jueves, 13 de noviembre de 2014

Por la regla del ‘Q. O. T.’


























Hace un par de días, todavía bajo los efectos del bochorno –un president chuleando al Presidente del Gobierno de la Nación y a la Justicia de España–, me pongo a hacer un borrón sobre el caso.
Ya iba por el cuarto o quinto párrafo, cuando me suena que me repito. «¡Pero si esto ya lo tengo escrito y publicado!». Busco, rebusco… y qué casualidad: en la estadística del blog veo que acaba de ser visitada un par de veces (efecto LinkWithin, posiblemente) una página mía que no relacionaba con el tema. La abro, y he aquí que estoy reescribiendo mi propio artículo ‘Constitución, Constitución ...’  , de 15 de enero 2013, o sea, de cuando asomaba en serio ‘Nubarrón Mas’ por el Este.
La cosa en sí no tiene nada de particular, sólo que me ahorra seguir dando a las mismas teclas. No voy de profeta – «esto ya lo dije ...»– , pues nada vaticiné, salvo lo obvio: que Rajoy no estaba por la labor. Lo que recalco ahora es, cómo en dos años menos dos meses se puede seguir aquí hablando de lo mismo y en los mismo términos, casi con puntos y comas. Eppur’ non si muove!
A todo esto, el simulacro catalán ha dejado en barbecho lo que parecía ser su  objetivo: conocer la estructura de opinión y opción ciudadana en Cataluña acerca de su nacionalidad e independencia. Y nos ha costado una fortuna. ¿Malgastada? Según se mire. Un capital invertido en propaganda: siembra para la cosecha de verdad.
Porque para el sondeo científico ya está la matemática estadística. Una encuesta objetiva y bien diseñada por profesionales independientes, con muchísimo menos gasto.  La idea del empresario circense Artur Mas y su asociado Junqueras obviamente no iba por ahí. Es de desear que broma tan pesada no salga gratis.   

Sujeto y ámbito de decisión
Entre tanto, y en lo que nos queda de Mas, una matraca para el debate seguirá siendo el sujeto y ámbito de decisión: ¿toda España, o sólo Cataluña?
Los secesionistas, qué van a decir: que es cosa suya y sólo suya, sin injerencias. Cataluña, de/para los catalanistas; Euskadi, de/para los euzkotarras (Sabino dixit).
[Eso por ahora. Porque la fiebre secesionista produce sed imperialista, cuando el caudillo catalán de turno se pida los otros Països Catalans con sus ínsulas, y posiblemente Alguer, ciudad sardana si la hubo; más Galípoli, en los Dardanelos, donde Muntaner plantó sus reales. (Con Nápoles y las Dos Sicilias no creo que se atrevan, aunque podrían.) O cuando el caudillo vasco reclame su Euskal Herria, su Egoalde con su Iparralde y algún otro alde suelto por ahí.]
Los argumentos para excluir al resto de los españoles pueden ser ingeniosos, a falta de otro mérito. Ayer tarde oí a una contertulia de Klaudio (ETB-2) discurrir a pari: «es como si para separarse una mujer casada se requiriese el voto del marido». Y tan ancha. Nadie le ayudó a bajarse de su pollino. En efecto, nuestros nacionalistas vascos y catalanes dan por sentado que lo suyo con España es un matrimonio de conveniencia entre iguales. Sus países respectivos ‘se casaron’ (o los casaron) alguna vez con España (o con Aragón, o con Castilla), y por la misma se pueden descasar cuando les plazca. Los suyos son países preexistentes a la unión, por no decir eones increados y eternos. Cuna de una raza (¿por qué no?), patria de un pueblo único y elegido (¿por qué tampoco?) con derecho a destino y estado.
– Oiga, oiga, eso será si la mayoría lo quiere.
– Eso: si la mayoría lo quiere.
Esto último es una concesión que hay que arrancarle al nacionalista cada vez. Como te descuides, ni se acuerda de esa dichosa mayoría estadística, concepto extraño al simplismo nacional. Para ellos, esa mayoría es connatural, indivisa, integrada por el conjunto de los buenos patriotas. Mientras esa su mayoritotalidad ideal no se refleje en las encuestas, ello revela una situación anómala que ha de corregirse (‘normalizar’, dicen ellos) a golpe de adoctrinamiento, ya desde la escuela, eta kitto.
Otro argumento –éste sutil– para su derecho a decidir en exclusiva: la distinción entre legalidad y legitimidad. La Constitución española no contempla las pretensiones secesionistas, pero ¿qué valor tiene la letra muerta frente a la voluntad viva del pueblo soberano? Papel mojado. O peor:
Porque en la misma tertulia, Juan Ramón Blázquez por enésima vez proclamaba, con la impostación que afecta cuando se autocita, que «la Constitución española es ilegítima … ¡ilegítima! … ¡¡detritus del franquismo!!» (las admiraciones son mías). Y nadie disuadió al Sr. Blázquez para no insultar así a su propia inteligencia.

