). Cfr. pp. 71-73. Las noticias llegan hasta «el año corriente de 1596» (pág. 109). Sigue un inventario notable de Vidas de las santas y bienaventuradas vírgenes y hermanas de la Orden de Predicadores, desde el tiempo de Sto. Domingo hasta el presente, ilustres por sus milagros o por su dichoso final, por orden alfabético (págs. 112-175). 

3. Como también llama la atención, y no puede ser descuido, que en la vida de santa Catalina de Sena –anunciada en pág. 57 y desarrollada en págs. 123-127)–, tan prolija en detalles de ascética y mística según la Leyenda mayor de la santa, incluida su inedia prodigiosa sin apenas otro sustento que la eucaristía, un feminista como Zittard no diga palabra de los estigmas, ni visibles ni invisibles, que para fray Raimundo de Capua y seguidores marcaban el cenit hagiográfico de Catalina.

4.  H. Institoris (Kramer), Clyppeum… fols. 19r-20v. A sor Lucía en particular dedicó otro panfleto: Stigmiferae…

5. «Pero sobre todo les propuso argumentos de este género, capaces de mover al adversario más bien a risa y compasión».  Ad. Pilarz et Fr. Morawetz, Moraviae Historia (Brünn, 1786), t. 2, pág. 190; cfr. Acta Litteraria Bohemiae et Moraviae, t. 2, p. VI, 428; cit. por Hansen, Quellen und Untersuchungen, o. cit., pág. 394, n. 6.

6. «Santas en vida»: aproximación al italiano, sante vive (santas vivientes), según Gabriella Zarri, Profezie di corte e devozione femminile tra ’400 e ’500 (Turín, 1990). Aportación interesante a la tipología santoral.

7. Cfr. J. Moya, Las máscaras del santo. Subir a los altares antes de Trento. Madrid, Espasa, 2000.

8. También escrito Bocadelli y Brocolelli.

9. Martillo, o Azote de herejes, se decía de personas. Como título de libro, Malleus haereticorum aparece en 1579/1580, obra del polemista Georg Eder, antiluterano rabioso y católico muy jesuítico («Quien no es como un jesuita, no es católico.»)

10. M. Ficino, De Vita, lib. 2: De Vita producenda (Cómo alargar la vida), c. 11: Uso de la leche y sangre humanas para dar vida a los ancianos. [Cuadro de texto del capítulo] Cfr. Plinio, Hist. Nat., 28, 7. Diosc., 2, 70, 7; Diosc.-Laguna, 2, 63: «La leche de la muger es dulcissima & mantiene mas que otra ninguna. Mamada de las tetas, es muy util a los que padecen (e)rosion de estomago y a los ptysicos.» El argumento de Ficino para la sangre joven es que « las viejas que el vulgo llama brujas chupan la sangre a los niños para cobrar fuerzas juveniles. entonces, ¿por qué nuestros ancianos etc.?

11. E. Infessura … El editor anota que la idea vino de la lectura inteligente de un párrafo de la apócrifa  Constitución de Constantino (ya demostrada falsa por  Lorenzo Valla), donde el emperador cuenta su enfermedad de lepra y el intento de curarla en baño de sangre de pequeñuelos inocentes reunidos en gran número para ser desangrados (innocentium infantium sanguine calente… aggregatis plurimis innocentibus infantibus… Nótese la coincidencia reiterativa con el nombre de Inocencio, lo que le horrorizó y dio lugar a su curación por el papa San Silvestre, seguida de la Donación de Constantino a la Iglesia de Roma.  Infessura, p. 278.

12. Hansen, o cit., pág. 388.

13.  «Ipse episcopus est, quemadmodum chartarum baiulus: legere missam ignorat, et Donatum puerorum.» Estando el kaiser en Linz, el arzobispo se plantó ante la corte a reclamarle las insignias reales que siempre le había denegado. En todo un mes sólo consiguió dos audiencias, en las que Federico III praecise abnuit, le dio un no seco, que a la segunda fue acompañado de aquel comentario. Hay otra versión igual en sustancia aunque algo más fuerte («como un cerdo podría hacer de cartero»): alusión a vida disoluta y crapulosa del individuo que, a fin de cuentas, se rebeló contra su estatus de segundón predestinado al celibato eclesiástico que no era para él. Cfr. Joahnn M. Weissegger, Historische Gemälde, oder biographische Schilderungen aller Herrscher und Prinzen des durchlauchtigsten Erzhauses Habsburg Oesterreich, von Rudolph I., bis Maria Theresia. Kempten, 1802, t. 3, p. 88; citando Chronicon Salisburgense, ap. Duell., t. 2, pág. 167; Anonymi San-Petrensis Chronicon Salisburgense; en Hier. Pez,  Scriptores Rerum Austriacarum, t. II, Lipsiae, 1725, col. 443. Sobre Federico von Schaumberg, cfr. Hansiz, sj, Germania Sacra, 2: pp. 539-546

14. Quétif y Échard, Scriptores Ordinis Praedicatorum, t. I, pág. 896.

15. Los teólogos modernos advierten que el enunciado del dogma eucarístico no incluye sus ‘explicaciones’ filosóficas, y en particular no consagró la teoría de los ‘accidentes’ separados de la ‘substancia’ que les es propia, en el sentido escolástico-aristotélico. Faltaría más, convertir a Aristóteles en Padre de la Iglesia y en asuntos que ni le pasaron por la cabeza. ¿Conque no? Pues sin embargo, cuando Galileo Galilei en Il Saggiatore (sección 42) propuso para el sacramento una distinción entre cualidades ‘objetivas’ y ‘subjetivas’ con base en una interpretación atómico-molecular de la realidad física ya tuvo un serio problema con el Santo Oficio, aparte del más conocido de su proceso y condena a cuenta del Sistema Solar, diez años después (1633). Cfr. New Dictionary of Scientific Biography, art. ‘Galileo’, Atomism and the Eucharist, sobre documentos descubiertos en 1982 y 1999. Por lo visto, el atomismo era incompatible con el dogma.

16. Ejemplo de inedia eucarística masculina, pero no frailuna, fue ‘el hermano Nicolás’, fallecido hacía poco y conocido de Kramer por un hijo cura del famoso ermitaño suizo. Kramer habla de ello como ‘exemplum’ en uno de sus sermones recogidos en Tractatus varii (Tratado V, Sermón 1. 3, pág. 83). La santidad popular de Nicolás de Flüe (1417-1487) la formalizó san Pío XII. Cierto que el fenómeno es muy mayormente femenino, aunque la selección de Kramer para su polémica pudo tener que ver con los prejuicios sobre debilidad y credibilidad de género, disputando con herejes. 

17. Como en Puebla de México, donde el encuentre de las dos imágenes se llama, significativamente, el ‘Topetón’.

18. Tamar Herzig, “Le sante vive…», pág. 135, citando a Ottavia Niccoli, I tramiti dell’imaginario. Racconti di visioni (1985).

19. Por el contenido de la Revelaciones y otros indicios, se piensa que ya en Viterbo sor Lucía fue adepta del círculo de ‘mujeres de Savonarola’. También cabe atribuir la rehabilitación póstuma de la monja a los leales al ‘mártir’ dominico en Ferrara, pues Savonarola era de allí. Cfr. Tamar Herzig, “The Rise and Fall of a Savonarolan Visionary: Lucia Brocadelli’s Contribution to the Piagnone Movement». Archiv für Reformationsgeschichte - Archive for Reformation History 95/1 (2004),  pág. 38.


Dedicado: A Maite Sánchez y a María Maestre