jueves, 30 de junio de 2011

Domingo: santo gris en blanco y negro (2)


Un dominico bajo sospecha

En Roma se visita mucho la basílica paleocristiana de Santa Sabina (siglo V), al pie del Aventino, por su mérito propio y sobre todo por las antiquísimas puertas de madera donde aparece labrada la Crucifixión más antigua que se conoce [1].
Hay en cambio quien ni se fija en una tumba polícroma en el pavimento, con el retrato de cuerpo entero en mosaico de un dominico yacente. Según la inscripción, en letra gótica del XIV, es el Maestro general de la orden fray Munio o Muño de Zamora (1237-1300) [2].

       El joven Muño había tomado el hábito en San Pablo dePalencia (1257), donde fue provincial de España (1281), y en el capítulo general de Bolonia (1285) ascendió al generalato. Era protegido y de la clientela de la pareja real, Sancho IV y María de Molina.

       En 1291 iba siendo hora de renovar cargos, aunque no el suyo, que entonces era todavía vitalicio. Muño convocó capítulo; pero no en Italia, sino en su Palencia. Para los dominicos españoles Palencia era la Universidad de su fundador, y ya vimos cómo el convento local subió como la espuma en 25 años: de 30 frailes a 240 en 1275. Mayormente mozos, golosos de carrera, o simplemente de un pasar. También Zamora, fundación del propio santo Domingo (1219), era a la sazón un macro convento con más de 200 frailes. En repúblicas así cabía gente para todo. 
       La asamblea palentina tuvo, además de los frailes capitulares, la presencia de dignatarios ajenos a la orden. Lo cual no era insólito en sí; salvo que dos eran cardenales legados del papa Nicolás IV, y su visita no era de cumplido, sino con misión de arrancar a fray Muño su renuncia, o in extremis forzar su destitución. Un tercer invitado, éste seglar, era nada menos que el rey don Sancho, bien de motu proprio, o invitado por su protegido para parar el golpe.
Parece que hubo alboroto, amenazando algunos frailes con pasarse a otras órdenes. Ante el plante general, los legados papales sacudieron el polvo de sus zapatos y se volvieron por donde habían venido. Tiempo al tiempo.
Al año siguiente (1292) el todavía general recibe letras de Roma. Era una absolución papal de censuras y penas canónicas, como era habitual con ocasión de nombramientos y cambios de destino; sólo que aquí acompañando a la deposición del rebelde. Los reyes, ante este desaire personal, compensan a su cliente con una pensión y otros agasajos. Eran tiempos muy monetizados, donde casi todo se arreglaba o aliviaba con dinero.
Para cubrir el maestrazgo general, la orden convoca capítulo en Roma. Y allá que se presente nuestro Muño con pretensión de voz y voto. En respuesta, se le indica el camino de España. El rey replica eligiendo a Muño para arzobispo de Compostela. “Compostela… ¿Pero eso no lo tiene don Rodrigo González? Quia, ni hablar.” “¿Y qué tal Palencia?” Hecho: en 1293 Palencia vaca y es para Muño. El visto bueno del primado de Toledo no es problema. El de la Santa Sede ya es otra cosa. Finalmente el motor universal funciona, y aunque con retraso, llegan las bulas confirmatorias de Roma (1294).
Obviamente no las firmaba el papa Nicolás –pues aparte de contrario era ya difunto († 1292)–, sino su sucesor Celestino V. Éste era el santón ermitaño Pedro Angeleri de Morrone, papa de chiripa para desatascar un reñido cónclave. Y papa efímero. Elegido el buen hombre el 5 de julio con general aplauso, el 13 de diciembre abdicaba desengañado. Mas no para tornar a su soledad, sino para caer prisionero de su sucesor Bonifacio VIII y morir ‘mártir’, pues según voz pública, el nuevo papa lo hizo suprimir (1296). Más tarde, los enemigos de Bonifacio harán santo a Celestino.
Con Bonifacio, fray Muño lo tuvo mal. Llamado a Roma, perdió el obispado, y para atarle corto le confinaron en Santa Sabina, el cuartel general de la orden. Allí murió el 7 de marzo de 1300. Un año notable. Año finisecular y I Año Santo en la Historia de la Iglesia. En Letrán una pintura de Giotto evoca la promulgación del jubileo. Año también en que el Señor de Vizcaya fundó la “nueva población e villa que llaman el Puerto de Bilbao”.

Todas las reseñas oficiales y oficiosas sobre fray Muño de Zamora hablan de él como de varón santo y sabio, insinuando que fue víctima de sus émulos. Hay quien precisa el motivo: “Sólo por ser español y no ser doctor por París.” Vamos, otro crucificado, como Aquél que hemos visto en el portón del templo. Ciertamente de todo es capaz la envidia.
Sin embargo, en el dosier de las Dueñas de Zamora aparece un fray Muño, si no como instigador y maestro de ceremonias, como partícipe o consentidor de los abusos. ¿Se trata del mismo Muño que acabamos de conocer? ¿Pues y quién otro? En este supuesto, veamos de situar y dimensionar el caso.

