miércoles, 14 de abril de 2021

El Imaginario Enfermo (3)

 Tartarín de las Brujas


Recapitulemos:

Aquel cuadro artístico en que se vio a fray Enrique Kramer bautizando a dos reos judíos en el patíbulo, tiritando de frío y de angustia bajo la mirada del verdugo apoyado en el hacha (16 de enero de 1476) no era el final del drama del Santo Niño Simón de Trento, sí de la intervención de nuestro dominico, que ya nada pintaba en el escenario alpino. De nuevo su sitio estaba en Roma, donde su testimonio contra los hebreos sería valioso. Recordemos, el gran adversario en aquella causa movida por el obispo de Trento Juan Hinderbach era el de Ventimilla Bautista de’ Giudici, dominico como fray Enrique, y es lógico un encuentro de estos religiosos de confianza para Sixto IV, bien en la Curia o en el convento de la Minerva, justo detrás del Panteón. Y aunque de esto no veo constancia, lo cierto es que se limaron diferencias, y Sixto terminó aprobando el proceso a los judíos de Trento, por bula de 1478, 20 de junio. Con fecha de 7 de julio, el principal ‘orador’ o agente de negocios de Hinderbach en Roma, Aprovinus, escribía a su señor Hinderbach el esperado «causa finita est contra judaeos»; y en prueba de que iba en serio, a la noticia adjuntaba la minuta de gastos. Poco después, el 1 de noviembre Sixto IV a instancias de los Reyes Católicos, concede una Inquisición nueva para la Corona de Castilla y bajo control regio, en principio para perseguir a los judíos conversos judaizantes. Entre tanto, otros  problemas ocuparon la cabeza y el corazón del Santo Padre, como nuestra curiosidad irá viendo.

El Año Santo del papa Sixto acabó mal para Roma. La riada de gente peregrina en una ciudad todavía medieval y sin higiene, junto con otra riada de verdad en noviembre que la inundó de agua y fango, propició la pestilencia. La cual el año siguiente, 1476, rebrotó más virulenta y expansiva, sobre todo en el verano, cuando el pontífice presidió solemne rogativa, que tampoco fue lo que se dice  la purga de Benito. No era tiempo para asuntos menores, y el de Kramer aspirante a inquisidor a nadie más le importaba.

Kramer no era hombre de olvidar sus propósitos, aunque sabía esperar. Y bien que tuvo que demostrarlo, porque hasta marzo de 1479 no le llegó el nombramiento. Directamente del Papa, como él quería, con destino a «toda la Alta Alemania, pululante de errores y herejías, allí donde al presente falten inquisidores»

Sixto IV

Kramer tenía toda la confianza del papa, en el sentido que pueda tener la expresión aplicada a personajes del Renacimiento italiano, y más tratándose de Sixto IV. Una confianza según para qué, si es cierto lo que uno lee curado de espantos. Prestemos atención. El fraile recibe por la vía ordinaria el correspondiente breve sixtino, con el nombramiento de predicador papal en Suiza, y hasta aquí normal. Pero de allí a cuatro meses, por vía extraoficial y secreta, alguien llama aparte al recién nombrado predicador, para soplarle al oído el guión de sus prédicas a los suizos. Algo así como esto: 

«El Santo Padre vería con gusto que vos, con vuestra elocuencia émula de un Crisóstomo, remováis allí las conciencias y agitéis para levantar a la Confederación Helvética en armas contra el enemigo de la Iglesia y del Papa, el tirano de Florencia… Vos sabéis quién, sin que yo os lo nombre (aquí bajando la voz): el excomulgado Lorenzo de Médicis.»  

Semejante propuesta, que bien se puede llamar maquiavélica y viniendo de un papa suena escandalosa, nos sorprenderá menos si reparamos en la cronología. 



La Conjura de los Pazzi


La primavera de 1478 vino señalada por la conjura florentina de los Pazzi contra los Médici. Mejor dicho, lo que la Historia ha cargado a cuenta de los Pazzi, cuando la cuestión de fondo se ventilaba entre dos individuos, ninguno de ese apellido: el Médici Lorenzo, llamado el Magnífico, y el Róvere Francisco, o papa Sixto [1]. 

