lunes, 28 de junio de 2010

El silencio de los moruecos (y 4)


 ‘La pesada del Alma del Faraón Leopoldo’. Ilustración de Carruthers Gould en la cubierta de Red Rubber de E. D. Morel (1906).


Hora va siendo de cerrar estos comentarios, y ha de ser por el principio. La lectura de un artículo crítico con la Iglesia Católica por su silencio sobre el reinado atroz de Leopoldo Rey del Congo me invitó a estudiar un poco ese tema delicado. (‘Sensible’, dicen ahora.) Lo he hecho, a sabiendas de que no hay acuerdo sobre la extensión y hondura de aquel horror, ni sobre la diferencia entre aquel régimen y cualquier otro del sistema colonial de entonces.

Genocidio, ¿sí o no?

Dos puntos son esenciales en el debate:

1) ¿Cuánto cayó la población nativa del Congo?

Stanley, siempre exagerado, calculaba sólo para el Alto Congo 43 millones de almas. En realidad, 29 millones, corrigiendo los errores de cálculo que le llevaron a dicha cifra.

Promediando los datos más fiables, se propone para el Congo en 1880 una población global de 25 millones. Hacia 1890 «se puede suponer que la población total oscilaba entre 7-8 millones».

Entre 1880 y 1908 se destruyeron unos 13 millones de vidas humanas, pesado tributo del acceso a la colonización. Pudieron ser sólo 10 millones. O acaso algún millón menos (o más). Era un preludio, porque la época colonial propiamente dicha también arrojará pérdidas. La civilización ha sido sin duda alguna sinónimo de despoblamiento masivo. El Congo no recobrará su población de 1880 hasta 1975.

2) ¿A qué se debió esa caída?

Nadie en su sano juicio pensará en una intencionalidad de exterminar a la población negra. Tampoco hay que imaginar la muerte violenta como causa principal. Como ha ocurrido siempre, el contacto entre poblaciones sin defensas inmunitarias ocasionó brotes virulentos de enfermedades como la viruela o la sífilis. También conoció el Congo infecciones parasitarias de importación, como la enfermedad del sueño.

Esta agresión se agravó por el estado de depauperación generalizada, debido al régimen de servidumbres y trabajos forzados en condiciones durísimas, por ejemplo el transporte sin la menor tecnología, como antes de inventarse la rueda.

¿Genocidio? Saque cada cual su conclusión. Los carteles y viñetas de propaganda ‘congófoba’, con sus pirámides de cráneos mondos y manos cortadas, sólo tendrían valor simbólico, pero eso sí, un valor simbólico tremendo. Los apologistas ‘congófilos’ lo tuvieron difícil. Y con los defensores del régimen leopoldino se alineó en bloque la Iglesia.

Los misioneros en el Congo de Leopoldo.


Dejando aparte la infiltración de misioneros católicos portugueses desde el siglo XVI, interesa aquí la emprendida con la toma de posesión del territorio por Leopoldo II. Desde el principio, el rey se interesó por el beneficio que podrían prestar a su empresa los misioneros, empezando obviamente por los católicos, aunque los protestantes llegaron primero: Misión Livingstone (1878), Sociedad Misionera Baptista(1879).

De las misiones protestantes poco hay que decir aquí. Recordar, por ejemplo, el pintoresquismo de los baptistas, recreando en las riberas de los ríos africanos las escenas bautismales por inmersión tan típicas de los estados sureños.

Las distinas denominaciones, lejos de desarrollar estrategias comunes, eran entonces más bien rivales unos de otros. Sólo el catolicismo se alzaba como bloque compacto, frente a la «dispersión de las sectas», y sin perjuicio de eventuales fricciones entre familias religiosas.

La historia de las misiones es un coto muy especial, dentro de la Historia de la Iglesia. A menudo es difícil distinguir en una misma persona lo que hay de idealismo religioso, de curiosidad viajera, o de inquietud y espíritu de aventura. El descubridor y el conquistador han solido ir codo con codo con el misionero, y entre éstos ha habido gente para todo.


Misioneros católicos. El padre De Deken

Tras la Conferencia de Berlín (o 'Conferencia del Congo', 1895), los misioneros católicos de primera hora fueron mayormente flamencos. Uno que dejó impronta incluso literaria fue el padre Constant de Deken (1852-1896), de la congregación de Scheut (los scheutistas), o misioneros del Corazón de María. [No confundir esta institución belga fundada en 1860 con la homónima española (y prioritaria) de san Antonio Claret (1849).]

Durante ocho años estos misioneros fueron los únicos que se repartieron con los Padres Blancos de Argel la evangelización de la cuenca del Congo. Más tarde otras órdenes desean participar, y la Iglesia belga se interesa por el control de la misión.

Por entonces se diseñó la llamada «trinidad de aculturación colonial» (Administración, Comercio e Instrucción), encargándose sobre todo los misioneros de la enseñanza elemental al par de la evangelización, insistiendo en la implantación del francés como lengua oficial, para dejar fuera de juego a los protestantes (I. Ndaywel è Nziem y P. Obenga, Histoire Générale du Congo, pág. 351).

Leopoldo II se fijó en el padre Deken para sus primeros proyectos que tuvo de colonizar en China (1880-1888), operando el misionero sobre todo en el Turquestán. A su vuelta (1890) emitió un reportaje que le valió sendas medallas, la de oro de la Sociedad Geográfica Belga, y otra de la Sociedad Geográfica Comercial de París.

El año siguient se enroló en la expedición de Gabriel Bonvalot y el príncipe Enrique de Orleáns. Del talante misionero de nuestro flamenco dan alguna idea las referencias en el libro de Bonvalot, ‘De París a Tonquín a través del Tibet’, asequible en la red en versión inglesa.

Decididamente, el padre Deken era un hombre de Leopoldo, que vuelve a fijarse en él como compañero de Stanley en la aventura del Congo.

La obra póstuma de Deken, ‘Deux ans au Congo’  (Dos años en el Congo,1902; reedición 1952) es un autorretrato en pose ingenua de ‘misionero’ ideal, al estilo de la época. Su perspectiva es eurocéntrica y católica, donde los no católicos aparecen como «seres humanos disfuncionales» (Luc Renders, pág. 6).

El padre es un viajero esencialmente fluvial, siempre en compañía de blancos: colegas misioneros, funcionarios civiles, soldados. Su admiración hacia ellos no tiene medida. La presencia de los blancos es como la aurora del orden en el caos de las tribus negras.

El soldado y el misionero se complementan; o literalmente, «en la civilización del Congo, el soldado ha de ser el aliado del sacerdote». A Deken le ofende que se critique a todo el ejército por excepciones deplorables.

El propio misionero es (si se permite una expresión demasiado evocadora) mitad monje mitad soldado. Si en el viaje se vislumbra peligro, el padre Deken empuña el rifle que siempre lleva cargado en bandolera. Aunque lo suyo es el río, para el ferrocarril sólo tiene elogios, sin reparar en su costo en vidas humanas. Llega incluso a admitir que los misioneros truequen alcohol por víveres, una práctica que, fuera de eso, denuncia como contrabando.

El negro es bárbaro, cruel, infantil, y mayormente caníbal. Los únicos negros buenos son los amigos de los blancos, amistad que para ellos significa el primer peldaño en la escala civilizadora. La cual, sin embargo, no termina en la igualdad con el blanco, sino en la integración en el sistema, que no es lo mismo. Hay que educarles y cristianizarles para convertirles a la fe y convertirles en los buenos servidores que  las compañías y el estado necesitan

Si la selva tropical arrastra el adjetivo ‘virgen’ de forma mecánica –la selva virgen, ¡como si no tuviese pobladores!–, los peores entre los negros son los caníbales, igualmente adjetivados como ‘feroces’: los feroces caníbales. Cosa que tampoco cuadraba con la realidad, pues como ya se venía entendiendo desde Livingstone, entre gentes sobradas de recursos y bien nutridas hasta la llegada del blanco, el canibalismo era más cuestión de gusto y glotonería que de necesidad o religión. De hecho, los caníbales no eran especialmente crueles ni sanguinarios.