Cierto, la legalidad constitucional española –como tantas otras–  excluye la secesión y el derecho de autodeterminación. La norma puede cambiarse, pero no se ha cambiado. Sin embargo, expertos aseguran que, ya puede la Constitución decir misa, si una mayoría catalana, vasca o extremeña así lo quiere, no queda sino negociar el Estado con ellos las condiciones de unión, o la independencia. Independencia incluso unilateral, si el Estado no se aviene. Eso, o los tanques.
[«¡Los tanques, los tanques!»... Pero por favor, que hoy son tanquetas de agua, policía antidisturbios que no es noticia en el mundo.]
Argumentos apodícticos no dan, ni pueden, porque no los hay. Es un espacio conceptual difuso, opinable y (sobre todo, todo) volitivo y emocional. Carne de sofisma, por tanto. Es más, desde una base jurídica rigurosa y con enfoque racional puro, cualquier secesionismo en España sería causa desesperada, porque lesiona derechos de muchas más personas que a las que supuestamente beneficia. Trataré de probarlo con un brocardo a la manera antigua.

El ‘Quod omnes tangit’
Me encantan los brocardos. Son como refranes jurídicos. Un brocardo bien traído como regula iuris aclara ideas y es arma dialéctica no despreciable. Aquí traigo uno algo mohoso:  el ‘quod omnes tangit’ (‘lo que a todos toca’; abreviadamente, Q. O. T.). Dice así:
Quod omnes uti singulos tangit, ab omnibus probari debet.
Lo que a todos como a singulares toca, por todos debe ser aprobado.
Esto es: lo que a todos afecta a título individual (y no sólo como elementos de grupo) requiere aprobación de todos. El meollo de la máxima como regla de derecho reside en la condición, «en tanto que individuos».
Toda votación directa atañe a individuos, obviamente; pero no se trata aquí de esa trivialidad. Se trata de casos en que el cambio de situación atenta a un derecho personal, de tal forma, que el individuo, incluso en minoría (el ‘perdedor’, para entendernos), queda de algún modo excluido del mismo conjunto al que no deja de pertenecer. En esta situación paradójica, la regula iuris interviene en salvaguarda del individuo –de cada individuo– precisamente porque sigue siendo miembro del conjunto.
No cabe aquí detallar el origen y peripecias del brocardo . Proviene del derecho romano privado, que pasa al derecho público allá por los siglo XII-XIV, para declinar en la Edad Moderna con el desarrollo de la democracia representativa [1].
¿Una antigualla, pues? De ningún modo. En una consulta de alcance, lo veo citado en estudios sobre la Constitución-78. O sea, que sigue vivo y operativo [2]. De hecho, ese brocardo ‘Q. O. T.’está en la base de todo referéndum. En Suiza, seguro que los juristas lo adoran.
El problema con el ‘Q. O. T.’ en España es que a los nacionalistas no les conviene para nada. Ellos funcionan como conjunto disjunto: como ‘pueblo’, donde el individuo propio queda subsumido (en vulgar paladino: pinta cero), y con exclusión de todo individuo ajeno.  Por la regla del ‘Q. O. T.’ lo tienen tan crudo que, con Constitución o sin ella (recalco), su proyecto es inviable. Sobre todo, si se combina con otro brocardo, el ‘M. C. P’: «Melior conditio possidentis». El poseedor lleva ventaja.

