Hablando de Bélgica. La referencia intempestiva a ese país, que ya he comentado, me ha hecho recordar que tengo material pendiente de lectura. No sobre Bélgica exactamente; sobre la singularidad colonial del viejo Congo Belga.
La trayectoria colonial belga (1885-1960) fue singular en muchos sentidos. Lo más extraordinario fue que todo aquel dominio no nació como una colonia al uso, sino como inmenso latifundio personal de un monarca absoluto, que era a la vez el rey constitucional de los belgas. Leopoldo II fue el amo de un imperio (1885-1908), dentro del cual todavía se reservó una provincia como Dominio Real. Y no es lo menos sorprendente que ese imperio se creó con el beneplácito de las potencias europeas rivales en el colonialismo.
El milagro fue posible porque el mismo Leopoldo, tras contratar al célebre Stanley para explorar el terreno y ganar la voluntad de los reyezuelos locales (1879-1884), presentó su proyecto ante el mundo –Conferencia de Berlín (1884-1885)– como empresa científica, filantrópica y civilizadora, amén de militante contra el esclavismo; todo ello bajo patronato de una entelequia llamada Asociación Internacional Africana (1876), luego de un Comité Belga, cuyo factótum y única cabeza visible fue el fundador.
Aquel imperio en el corazón de África se llamó irónicamente Estado Libre del Congo (también Estado Independiente). Otra denominación mucho más exacta fue El Corazón de las Tinieblas, título de un folletín del ex marino, escritor y periodista polaco Joseph Conrad (1899, 1902), que Coppola adaptaría libremente al escenario de Vietnam en el filme Apocalypse now (1978).
Si los nativos habían escapado oficialmente a la esclavitud, fue sólo para convertirse en súbditos de un Estado dueño exclusivo del territorio con todos sus productos útiles, donde para cubrir su débito fiscal los varones vivían en régimen disciplinario de trabajo forzado.
La explotación directa corría a cargo de compañías concesionarias, con amplios poderes de exacción y disciplina. A merced de ellas, la población útil era mano de obra prácticamente gratuita, como recolectores de caucho, porteadores de marfil, mineros etc. El elemento coactivo era la Force Publique, cuerpo bajo mando de oficiales blancos, formado por nativos armados de las tribus más belicosas y feroces, caníbales muchos de ellos, que solían contabilizar la ejecución de fugitivos a base de manos amputadas, castigando a los negligentes con el terrible chicote de piel de hipopótamo, pero también con mutilaciones y vejámenes de todo tipo.
Explotación, maltrato, genocidio. Entre el colonizador y la mosca tse-tse (enfermedad del sueño), más la viruela y otras ayudas, en una generación la población del Congo se reduciría a la mitad. Una cifra redonda de 10 millones de muertos es la que los ‘congófobos’ más radicales cargan a la cuenta de Leopoldo.
Las desventuras congoleñas se asociaron principalmente al caucho, obtenido allí de Landolfia silvestre mediante poda y tala. Este método destructivo obligaba a ir cada vez más lejos a recolectar: una tentación para la fuga, represaliada mediante secuestro de mujeres, niños y familiares del presunto huido. El caucho era mediocre pero interesante, por la demanda de neumáticos de bicicleta. (Aunque esto último es indiferente. De haber sido para chicle, daría lo mismo.)
A principios del siglo XX, la situación se hizo insostenible para el rey que, acosado por denuncias a nivel mundial, se deshizo de una carga ya sin interés para él, traspasándola a su país como hipoteca por grandes empréstitos recibidos para ‘desarrollar’ la colonia . Cierto que el escandalo no cesó de pronto, pero liquidada la ficción de Estado Independiente, el nuevo Congo Belga era ya una colonia como tantas, donde poco tenían que echarse en cara unas a otras las metrópolis. Bélgica aplicó a su modo una ejemplaridad responsable, mantenida hasta la declaración de independencia (1960).
Acaba de publicarse en español La tragedia del Congo (Ediciones del Viento, 2010). Son más de 420 páginas con cuatro documentos de época, de desigual longitud y enfoque:
1. Carta al rey Leopoldo (18-07-1890), panfleto escrito desde las Cataratas Stanley por el afroamericano George Washington Williams, historiador y misionero en Africa. Esta primera denuncia, de efecto discreto, cobraría importancia 10 años después, al estallar el escandalo.
2. Informe de Mr. Casement al Marqués de Lansdowne (1903), por el irlandés Roger D. Casement, cónsul británico. Un documento estremecedor por su laconismo y precisión ‘entomológica’, como suele decirse. Es la primera versión completa en español de una pieza que, tarde y mal, se publicó el año siguiente censurada y mutilada por el Foreign Office, por respetos políticos. Aun así, el escándalo tuvo por efecto la fundación de una Asociación pro Reforma del Congo. [Casement fue objeto de honores británicos, que perdería por su implicación en la rebelión de Irlanda (murió ahorcado en Londres, 21 de abril 1916)].