A las rentas por las tocas
Las nuevas órdenes mendicantes emergen con ideales de pobreza absoluta. Ideales no del todo ortodoxos, sino en parte aprendidos e imitados de sectas a las que combaten. Valdenses o Pobres de León, Pobres Lombardos, durandinos –de Durando de Huesca, convertidos luego a Pobres Católicos–, arnaldistas, patarinos o humillados, etc., todos ellos encarnan la protesta evangélica laica contra una Iglesia clerical y rica.
Aquellos conventos a veces descomunales se fundaban entonces sin renta, viviendo los frailes sólo de limosna. Claro que ‘limosna’ fue un concepto que dio mucho de sí, incluyendo además de la colecta propiamente dicha, a cargo de hermanos legos, los estipendios de misas y sacramentos, sermones y otros servicios, también la comisión por venta de bulas e indulgencias... Cualquier ingreso era limosna, si ellos por definición eran pobres mendigos.
Con las monjas era diferente. Cada religiosa aportaba al convento su renta en forma de dote. La cuantía era una criba social (otra eran los apellidos), de modo que las familias modestas sólo podían meter monjas a sus hija como legas o criadas.
Capítulo aparte merecen las fundaciones femeninas particulares: los beaterios. También los hubo de ricas y de pobres. Estas solían vivir de su trabajo (beguinas, seroras), mientras que una casa nobiliaria como Santa María la Real de Zamora en tiempos del príncipe don Sancho venía a ser un residencia de postín, donde las dueñas con sus respectivas criadas cumplían sus devociones en relajado retiro, más que encierro, dependientes y discretamente vigiladas por su señor obispo.
En toda la Edad Media, los monasterios femeninos fueron el gran aliviadero para el excedente de damas no casaderas. Allí se metían, o las metían, con más o menos convicción, en una época en que las mujeres en general tampoco se casaban, sino que las casaban las familias.
Las ramas femeninas de las órdenes mendicantes crecen pujantes, como los frailes; pero no tanto por fundaciones nuevas, sino absorbiendo de grado o por fuerza casas que ya existían. Desde el principio hubo resistencias. La misma fundación de San Sixto en Roma, por el propio santo Domingo, fue conflictiva. Su amigo el papa Honorio le encarga que recoja a las religiosas romanas que andaban por libre. El resultado fue una especie de galera de recogidas de dudosa nota. Las de Santa María en Trastévere salieron las más rebeldes:

“Encerradas, hubo un alboroto de siete demonios que vinieron a reclamarlas por boca de una endemoniada:
–Malvado, malvado, mías eran. Tú me las quitaste. Cuatro me has sacado de mi poder con tus engaños… Siete somos los que hemos entrado…”

No es difícil entender que aquellos ‘demonios’ que se meten en San Sixto a llevarse a sus amigas eran de carne y hueso, sus galanes y hasta parientes defensores del statu quo [3]
Viniendo a los conventos con rentas, los más ricos eran tentación para unos religiosos con vocación de administradores, una oferta que los pobrecillos no pudieron resistir. De ahí vino en Zamora la pugna con el obispo don Suero Pérez (desde 1255) por las Dueñas, y el mosconeo de frailes por la santa casa.

Del tupido velo a la tupida reja: la clausura papal
Dado el carácter poco vocacional de muchas ‘vocaciones’ femeninas en aquel entonces, a nadie le extrañaba un traspiés, donde la indiscreción se censuraba más que la falta, y el desliz de una monja era del fuero del padre o del hermano mayor, tanto como del obispo. Hasta la Virgen María era indulgente con ciertos deslices, encubriendo a un sacristán fornicario, a un fraile borracho o a una abadesa preñada, como cuenta Gonzalo de Berceo en Los milagros de Nuestra Señora [4]
Cosa muy distinta fue lo de Zamora, donde las artes de seducción de los frailes para ganarse a las frailas jóvenes y hacerlas dominicas pasaron de la raya. Aquel fray Gil, volviendo al convento sin calzones porque la fetichista doña Estefanía se los ha hurtado. O fray Pedro Gutiérrez hecho un sátiro, persiguiendo a unas novicias que, asustadas, se esconden en el horno del pan…
Semejantes escenas, propias del Decamerón, eran algo prematuras para una orden todavía en su primer espíritu, como debían ser los dominicos y franciscanos de la segunda generación. Bastantes problemas había para hacerse aceptar por el clero secular, por las universidades y hasta por los municipios, que a menudo sólo toleraban a los frailes a regañadientes y extramuros, bajo prohibición de mendigar dentro del casco urbano.
Si la política habitual ha sido, por encima de todo, tapujar el escándalo público, en el caso de fray Muño se daban dos circunstancias singulares. De un lado, su amistad con los reyes, protectores de Las Dueñas de Zamora: don Sancho era primo de doña Blanca, la priora cuando él subió al trono. Una importante cantidad librada por el rey a un dignatario eclesiástico bien pudo ser un soborno. De otra parte y sobre todo, la condición de Maestro general ostentada por el Zamorense aconsejó salvarle la cara, y una vez muerto no sólo echar tierra sobre él, sino hasta cubrirla con la lauda honorable que hoy vemos.
Ahora bien, a Bonifacio VIII no le dejó buen recuerdo el fray Muño y sus Dueñas zamoranas. Como clérigo y como persona, tendría sus prejuicios misóginos; pero su bula Periculoso (1298), legislando sobre clausura monjil para todo Occidente, es todo un monumento al disparate y un insulto a la condición femenina.
El mismo título y exordio de la bula es una badajada:

“Deseosos de dar provisión saludable a la situación peligrosa y detestable de algunas monjas, que soltando el freno de la honestidad, y abandonando de forma impúdica la modestia monacal y la vergüenza de su sexo, a veces fuera de sus monasterios discurren por las posadas de personas seglares, y a menudo reciben dentro de dichos monasterios a personas sospechosas, en ofensa grave de Aquél a quien voluntariamente consagraron su integridad, en oprobio de la religión y escándalo para muchos…
… por la presente constitución, valedera a perpetuidad sin quebranto, sancionamos que todas y cada una de las monjas presentes y futuras, de la religión u orden que sean, en cualesquiera partes del mundo, deberán en adelante permanecer en sus monasterios, encerrados en perpetua clausura.”