La independencia en abstracto podrá pintarse como gloriosa, pero la secesión en concreto es una catástrofe. Un desastre que afecta a todos y cada uno, al crearse una frontera con un cambio de ciudadanía.
Pero además, la secesión nacionalista de raíz identitaria implica un proyecto de país peculiar, diseñado para una población reconocida como propia, en detrimento de otra población ‘extraña’, que no reúne las señas o condiciones para la ciudadanía de primera: oriundez, apellidos, lengua propia, adhesión…
[Esto no es nuevo. También en lo antiguo se usó la ciudadanía plural, por categorías: libres, esclavos, metecos, nobles, plebeyos etc. Nada nuevo, pues; sólo un retroceso a lo antiguo.]
La ‘nación nacionalista’ (no es redundancia) no es una más en el concierto de naciones. Es más bien discordante, menos moderna y menos libre. Algo que ya conocimos y padecimos bajo el franquismo.
Todavía no conocemos Constitución Vasca futura. De la ‘Constitución secreta’ para Cataluña, el borrador elaborado por 10 hombres sabios, dado a conocer la primavera pasada, no pasa de ser una especulación utópica [3]. Seguro que los redactores futuros no se extenderán en un identitario ostentoso, que dejarán para el código civil, pero sobre todo para el ordenamiento de la realidad cotidiana. Vivir en vasco, o en catalán. Y esto irá más con el ‘forastero’. Razones para no echar en saco roto el ‘Q. O. T.’
Si de lo particular pasamos a lo general y común, toda segregación crea problemas, servidumbres. La secesión de Cataluña y Vasconia crean al resto un problema geoestratégico de primer orden. Ambos espacios son como las yugulares en el cuello que une a España con Europa. Cuestión muy delicada, máxime si como cabe suponer las relaciones no serían muy amistosas. Los ministerios competentes no deben ignorarlo.

Corolario
La secesión no es buena idea.
No soy tan ingenuo como para hacerme grandes ilusiones con mi brocardo. Lo he traído sólo como provocación, a lo Sócrates, invitando a pensar.  
Un ‘Q. O. T.’ aplicado a rajatabla pediría un 100 % de consenso. Amén de imposible, innecesario en democracia, siempre que la minoría cuente con salvaguarda y compensación adecuada.
Eso sí, el referéndum debe ser general, aunque también podría desdoblarse en dos paralelos, negociando los porcentajes respectivos.
Ahora bien, nada garantiza que el proceso discurra por las buenas. Lo visto hasta ahora son aventuras improvisadas, manipulando al personal con propaganda de corte totalitario, sobre supuestos gratuitos cuando no falaces, promoviendo desobediencias civiles y fractura. Movimientos que revelan más el ansia de poder de los dirigentes  que la voluntad espontánea de los dirigidos.

