jueves, 30 de junio de 2011

Domingo: santo gris en blanco y negro (2)


Un dominico bajo sospecha

En Roma se visita mucho la basílica paleocristiana de Santa Sabina (siglo V), al pie del Aventino, por su mérito propio y sobre todo por las antiquísimas puertas de madera donde aparece labrada la Crucifixión más antigua que se conoce [1].
Hay en cambio quien ni se fija en una tumba polícroma en el pavimento, con el retrato de cuerpo entero en mosaico de un dominico yacente. Según la inscripción, en letra gótica del XIV, es el Maestro general de la orden fray Munio o Muño de Zamora (1237-1300) [2].

       El joven Muño había tomado el hábito en San Pablo dePalencia (1257), donde fue provincial de España (1281), y en el capítulo general de Bolonia (1285) ascendió al generalato. Era protegido y de la clientela de la pareja real, Sancho IV y María de Molina.

       En 1291 iba siendo hora de renovar cargos, aunque no el suyo, que entonces era todavía vitalicio. Muño convocó capítulo; pero no en Italia, sino en su Palencia. Para los dominicos españoles Palencia era la Universidad de su fundador, y ya vimos cómo el convento local subió como la espuma en 25 años: de 30 frailes a 240 en 1275. Mayormente mozos, golosos de carrera, o simplemente de un pasar. También Zamora, fundación del propio santo Domingo (1219), era a la sazón un macro convento con más de 200 frailes. En repúblicas así cabía gente para todo. 
       La asamblea palentina tuvo, además de los frailes capitulares, la presencia de dignatarios ajenos a la orden. Lo cual no era insólito en sí; salvo que dos eran cardenales legados del papa Nicolás IV, y su visita no era de cumplido, sino con misión de arrancar a fray Muño su renuncia, o in extremis forzar su destitución. Un tercer invitado, éste seglar, era nada menos que el rey don Sancho, bien de motu proprio, o invitado por su protegido para parar el golpe.
Parece que hubo alboroto, amenazando algunos frailes con pasarse a otras órdenes. Ante el plante general, los legados papales sacudieron el polvo de sus zapatos y se volvieron por donde habían venido. Tiempo al tiempo.
Al año siguiente (1292) el todavía general recibe letras de Roma. Era una absolución papal de censuras y penas canónicas, como era habitual con ocasión de nombramientos y cambios de destino; sólo que aquí acompañando a la deposición del rebelde. Los reyes, ante este desaire personal, compensan a su cliente con una pensión y otros agasajos. Eran tiempos muy monetizados, donde casi todo se arreglaba o aliviaba con dinero.
Para cubrir el maestrazgo general, la orden convoca capítulo en Roma. Y allá que se presente nuestro Muño con pretensión de voz y voto. En respuesta, se le indica el camino de España. El rey replica eligiendo a Muño para arzobispo de Compostela. “Compostela… ¿Pero eso no lo tiene don Rodrigo González? Quia, ni hablar.” “¿Y qué tal Palencia?” Hecho: en 1293 Palencia vaca y es para Muño. El visto bueno del primado de Toledo no es problema. El de la Santa Sede ya es otra cosa. Finalmente el motor universal funciona, y aunque con retraso, llegan las bulas confirmatorias de Roma (1294).
Obviamente no las firmaba el papa Nicolás –pues aparte de contrario era ya difunto († 1292)–, sino su sucesor Celestino V. Éste era el santón ermitaño Pedro Angeleri de Morrone, papa de chiripa para desatascar un reñido cónclave. Y papa efímero. Elegido el buen hombre el 5 de julio con general aplauso, el 13 de diciembre abdicaba desengañado. Mas no para tornar a su soledad, sino para caer prisionero de su sucesor Bonifacio VIII y morir ‘mártir’, pues según voz pública, el nuevo papa lo hizo suprimir (1296). Más tarde, los enemigos de Bonifacio harán santo a Celestino.
Con Bonifacio, fray Muño lo tuvo mal. Llamado a Roma, perdió el obispado, y para atarle corto le confinaron en Santa Sabina, el cuartel general de la orden. Allí murió el 7 de marzo de 1300. Un año notable. Año finisecular y I Año Santo en la Historia de la Iglesia. En Letrán una pintura de Giotto evoca la promulgación del jubileo. Año también en que el Señor de Vizcaya fundó la “nueva población e villa que llaman el Puerto de Bilbao”.

Todas las reseñas oficiales y oficiosas sobre fray Muño de Zamora hablan de él como de varón santo y sabio, insinuando que fue víctima de sus émulos. Hay quien precisa el motivo: “Sólo por ser español y no ser doctor por París.” Vamos, otro crucificado, como Aquél que hemos visto en el portón del templo. Ciertamente de todo es capaz la envidia.
Sin embargo, en el dosier de las Dueñas de Zamora aparece un fray Muño, si no como instigador y maestro de ceremonias, como partícipe o consentidor de los abusos. ¿Se trata del mismo Muño que acabamos de conocer? ¿Pues y quién otro? En este supuesto, veamos de situar y dimensionar el caso.