En suma: visto que algunas monjas a veces salen y a menudo dejan entrar a quien no deben, encerremos a todas de una vez para siempre. El mismo papa metió la bula en su Libro VI de las Decretales, y allí ha estado vigente hasta las últimas reformas de nuestro tiempo. Era la clausura papal, sancionada por el Concilio de Trento, incluso agravada por el papa dominico Sixto V. Una clausura que sin duda truncó el ideal de muchas mujeres con vocación de vida activa y servicio al prójimo.
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[1] Al menos mientras no vuelva alguien con éxito por los fueros del Calvario de Iruña/Veleya.

[2] De la forma Muño deriva el apellido Muñoz. Coincidencia: Antonio Muñoz (1884-1960) se llamaba el arquitecto romano que restauró Santa Sabina, en dos etapas: 1914-19 y 1936-38; cfr. A. Muñoz, Il restauro della basilica di Santa Sabina (Roma, 1938); C. Ballanca, La basilica di Santa Sabina e gli interventi di Antonio Muñoz (Roma, 1999); Joan B. Lloyd, Medieval Dominican architecture at Santa Sabine in Rome, c. 1219-c. 132.’  PAPERS OF THE BRITISH SCHOOL AT ROME, 72 (2004): 231-292.




[3] Vida de Santo Domingo de Guzmán, por el Ven. Fr. Francisco de Possadas (Córdoba, 1701; 4ª impresión, Madrid, 1748), cap. 24, págs. 149 y 154. El beato o santo Francisco de Posadas (1644-1713), predicador popular famoso en su Córdoba, no puede llamarse feminista, cuando abre el capítulo de las recogidas en esos términos:

“aquellos sugetos, que de puro flacos, se hacen inflexibles, como son las mugeres, inconstantes en el obrar, peligrosas en el querer, cortas en el discurrir, cuyo motivo para moverse es su antojo; con que abrazan lo que quieren con tenacidad, con la fuerza de su soñada aprehensión, que las encadena en su errado sentir, sin más maestro que su ciego querer; y más si son Religiosas, que con un poco de práctica de virtud quieren ser maestras de las mayores dificultades del espíritu, a costa de exponerse a muchos errores”.

[4] Milagros II (75-100), XX (461-499) y XXI (500-582). Hay quien sostiene que los ‘milagros’ de Berceo no son imaginarios ni librescos, y que algunos aluden a hechos recientes que se daban por conocidos. Concretamente los casos del sacristán y de la abadesa podrían tener que ver con Santa María la Real de Zamora, según Carmen Benito-Vessels, ‘Gonzalo de Berceo, El sacristán fornicario, La abadesa encinta y las Dueñas de Zamora’. REVISTA DE POÉTICA MEDIEVAL, 10 (2003): 11-24. Y eso a pesar de que Berceo escribe a mediados de siglo y muere en 1264, es decir 15 años antes de divulgarse los hechos (desde 1279). Tres siglos después, en 1577, en plena era tridentina, la historia se repetirá en el beaterio de Santa Ana de Toro, muy cerca de Zamora; donde, según la misma autora, “la correspondencia epistolar entre las zamoranas beatas y sus amantes no tiene desperdicio” (ibíd., págs. 18-19; citando el libro de Francisco J. Lorenzo Pinar, Beatas y mancebas (Zamora, 1995).


[5] El libro fundamental sobre el caso es el de Peter Linehan, The Ladies of Zamora. University. Park, Penna. The Pennsylvania Univ. Press, 1997. Trad. española: Las Dueñas de Zamora: Secretos, estupro y poderes en la Iglesia española del siglo XIII. Madrid, Península, 2000. Véanse reseñas inglesa y española.


lunes, 27 de junio de 2011

Domingo: santo gris en blanco y negro (1)



La última visita al Burgo de Osma me hace recordar al santo que dejó su canonjía en esta catedral, para fundar una de las órdenes religiosas más estupendas. ¿Quién fue realmente este burgalés, y qué tuvo que ver con su obra?

“Tal vez de ningún otro santo del s. XIII poseemos fuentes tan ricas y auténticas como para Domingo… Cerca de 170 documentos, afortunadamente completados por el opúsculo de Jordán de Sajonia, ‘Los principios de la Orden de Predicadores’ (1233)”