3. El crimen del Congo (1909), pedestre título de un excelente texto de Arthur Conan Doyle. Un bestseller a beneficio de la citada Asociación pro Reforma, a la que el novelista se adhirió desde el principio. [Admirador y amigo de Casement, el creador de Sherlock Holmes fue uno de los que pidieron en vano su indulto.]
4. El soliloquio del rey Leopoldo (1905), de Mark Twain; panfleto más satírico que humorístico, y más caricatura que retrato de un tirano a la defensiva. La pieza, ilustrada con fotografías, era un alegato contra la coartada del ‘si el rey supiera’, argumento de los paniaguados de un déspota muy al corriente de todo, aunque nunca puso pie en el Congo.
La muerte de Leopoldo II (diciembre 1909) no cerró el debate entre ‘congófobos’ y ‘congófilos’ sobre su peculiar colonialismo. Al contrario, la misma singularidad personalista le convirtió en signo de contradicción, genocida para unos, para otros chivo expiatorio de una culpa colectiva, o incluso víctima de la calumnia, según los congófilos a toda prueba. Entre éstos últimos figuraron elementos destacados de la Iglesia y hasta el mismo pontífice san Pío X (1903-1914).
Bélgica era un país católico, con uno de los cleros mejor formados, según el patrón del Concilio Vaticano I (san Pío IX, 1869-1870). Una las actividades más pujantes de la Iglesia, de la mano de la expansión colonialista, fue la expansión misionera, en pugna con protestantes sobre todo anglosajones. Algunos de éstos figuraron entre los primeros en denunciar al mundo las atrocidades del Congo, antes y después de su nacionalización. ¿Era aquello algo más que sectarismo protestante aliado a la política colonial británica? ¿Estuvo la Iglesia Católica a la altura de su deber moral?
Sobre este particular, hay un trabajo reciente de Robert G. Weisbord, ‘The King, the Cardinal and the Pope: Leopold II’s genocide in the Congo and the Vatican’ (JOURNAL OF GENOCIDE RESEARCH, 5.(2003): 1, 35 — 45).
Desde el estreno del drama de R. Hochhuth, El Vicario (1960), se viene discutiendo la pasividad del papa Pío XII frente al genocidio judío bajo el poder nazi. La notoriedad de este debate sobre un presunto fracaso moral personal de Paccelli contrasta con aquel otro silencio culposo de la Santa Sede sobre el Congo, medio siglo antes, que pasó prácticamente desapercibido.
Frente al genocidio y las atrocidades denunciadas por la voz pública, la Iglesia reprochó a Leopoldo casi exclusivamente su conducta extraconyugal, ciertamente escandalosa, pero irrelevante al lado de la aberración ética de su ejecutoria colonial. Sobre ésta, no es sólo que Roma guardara silencio, sino que lo impuso en sus filas, ahogando las voces de misioneros testigos. En 1904 había allí más de 300, entre religiosos y cooperadores, la mayoría valones de lengua francesa, personas de reconocida eficacia, pero que en general guardaron obsequioso silencio. No todos. Conan Doyle citaba con admiración La Question Congolaise, de su tocayo el padre A. Vermeersch († 1936), «el santo jesuita», famoso teólogo moralista y profesor en la Universidad Gregoriana.
A todo esto el gran farsante, defendido y jaleado por altos purpurados, recibía honores como benemérito de la Religión y la Iglesia. Lo mismo se siguió haciendo después de Leopoldo, sobre los excesos y presuntos crímenes del colonialismo de estado belga. Así pues, aquella defección moral de Roma recuerda también algo lo que se está viendo ahora en torno a la pederastia clerical, añadiendo al silencio sobre los hechos el abuso de autoridad para ocultarlos.
El error moral de la Iglesia fue desviar la discusión al terreno de la controversia religiosa y la competición o rivalidad misionera con las ‘sectas’ protestantes. No había entonces diálogo ecuménico, y para muchos católicos la presencia de protestantes en territorio belga era intrusismo, cuando no espionaje a favor de intereses extranjeros.
Por otra parte, la epopeya misional se ajustó a esquemas imperialistas y aculturadores muy de época, más comprensibles que justificables, cuyas últimas manifestaciones alcanzamos los más provectos a conocer en el apogeo de las Jornadas Mundiales de las Misiones (en España, el clásico Domund en sus mejores años).
Al crear Leopoldo su empresa, la personalidad católica más relevante en África era monseñor Charles-Martial-Allemand Lavigerie (1825-1892).
Este vasco de Bayona, arzobispo de Argel y de Cartago, primado de África y cardenal, fundó la congregación de los ‘Padres Blancos’, adalides de una inculturación con sus ribetes pintorescos.
Otra idea suya peregrina fue reconvertir la soberana Orden de Malta al carácter militar que tuvo como Orden Hospitalaria de San Juan, ahora como policía armada contra el esclavismo, mano a mano con los Padres Blancos en el África de influencia francesa.
Lavigerie tal vez no llegó a conocer la verdad sobre el Congo leopoldino. En todo caso, fue gran admirador de Leopoldo II.
(concluirá)
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