Y aquí sí que los negocios tocaron a lo personal. Porque en un principio Sixto IV había sido  afecto a Florencia y su Magnífico, hasta el punto de nombrar a Lorenzo de Médicis banquero pontificio y confirmarle la explotación del valioso alumbre de Tolfa. ¡Ah!, y por poco se me olvida: hasta le dijo tomar en serio su pretensión de hacer a su hermanito Julián cardenal de la Santa Iglesia. Pero la entente se fue deteriorando hasta el punto de ruptura en mal momento para Sixto, cuando su enemigo tenía detrás a Venecia, al Duque de Milán y al rey de Francia, con el Turco metiendo pie en la Bota itálica por abajo y por arriba (Otranto y Venecia Julia). 

En 1474 muere a los 28 años, víctima de sus excesos, el cardenal Pedro Riario, nepote predilecto y consentido de Sixto IV –hijo suyo probablemente–, que entre otras mil prebendas lucrativas sine cura acumulaba el arzobispado de Florencia. Para sucederle, el papa tenía un candidato florentino, un Salviati dispuesto a pagar los 3.000 florines de oro que valía aquella mitra y pagar las deudas del difunto; pero Lorenzo sin contemplaciones impuso a un Orsini suyo cuñadísimo. 

Siguiente jugada. De allí a poco el mismo año muere el arzobispo de Pisa, un Médici, y esta vez el papa nombra a su Salviati, que Lorenzo repudia y no le deja tomar posesión. A la recíproca, cuando los florentinos reclaman al papa el capelo de cardenal para un conciudadano –entiéndase bien, lo reclamaba Lorenzo para uno de sus chicos–, Sixto da largas.  Lorenzo llegó a escribir a un confidente (1477, 1 de febrero):

«A mí me conviene una autoridad repartida, y si fuese posible sin escándalo, mejor tres papas o cuatro que uno solo» 

Para entonces Sixto había retirado la confianza financiera a Lorenzo en favor del banquero rival Francisco Pazzi. De ahí la alianza natural para derribar al tirano de Florencia; y así lo veía sobre todo el hermano menor del difunto cardenal Pedro Riario, «el conde Jerónimo, hijo, nepote o ‘allegado’ del papa Sixto» [2].

A tal fin, lo más efectivo y seguro era asesinar a Lorenzo junto con su hermano Julián. Y aunque en principio se pensó hacerlo en un banquete, finalmente fue la catedral el escenario elegido, el domingo 26 de abril de 1478, en la misa solemne y en lo más solemne de la misa, al toque de alzar [3]. Sólo era copiar el reciente  modelo milanés de 1476, cuando para apuñalar al tirano duque Galeazzo María  Sforza se eligió la fiesta, templo y misa de San Esteban. ¿En qué creía aquella buena gente?, uno se pregunta.


Este que aquí vemos fue uno de los conjurados, huido a Estambul y extraditado por el Gran Turco. 

Leonardo da Vinci así lo dibujo, con su letrero del revés, que leído al espejo es la descripción detallada de cómo iba vestido: «berretina color castaño, farsetto de raso negro…» etc, para terminar:

« Bernardo di Bandino Baroncigli, calzas negras» [7]

 

Como es sabido, la conjura fracasó de la peor manera posible: cosido a puñaladas el Médici menor, Julián, mientras Lorenzo, herido menos grave por dos curas maletas, se zafaba en la sacristía. El arzobispo Salviati, encargado de tomar el palacio de la Señoría y proclamar desde allí el cambio de gobierno, también lo hizo mal. La respuesta fue inmediata, desde que colgando de una ventana el público vio bailar en la soga a Salviati en persona, con Francisco Pazzi y otros dos compañeros de danza. Por cierto, más o menos, donde Aníbal Lecter cuelga al inspector Rinaldo Pazzi (Giancarlo Giannini), supuesto descendiente del mismo apellido, en evocación truculenta del suceso [4]. La escena original fue más cruda que en la película: después del baile mortal se cortaron las sogas y los cuerpos cayeron sobre la turba, para su ensañamiento y diversión. 