Eso dice un biógrafo moderno dominico; añadiendo que “Jordán escribe no como hagiógrafo sino como historiador, lo que le protege contra los peligros de la literatura hagiográfica” [1]. Es posible. Pero si esa protección funcionó con él, otros colegas compensaron con creces, desfigurando al personaje con toda suerte de artilugios píos propios del género. Eso sin contar literatura apócrifa, a nombre de supuestos dominicos antiguos, como fray Juan del Monte o Tomas del Tiemblo [2].
Domingo nació en Caleruega (Burgos), hacia 1170/75, pero no se sabe si el padre fue un Guzmán, ni la madre una Aza, apellidos nobles. La manía de grandeza cundió pronto entre frailes, como para disimular las cunas plebeyas de la mayoría.
Recordemos la ‘anunciación’ que soñó la madre. Para una embarazada debió de ser tremendo, oír de su vientre ladridos, y en vez de niño ver un mastín blanco de capa negra. Visión parlante en juegos de palabras: dominicanos, Domini canes, los perros del Señor. En la boca del can una tea encendida, de doble sentido: luz del mundo y lumbre de hoguera inquisitorial para el hereje.
Vale; y aparte de la fábula, ¿se sabe algo en serio? No mucho. Con ayuda de un tío clérigo, el joven Domingo se gradúa por Palencia, para sentar plaza en el cabildo de Burgo de Osma. Aquí empieza su aventura.
Una novia para un príncipe
No tengo tiempo de repasar el Motif-Index de Thomson, pero no hace falta para decir que ‘una novia para un príncipe’ es motivo literario folclórico [3]. Pues bien, la primera empresa conocida de santo Domingo fue acompañar a su obispo don Diego de Aceves en misión diplomática (1203-1205): agenciar una princesa nórdica al hijo de Alfonso VIII, el príncipe Fernando. “A las Marcas”, ¿Qué dónde cae eso? Allá por el norte de Europa, entre Brandeburgo y Dinamarca, pregunten, no tiene pérdida. (¡Señor, qué antojo de cabalgar valkirias de rubias trenzas y glauca mirada! ¿Es que no hay buen género aquí? Después de todo, ni aquellas son todas tan sanas ni tan parideras.)
En efecto, el pesado viaje para lo principal no sirvió de nada. La hembra selecta se murió novia. Lo cual le ahorró ser una viuda joven, porque el príncipe Fernando tampoco duró mucho. Por un año, no llegó a conocer las Navas de Tolosa (1212).
Sin embargo, en los designios divinos aquella embajada era sólo el pretexto para una magna empresa. En Tolosa los viajeros comprueban que toda la región está infestada de herejes. Unos reviven el viejo dualismo maniqueo, otros desprecian al clero, leen el Evangelio en román paladino y lo predican con llaneza, sin licencia de los obispos.
El papa Inocencio III ha declarado la guerra de cruzada contra estos herejes y sus protectores, en especial el conde de Tolosa. Dirigen la empresa unos cuantos abades guerreros del Císter –la misma orden de donde procedía el virtuoso obispo de Osma–, señorones mitrados sobre su cota de malla, que no tratan con el pueblo ni entienden lo que se cuece. Su brazo armado son aventureros ávidos de botín. Una cruzada muy peculiar, sí señor, católicos contra cristianos, incluso contra católicos.

“Señor, ¿y cómo distinguirlos de los herejes?”
–“Matadlos a todos. Dios reconocerá a los suyos”
El espectáculo del gran fiasco sugirió a nuestro don Diego desechar el método drástico de sus cofrades, y combatir la herejía con sus sus mismas armas. Si la gente del país veneraba a sus predicadores ambulantes y austeros, hacerse como ellos. Combinar la guerra del Papa con una guerrilla de infiltrados predicadores.
Los principios fueron duros. También poligrosos. La penuria de clérigos voluntarios se suplía con ventaja reclutando a herejes conversos, conocedores del terreno. Era el embrión de la Orden de Predicadores, que al morir el obispo Aceves (diciembre 1207) quedó en manos de Dios y de Domingo.

La cuarta pata
El Concilio de Letrán IV (1215), considerando que ya había bastante variedad de religiosos, prohibió fundar órdenes nuevas. No hizo falta más para multiplicarlas prodigiosamente, empezando por la más vistosa: Francisco de Asís y sus ‘frailes menores’.
Frailes, no monjes. Los nuevos religiosos se parecían poco a los de antes:

“Había ya tres órdenes religiosas: ermitaños, monjes y canónigos. A dichas tres, para dar estabilidad al tinglado, en estos días el Señor ha añadido una cuarta. Se trata de la orden de los verdaderos pobres de Cristo crucificado, orden de predicadores, a los que llamamos frailes menores.”

El obispo contemporáneo Jacobo de Vitry (h. 1220/21) se refería así al nuevo fenómeno social de los mendicantes. La cuarta pata del banco: no queda fino, pero claro como el agua.
A Francisco no le fue nada fácil salir con su plan. Sólo contaba con una aprobación verbal de Inocencio III (1209). Domingo estaba en situación parecida, entablándose algo así como una carrera de obstáculos, de modo que dominicos y franciscanos, entre sus muchas querellas, se disputaron la prioridad [4]
Formalmente los dominicos irían por delante (1216). Lo cual no decide que fueron los primeros frailes mendicantes, pues por ejemplo, el muy enterado Vitry les ignora como tales. El texto que acabamos de ver –y que el especialista André Vauchez aplica a los mendicantes– sólo se refiere a los franciscanos, aunque les llame ‘predicadores’ (porque lo eran) [4].