A estas alturas, ¿qué hacer? Como en ‘El Rey que rabió’, una de dos: algo,  o nada.
  1. Puestos a hacer algo, algunos cambiarían la Constitución en el sentido de una España federal. La verdad, si es por contentar al separatismo es perder tiempo, porque ellos van a lo suyo, y en federación actuarían aún más ‘como si ya’. Si es por el bien de España, allá quien lo crea. Mucho más fácil y más efectivo sería darle un buen repaso a la ley de partidos, sin olvidar las listas abiertas. Pero no cambiemos de tema.
  2. En caso de no hacer nada –entiéndase, nada que sacie a los insaciables (no nada que fatigue a Rajoy)–, tenemos mareo asegurado, con el nacionalismo repitiendo que su paciencia se agota. Los más exaltados ya hablan de declaración unilateral, mala cosa. Ruptura, resentimiento, heridas abiertas. Lo cual nos lleva al punto vitando: la violencia.
La violencia ha sido la gran partera de naciones, también su gran sepulturera. Algunos nacionalistas catalanes se han referido a los «tanques entrando por la Diagonal», que pasaría a llamarse tal vez Avenida de los Tanques. Una guerrita de opereta, un ruidito de sables, no les vendría mal para dar un toque heroico y glorioso a su fazaña.
Pero aunque el alarde militar con los tanques, la legión y su cabra etc. no figure en la agenda, en el caso del País Vasco no es descartable otro escenario, si las cosas no van por donde ellos quieren. ETA no se ha disuelto. ETA puede volver, y el nacionalismo puede volver a ETA. Y eso sí que sería desagradable; porque como reza otro brocardo canónico –por cierto, contra la presunción de inocencia–:
Semel malus, semper malus.
Malo una vez, malo siempre [4].
Afortunadamente no tenemos segregación a la vista, eso parece. El pasado domingo los catalanes le dijeron a Mas lo que éste ya sabía: que la masa no está para el horno. ¿Otra vez será?
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[1] El origen está en el Código de Justiniano (5, 59, 5), sobre un caso de cotutoría y liquidación de la misma, que ha de ser por acuerdo de todos y cada uno de los tutores;  pues «absurdo fuera disolver la tutela sin el consentimiento, o tal vez con el desconocimiento de alguno de los tutores; ya que se necesita la autoridad de todos ellos; de manera que lo que a todos por igual atañe, por todos sea aprobado en común.» Es bueno conocer el caso, para entender el alcance de la norma deducida. Fue el papa Bonifacio VIII (1298) quien ‘canonizó’ la regla, metiéndola en las Decretales VI (Regulae Iuris, 29: «Quod omnes tangit debet ab omnibus approbari» ). Cfr. Yves Congar, ‘Quod omnes tangit’, en Rev. Historique de Droit Français et Ètranger.
[2] V. por ej., I. Fernández Sarasola, La función de gobierno en la Constitución española de 1978.  Uviversidad de Oviedo, 2002, pág. 158.
[3] ‘Así es la Constitución secreta de Cataluña para 2014’ (El Mundo - Magazin - 27/04/2014. El Gobierno catalán a través de su portavoz se apresuró a desmarcarse del proyecto.
[4] Decretales, liber VI, Reg. iur. 8: «Semel malus, semper praesumitur esse malus» (El que es malo una vez, se presume serlo siempre).




martes, 4 de noviembre de 2014

Tríptico del rodaballo




1. Tabla central
En los últimos tiempos de un acabado emperador Domiciano (81-96 d. de JC), un pescador de Ancona en el Adriático atrapó un rodaballo descomunal. Exhibido en la playa llamó la atención y lo normal habría sido sacarlo a subasta. Pero el marino discurrió algo mejor: presentarlo al Sumo Pontífice para una de sus cenas a lo grande.
Las ‘cenas pontificias’ fueron famosas bajo algunos de los emperadores que, desde Augusto, detentaban también la pontificatura [1]. En este sentido, el pontificado de Domiciano fue proverbial. Cenas copiosas, surtidas,  exquisitas, donde uno de los ejercicios de los comensales era identificar para el anfitrión experto, no sólo las especies y variedades, sino hasta las aguas y playas de origen de los pescados, moluscos, equinodermos etc., traídos en trirremes de la flota hasta de las fronteras del Imperio.
Regalar al déspota aquel pescado con la esperanza de recompensa era lo más prudente, se dijo el pescador. ¿Quién iba a comprarle una pieza así? Incluso había jurisprudencia de que tales capturas pertenecían al fisco. De pronto, el pobre hombre se cree rodeado de chivatos. Sin la menor duda, aquel rodaballo era un viejo fugitivo de los viveros imperiales. ¡A la corte con él!
Aunque era otoño y entraban los fríos, el pescador  con su tesoro se dio tanta prisa como si soplara el viento sur, y a marchas forzadas se puso en Alba Longa, donde el emperador tenía su finca de recreo, Villa Albana. En aquel núcleo de la tradición latina más añeja solía Domiciano convocar a los senadores, que le temían con razón, pues en ellos sobre todo apagaba el tirano su sed de sangre, eligiendo a sus víctimas entre los mejores.
Y allí estaban, en efecto, reunidos no se dice para qué, ni falta que hace, pues todo el interés se volcó en el prodigio. Aquel rodaballo estaba a punto de convertirse en cuestión de estado.
El primero en dar ejemplo de zalamería fue el pescador, que admitido sin dificultad y haciéndole calle la turba, entre ¡ahes! y ¡ohes!, presenta su regalo:
«Tómalo, César, te lo ruego. Esto no es para cocinas de particulares. Festeja. Vacía de alevines tu estómago y consume, guardado para tus días, este rodaballo. Él mismo se dejó coger para tí».
(«Esto último saltaba a la vista, con las aletas del pez todas erizadas  –ironiza el poeta–. Pero nada resulta increíble de uno mismo, cuando a ese uno se le alaba el poderío semejante al de los dioses.»)
Ahorremos detalles. El problema se resumía en cinco palabras:

Sed deerat pisci patinae mensura
(No tuvo el pez patena a su medida)

En todo el ajuar de aquel templo de la glotonería no se halló fuente, bandeja ni plato trinchero capaz de contener al monstruo. Me remito a Juvenal, que es quien cuenta la historia en su Sátira IV, parte segunda [2].
Lo que sigue es esperpento tragicómico. Unos próceres, presuntos amigos y consejeros imperiales, muertos de miedo van dando su parecer. Los que se atreven. Allí estaba Pegaso, una lumbrera del Derecho, para quien todo era tratable, incluso en tiempos difíciles; eso sí, con la Justicia desarmada.
A su lado, Crispo, anciano jovial y dicharachero, dispuesto siempre a aconsejar al amo del mundo; pero eso sí, hablándole solo del tiempo. Jamás nadó contra corriente, cuando decir la verdad era jugarse la vida. Con esas armas se defendió de muchos inviernos en la corte, y ahora contaba su 80 solsticio.
Así sucesivamente. De vergüenza. El final de la sátira es abrupto. Cinco hexámetros resumen una década larga de abyección moral, que sólo acabará con el asesinato de Domiciano:

«Y ojalá todo aquel tiempo de sevicia lo hubiese gastado en estas patochadas, mejor que en quitarle a Roma tantas vidas preciosas, con impunidad y sin vengador alguno. Sólo cuando los recolectores de nueces empezaron a sentirse hartos de él, selló su perdición. Entonces dejó de ser bueno el que tenía las manos empapadas de tanta sangre inocente.»


En efecto, va siendo hora de extraerle el meollo al cuento del rodaballo.
La Sátira tiene sus recovecos, sus problemas de interpretación. Eso nos permite perdernos en ella, replantear situaciones. Sobre todo, el rodaballo que nunca acaba de caber en la bandeja. La paradoja de Marcial [3]:

Quamvis lata gerat patella rhombum,
Rhombus latior est tamen patella.
(Por más ancha que sea la paella,
el rodaballo siempre sobra de ella.)

La paradoja de Marcial y el rodaballo de Domiciano son una parábola de lo que ha significado la tutela de ETA. Una ETA que dejó de ser útil para convertirse en estorbo y amenaza para sus colegas utilitarios y prácticos (cerdonibus: grecismo que significa ‘los de la ganancia’; «recolectores de nueces» es, obviamente, una traducción libre). Aun así, a los ‘cerdones’  interesa también una Justicia inerme para el borrón y cuenta nueva.
Tras lo siniestro, pasemos a lo bufo. El rodaballo y su bandeja son, para nuestro caso, la Autonomía vasca y el Estatuto de Guernica, respectivamente. Desde el momento en que el nacionalismo vasco –y lo mismo el catalán– colaron en la Constitución de España unas autonomías privilegiadas a su gusto, sin precisar su compromiso con el Estado y el límite de pulsión centrífuga, la cosa estaba cantada. Por más que se ensanchara el plato, siempre se quedaba pequeño para tal rodaballo. Crecía el continente, a golpe de transferencias, siempre interpretadas por el nacionalismo a su favor; pero el rodaballo no es que creciera más de prisa, es que desde el principio era inmenso, ‘como si ya’. Por su parte, el terror ha puesto también su granito de arena.
Por eso nos toca a todos darnos por contentos, desde que ETA dejó las armas. Descansen en paz las víctimas del ‘tiempo de sevicia’, «arrebatadas en la impunidad y sin que nadie las vengue». Demos gracias, y reconozcamos, cuánto más bonito hubiese sido, en vez de tanta sangre, todo nuestro esfuerzo invertido en juegos identitarios. Vale. Aunque también queda en el aire la pregunta: sin tanta sangre, ¿habría llegado el nacionalismo por sí solo a donde está?