El padre Constante no parece darse cuenta de los aspectos negativos del contacto entre poblaciones negras y blanca. Su única observación al respecto versa sobre un episodio de cuarentena epidémica, y es francamente desconcertante:

Detectado en el barco un brote de viruela entre los negros, se decide dejarles en la orilla, con algunos recursos para el trueque usual por limentos. Ocurrió que aquellos enfermos contagiaron a sus proveedores, con resultado desastroso para toda la zona: un millar de víctimas en un año. El misionero lo comenta sin más, lamentando tan sólo el trato hostil de aquellos nativos, cuando a la vuelta, al reconocer su barco –bautizado el Stanley– es recibido con dardos y flechas en represalia por haberles traído la plaga. «Tuvimos que zarpar de inmediato », es su comentario.

Lo que tiene de naturalista y colector de especíemenes biológios, lo tiene de pésimo antropólogo; y aunque su opinión de la cultura negra es pobrísima, el coleccionista que lleva dentro no pierde ocasión de hacerse con artefactos de su cultura, para enviarlo todo al museo misional de su congregación en Scheut. «Coleccionista de curiosidades y narrador de trivialidades» (Renders, pág. 7).

En suma, para este misionero, como para tantos cuentaviajes de la época, los negros son como sombras chinescas en el telón de fondo. «Pero cortemos esta descripción tediosa de diferentes tribus, para volver a las incidencias de nuestro viaje» : he ahí una frase muy suya. De forma irritante, por lo pueril, el curtido viajero no cesa de hacer comparaciones y notar diferencias entre Bélgica y el Congo.

Acompañaban al padre cinco religiosas de la Caridad (Hermanas de Quatrech), las primeras misoneras en el país. Una de ellas, sor Godeliva, escribió sus impresiones de viaje en la misma vena insustancial de contar pequeños percances y dificultades que al fin se resuelven por sí solas.

La aventura congoleña de Deken fue breve. Al primer viaje de dos años (junio 1892-octubre 1894) sigue un regreso en noviembre 1895, para morir en marzo del 96. Era un mentís a su tesis expuesta en prólogo de su manuscrito: el Congo no era tan peligroso para la salud del blanco, si se tomaban las debidas precauciones.

El alma en la lengua: las ideas del padre Vyncke

Antes que los scheutistas habían llegado al Congo los ‘Padres Blancos’. Con ellos compartieron los primeros años de misión. A los Blancos pertenecía Amaat Vyncke (1850-1888), otro misionero-aventurero, cuyo celo apostólico supo combinar evangelio cristiano y nacionalismo flamenco.
Este paisano y coetáneo de Deken, tras aprender suahili en Zanzíbar –la ‘sala de espera’ de exploradores y misioneros en ruta a los Grandes Lagos–, llega al Tanganyika a principios del 84.

Su nacionalismo romántico y casi teológico –las lenguas ‘vernáculas’ como expresión del alma de cada pueblo, según el plan de Dios– le ayudó sin duda a valorar las lenguas nativas, por encima de cualquier lingua franca, fuese el suahili o el lingala, o peor aún, el odiado francés. Porque en realidad el buen padre traía consigo sus sentimientos de flamenco resentido contra el valón avasallador.

A partir de ahí, el Evangelio según Vyncke se vuelve inseparable de su ideología nacionalista; un fenómeno que se dio bastante, y no sólo entre misioneros flamencos.

La infiltración ideológica en la misión consta por los escritos del propio Vyncke (‘Cartas de un misionero flamenco en África Central’, 1889) y otros de su cuerda, como E. Van Hencxthoven, entre 1880-1905 aproximadamente. A ellos se sumará luego (1925) el padre G. Hulstaert, declarado ideólogo nacionalista en toda la historia del Congo Belga. Su polémica se reproduce en parte tras la independencia, con el presidente Mobutu y la authenticité, durante la etapa de la República del Zaire (1965-1967).

Lo que aquí importa es que, para aquellos misioneros que «llevaban su Flandes dentro», la implantación del francés en la escuela misional implicaba la destrucción del ‘alma nativa’. Y ante tamaña agresión y genocidio cultural de las tribus del Congo, los sufrimientos materiales de la gente pasaban a segundo término. De hecho, estos misioneros no se significaron como denunciantes del régimen leopoldino, salvo en la esfera lingüística. (Cfr. M. Meeuwis, ‘Flemish nationalism in the Belgian Congo versus Zairian anti-imperialism: Continuity and discontinuity in language ideological debates.’ En Mouton de Gruyter (ed.), Mouton classics, vol. 1,, págs. 675 [381]-717 [423].)

No sabría yo valorar el mérito de Vyncke y otros al servicio de la Filología africana, como tampoco, tras la descolonización, su influencia en los conflictos entre etnias cuyo identitario se había exaltado por prejuicios ideológicos de importación, y lo que es más grave, falsos en su justificación teologal.

«El Rey, el Cardenal y el Papa»: ahogar el clamor de un genocidio

En este último apartado sigo de cerca el artículo citado del prof. Weisbord, de la Universidad de Nueva York (2003).

Los principales ataques al sistema colonial del rey de Bélgica vinieron del mundo anglosajón. Fue por tanto en ese mundo donde el rey se hizo montar la principal línea de defensa, en el frente que consideró más importante, el nortamericano.

Leopoldo compró el favor católico –también el silencio cómplice– mediante concesiones mineras a magnates estadounidenses. Uno de éstos fue Thomas Fortune Ryan, converso católico con mito de self-made man surgido de la miseria, socio de los Guggenheim, de John D. Rockefeller y de un hijo del senador Nelson W. Aldrich.

Era este senador compañero de timba del arzobispo de Baltimore James Gibbons (1831-1924), hijo de inmmigrantes irlandeses, con la birreta de cardenal desde 1886. Un benefactor generoso como Ryan no tuvo difícil, através de Aldrich, persuadir al purpurado de las bondades del sistema leopoldino en el Congo. Gibbons se convirtió de pronto en el principal valedor del belga frente a sus detractores.

Uno de los más temibles ‘congófobos’ era nuestro conocido Edmund Dene Morel, al parecer un converso de ‘congofilia’ y ahora azote personal de Leopoldo II. Recordemos que Morel fue el fundador efectivo y director de la Asociación pro Reforma del Congo.

En otoño de 1904 tuvo lugar en Boston un Congreso Internacional de Paz. Como portavoz de la Asociación, Morel presionó para meter en el orden del día la cuestión del Congo. Ante tal evento, y excusando asistir en persona, Gibbons se dirigió a la asamblea por carta.

El efecto inmediato del escrito fue parar el golpe de Morel, aunque dejando en entredicho la honestidad personal y pastoral de un purpurado más preocupado por el prestigio personal del rey que por la situación de sus súbditos congoleños. Fue un favor que Leopoldo agradeció condecorando a Gibbons y, como a príncipe de la Iglesia, distinguiéndole con el tratamiento de ‘primo’. El hijo de unos emigrantes irlandeses, al fin pariente protocolario de la realeza.

Para uso de los católicos en general, se guisó la versión de una propaganda malévola y anticatólica, de origen británico y protestante. Y como argumento apodíctico se esgrimió el testimonio ‘unánime’ de los más de 300 misioneros católicos que operaban sobre el terreno. Unanimidad que no era total y que, por lo demás, venía a ser argumento a silentio. Pero un silencio harto elocuente, si venía impuesto por los superiores religiosos a cambio de privilegios y ventajas materiales.