Tanta rapidez en las ejecuciones sin juicio y todo el proceso calculado de represión en la ciudad de Maquiavelo invita a pensar que, con el precedente de Milán, la chapuza no pilló al astuto Lorenzo tan de nuevas, pues desde el primer momento se sintió fuerte como nunca y arropado por los florentinos para ejercer el poder absoluto [5]. Lo mismo que hizo colgar sin juicio al arzobispo de Pisa, detuvo como rehén a otro joven cardenal nepote de Sixto, sólo por fastidiarle. La respuesta fue un largo escrito de agravios inferidos al papa por «el hijo de iniquidad y criatura de perdición, Lorenzo de Médicis» [6], fulminando la excomunión contra Lorenzo y sus fautores, o peor aún el entredicho contra Florencia, sin mesura ni conciliación, haciendo suyo el papa el espíritu rencoroso de su Jerónimo Riario. 

 Visto el ningún caso que los florentinos hicieron de las censuras, el papa con su conde Jerónimo les declararon la guerra que duró dos campañas (1478 y 1479), para escándalo farisaico de otros príncipes y estados. Francia incluso agitó la idea de convocar concilio contra el papa y renovar el cisma, tal como deseaba Lorenzo, que aunque llevó la peor parte se mantuvo en el poder. Finalmente el costo de la discordia impuso la tregua y Sixto levantó el brutal entredicho (3 de diciembre 1479).   


_____________________________________

1. El papa sin lugar a dudas deseaba el cambio de gobierno y expresamente aprobó el complot, aunque insistiendo demasiado en que no quería sangre (¡?). Como si no supiese en qué siglo vivía. El instigador principal, incluido el asesinato, fue Jerónimo Riario, hermano del difunto cardenal Pedro y su sucesor en el afecto del papa su tío, padre, o lo que fuese en realidad. Sixto IV quería para él a toda costa la plaza de Imola, comprado con dinero de la banca Pazzi contra la voluntad de Lorenzo, donde Jerónimo sería príncipe vasallo y capitán general de la Iglesia. Cfr. A von Reumont, Lorenzo de’ Medici, trad. ingl., Londres, 1876, 1: pp. 284 y ss.; 313 y ss.

2. Según Infessura. Cfr. Diario della Città di Roma di Stefano Infessura scribasenato. O. Tommasini (ed.), Roma, 1890, pág. 81.

3. Las fuentes discrepan sobre el momento de la misa fijado para el asesinato. Me atengo a Baronio-Raynaldi, que expresamente dice, «al alzar» («cum eucharistia atolleretur»). Era lo más sacrílego, pero lo más práctico y seguro, cuando todo el mundo se concentraba en el misterio, y el único momento en que nadie se permitía deambular y conversar por las naves laterales del templo, cosa ordinaria entonces. Baronio-Raynaldi, Annales Eccles., Sixti IV a. 8º (1478), n. 1; A. Theiner (ed.), Paris, t. 26: 579. La santidad del lugar y tiempo hizo echarse atrás al principal brazo conjurado, el militar Juan Bautista de Montesecco. Encargado de liquidar a Lorenzo de Médicis, se negó en redondo a hacer su trabajo en tal sitio. Sobre la marcha se ofrecieron dos clérigos poco duchos, los cuales marraron, y el Médicis se les volvió, herido sin peligro en el cuello. Estos dos fueron los responsables principales del fracaso. El encargado de Julián de Médicis, Bernardo Bandini, de una cuchillada despachó a su víctima, que sólo pudo dar un paso a ninguna parte. Francisco de’ Pazzi se lió a cuchilladas con el caído y ya probablemente muerto, con tal furia que él mismo, como haciendo bueno su apellido, se hirió gravemente en un muslo (Pazzi es plural de pazzo, ‘loco’ en italiano). El atentado tuvo lugar en el coro, bajo la gran cúpula de Santa Reparata, como se titulaba entonces la catedral de Santa María del Fiore. La gente huyó despavorida, la mayoría sin saber de qué y muchos creyendo que el cupolone de Brunelleschi amenazaba ruina.