La cuarta pata se estira
Si los mendicantes tuvieron tanto éxito, se dice, es porque respondían a una necesidad social. Es posible, aunque si algo no se echaba de menos en la sociedad eran los pobres de pedir. Cuando Francisco de Asís elige ser pobre entre los pobres sólo contaba con un puñado de discípulos, una gota en el mar de la miseria. De haberle revelado el Señor, como a Abraham, la cifra astronómica de su prole de mendigos encogullados, compitiendo por la limosna con los pobres auténticos de toda la vida, tal vez lo habría pensado de otro modo.
Como a los nuevos frailes se los veía por todas partes, muchos pensaban que eran demasiados. ¿Lo eran? Cortos, desde luego, no se quedaron tampoco los dominicos, a juzgar por esta muestra castellana de frailes por convento, en esa orden y en la segunda mitad del siglo XIII [5]:

Año
Burgos
Salamanca
Segovia
Palencia
Zamora
1250
60
30
210
30
––
1275
150
60
120
240
210
1281
120
60
30
––
––
1299
120
90
30
––
––



En 1277 la orden contaba 404 conventos masculinos; en 1303 cerca de 600.
Nº de frailes (más difícil de saber): 1256, unos 5.000 sacerdotes y unos 2000 legos. En 1337, unos 12.000 frailes.
Para la orden en conjunto, unos calculan entre 50 y 220 frailes por casa, otros prefieren sólo 25. El promedio estimado para Castilla en el período es de 90 frailes por convento. Fuera de Castilla, el de Calatayud por ejemplo, en 1299 albergaba a 120 frailes; los mismo que tuvo el convento de Barcelona en el último cuarto de aquel siglo. Pocos frailes ciertamente no parecen, para una época de carestía crónica y hambrunas periódicas.
En suma, el problema con la cuatropea fue que la nueva pata se estiró sin medida, quedando el mueble más cojo que estaba. Y no fue esa la única disfunción, vamos a verlo.
Los dominicos, menos numerosos que los franciscanos, preferían conventos más grandes, suponiendo que eso favorecía el control. Pero si es arduo calcular cuántos ángeles caben en la punta de una aguja, no lo es menos decidir cuántos conventos (numerosos o no) estuvieron poblados por ángeles en carne humana.

Ellos y ellas: Fray Munio de Zamora y sus alegres desahogos
A santo Domingo le pintan con un lirio en la mano, emblema de pureza. Un cinturón de castidad impusieron los ángeles a santo Tomás de Aquino. En fin, san Pedro de Verona, pionero inquisidor dominico caído en acto de servicio, junto al título de mártir ostentó el más extraño de ‘virgen’ [6]. En la orden (y no en ella sola) hubo sus habladurías y cábalas sobre la condición ‘virginal’ de algunos frailes varones, sea cual fuere el alcance del término y el criterio de valoración. El propio fundador, a modo de testamento, habría hecho una confesión personal un tanto rara, para en boca de un moribundo: “Sepan los hermanos que muero virgen.”

Las órdenes mendicantes también desarrollaron rama femenina. La orden dominicana incluso nace como un esbozo de aquellos conventos dobles que todavía quedaban, reliquias de la alta Edad Media. En Prulla (1206), Diego y Domingo regentan una casa de mujeres ex cátaras conversas, especie de beatas que andando el tiempo se harán monjas. Todavía funciona.
Más tarde (1218-20), Domingo autorizó otra comunidad femenina en Madrid, primera entre muchas por Europa. La más importante por su ubicación, la de San Sixto en Roma (1220).
Sin embargo, los dominicos no se dieron prisa en hacerse cargo de lo que veían como una complicación y un peligro. Finalmente ceden, y el maestro General fray Humberto de Romanis redacta una regla para las hermanas (1259). Como el hombre es algo desconfiado, incluye ordenanzas meticulosas, incluso chocantes: las candidatas deben someterse a examen de embarazo, a sangrías obligatorias en las cuatro témporas –igual que los frailes, para templar ardores corporales–, disciplinas o azotes a espalda desnuda, registro de camas en busca de posibles objetos de uso particular, despioje y aseo de cabellera todo en común, y clausura perpetua sin privacidad de rejas adentro.
En enero del mismo año, 1259, dos ricas hembras hermanas Rodríguez, doña Jimena y doña Elvira, fundan en Zamora el convento de Santa María la Real de las Dueñas, bajo la flamante regla de fray Humberto, aunque sujetas al obispo don Suero Pérez.
En 1267 Clemente IV, mediante la bula Affectu sincero (‘Con afecto sincero’) concede a las domincas el privilegio de cuidar y servir a los frailes. Las dueñas zamoranas hacen su lectura particular y pretenden desligarse de don Suero para confiarse a los colegas masculinos.
Esta familiaridad habría dado pie en 1279 a un escándalo conocido por un dossier de 1281, empezando por una carta donde la monja doña Sol Martínez pone en conocimiento del señor obispo las escenas de las que se da por testigo, sin ahorrar detalle [7]. Otros documentos sobre el caso incluyen otra carta de la priora doña María Martínez al cardenal Ordoño Álvarez (julio del mismo año). Los documentos revelan una comunidad reñida, en un contexto político también dividido por la rebeldía del principe Sancho contra su padre Alfonso X el sabio.
“Doña Ximena, doña Estefanía, doña Perona” –se dicen pecados y también pecadores y pecadoras, con sus nombres propios–… “fray Juan Ibáñez, fray Nicolás, fray Pero Gutiérrez, fray Juan de Aviancos”.
Los religiosos toman el convento femenino como un harén, violando la clausura con visitas casi diarias, emparejándose con sus amigas ( “fray Nicolás con Inés Dominguez” etc.), mañanas y tardes. Y no sólo en horas diurnas; también –lo que entonces se veía mucho más grave– pernoctando a veces hasta 20 frailes a la vez, con orgías de desnudez seguida de travestismo. Así la primera carta citada habla de

“los frailes Predicadores que lo frecuentan haciendo muchos desordenamientos, andando por la clausura apartados con las frayras novicias et seyendo con ellas muy desolutamente, abrazándolas et trebeyándolas et falando palabras que non yera para omes de orden, et desnudándose entre ellas, et ficavan como el dia que nasçian; et vestían ellos las sayas dellas, et ellas las dellos.”