Hasta Morel resultó que no era trigo limpio. De él se aireó su pasado como empleado de compañías navieras centradas en Liverpool, puerto desplazado por Amberes en el tráfico de marfil y otros productos africanos.

La Santa Sede tenía ahora la palabra. No se hizo esperar:

«A través de su secretario de estado, cardenal Merry del Val, el papa Pío X dio completa aprobación a la conducta de Gibbons. Era deseo del Padre Santo convencer a todos sus colegas en el episcopado americano para que ayudasen al monarca belga en sus trabajos en África Central.»
(Weisbord, remitiéndose a los Archivos del Ministerio de Exteriores belga, 1904).

Simultáneamente el prefecto de la Congregación de Propaganda Fide, cardenal Gotti, transmitía a Baltimore el mismo mensaje, añadiendo en latín, de parte del papa:
«Su Santidad se sentía muy complacido de su entusiasmo en refutar a los enemigos del régimen del Congo, esperando que Gibbons convenciera a los obispos americanos para hacerse fuertes refutando las falsas acusaciones de los misioneros protestantes.»
(El mismo, remitiéndose a Papeles del Card. Gibbons, Boston, 1904).

La victoria de Gibbons en Boston, si la hubo, fue pírrica. El Congreso de la Paz, sin entrar en el fondo del tema, pidió una investigación. También el Congreso de los Estados Unidos fijó un debate sobre la situación en el Congo.

Todo esto lo hizo saber el cardenal a Roma, ofreciéndose a mover todas sus influencias en el Senado a favor del rey. Más aún, cuando Morel tanteó al presidente Roosevelt sobre una intervención de la Casa Blanca, se encontró con que el de Baltimore ya le había disuadido.

Al bueno de Morel no le quedaba sino escribir al propio cardenal, rogándole se informara mejor. Gibbons replicó secamente por carta abierta en el periódico católico The Tablet (10-11-1904). Él, Gibbons, estaba muy bien informado por misioneros y viajeros. Por el contrario, era Morel quien debía dejarse de chismes y falsos testimonios para abrirse a la evidencia. Y puesto que los puntos de vista respectivos eran inconciliables, lo mejor era cortar la correspondencia.

Lo que faltaba en el Congo al rey Leopoldo y a la Santa Sede era un escuadrón de misioneros católicos anglosajones. Los elegidos fueron los padres de Mill Hill (Londres). Merry del Val les invitó a entrar en la mies, al tiempo que se erigía él mismo en cardenal protector de la congregación, declarandola exenta de la jerarquía belga en el Congo, esto es, dependiente directamente de Roma (1904). Si faltaba no poco para el advenimiento del diálogo interconfesional, la Teología de la Liberación quedaba mucho más lejos todavía.

Lo menos que debió hacer san Pío X fue abrir una investigación. Que fue lo que hizo el propio Leopoldo bajo presión pública, nombrando una comisión de tres abogados, un suizo, un italiano y un belga, cuyo informe no pudo serle más adverso (noviembre 1905). Ahora bien, mientras el rey se iba haciendo a la idea de ‘abdicar’ de su imperio colonial, «en los años 1905-1906 el Vaticano, desafiando la tempestad sobre el Congo, siguió impertérrito imputando los cargos de los reformadores al odium theologicum y a la codicia británica.» (Weisbord, pág. 43).

Lo más embarazoso vino cuando los misioneros protestantes americanos, acosados por la administración del Estado Libre, lanzan un SOS telegráfico a Pío X pidiéndole amparo. El subsecretario de estado Mons. della Chiesa hizo saber que el Santo Padre había decidido no darles respuesta. Merry del Val, por su parte, aseguró a los representantes del rey que la Santa Sede no variaba un ápice su criterio favorable.

En 1908 el rapaz Leopoldo cede al Estado Belga el Congo, a cambio de una indemnización  generosa; y al año siguiente (diciembre 1909), como quien ha cumplido su misión, muere. La había cumplido en efecto, a los ojos de la Iglesia, casándose con Carolina, su ‘joven’ amante que fue durante más de medio siglo, con la que tuvo dos hijos. Para Roma, este paso sí que ponía las cosas en regla, más que la reforma del Congo instada por el enemigo protestante.

Tampoco Juan Pablo II, en su noble empeño de ‘purificar la memoria’, se acordó ni una sola vez de las atrocidades del régimen católico del Congo, ni del silencio cómplice de la Iglesia.
FIN

miércoles, 23 de junio de 2010

El silencio de los moruecos (3)


3. «El caucho es la muerte»: el reinado del terror



Con el boom del vélo, la bici, el caucho se hizo precioso. O sea, un desastre para los congoleños. Fue en torno a la recolección de caucho donde el régimen leopoldino alcanzó cotas de terror genocida. Una frase en lingala se hizo proverbio: matofi pilamoko akufi («el caucho es como la muerte»). Lo era en todos los sentidos: extenuación, toxicidad, ejecuciones y mutilaciones, azotes y castigos de todo género.

En 1888 se instaló el sistema contractual laboral para las compañías, en paralelo con la instauración de la Force Publique, cuerpo represivo nativo bajo mando de oficiales blancos. Leopoldo desde Bélgica hacia el pedido, las compañías concesionarias con el brazo armado de la FP hacían el resto.

Al margen de eso, grandes compañías, como la Anglo-Belgian-Indian Rubber (ABIR) tenían sus propios cuerpos paramilitares actuando fuera de la ley. Aquella colonia tan especial fue un gran ensayo de anticipación; y así como el rey Leopoldo sirvió de modelo a los cleptócratas del Congo post-belga, también el uso de la fuerza dejaba entrever lo que sería la explotación capitalista postcolonial.

En cuanto al caucho congolés, salvo casos excepcionales, no se trataba de plantaciones y cosecha por incisión, sino de tala salvaje. Los bosques de lluvia del África tropical eran ricas en plantas laticíferas. La mayoría apocináceas, familia donde abundan las especies tóxicas por la presencia de glucósidos cardioactivos.


A esa familia pertenece el género Landolphia, con especies sobre todo arbustivas y lianas trepadoras, algunas con valor comercial. L. kirkii, junto con L. owariensis fueron históricamente las fuentes primarias del caucho hasta la virtual extinción de la planta, mientras la población nativa bajo el terror leopoldino iba hacia el mismo paradero.

Lo mismo con las landolfias que con el género afín Vahea, la recolección se hacía trepando a los árboles para cortar las lianas cauchíferas, hasta una altura de 30 m o más, hasta donde da el sol, y una vez las plantas abajo se recogía el látex, que fluye con rapidez. Cada liana rinde 3-4 kg de caucho, que secado al sol o en ceniza caliente se moldeaba en pellas.

El régimen leopoldino se justificaba con teorías racistas, unas radicales y otras menos, como la de considerar al negro como indolente por naturaleza y sólo obediente al castigo físico. Por su parte, Stanley propalaba otra teoría de su cosecha, asegurando que el hombre blanco trasplantado a colonias mejoraba sus aptitudes. Tal vez se miraba en su propio espejo, porque la realidad general abundó más en tipos desarraigados y degradados.


Para hacerse idea de esto último no hay que ir a la novela o el cine. El citado historiador afroamericano Rev. Jorge W. Williams lo describe, y no en aventureros apátridas sino en funcionarios belgas.

Cuenta, por ejemplo, cómo remontando el Congo vio a dos oficiales belgas apostándose 5 libras a que con sus rifles alcanzaban a una pequeña embarcación de carga. «Tres disparos convirtieron la canoa en un ataud.»