4. Hannibal (2001).

5. «El número de cómplices era tan elevado, que apenas se entiende cómo el proyecto no llegó a oídos de los Médicis.» Reumont, o. cit., 1: p. 324.

6. Iniquitatis filius et perditionis alumnus Laurentius de Medicis (1 de junio 1478). Texto en Baronio y Rainaldi, ibíd., nn. 4-11; pp.  580-584. El papa hizo imprimir la bula para la venta.

7. Texto y comentario en The Notebooks of Leonardo Da Vinci. Aegitas, 2015, vol. 1, p. 345.



Ahora entendemos el largo, demasiado largo compás de espera para Kramer como aspirante a inquisidor, y el porqué de su misión como agitador en Suiza. Los suizos se vendían como los mejores soldados mercenarios de Europa, y algunos cantones eran especialmente adictos a la Iglesia (güelfos, como se seguía diciendo). El encargo secreto a Kramer revela dos cosas: 1ª, la obsesión del papa por limpiar a Florencia de Médicis; y 2ª, la cara oscura de la personalidad de Sixto IV, nada escrupuloso con tal de convertir a su ‘nepote’ o hijo Jerónimo Riario en un príncipe hereditario en territorios de la Iglesia. Hoy queda más el Sixto mecenas del arte (Capilla Sixtina), de la cultura (Biblioteca Vaticana) y del urbanismo (Roma, de sórdido laberinto medieval a capital moderna). 

Convertido en Inquisidor, más aún, en agente secreto del papa, fray Enrique se sintió, no diré más seguro de sí mismo, cosa metafísicamente imposible, pero sí más a cubierto de sus superiores. Nada amigo de perder el tiempo, lo aprovechó en Roma para sacar su doctorado y así lucir insignias y título en sus andanzas. De las sanciones que tenía pendientes en la orden nunca más se supo. Eso sí, para tenerle algo sujeto –vana pretensión– el maestro general le impuso como socius o compañero a un profesor de Colonia y también inquisidor por aquellas tierras tierras alemanas. Su nombre, fray Jacobo Sprenger

Sprenger era un fraile dominico en las antípodas de Kramer. De carrera académica rigurosa, recibió el cargo de inquisidor por pura obediencia. Su vocación era también la caza/pesca –metafóricamente hablando–, pero no de brujas, sino de almas devotas rezadoras de rosarios en su nueva versión típica de la orden. Una aparición de la Virgen, según dicen, le inspiró tender como una red por Alemania esta devoción antigua en su nueva forma mediante la Cofradía del Santísimo Rosario. Sprenger apenas acompañó a Kramer en sus aventuras, ocupado él en Colonia y la Universidad, donde además salió elegido decano de su facultad en 1480.

Un individualista como Enrique Kramer para nada necesitaba a fray Jacobo, ni como socio, ni menos como guarda de vista, pero tampoco podía rechazarlo. En otro capítulo veremos cómo Kramer hizo de la necesidad virtud, utilizando el nombre y prestigio del obligado socio para promocionarse él mismo junto con su libro más audaz y ambicioso, poniendo a Sprenger de parachoques y mascarón de proa del Martillo de brujas. De hecho, el prólogo galeato que va delante de la obra como Apología, a la defensiva, lleva firma de Sprenger.

Si ahora nos preguntamos de dónde le vino a Kramer la idea de su Martillo, la respuesta puede sorprendernos. Que el fraile era un pervertido misógino, eso ni se discute y hasta puedo escribirlo sin que el ultrafeminismo mueva una ceja, pues se trata de un varón. Ese ‘para qué’ del libro ya lo sabemos. Su ‘porqué’ circunstanciado es lo que nos importa. 