Entre aquellos frailes libertinos se nombra a un tal Munio o Muño, al que importa conocer para entender el alcance del episodio. Aquella alegría provinciana pudo poner en jaque a la nueva orden. Ese escollo se sorteó, en lo tocante a los frailes. Para las monjas en cambio tuvo efecto nefasto, dando un vuelco a la noción y régimen de clausura femenina en el Derecho Canónico.
¿Qué tal si lo dejamos para próxima entrega?
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[1] V. J. Koudelka, en Bibliotheca Sanctorum (Roma, 1964), t. 4, cols. 692 y 725. Utilizo también, entre otras fuentes, Storia dei Santi e della santità cristiana (Grollier Hachette Intern., Milán, 1991), t. 6, págs. 112-123; y obviamente, los bolandistas: Acta Sanctorum Augusti, 1 (Amberes, 1733), págs. 358-658.

[2] Cfr. Nicolás Antonio, Bibliotheca Hispana Vetus, 2: 66 (nº 120).
[3] Stith Thomson: Motif-index of folk-literature: a classification of narrative elements in folktales, ballads, myths, fables, medieval romances, exempla, fabliaux, jest-books, and local legends. Revised and enlarged. edition. Bloomington: Indiana University Press, 1955-1958.
[4] A. Vauchez, Storia dei Santi, o. cit., t. 6, pág. 118. Cfr. Iacobi de Vitriaco, Libri duo, Orientalis et Occidentalis Historiae. Douai, 1597, pág. 349. Un anotador se extraña: “respecto a la Orden de Predicadores, resulta sorprendente que este autor contemporáneo ni los mencione.” (págs. 171-172). O sí; pero como lo que todavía eran entonces: nada de mendicantes, sino los “nuevos Canónigos de Bolonia”, bajo la regla de San Agustín (pág. 333).
[5] Fuente: F. García Serrano, Preachers of the city: the expansion of the Dominican Orrder in Castile (1217-1348). New Orleans, University Press of the South, 1997, pág. 34.
[6] V. El Árbol Dominicano (1501), tabla de un políptico de H. Holbein el Viejo para la iglesia de los dominicos de Francfort, reprod. en Storia dei Santi, l. cit., pág. 119.
[7] Publicada primero por Américo Castro (Bulletin Hispanique, 25: 193-197), ha sido estudiada luego por otros investigadores, como Peter Linehan, ‘Zamora's nuns in the oven - sexual improprieties at a 13th-century Spanish convent’. History Today, 3/1997.
 



martes, 21 de junio de 2011

¡Por fin, beato!


Juan de Palafox y Mendoza

El Burgo de Osma es una ciudad levítica. Siempre lo he sospechado, pero ahora lo sé, por Google. Busco cruzando “El Burgo de Osma” con “ciudad levítica”, y me da  Benito Pérez Galdós.  A mayor abundamiento, “ciudad levítica y episcopal”, llama un pregón festivo local al escenario de la ‘Matanza’. (La del cerdo, obviamente.)
Desde tiempos de su obispo refundador don Pedro (s. XI), el Burgo fue mero pretexto para una catedral poblada de canónigos. Un cabildo catedralicio muy conservador y muy en su papel –todavía en este siglo nuestro secularizado–, como guarda celoso de un tesoro artístico y documentario de primer orden. (‘Cámaras no’, es la consigna, desde que se pone el pie en el atrio del templo.)
Por tal razón, aprovecho la visita para relacionarme con tres clérigos locales, los tres bienaventurados del gremio santoral:
Uno es el citado don Pedro de Bourges, más conocido como san Pedro de Osma (m. 1109). Otro, Domingo de Osma, más conocido luego como santo Domingo de Guzmán (1170-1221), fundador de los frailes predicadores o dominicos, y que primero fue canónigo aquí, en esta misma “ciudad levítica y episcopal”, como vuelve a repetir una biografía suya [1].
En fin, un tercer contacto en la ciudad ha sido el navarro Juan de Palafox y Mendoza (1600-1659), que siendo obispo de aquí murió con fama de santo. Hoy me fijaré en este último, porque el pasado día 5 de este mes le hicieron, por fin, beato, consagrando una de las subidas más rocambolescas a los altares.