Vio también un vapor belga acercarse a la costa, donde una multitud distendida y alegre hacía el mercado. Los soldados formaron en líneas de fuego y dispararon a discreción, mientras la gente enloquecida pedía clemencia. La escena siguiente fue más desagradable: la pelea entre oficiales belgas disputándose las mujeres supervivientes de la masacre.

Williams publicó en el New York Herald Tribune una Carta abierta al rey Leopoldo II  (julio 1890), muy reproducida en su país y en Europa, denunciando casos concretos, con 12 cargos contra el gobierno del rey. El régimen leopoldino era de guerra injusta y cruel contra los nativos.

Esta y otras denuncias no hicieron mella en Leopoldo II, que pasó al contraataque por medio de activos apologistas, mientras él movía sus influencias, que no eran pocas en lo civil y lo eclesiástico.

El debate dio un giro en 1903, cuando el Parlamento británico decide enviar al consul Casement al Estado Libre del Congo como observador. El Informe Casement (1903) ofreció la novedad de ir ilustrado con fotografías.

En efecto, había aparecido un testigo de excepción: la kodak de Eastman. Frente a toda apreciación subjetiva en testimonios verbales o escritos, el objetivo de la cámara fotográfica se convirtió en el paradigma de la objetividad, un prestigio que se fue perdiendo a golpe de fotomontaje, y que ya pasó a la historia, en la era de la composición digital.

4. El ojo de la Kodak

La kodak no fue una cámara fotográfica más. Fue el sistema Kodak el que trajo un revolución cultural, al sacar la fotografía del esoterismo de laboratorio y ponerla al alcance de todo el mundo. El registro gráfico fue ya un elemento esencial de cualquier reportaje, de cualquier noticia.

Desde finales del siglo XIX, la imagen fotográfica entra de lleno en la comunicación. No se trataba sólo de la reproducción de fotos en libros y revistas. Era algo mucho más vivo y directo: la proyección de imágenes fotográficas.

El invento atribuido al jesuita Atanasio Kircher (h. 1650) y divulgado con el nombre de ‘linterna mágica’ había dejado de ser una diversión de salón para convertirse, a finales del XIX, en vehículo de información y propaganda audiovisual.

Las conferencias y charlas ‘de linterna’ –como se llamó a las ilustradas con proyección de imágenes– se pusieron de moda por espacio de medio siglo, hasta el advenimiento de los proyectores modernos de diapositivas. [Todavía en el curso 1965-1966 el que esto escribe tuvo a su cargo, como alumno ayudante en la cátedra de Paleontología de la Universidad Complutense de Madrid, manipular un arcaico armatoste, ciertamente no tan antiguo como los fósiles que estudiábamos,  alimentado por pesadísimas raciones de transparencias de vidrio (9 x 9 cm).]

Muy pronto los comunicadores de toda especie se apoderaron del invento, siendo los catequistas uno de los gremios más entusiastas. [También yo de niño recibí bastantes sesiones de catequesis de linterna, cuyas imágenes fijas siguen imborrables.]

Esta aplicación empezó en América hacia 1890, en manos de misioneros ingeniosos para recaudar fondos. Entre aquellos precursores del ‘power point’ interesa aquí cierto Dr. Guinness, que hizo pasar a miles de espectadores por sus sesiones sobre el Estado Libre del Congo. Lo que daba por el precio módico de una entrada era una charla de linterna con interludios de música de órgano, fervorín, himnos, plegarias y, por supuesto, la colecta voluntaria.

Pedagogo de masas, el buen predicador empezaba con un vistazo general al país y sus gentes. Seguía el relato épico de las exploraciones europeas y los esfuerzos filantrópicos del rey Leopoldo II de Bélgica. En el esquema primitivo, tocaba luego hablar de la degradación moral de aquellas tribus paganas, canibalismo, poligamia, esclavitud etc., para contraste y resalto de la benéfica acción misionera.

Ahora bien, al divulgarse la fea cuestión congoleña, la charla de Guinness se puso al día con un giro notable, donde el salvajismo de los negros africanos encontraba su réplica en las salvajadas de sus colonizadores, ilustradas a través de fotografías enviadas por los misioneros. Desde entonces, el título-reclamo pasó a ser ‘A Reign of Terror in the Congo’. No hace falta decir que el público del Dr. Guinnes se multiplicó por varios dígitos.

Por entonces (1904), el Informe Casement había reclutado activistas como Edmund D. Morel, gran conocedor de la realidad congoleña por sus empleos coloniales allí, en actividades mercantiles.

Hacia 1900, Morel había descubierto por su cuenta dos fenómenos muy extraños: lo que más importaba el Estado Libre del Congo era armas y munición, mientras que sus exportaciones valían muchísimo más que lo declarado. Concluyó de ahí que aquel ente político estaba controlado por una sociedad semisecreta de asesinos y defraudadores, con un rey como consocio. Dejó, pues, su trabajo de contable chupatintas para dedicarse al periodismo de investigación y agitación. Casement se fijó en Morel, para encargarle hacer algo que él personalmente no podía, por su condición de diplomático: fundar una Asociación pro Reforma del Congo (CRA), de inspiración laica en favor de los derechos humanos.

A ejemplo de Casement, Morel hizo amplio uso del documento fotográfico. Y aunque discrepaba del uso (según él) ideológico-crematístico por parte de los misioneros como Guinness, la CRA terminaría convirtiendo la fotografía por vez primera en su principal arma de propaganda.

En cuanto a los misioneros y religiosos en general, sin dejar de guardar y aumentar las distancias, el nuevo movimiento les copió la apelación al sentimiento cristiano, vista su eficacia entre la gente. De hecho, algunas de las fotos más impactantes procedían de la kodak de Alice Harris, una misionera con base en el Estado Libre.

Las fotos que dieron la vuelta al mundo apoyaban como pruebas forenses las denuncias más graves ya enunciadas por Casement, a saber: el encadenamiento de presos como animales, el secuestro de rehenes, los azotes con el chicote, la amputación de miembros y las ejecuciones a modo de cacería humana; todo ello en connivencia o por mano de la FP. Las manos cortadas, sobre todo, serían el icono de las atrocidades del régimen.

El horror de las manos del Congo se hizo emblemático. Eran manos amputadas casi siempre a muertos, aunque a veces también a vivos, incluso a niños. Manos que, adobadas al humo para su conservación, se enviaban a los centros administrativos para recuento. Se habló de montones de manos de hasta una tonelada métrica en un solo día. También es verdad que muchos se negaron a creerlo, tachándolo de ‘infundios’, o simplemente lo ignoraban.

[Observo que una gran Historia Universal como la de W. Oncken (1876-1891), en su continuación española por Manuel González Hontoria (1922), no dice ni palabra crítica sobre el régimen leopoldino.]

La fotografía no acabó con el arte del cartel y el dibujo satírico.
Vemos así un Jean Villemot (1908), en la vena ácida de Mark Twain, caricaturizando al odioso tirano y verdugo del Congo. Pero fue la foto la protagonista de la polémica. Fotografía polémica en sí misma, inevitablemente, disputándose entre congófobos y congófilos tanto su autenticidad como su cantidad y hasta la interpretación de lo que al principio pasó por evidencia.

5. ¿Genocidio?

La primera reacción de Leopoldo frente al activismo de la CRA fue hablar de campaña de desprestigio basada en la calumnia, el infundio y los intereses bastardos. Sea como fuere y por las razones que fuere, en 1908 el rey se doblega a la opinión pública de su propio país, Bélgica, y le cede o vende el Estado libre del Congo, que ya como colonia se llamó Congo Belga.

El traspaso no supuso un cambio automático y radical de la situación. Ahora bien, el gobierno belga garantizó a los misioneros nuevas estaciones, y ellos por gratitud dejaron de publicar horrores. Con ello, el divorcio entre Morel y los misioneros fue total, lo que restó argumento a la causa ‘congófoba’. En fin, la I Guerra Mundial (1914-1918) trabajó a favor de Leopoldo, distrayendo la atención y eclipsando la memoria colectiva.