A las rentas por las tocas
Las nuevas órdenes mendicantes emergen con ideales de pobreza absoluta. Ideales no del todo ortodoxos, sino en parte aprendidos e imitados de sectas a las que combaten. Valdenses o Pobres de León, Pobres Lombardos, durandinos –de Durando de Huesca, convertidos luego a Pobres Católicos–, arnaldistas, patarinos o humillados, etc., todos ellos encarnan la protesta evangélica laica contra una Iglesia clerical y rica.
Aquellos conventos a veces descomunales se fundaban entonces sin renta, viviendo los frailes sólo de limosna. Claro que ‘limosna’ fue un concepto que dio mucho de sí, incluyendo además de la colecta propiamente dicha, a cargo de hermanos legos, los estipendios de misas y sacramentos, sermones y otros servicios, también la comisión por venta de bulas e indulgencias... Cualquier ingreso era limosna, si ellos por definición eran pobres mendigos.
Con las monjas era diferente. Cada religiosa aportaba al convento su renta en forma de dote. La cuantía era una criba social (otra eran los apellidos), de modo que las familias modestas sólo podían meter monjas a sus hija como legas o criadas.
Capítulo aparte merecen las fundaciones femeninas particulares: los beaterios. También los hubo de ricas y de pobres. Estas solían vivir de su trabajo (beguinas, seroras), mientras que una casa nobiliaria como Santa María la Real de Zamora en tiempos del príncipe don Sancho venía a ser un residencia de postín, donde las dueñas con sus respectivas criadas cumplían sus devociones en relajado retiro, más que encierro, dependientes y discretamente vigiladas por su señor obispo.
En toda la Edad Media, los monasterios femeninos fueron el gran aliviadero para el excedente de damas no casaderas. Allí se metían, o las metían, con más o menos convicción, en una época en que las mujeres en general tampoco se casaban, sino que las casaban las familias.
Las ramas femeninas de las órdenes mendicantes crecen pujantes, como los frailes; pero no tanto por fundaciones nuevas, sino absorbiendo de grado o por fuerza casas que ya existían. Desde el principio hubo resistencias. La misma fundación de San Sixto en Roma, por el propio santo Domingo, fue conflictiva. Su amigo el papa Honorio le encarga que recoja a las religiosas romanas que andaban por libre. El resultado fue una especie de galera de recogidas de dudosa nota. Las de Santa María en Trastévere salieron las más rebeldes:

“Encerradas, hubo un alboroto de siete demonios que vinieron a reclamarlas por boca de una endemoniada:
–Malvado, malvado, mías eran. Tú me las quitaste. Cuatro me has sacado de mi poder con tus engaños… Siete somos los que hemos entrado…”

No es difícil entender que aquellos ‘demonios’ que se meten en San Sixto a llevarse a sus amigas eran de carne y hueso, sus galanes y hasta parientes defensores del statu quo [3]
Viniendo a los conventos con rentas, los más ricos eran tentación para unos religiosos con vocación de administradores, una oferta que los pobrecillos no pudieron resistir. De ahí vino en Zamora la pugna con el obispo don Suero Pérez (desde 1255) por las Dueñas, y el mosconeo de frailes por la santa casa.

Del tupido velo a la tupida reja: la clausura papal
Dado el carácter poco vocacional de muchas ‘vocaciones’ femeninas en aquel entonces, a nadie le extrañaba un traspiés, donde la indiscreción se censuraba más que la falta, y el desliz de una monja era del fuero del padre o del hermano mayor, tanto como del obispo. Hasta la Virgen María era indulgente con ciertos deslices, encubriendo a un sacristán fornicario, a un fraile borracho o a una abadesa preñada, como cuenta Gonzalo de Berceo en Los milagros de Nuestra Señora [4]
Cosa muy distinta fue lo de Zamora, donde las artes de seducción de los frailes para ganarse a las frailas jóvenes y hacerlas dominicas pasaron de la raya. Aquel fray Gil, volviendo al convento sin calzones porque la fetichista doña Estefanía se los ha hurtado. O fray Pedro Gutiérrez hecho un sátiro, persiguiendo a unas novicias que, asustadas, se esconden en el horno del pan…
Semejantes escenas, propias del Decamerón, eran algo prematuras para una orden todavía en su primer espíritu, como debían ser los dominicos y franciscanos de la segunda generación. Bastantes problemas había para hacerse aceptar por el clero secular, por las universidades y hasta por los municipios, que a menudo sólo toleraban a los frailes a regañadientes y extramuros, bajo prohibición de mendigar dentro del casco urbano.
Si la política habitual ha sido, por encima de todo, tapujar el escándalo público, en el caso de fray Muño se daban dos circunstancias singulares. De un lado, su amistad con los reyes, protectores de Las Dueñas de Zamora: don Sancho era primo de doña Blanca, la priora cuando él subió al trono. Una importante cantidad librada por el rey a un dignatario eclesiástico bien pudo ser un soborno. De otra parte y sobre todo, la condición de Maestro general ostentada por el Zamorense aconsejó salvarle la cara, y una vez muerto no sólo echar tierra sobre él, sino hasta cubrirla con la lauda honorable que hoy vemos.
Ahora bien, a Bonifacio VIII no le dejó buen recuerdo el fray Muño y sus Dueñas zamoranas. Como clérigo y como persona, tendría sus prejuicios misóginos; pero su bula Periculoso (1298), legislando sobre clausura monjil para todo Occidente, es todo un monumento al disparate y un insulto a la condición femenina.
El mismo título y exordio de la bula es una badajada:

“Deseosos de dar provisión saludable a la situación peligrosa y detestable de algunas monjas, que soltando el freno de la honestidad, y abandonando de forma impúdica la modestia monacal y la vergüenza de su sexo, a veces fuera de sus monasterios discurren por las posadas de personas seglares, y a menudo reciben dentro de dichos monasterios a personas sospechosas, en ofensa grave de Aquél a quien voluntariamente consagraron su integridad, en oprobio de la religión y escándalo para muchos…
… por la presente constitución, valedera a perpetuidad sin quebranto, sancionamos que todas y cada una de las monjas presentes y futuras, de la religión u orden que sean, en cualesquiera partes del mundo, deberán en adelante permanecer en sus monasterios, encerrados en perpetua clausura.”

En suma: visto que algunas monjas a veces salen y a menudo dejan entrar a quien no deben, encerremos a todas de una vez para siempre. El mismo papa metió la bula en su Libro VI de las Decretales, y allí ha estado vigente hasta las últimas reformas de nuestro tiempo. Era la clausura papal, sancionada por el Concilio de Trento, incluso agravada por el papa dominico Sixto V. Una clausura que sin duda truncó el ideal de muchas mujeres con vocación de vida activa y servicio al prójimo.
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[1] Al menos mientras no vuelva alguien con éxito por los fueros del Calvario de Iruña/Veleya.

[2] De la forma Muño deriva el apellido Muñoz. Coincidencia: Antonio Muñoz (1884-1960) se llamaba el arquitecto romano que restauró Santa Sabina, en dos etapas: 1914-19 y 1936-38; cfr. A. Muñoz, Il restauro della basilica di Santa Sabina (Roma, 1938); C. Ballanca, La basilica di Santa Sabina e gli interventi di Antonio Muñoz (Roma, 1999); Joan B. Lloyd, Medieval Dominican architecture at Santa Sabine in Rome, c. 1219-c. 132.’  PAPERS OF THE BRITISH SCHOOL AT ROME, 72 (2004): 231-292.




[3] Vida de Santo Domingo de Guzmán, por el Ven. Fr. Francisco de Possadas (Córdoba, 1701; 4ª impresión, Madrid, 1748), cap. 24, págs. 149 y 154. El beato o santo Francisco de Posadas (1644-1713), predicador popular famoso en su Córdoba, no puede llamarse feminista, cuando abre el capítulo de las recogidas en esos términos:

“aquellos sugetos, que de puro flacos, se hacen inflexibles, como son las mugeres, inconstantes en el obrar, peligrosas en el querer, cortas en el discurrir, cuyo motivo para moverse es su antojo; con que abrazan lo que quieren con tenacidad, con la fuerza de su soñada aprehensión, que las encadena en su errado sentir, sin más maestro que su ciego querer; y más si son Religiosas, que con un poco de práctica de virtud quieren ser maestras de las mayores dificultades del espíritu, a costa de exponerse a muchos errores”.

[4] Milagros II (75-100), XX (461-499) y XXI (500-582). Hay quien sostiene que los ‘milagros’ de Berceo no son imaginarios ni librescos, y que algunos aluden a hechos recientes que se daban por conocidos. Concretamente los casos del sacristán y de la abadesa podrían tener que ver con Santa María la Real de Zamora, según Carmen Benito-Vessels, ‘Gonzalo de Berceo, El sacristán fornicario, La abadesa encinta y las Dueñas de Zamora’. REVISTA DE POÉTICA MEDIEVAL, 10 (2003): 11-24. Y eso a pesar de que Berceo escribe a mediados de siglo y muere en 1264, es decir 15 años antes de divulgarse los hechos (desde 1279). Tres siglos después, en 1577, en plena era tridentina, la historia se repetirá en el beaterio de Santa Ana de Toro, muy cerca de Zamora; donde, según la misma autora, “la correspondencia epistolar entre las zamoranas beatas y sus amantes no tiene desperdicio” (ibíd., págs. 18-19; citando el libro de Francisco J. Lorenzo Pinar, Beatas y mancebas (Zamora, 1995).


[5] El libro fundamental sobre el caso es el de Peter Linehan, The Ladies of Zamora. University. Park, Penna. The Pennsylvania Univ. Press, 1997. Trad. española: Las Dueñas de Zamora: Secretos, estupro y poderes en la Iglesia española del siglo XIII. Madrid, Península, 2000. Véanse reseñas inglesa y española.


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