Digamos, pues, que fue su desquite de las mujeres como género, por una mala experiencia tenida como inquisidor con una de ellas, encarnación de la femineidad. Represalia de inquisidor humillado y frustrado por ‘ellas’, por una de ellas en representación de aquella mitad tan extraña del género humano. Una bruja tan bruja, que nadie más que él supo que lo era y nadie lo creyó. Su Lisístrata  –porque hasta tenía nombre griego– se llamaba en realidad Elena, Elena Scheuberin, y el choque frontal entre la bruja y su inquisidor se produjo en Innsbruck, septiembre-octubre de 1485.

Entre 1480 y 1485 fray Enrique tuvo tiempo de demostrar su personal hacer de inquisidor y predicador, pero también de confiscador y colector itinerante. Su campo de batalla coincide bastante con su recorrido de 1476 en busca de crímenes de sangre judíos, que él aprovechó para informarse y tomar contactos sobre lo que le interesaba personalmente (aparte del dinero): la nueva brujería satánica.

Su primer caso se le ofreció precisamente en su ciudad natal, Selestad, donde tenían presa a una supuesta bruja, o ex bruja pedófaga, que en sus buenos tiempos participó con otras en festines de caldereta infantil (igualito que en los cuentos), según se decía. Pero la maldita se le fue de entre las uñas, porque cuando él llegó la habían soltado y puesto en seguro por falta de pruebas. 

El caso de las Beatas de San Mauricio

En Augsburgo se detuvo algún tiempo (1480-1482), entre inquisición y negocios temporales. Esto de los negocios merece nota, como veremos, porque resulta extraño que en tanto tiempo no le saliera ni un solo caso de brujería, en aquella tierra de promisión, su imaginado paraíso de inquisidores. Kramer comprendió hasta dónde llega la astucia del Enemigo, pues allí donde no hay brujas manifiestas es más de sospechar que cada mujer esconda a una, y cuanto más cristiana parece una ciudad, más probabilidades hay de que por dentro sea un cripto-aquelarre.

Guiado por esta idea luminosa el inquisidor exploró las iglesias augustanas, y en la de San Mauricio  descubrió una cofradía de beatas a las que su párroco daba de comulgar a diario. La comunión frecuente no era frecuente entonces, y comulgar cada día era una rareza, sin más. No así para el sabueso Kramer, curtido en disputas eucarísticas con los herejes de Bohemia. La cofradía de San Mauricia pintaba secta. Un conventículo de brujas comulgantes, sin duda. Y con tanta devota en torno, el párroco tenía que ser un diablo de incógnito. 

El dominico llevó el caso al obispo Johann von Werdenberg, que conociendo bien a su párroco, hombre culto y pío, tuvo curiosidad por oírle defenderse del inquisidor. El reverendo Juan Molitor (o Müller) no le defraudó, pues había estudiado más que Kramer, y ambos se enzarzaron en disputa escolástica sobre el tema de la comunión frecuente, citando el primero a los santos doctores santo Tomás y el beato Buenaventura. A éste segundo bien pudo llamarle santo también, pues por entonces (1480) andaba en el trámite de los milagros, imposibles de demostrar, hasta que Sixto IV zanjó el proceso y le canonizó por bula. 

La réplica de Kramer fue decir que aquellos doctores de la Iglesia se referían a los sacerdotes, que viviendo del estipendio de la misa no tienen otro recurso sino celebrarla o morirse de hambre. De hecho, ni el papa ni los cardenales, ni los obispo y eclesiásticos con buenas rentas decían misa a diario, sólo cuando la solemnidad lo pedía. En cuanto al nuevo santo Buenaventura, temporadas estuvo sin celebrar ni comulgar, por respeto al sacramento. Porque –y aquí pasó al ataque– el abuso de la comunión consentido por el párroco de San Mauricio no nacía de la fe, sino de la «liviandad femenina», siempre amiga de extravagancias con tal de llamar la atención.