Valgan dos cuestiones para ilustrar el quid de la polémica congoleña: las manos cortadas y la baja de población.

Lo del corte de manos, ya denunciado por Casement, se interpretó en principio como una costumbre ciertamente bárbara y repugnante, pero no tan cruel como podría parecer, si eran manos cortadas a cadáveres muertos por bala. ¿Con qué finalidad? De suyo, para exhibirlas como pruebas de servicio cumplido, como también para el cómputo y reposición de municiones a la FP.

El verdadero escándalo llegó con los testimonios de las mismas manos amputadas como castigo a personas vivas, incluso a niños. De esto último se exhibieron fotos impactantes, acompañadas de testimonios inequívocos.

La pregunta fue, y sigue siendo: ¿regla o excepción? Todavía tiene valedores la tesis de los casos aislados y numéricamente limitados, aunque (dato sed non concesso)  las historias y las fotos fueran auténticas. Con todo, la opinión más compartida es la contraria. Muchos nativos perdieron una y aun ambas manos, aunque no siempre por amputación. Algunos policías y oficiales le daban gusto al gatillo, y el resto lo hacía la necrosis y una cirugía elemental.

Respecto a la población, no parece que la cuestión se pueda resolver, al no haber estadísticas ni cómputos fiables. Una cifra de 40 millones de habitantes para todo el Congo que ganó Leopoldo se considera exagerada. La mitad estaría más cerca de la realidad. El Congo Belga de 1909 podría tener unos 10-12 millones. Una caída de 8-10 millones en cosa de 20 años ya sería catastrófica, y si su causa fue el acoso a la población por parte de los colonizadores (en último término, del Estado), con toda propiedad podría hablarse de genocidio. Los congófilos siempre alegaron que la innegable caída demográfica, primero, no fue tanta, y sobre todo fue debida a guerras intertribales y a causas naturales, dominando entre éstas el paludismo y la enfermedad del sueño.

Otro factor no desdeñable sería el hambre. Pero si no hay constancia cuantificada de plagas como la langosta o la sequía, y sí de hambre estructural impuesta por el sistema de explotación, poco importa eso a la hora de excluir y exculpar el crimen de genocidio.

Tampoco en esto la opinión dominante favorece a Leopoldo. La enfermedad no puede ser una coartada absoluta, y parece fuera de toda duda que su ambición se fue cimentando y encaramando sobre una pirámide de cadáveres de súbditos previamente depauperados por el régimen de explotación humana. Perderse en distingos entre muertes violentas y otras más o menos ‘naturales’ termina fácilmente en ejercicio de cinismo. Bien es verdad que en toda cuestión histórica hay que estar a nuevos datos que pueden obligar a cambiar los esquemas admitidos. Datos que, de haberlos conocido el rey y sus abogados, ellos habrían sido los primeros en divulgarlos.

(Concluye: 6. La actitud de la Iglesia Católica.)

viernes, 18 de junio de 2010

El silencio de los moruecos (2)


Este artículo debió cerrarse hace varios días. Ese al menos era mi plan. Pero el tema del Congo colonial belga es tan apasionante como espinoso, y la documentación consume tiempo.

Se trata nada menos que de un disputado caso de genocidio con agravante de crimen y terrorismo de estado, donde la referencia obligada suele ser la Shoá (el mal llamado ‘holocausto’) del pueblo judío bajo Hitler, medio siglo más tarde. Con una diferencia no despreciable: el horror del Congo bajo el régimen de Leopoldo II de Bélgica, desde el principio de su divulgación, tuvo matizadores e incluso negadores hasta hoy, sin incurrir por ello en nota de deshonestidad ni enfrentarse a censura legal.

No quiere decirse que los congoleños hayan olvidado el sufrimiento pasado; pero diríase que para algunos es un recuerdo que se expresa con sordina, a juzgar por lo visto en ocasiones como la Expo Universal de 1958. Tal vez las calamidades de hoy difuminan el ayer y borran el mito de una edad precolonial dorada.

Lejos, pues, de dar carpetazo a la entrada, la amplío por si interesa, siquiera porque revistas que uso son de acceso restringido en la red. No descubro nada nuevo. Todo ha empezado por un libro, La tragedia del Congo (2010), colección de varios textos de época. Y como el editor los ofrece a palo seco, poniendo de lo suyo sólo una nota de presentación y la solapa, he tenido que documentarme un poco por mi cuenta.

1. Leopoldo II de Bégica se apodera del Congo

Al hablar de Leopoldo II es imposible dejar de lado a su socio y cofundador del nuevo imperio del Congo durante 20 años. Si el rey de los belgas bajo su capa de filántropo era un gran hombre de negocios, el explorador Henry Morton Stanley jamás hizo alarde de filantropía ni desinterés.

Aventurero nato, del que se han hecho retratos morales poco atractivos, sin perjuicio de cualidades extraordinarias que hacen de él una gran figura de su siglo. Un reportero todavía con lectores, y escritor con títulos como A través del Continente Oscuro (1877, 2 vols) o El Congo (1885, 2 vols.), llenos de fabulaciones sin valor científico, pero indispensables en la literatura del género.

No interesa aquí su personalidad profunda –su misoginia–, sí su pragmatismo interesado, siempre atento a sus mecenas-clientes reales o posibles, para quienes describe, según conviene, la senda de Eldorado, o tierras míseras y vacías.

Como explorador fue único, despótico individualista, superviviente de sus propias aventuras, tan mortíferas en porteadores negros y en colaboradores blancos. Un depredador sin atisbo de sensibilidad ecológica ni humana:

«Cabe suponer que en la cuenca del Congo hay unos 200.000 elefantes repartidos en unos 15.000 rebaños; cada elefante portando en la cabeza un promedio, digamos, de 50 libras ee marfil; lo que cosechado y venido en Europa vendrá a representar cinco millones de libras esterlinas…»

«Cada kilogramo de marfil cuesta una vida humana, varón, mujer o niño. Por cada cinco kilos se quema una vivienda; por un par de colmillos se destruye una aldea; y cada dos décadas desaparecía una región entera con todos sus habitantes, aldéas y plantíos.»

No era cosa de perder tiempo, porque otros exploradores aprovechaban el suyo. Frente al avance del oficial de marina francés Pierre S. de Brazza, reclamando territorio para su país, Verney Lovett Cameron llegó incluso a declarar toda la cuenca del Congo posesión británica (1875). El astuto Leopoldo se hace el sueco y el año siguiente, 1876, aprovechando una Conferencia Internacional Geográfica en Bélgica, funda la Asociación Internacional Africana (AIA), con propósito declarado de abolir el tráfico de esclavos, una especialidad árabe:

«¿Es preciso recordar a Uds. que al traerles a Bruselas no me ha guiado ningún propósito egoísta? No, caballeros, si Bélgica es pequeña, es feliz y satisfecha con lo que tiene. Tampoco yo tengo otra ambición que servirla bien. Pero voy a insistir en que me siento orgulloso de pensar que un progreso esencial a nuestra época ha empezado en Bruselas. Espero que por ahí, Bruselas llegue a ser cuartel general de una misión civilizadora.»

En cuanto a la esclavitud, el regio orador la calificó de inmoral e infame, sin añadir lo que también era verdad y estaba en la cabeza de todos sus oyentes: una inmoralidad muy poco rentable en lo económico.

Al regreso de Stanley de su segundo viaje por África tropical (agosto 1878), le aguardaban en Marsella los agentes de Leopoldo. El explorador ya tenía el mejor cliente que jamás pudo soñar. A fines del mismo año, Stanley firmaba un contrato por 50.000 francos anuales, hoy unos 156.000 euros. Su compromiso: una nueva expedición (desde 1879), ya como explorador particular del rey belga, aunque bajo cobertura respetable: la filial belga de la AIA, controlada por Leopoldo.