Como en los cuentos, pero de verdad
En el cuento popular se repite el motivo de la criatura rechazada, salvada de la muerte por un adoptante compasivo, para ser devuelta luego al rango social que le corresponde. En este caso, el lance en versión histórica es toda una revelación sobre el sistema de valores morales en la alta sociedad española del XVII.
Pues señor, que el día de San Juan Bautista del año 1600 la noble viuda doña Ana de Casanate, tras hacerse preñada vergonzante en una aventura con el marqués de Ariza don Jaime de Palafox, dio a luz a escondidas en Baños de Fitero (Navarra) a un bebé no deseado, que entregó a una criada con encargo de deshacerse de él por vía rápida y discreta.
El infanticidio era común en todas las clases sociales –no por otra cosa se fundaban tantos hospicios o inclusas, donde al menos las criaturas se libraban del limbo–, aunque sólo en el estado llano se juzgaba con severidad, disculpándose entre personas principales, como más obligadas para con su honra. Esta aberración casuística la achacaban algunos a la nueva moral enseñada por los jesuitas.
La criada sale de noche con el bulto para tirarlo a una acequia del río Alhama, cuando un modesto empleado, Pedro Navarro, la descubre y compadecido le pide el niño para criarlo como a otro más de sus hijos. “Está bautizado y se llama Juan”, qué más necesitaba saber el buen hombre.
Pero doña Ana no encuentra confesor que la calme, y dos años después, en otro arranque ético-místico muy de aquel siglo, se mete monja carmelita descalza, perseverando en Tarazona y Zaragoza hasta su muerte en 1638.
A todo esto, el niño Juan crecía en edad y gracia en casa de sus padres adoptivos, que empezaron a recibir misteriosas ayudas de costa. Hasta que en 1609 el padre biológico, viéndole despejado, le reconoce y prepara para darle apellido. Juanito Navarro pudo ya llamarse don Juan de Palafox. En cuanto al segundo apellido que usó, Mendoza, las explicaciones no son claras.
Y con el apellido, la carrera. Carrera que no se trunca a la muerte del marqués (1625); muy al contrario, el gran valido real Olivares le descubre y protege, lo mismo que el rey Felipe IV.
Juan de Palafox es un joven brillante y mundano, que en 1628 se convierte a una vida ascética. Pero aunque más tarde se confesará gran pecador en aquella etapa juvenil, no fue ningún tarambana, como se ve por esta redondilla suya al marqués de Torres:

Marqués mío, no te asombre
ría y llore, cuando veo
tantos hombres sin empleo,
tantos empleos sin hombre.

Versos que serán buenos o malos, pero que hoy en día son de rigurosa actualidad.

Trifulca jesuítica
Hombre culto y virtuoso, hábil organizador y con experiencia en el espionaje diplomático, Palafox es nombrado obispo de Puebla (1639-1654) y pasa a Nueva España junto con el nuevo virrey López Pacheco (1640-1642).
Por entonces (1641-42) se producen movimientos separatistas en Andalucía, Portugal, Cataluña; y sospechando Madrid de la lealtad del virrey, el obispo recibe el encargo de fiscalizarle, lo que ejecuta de forma fulminante, destituyendo al Pacheco, poniéndole preso, confiscándole los bienes y asumiendo él mismo el cargo de virrey interino. Una operación así no era como para granjearse amigos.
Pero la fama de Palafox se debió sobre todo a su enfrentamiento con buena parte del clero regular español, con los dominicos, pero sobre todo con los jesuitas.
Poseído de su carácter y dignidad episcopal, don Juan no tuvo presente el dicho atribuido a Felipe II: “Envié a Trento obispos y me los devolvieron párrocos.” ¿Qué era ya un simple obispo, frente a cualquier jesuita de pro?
El Concilio, por otra parte, tampoco extirpó la lacra de las exenciones y privilegios de los regulares, que si en el caso de la Compañía de Jesús eran de escándalo, lo eran más aún por la libertad que los jesuitas se tomaban al usarlos. Alguno llegó a desafiar al obispo de Puebla, predicando en la propia iglesia catedral con descaro, ignorando prohibiciones y penas canónicas.
Como era costumbre, el clero y pueblo tomo partido, con excomuniones recíprocas y cruce de agresiones, cencerradas, soflamas y panfletos. De entre esta literatura, deleznable casi toda, hay que destacar las Cartas al papa Inocencio X, de Palafox, donde la defensa propia es ataque al enemigo, con argumentos que se anticipan y recuerdan los de Pascal en sus Provinciales contra los jesuitas [2].
Inocencio conocía al obispo de Puebla y le apreciaba, de cuando aquél fue nuncio en Madrid. Por ello los amigos de Palafox aseguran que Roma le dio la razón. Eso era sencillamente imposible. El no salir trasquilado frente a la Compañía ya valía por una gran victoria.
No bajaremos nosotros al palenque. Palafox tendría o no razón, en esto o en aquello; en todo caso, subestimó el poderío, los recursos y la audacia de los hijos de Loyola. Un santo, san Ignacio, que como buen vasco y guipuzcoano, prefería el ventajismo (fueros, privilegios), mejor que el juego limpio en pie de igualdad.
La cosa acabó como era inevitable, con un final salomónico. De igual modo que el ex virrey de Méjico, de vuelta a España, fue rehabilitado en parte y compensado con el virreinato de Navarra (1649-1653), el rey ordenó también el regreso del obispo de Puebla, compensándole con la mitra de Osma (1653-1659).