Con esto se acabó la discusión aquel día, aunque lo más gracioso quedaba por ver. El 13 de septiembre las beatas del reverendo fueron interrogadas por el inquisidor, siempre delante del obispo, cada vez más regocijado cuando las mujeres, en alarde de cultura religiosa, citaron de memoria el Evangelio de san Juan, capítulo 6, donde Cristo expone de primera mano su idea de la eucaristía, y recordaron el Padrenuestro, donde se pide el pan de cada día para el cuerpo y para el alma. «¿Cómo se atreven? Frecuentar los legos la sagrada Escritura es propio de herejes, y tomarla en su boca las mujeres para interpretarla  es abominación que Su Reverendísima no debería tolerar», argüía sulfurado el maestro Kramer.

En fin, y para colmo, resultó que el párroco Müller, o Molitor, buen latino y teólogo, era nada menos que el delegado de Sprenger para su Congregación del Rosario en el sur de Alemania. Digo bien: Fray Jacobo Sprenger, el socius de fray Enrique. Socius a larga distancia, y no sólo física por lo que se ve. 

Y ahora, una breve pausa para el cotilleo.

La estancia de Kramer en Augsburgo se prolongó, más que por la cosecha de brujas probablemente por el rendimiento económico, entre confiscaciones y venta de perdones. Parte de lo recaudado tocaba a los dominicos, que descubrieron un trabacuenta o sisa de nuestro inquisidor, llamado a Roma para dar satisfacción, o estar a las consecuencias, sin excluir su expulsión de la orden.

Esto fue a finales de marzo de 1482. Pues bien, con rara celeridad, sólo inferior a la de las brujas en sus escobas, a primero de abril la Curia papal despachaba orden urgente al obispo de Augsburgo, si por ventura Kramer se encontraba allí todavía, de formar una comisión secreta que se entendiese con él, para recuperar el desfalco por las buenas. Fray Enrique, con las maletas aún por hacer, no pierde aplomo y lleva a los interventores a casa de cierta viuda devota suya. Allí tenía en depósito lo que buscaban, y contra recibo les hizo entrega de todo, dinero, metales preciosos, gemas y joyas, que con la misma rapidez volaron a Roma. A Roma, pero no a la procura de los dominicos, sino al tesoro del papa.

 Una vez más sin cargos y casi en triunfo, en junio Kramer pudo viajar a Roma para regresar en septiembre con nuevos favores de su protector Sixto. Él por su parte aprovechó para postularse (no sé si con éxito) como fundador de una cofradía, no del Rosario o de las Ánimas del Purgatorio etc., sino Contra las Brujas. El hombre no era malo en eso de llamar la atención.

La verdad es que el cazador de brujas más célebre de la Historia no llevaba camino de lucir muchos trofeos. El mismo en su Martillo se autoevaluaba en «más de 200 brujas». ¿Quemadas? A los investigadores no les sale la cuenta, y eso calculando procesos, no ejecuciones. A menos que las ejecuciones de fray Enrique fuesen no de vidas, sino de haciendas, que estas sí se le daban mejor. «Los únicos procesos por brujería en que se puede probar [documentalmente] que Kramer tomó parte son los de Ravensburg (1484) e Innsbruck (1485)». Vamos, otro teórico del género.

Pasando por alto cazas y quemas por la diócesis de Basilea –donde el deporte ya se venía practicando antes de pasar por allí Kramer (sept. 1482)– notemos que aun estando en racha tuvo que dejarlo para volver a su patria, no por ningún brote de brujas, sino porque su convento de Selestat le ha elegido prior. ¿Cómo así?

Una de las mercedes obtenidas por Kramer en Roma fue, como ayuda de costa para sus gastos de inquisidor, una bula personal de indulgencia, con fruto a repartir entre él mismo y el que fue su primer convento, más un resto para la Cámara Apostólica. Los frailes con buen acuerdo votaron por mayoría darle el mando, y así la casa que fue testigo de sus fervores de novicio (si los tuvo) pasó a ser su cuartel general de cazador de brujas. Cierto que físicamente paraba poco allí, por sus obligaciones; pero aún así ese poco le dió tiempo para pelearse con algunos de sus frailes, que sería los que le votaron con bola negra. 