Esta vez el explorador fue más sigiloso que de costumbre, dejando a Europa en ayunas de noticias suyas, sobre todo en cuanto a lo más importante de la empresa: negociar con los reyes y jefes congoleños la cesión de su soberanía al gran rey europeo y protector de África, Leopoldo II.

Aquí Stanley no tuvo que inventar nada, sólo copiar en su área lo que había hecho De Brazza en Gabón (1875), persuadiendo a los jefes locales por separado a que reconociesen la soberanía francesa. Una expresión de la que ignoraban hasta su significado. Tampoco estuvieron mejor enterados los interlocutores de Stanley, caudillos tribales analfabetos mayormente, que firmaban dibujando una X en un papel escrito en francés ‘legalés’, a cambio y por toda compensación de sendas piezas de tela a mes vencido.

La empresa llevó su tiempo, y la carrera por el reparto del África tropical también dio a Stanley quebraderos de cabeza. En septiembre de 1880 su rival De Brazza, que el mismo año acababa de ‘fundar’ (rebautizar) la ciudad de Franceville (Gabón), avanzaba hasta la orilla derecha del río Congo y establecía un puesto militar, convertido en gran centro administrativo, Brazzaville. Stanley tuvo que aceptar el hecho consumado, al que replicó dos meses más tarde fundando en la orilla opuesta, justo enfrente, la ciudad de Leopoldville (hoy Kinshasa), como reclamación de su patrono. La importancia estrategica del lugar venía dada porque desde allí, en el extremo occidental de las ‘Tablas de Stanley’ (Stanley Pool, hoy de Malebo), el Congo era entonces navegable. (Cfr. D. A. Ol’derogge y I. I. Potekhin, Narody Afriki, Moscú, 1954).

Una segunda expedición de Stanley tuvo lugar en 1882 bajo mandato de una nueva organización, el llamado Comité d’Études du Haut Congo, en que Leopoldo transformó la filial belga de AIA.


Por fin, en 1884, reaparece en Europa exhibiendo medio millar de aquellos ‘tratados’. El nuevo país unificado como Asociación Internacional del Congo (AIC, misterioso avatar del Comité d’Études, ahora personificado en el rey) tenía hasta capital, Vivi, fundada también por Stanley, y por supuesto bandera, una bandera azul con estrella amarilla, que los agentes de Leopoldo pasearon por Europa y EE. UU. en busca de reconocimiento del nuevo ‘estado independiente’.

Todo a punto, como un reloj. En 1884-85 el Congreso de Berlín, reunido para el reparto de África entre potencias coloniales, reconoce a Leopoldo II como jefe legítimo de la Asociación, rebautizada como Estado Libre del Congo, bajo soberanía personal y absoluta del rey, sin vínculo formal alguno con Bélgica como estado. (Frank M. Anderson, Handbook for the Diplomatic History of Europa, Asia and Africa (1870-1914), Read Books, 2009, págs. 161-167).

El primer goberno que aprobó el plan del rey belga y reconoció la AIC (22-04-1884) fue el de los Estado Unidos, con el señuelo de grandes tierras abiertas al libre comercio. Luego veremos el papel del catolicismo norteamericano en la defensa del proyecto leopoldino. «El único que caló a Leopoldo a la primera fue el viejo Bismarck. Pero su banquero, un entusiasmado Gerson Bleichröder –el primer judíos prusiano que obtuvo título nobiliario–, forzó el acuerdo.» (Dave Renton y otros, The Congo: plunder and resistance. Zed Books, 2007.)

El 26 de febrero 1885 se firmaba el Acta General de Berlín. En ella se reconocía a Leopoldo la posesión y soberanía sobre el Congo. Pero en la misma Acta iba incluido un memorable

«Artículo 7º. Todas las potencias en ejercicio de derechos soberanos o de influencias en dichos territorios se comprometen a velar por la preservación de las tribus nativas, y a procurar mejorar las condiciones de su bienestar moral, así como a colaborar en la supresión de la esclavitud, en particular el tráfico de esclavos.»

Una década más tarde (a mediados de los 90) se había consumado la ocupación de territorio. El Congo de Leopoldo cubría una extensión de casi 2,84 millones de km2 (80 veces la de Bélgica), con una población estimada en 11 millones de almas (el doble que la belga), con gran diversidad étnica y lingüística. Cuando llegue la indepencia (1960) vendrá el inevitable vendaval toponímico, pero la única lengua oficial será el francés.

2. El saqueo del Congo: el «régimen lepoldino»

Los costos de la empresa se disparan. Entre 1880-1890 Leopolodo invirtió unos 10 millones de francos belgas de entonces (más de 30 millones de euros). Y en 1890 y 1895 se instó al parlamento belga para que concediese créditos al rey por un total de 32 millones de francos, en concepto de empréstito por 10 años. Una cláusula decía que si no devolvía a tiempo, el gobierno bélga podría anexionarse el Congo. A Leopoldo le costó hacer quitar esta cláusula. Fuera de eso, Francia le prestó 80 millones de francos belgas, pero con la misma cláusula.

La primera fase de colonización del Congo Belga (‘régimen leopoldino’, prolongado hasta la I Guerra Mundial) fue de explotación preindustrial directa y salvaje de recursos naturales, incluida la población nativa, en auténtico derroche de vidas humanas.

La única gran empresa industrial fue la construcción de vías férreas, para dar salida a los productos brutos. Los dos más interesantes fueron el marfil y el caucho. El primero atrajo a gran número de cazadores aventureros y furtivos. Sobre los nativos recaía la corvée de portearlos hasta los puestos de las compañías concesionarias, y lo mismo para la recogida del caucho, más el aprovisionamiento de los puestos administrativos y militares.

Sirva de ejemplo Bumba. Hoy ciudad con más de 100.000 h. y puerto fluvial sobre la margen derecha del Congo, «Bumba era entonces una aldea mísera con un centenar de chozas. La aportación obligatoria mensual era de 5 carneros o cerdos, o bien 50 gallinas, 60 kg de caucho, 125 hatos de mandioca, 15 kg de maíz y otros 15 kg de boniato. Uno de cada 10 hombres debía estar en permanencia a disposición del funcionario local. Siempre debía haber un varón cumpliendo servicio militar anual. Y sobre todo, uno de cada cuatro días toda la colonia debía ocuparse en los llamados ‘trabajos sociales’: construcción y mantenimiento de caminos, transportes etc. Por ley, todo trabajo era remunerado, pero la cantidad y plazos dependían de la productividad local declarada por la compañía. Para más escarnio, la ridícula paga se podía hacer en especie, en artículos sin interés ni valor para los nativos» (Ol’derogge y Potekhin, o. cit., pág. 493.  Estos datos vienen a coincidir con los que aportan para otras regiones los documentos del libro La tragedia del Congo, por ej. en págs. 57-58, 66, 72-77 etc.)

No hay que preguntar por qué el sistema llevaba a la bancarrota. El saqueo del Congo no era empresa fácil. El marfil, por ejemplo. La cifra de 1.000 Tm anuales a fines del siglo XIX puede parecer fabulosa, y lo es; pero también una autopista a la ruina, sin una estrategia de gestión. Leopoldo mismo estuvo a punto de arruinarse, y dicen que hasta tuvo que recortar gastos de su mesa. Hasta que vino el hombre providencial que retrasó el desastre. El salvador fue un veterinario escocés que se llamaba John Boyd Dunlop, inventor y primer fabricante de neumáticos de bicicleta (1888-1889).