Misticismo paranormal
Juan de Palafox fue contemporáneo y medio paisano de la monja mística franciscana sor María de Jesús de Ágreda (1602-1665). Como escritora, ésta lo fue de mucho más éxito: su enciclopedia mariológica titulada Mística Ciudad de Dios (1670) tuvo ediciones a porrillo, dicen que hasta 200 y más, en distintas lenguas y arreglos. Los escritos espirituales de Palafox se hacen más sosos, aunque alguna vez le da por lo extravagante y nos asombra o regocija.
Tengo una primera edición de una obra suya póstuma, Luz a los vivos y escarmiento en los muertos ( Madrid, 1661, 346 págs. en folio). En ella el autor recoge y anota hasta 229 apariciones de almas del Purgatorio a una monja carmelita descalza, que para el caso se comporta como una médium en sesiones de espiritismo, con no poco chismorreo sobre cómo se ven las cosas de acá y de allá en aquel ámbito purgante. Por esto mismo el señor obispo, al copiar de un cuaderno de la religiosa sus historias, calla nombres y detalles que permitían identificar a los difuntos y sus pecadillos. Aun sin esta sal y pimienta, es obra que con algo de humor se deja leer, al menos por un rato.

Una aparición al azar, la Nº 49, a modo de ejemplo:

Apareciósele otra vez N., marido de N., la mesonera. Díjole: “Hermana, no temas. Iesús sea contigo. N. soy, que estoy en Purgatorio por haber alquilado las bestias en más de lo que era menester; y por haber tomado en los pesebres del mesón la cebada, y la daba a las mías. Di a N. mi mujer me haga decir misas” [3].

En efecto, se empieza ahogando bebés en el río o tirándolos a la basura; se continúa hurtando cebada del pesebre, y se acaba olvidando una misa por una ánima del purgatorio, como bien dirá Quincey.
Época aquella, como la nuestra, aficionada a los fenómenos paranormales: psicofonías y resplandores, apariciones, levitaciones y penetración de paredes, traslaciones y bilocaciones, cuerpos incorruptos. La monja de Ágreda, sin dejar su clausura, había sido vista en Nuevo Méjico a primeros años 20. También en Méjico hubo quien creyó cruzarse con Palafox, se saludaron y cambiaron impresiones, sin otro particular que encontrarse al mismo tiempo el venerable residiendo en Osma. 

Carpetazo al Venerable
Los adversarios de Palafox vieron en él a un tartufo, que hipócritamente tergiversó la realidad para darse aureola de santo, secundado por bobalicones admiradores, como el biógrafo Rosende, que en 1666 le desentierra  (literariamente hablando) incorrupto, flexible y con saludable color. ¿Milagro?
El largo brazo del ‘papa negro’ –así llamaban al General de la Compañía– pronto tuvo paralizado el proceso canónico, acusando a Palafox de jansenista y regalista entre otros errores, aunque en realidad por las verdades cantadas en la primera Carta a Inocencio X.
El ex jesuita Miguel Mir en su Historia interna documentada de la Compañía de Jesús (Madrid, 1913, 2 tomos), aunque cita en bibliografía esa obra, por lo demás ignora la trifulca palafoxino-jesuítica, echándose de menos en el libro un capítulo sobre ella.
Es sabido que la orden entró en crisis, rodeándose de enemigos que finalmente arrancaron al papa franciscano Clemente XIV su supresión (1773). Entre los anti jesuitas más cerrados estuvo el rey Carlos III, que remedando la expulsión de los judíos bajo los Reyes Católicos echó a los jesuitas de España y sus dominios (1767). Animaba en todo esto al rey su confesor, el franciscano Eleta, premiado luego con la mitra de su patria chica, el Burgo de Osma (1786-1788).
Sin entrar en el meollo del caso, la verdad es que el rey para cargarse de razón se inspiró no poco en la vida e ideario del Venerable, tomando de sus escritos lo que le convino, haciendo antes revisarlos y aprobarlos por la censura eclesiástica [4].
Don Carlos, que tenía su venada santurrona, se declaró devoto del santo varón, movió el proceso dormido, y encargó a Sabatini la Real Capilla Palafox: gran rotonda en cabecera del eje de la catedral, proyecto modificado luego y por Juan de Villanueva (1770-1774) y ultimado por el mismo Sabatini [5].

Por desgracia para la causa palafoxina y para la capilla en construcción, a Clemente XIV le sucede Pío VI (1775-1799), nada conforme con lo hecho por su predecesor. Y como ‘allá van leyes do quieren reyes’, la Congregación se pliega a su deseo, desestima las pruebas de santidad de Palafox y da carpetazo.

Final feliz en la ciudad levítica
Pelillos a la mar, los jesuitas de hoy no guardan resentimiento. Tampoco el público se acuerda mucho de como las gastaron los buenos padres jesuitas de ayer, contento con visiones idílicas y edulcoradas de sus aventuras americanas. La superproducción The Mission (La Misión, de R. Joffé, 1986) es un ejemplo bastante maniqueo de lo que fueron las reducciones de Paraguay, aniquiladas bajo el despotismo ilustrado hispano-portugués.

Beate Iohannes, ora pro nobis!
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[1] Villacorta Baños, El castellano domingo de Guzmán (1170-1221). Salamanca, 1998, pág. 59.
[2] Palafox, Obras, tomo 11: Cartas al Sumo Pont. Inocencio X, con otros tratados pertenecientes a las controversias eclesiásticas y seculares del Venerable Prelado. Madrid, 1762.
[3] O. cit., pág. 91.
[4] Las Obras completas se publicaron por segunda vez en 1772, en 15 tomos, bajo supervisión de los carmelitas descalzos.
[5] I. Jiménez Caballero y C. Montes Serrano, ‘La Real Capilla Palafox en la catedral del Burgo de Osma’. En Francisco Sabatini, 1721-1797. La arquitectura como metáfora del poder. Madrid 1993, pp. 309-318.