En este intervalo a Kramer se le muere el papa Sixto (agosto, 1484), su gran protector. No obstante, pronto tuvo ocasión de ver el gran acierto del Espíritu Santo en la elección del sucesor Inocencio VIII, que no era otro que Juan Bautista Cibo, viejo amigo suyo de la Curia romana. La noticia le llegó durante su campaña de Ravensburg, aquí con víctimas. De entre ellas, dos mujeres condenadas a la hoguera dejaron especial recuerdo.

El papa Inocencio será la catapulta de Kramer en el lanzamiento del Martillo de Brujas.

Próxima entrega: La Mujer fatal


Nota sobre la ilustración de cabecera

“El Triunfo de Santo Tomás de Aquino sobre la Herejía”  (detalle)

Cuando Filippino Lippi pintaba este gran fresco en la pared derecha de la capilla Caraffa en Santa María sopra Minerva, la iglesia de los dominicos en Roma (h. 1490), fray Enrique Kramer estaba bien vivo –sobrevivió al pintor un par de años– y pudo admirar el realismo de una escena que le resultaba familiar.

Lo que sería atrevido sugerir es que el fraile dominico pintado de cuerpo entero en el ángulo inferior derecho sea el retrato del autor del Martillo de las Brujas, cuando la verdad oficial es que se trata de fray Joaquín Torriani, maestro general de la orden. En todo caso, como documento ilustrativo es rigurosamente de época.





5 comentarios:

  1. Es prodigioso, querido y admirado Belosti...Cuando voy leyendo, imaginando e introduciéndome en el relato, más o menos...y cuando llego al final, porque acabar nunca se acaba ya que puedo volver a una derivada del relato, pienso en ti como erudito, viajero del tiempo y del conocimiento y te envidio, claro. Imagino el momento en el que "arrancas" a escribir y ya no veo a Belosticalle sentado, de noche, con una infusión (o algo más fuerte) sonriendo a los personajes; te veo como un dios recordando su paso por ese momento de la vida de los hombres...

    No sé qué me "divierte" más, el relato o el dios...bueno, sí, las dos cosas.

    Ata

    ResponderEliminar
  2. Tu alucinación me ha encantado, querida Ata. Tanto como me ha divertido. Es fantástico que una escritura bastante mecánica, más bien seca, poco imaginativa y nada emotiva –no me estoy flagelando a la pared, creo que así es mi estilo o manera expresar– pueda crear esa impresión. Estudiaremos el fenómeno.

    Por lo pronto te ruego aceptes mi invitación de ingresar en el club elitista de belostilectoras preferentes. Sin cuota.

    ResponderEliminar
  3. No hay forma de darle las gracias, Querido Profesor. Me mando todo el tiempo al guano.
    Y es que estoy fascinada, imaginándome una película, con su guión, y dirigida por Carol Reed, con Rex Harrison de Papa Sixto, Gassman de Lorenzo el Magnífico, Orson Welles de Kramer... incluso Marina Vlady para hacer de bruja más que bruja ...
    Gracias pues

    ResponderEliminar
  4. esta vez entró entró, y ni idea de cómo lo hice. Estoy deseando que saque la próxima entrega

    ResponderEliminar
  5. Oh...! Tanto honor que me haces...Acepto con humildad y sorpresa tu invitación. Gracias.

    cuando mi voluntad se pone de acuerdo conmigo y decidimos leer con interés y curiosidad, todo es diversión y entendimiento. A veces me siento como un ciego leyendo braille...acariciando líneas y párrafos.

    Es lo que hay, Belosti, no doy más de sí...

    (oye, que si hay que "pagar" cuota, aquí estoy...empeñaría mis patatales de alta montaña si no me llega con la mina de plata.)

    Saludos cordiales. Ata

    ResponderEliminar