(Continúa: 3. «El caucho es muerte»: el reinado del terror. 4. El ojo de la Kodak.)

martes, 8 de junio de 2010

El silencio de los moruecos (1)

La Iglesia Católica ante el Congo leopoldino (1885-1909)

Hablando de Bélgica. La referencia intempestiva a ese país, que ya he comentado, me ha hecho recordar que tengo material pendiente de lectura. No sobre Bélgica exactamente; sobre la singularidad colonial del viejo Congo Belga.

La trayectoria colonial belga (1885-1960) fue singular en muchos sentidos. Lo más extraordinario fue que todo aquel dominio no nació como una colonia al uso, sino como inmenso latifundio personal de un monarca absoluto, que era a la vez el rey constitucional de los belgas. Leopoldo II fue el amo de un imperio (1885-1908), dentro del cual todavía se reservó una provincia como Dominio Real. Y no es lo menos sorprendente que ese imperio se creó con el beneplácito de las potencias europeas rivales en el colonialismo.


El milagro fue posible porque el mismo Leopoldo, tras contratar al célebre Stanley para explorar el terreno y ganar la voluntad de los reyezuelos locales (1879-1884), presentó su proyecto ante el mundo –Conferencia de Berlín (1884-1885)– como empresa científica, filantrópica y civilizadora, amén de militante contra el esclavismo; todo ello bajo patronato de una entelequia llamada Asociación Internacional Africana (1876), luego de un Comité Belga, cuyo factótum y única cabeza visible fue el fundador.

Aquel imperio en el corazón de África se llamó irónicamente Estado Libre del Congo (también Estado Independiente). Otra denominación mucho más exacta fue El Corazón de las Tinieblas, título de un folletín del ex marino, escritor y periodista polaco Joseph Conrad (1899, 1902), que Coppola adaptaría libremente al escenario de Vietnam en el filme Apocalypse now (1978).

Si los nativos habían escapado oficialmente a la esclavitud, fue sólo para convertirse en súbditos de un Estado dueño exclusivo del territorio con todos sus productos útiles, donde para cubrir su débito fiscal los varones vivían en régimen disciplinario de trabajo forzado.

La explotación directa corría a cargo de compañías concesionarias, con amplios poderes de exacción y disciplina. A merced de ellas, la población útil era mano de obra prácticamente gratuita, como recolectores de caucho, porteadores de marfil, mineros etc. El elemento coactivo era la Force Publique, cuerpo bajo mando de oficiales blancos, formado por nativos armados de las tribus más belicosas y feroces, caníbales muchos de ellos, que solían contabilizar la ejecución de fugitivos a base de manos amputadas, castigando a los negligentes con el terrible chicote de piel de hipopótamo, pero también con mutilaciones y vejámenes de todo tipo.

Explotación, maltrato, genocidio. Entre el colonizador y la mosca tse-tse (enfermedad del sueño), más la viruela y otras ayudas, en una generación la población del Congo se reduciría a la mitad. Una cifra redonda de 10 millones de muertos es la que los ‘congófobos’ más radicales cargan a la cuenta de Leopoldo.

Las desventuras congoleñas se asociaron principalmente al caucho, obtenido allí de Landolfia silvestre mediante poda y tala. Este método destructivo obligaba a ir cada vez más lejos a recolectar: una tentación para la fuga, represaliada mediante secuestro de mujeres, niños y familiares del presunto huido. El caucho era mediocre pero interesante, por la demanda de neumáticos de bicicleta. (Aunque esto último es indiferente. De haber sido para chicle, daría lo mismo.)

A principios del siglo XX, la situación se hizo insostenible para el rey que, acosado por denuncias a nivel mundial, se deshizo de una carga ya sin interés para él, traspasándola a su país como hipoteca por grandes empréstitos recibidos para ‘desarrollar’ la colonia . Cierto que el escandalo no cesó de pronto, pero liquidada la ficción de Estado Independiente, el nuevo Congo Belga era ya una colonia como tantas, donde poco tenían que echarse en cara unas a otras las metrópolis. Bélgica aplicó a su modo una ejemplaridad responsable, mantenida hasta la declaración de independencia (1960).



Acaba de publicarse en español La tragedia del Congo (Ediciones del Viento, 2010). Son más de 420 páginas con cuatro documentos de época, de desigual longitud y enfoque:

1. Carta al rey Leopoldo (18-07-1890), panfleto escrito desde las Cataratas Stanley por el afroamericano George Washington Williams, historiador y misionero en Africa. Esta primera denuncia, de efecto discreto, cobraría importancia 10 años después, al estallar el escandalo.

2. Informe de Mr. Casement al Marqués de Lansdowne (1903), por el irlandés Roger D. Casement, cónsul británico. Un documento estremecedor por su laconismo y precisión ‘entomológica’, como suele decirse. Es la primera versión completa en español de una pieza que, tarde y mal, se publicó el año siguiente censurada y mutilada por el Foreign Office, por respetos políticos. Aun así, el escándalo tuvo por efecto la fundación de una Asociación pro Reforma del Congo. [Casement fue objeto de honores británicos, que perdería por su implicación en la rebelión de Irlanda (murió ahorcado en Londres, 21 de abril 1916)].

3. El crimen del Congo (1909), pedestre título de un excelente texto de Arthur Conan Doyle. Un bestseller a beneficio de la citada Asociación pro Reforma, a la que el novelista se adhirió desde el principio. [Admirador y amigo de Casement, el creador de Sherlock Holmes fue uno de los que pidieron en vano su indulto.]

4. El soliloquio del rey Leopoldo (1905), de Mark Twain; panfleto más satírico que humorístico, y más caricatura que retrato de un tirano a la defensiva. La pieza, ilustrada con fotografías, era un alegato contra la coartada del ‘si el rey supiera’, argumento de los paniaguados de un déspota muy al corriente de todo, aunque nunca puso pie en el Congo.


La muerte de Leopoldo II (diciembre 1909) no cerró el debate entre ‘congófobos’ y ‘congófilos’ sobre su peculiar colonialismo. Al contrario, la misma singularidad personalista le convirtió en signo de contradicción, genocida para unos, para otros chivo expiatorio de una culpa colectiva, o incluso víctima de la calumnia, según los congófilos a toda prueba. Entre éstos últimos figuraron elementos destacados de la Iglesia y hasta el mismo pontífice san Pío X (1903-1914).

Bélgica era un país católico, con uno de los cleros mejor formados, según el patrón del Concilio Vaticano I (san Pío IX, 1869-1870). Una las actividades más pujantes de la Iglesia, de la mano de la expansión colonialista, fue la expansión misionera, en pugna con protestantes sobre todo anglosajones. Algunos de éstos figuraron entre los primeros en denunciar al mundo las atrocidades del Congo, antes y después de su nacionalización. ¿Era aquello algo más que sectarismo protestante aliado a la política colonial británica? ¿Estuvo la Iglesia Católica a la altura de su deber moral?

Sobre este particular, hay un trabajo reciente de Robert G. Weisbord, The King, the Cardinal and the Pope: Leopold II’s genocide in the Congo and the Vatican’ (JOURNAL OF GENOCIDE RESEARCH, 5.(2003): 1, 35 — 45).

Desde el estreno del drama de R. Hochhuth, El Vicario (1960), se viene discutiendo la pasividad del papa Pío XII frente al genocidio judío bajo el poder nazi. La notoriedad de este debate sobre un presunto fracaso moral personal de Paccelli contrasta con aquel otro silencio culposo de la Santa Sede sobre el Congo, medio siglo antes, que pasó prácticamente desapercibido.

Frente al genocidio y las atrocidades denunciadas por la voz pública, la Iglesia reprochó a Leopoldo casi exclusivamente su conducta extraconyugal, ciertamente escandalosa, pero irrelevante al lado de la aberración ética de su ejecutoria colonial. Sobre ésta, no es sólo que Roma guardara silencio, sino que lo impuso en sus filas, ahogando las voces de misioneros testigos. En 1904 había allí más de 300, entre religiosos y cooperadores, la mayoría valones de lengua francesa, personas de reconocida eficacia, pero que en general guardaron obsequioso silencio. No todos. Conan Doyle citaba con admiración La Question Congolaise, de su tocayo el padre A. Vermeersch († 1936), «el santo jesuita», famoso teólogo moralista y profesor en la Universidad Gregoriana.

A todo esto el gran farsante, defendido y jaleado por altos purpurados, recibía honores como benemérito de la Religión y la Iglesia. Lo mismo se siguió haciendo después de Leopoldo, sobre los excesos y presuntos crímenes del colonialismo de estado belga. Así pues, aquella defección moral de Roma recuerda también algo lo que se está viendo ahora en torno a la pederastia clerical, añadiendo al silencio sobre los hechos el abuso de autoridad para ocultarlos.


El error moral de la Iglesia fue desviar la discusión al terreno de la controversia religiosa y la competición o rivalidad misionera con las ‘sectas’ protestantes. No había entonces diálogo ecuménico, y para muchos católicos la presencia de protestantes en territorio belga era intrusismo, cuando no espionaje a favor de intereses extranjeros.

Por otra parte, la epopeya misional se ajustó a esquemas imperialistas y aculturadores muy de época, más comprensibles que justificables, cuyas últimas manifestaciones alcanzamos los más provectos a conocer en el apogeo de las Jornadas Mundiales de las Misiones (en España, el clásico Domund en sus mejores años).

Al crear Leopoldo su empresa, la personalidad católica más relevante en África era monseñor Charles-Martial-Allemand Lavigerie (1825-1892).

Este vasco de Bayona, arzobispo de Argel y de Cartago, primado de África y cardenal, fundó la congregación de los ‘Padres Blancos’, adalides de una inculturación con sus ribetes pintorescos.

Otra idea suya peregrina fue reconvertir la soberana Orden de Malta al carácter militar que tuvo como Orden Hospitalaria de San Juan, ahora como policía armada contra el esclavismo, mano a mano con los Padres Blancos en el África de influencia francesa.

Lavigerie tal vez no llegó a conocer la verdad sobre el Congo leopoldino. En todo caso, fue gran admirador de Leopoldo II.


(concluirá)


martes, 1 de junio de 2010

Yo no pensaba hablar hoy de esto...




Vuelve a la palestra Ramón Jáuregui (Sobre lenguas y viajes’), para defenderse de Ruiz Soroa. Son ganas de repetir la purga, allá él. Y quién sabe si hasta un pescozón, porque de entrada se refiere a sus argumentos, un poco a la ligera, como «comentarios que me resultan más propios de titulares de 'El Mundo'». Sin ánimo de echarle una mano a don José María, que no es ningún manco, no me privo de catar unas frases de Jáuregui:

«Entre Bélgica y el País Vasco hay enormes diferencias… pero la descripción de la crisis política belga enmarcaba la reflexión sobre bilingüismo, como un recurso literario sin más pretensiones.»

Desmañada defensa de un planteamiento absurdo de cabo a rabo, que desvirtúa cualquier razonamiento.

Pero admiremos ahora este par de goles impecables… en portería propia:

«En la política lingüística ha habido errores y excesos muy propios de los fundamentalismos nacionalistas.»

«Lejos de mí cualquier exigencia [de obligar a que se aprenda euskera], aunque reconozco –y me autocritico por ello– que en el sector docente la euskaldunización fue acelerada y produjimos injusticias personales

¿A quién se lo cuenta? A los nacionalistas no, desde luego. Ayer mismo, en Bermeo, Andoni Ortuzar (PNV) protestaba por lo contrario: en este año socialista «el euskera se ha debilitado», y hay que «pedirle al Gobierno un cambio de orientación claro en la política que ha desarrollado hasta ahora en favor del euskera».

Eso el nacionalismo ‘moderado’. El ‘otro’ no llegó a tanto, pero cerca le anduvo. En el mismo escenario de euforia vascongada, la consejera socialista Isabel Celaá «tuvo que parar su intervención, realizada íntegramente en euskera, por los insultos de varios jóvenes que le reprocharon desconocer la lengua vasca y le 'invitaron' a abandonar la localidad marinera por su condición de ‘maketa’. “¡Maketa, jun zaitez etxera!” , le gritaban.»

Ramón Jáuregui no es ningún obtuso, aunque trate de hacernos creer que cree, contra toda evidencia, que el nacionalismo no va a donde va, y por donde suele ir. De ahí que cause hastío el empeño de hacer como en la copla de ‘María Cristina’, seguirles la corriente.


Seguirles la corriente, o ir a remolque. Es lo que se ha venido haciendo de forma bobalicona, disfrazándonos todos de nacionalistas como para pasar desapercibidos. Ya somos Euskadi, como se le ocurrió a Sabino Arana; nos lidera un Lehendakari, dignidad de su invención; nos identificamos por su bandera de partido, la ikurriña (procurando no molestar mucho nosotros con la rojigualda, mero trapillo estatal para que los monterillas se suenen los mocos), etc. etc. Pero ¡ay!, las encuestas sobre euskera dicen lo que dicen, que aquí lo que mola es hablar castellano. Así que, para que los aberchales no se apropien también la lengua vascongada, ¡hala! todos al barnetegui. De eso modo no podrá decir la gente que el PNV nos quiere gobernar.

Pues qué, ¿hemos de ignorar el vascuence, sólo por llevarles la contra? Eso es lo que ellos desearían. Y en eso es donde los socialistas vascos, les han hecho el juego. Un juego que ha llegado a ser sucio, atropellado, injusto, como el mismo autor acaba de reconocer y autocriticarse.

El sábado –el euskera– para el hombre, o el hombre para el euskera y para el sábado: esa es la diferencia entre un vasco razonable y otro fanático.
Poner la lengua vasca a disposición de todos, sin privilegios ni exclusiones, eso es razón. Sacrificar los derechos de las personas al identitario lingüístico, eso es fanatismo, y ahí llevan su parte de culpa los socialistas como socios de gobierno del PNV.

Jáuregui es partidario de una política lingüística de apoyo al vascuence que a mí se me antoja igual o muy parecida a la del PNV, aunque los jeltzales no se lo van a reconocer jamás. Es muy dueño de defender eso, o lo que le plazca. Lo que me interesa aquí al respecto es un frase de su artículo que dice así:

«El rechazo a toda política de fomento del euskera... se opone a todo lo que desde el comienzo de la Transición hemos hecho por consenso en esta materia.»

¡El dichoso ‘consenso’ de la dichosa Transición! Cada vez que salen a relucir aquellos consensos, aquellas transacciones y acuerdos políticos con los nacionalistas en materias de lengua, pero también en todo lo demás, en que tanto y tanto se les cedió, todavía me sigo preguntando en qué cedieron ellos. Toda negociación es toma y daca. Pues eso, cuál fue su daca. Me gustaría conocer alguna renuncia, una siquiera, por parte del nacionalismo vasco, sólo para poder pensar que mis admirados socialistas de entonces no fueron unos primos.

No abomino de la Transición, aunque ahora vemos que fue chapucera. De haberla negociado mejor, no estaríamos discutiendo estas sinsorgadas. En todo caso, ya me gustaría saber quiénes consensuaron en mi nombre unos compromisos que a mí como ciudadano particular me incumben, y a ellos como políticos no. Dominar la lengua para poder acceder a la función pública es uno de ellos.

Y aquí me despido de Ramón Jáuregui y su artículo.  Don José María, es todo suyo.