Domiciano.jpgTermino con dos palabras sobre Domiciano.
La Historia convencional que aprendí decía que de joven fue un tipo elegante inteligente y culto. Que de visita a Alejandría animó aquella academia con ciclos de conferencias doctas. Que enriqueció la Biblioteca. Que ...
Pero el hermano de Tito pronto se torció, se volvió suspicaz y cruel y los vicios le estropearon. El escritor cristiano Tertuliano le llamó Subnerón, algo así como Neroncillo, o Nerón de segunda. El Juvenal de nuestra sátira ni le nombra: sólo dice el ‘Nerón calvo’, el ‘último de los Flavios’, que lo fue en orden cronológico, pero también como insulto. Los Flavios, al menos etimológicamente, eran rubios. Así que Domiciano, un Nerón rubio pero calvo, con un barrigón enorme sobre piernas como palillos. Fealdad física como reflejo de fealdad moral.
Esto me enseñaron.
Pues he aquí que ahora leo que algunos historiadores modernos andan empeñados en rehabilitar al monstruo, al menos como administrador competente. Esto de reescribir la Historia sin aportar fuentes nuevas y frente a testimonios tan sentados da repelús. Sin embargo, es lo que se lleva.
Ἒσται πάντα καλῶς.
«Todo irá estupendamente». Eso es lo que dijo en griego una corneja romana en el Capitolio, pocos meses antes de la caída de Domiciano. Lo mismo que repitió aquí en el País Vasco, no sé si la misma corneja, en vascuence y en castellano, hace tres años. El propio Domiciano soñó que le brotaba debajo del cogote una joroba de oro: –«Detrás de mí, buena fortuna», interpretó [4].
Por hoy, aquí me planto.



(Todavía en el taller:)

2. Tabla de la izquierda  
3. Tabla de la derecha  
4. Predela


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[1] Domiciano no fue sólo Pontifex Máximus vitalicio, también se auto nombró Censor perpetuo, para espiar so pretexto de moralidad las vidas privadas de potenciales enemigos.
[2] La situación no era del todo nueva. El predecesor de su padre Vespasiano, Vitelio Germánico, en sus ocho meses del año 69 que vistió la púrpura tuvo tiempo de ganarse un mote: Patinarius (el del Trinchero), a cuenta de una bandeja colosal que encargó y bautizó el ‘Egidopoliujo’ – el Escudo de Minerva Protectora de la Ciudad. «En aquel plato se sirvieron revueltos hígados de escaro, sesos de faisán, lenguas de flamenco y huevas de lamprea; todo ello traído en barcos de la flota, desde el país de los partos hasta el mar de España». Porque, según Suetonio, Vitelio era un glotón del género repulsivo (Césares, 'Vitelio', 13).
[3] Epigramas, 13, 81. Por alguna razón o tabú, la etiqueta romana siempre vio mal la tacañería en el tamaño de recipientes. Sobre todo para el pescado fresco. Horació critica «la enormidad de dejarse un dineral en la plaza, para luego arruinar los peces apretujados en un cuenco como arenques en banasta» (Sátiras, 2, 4, 77):

Immane est vitium dare milia terna macello,
   Angustoque vagos pisces urgere catino
Me gustaría alguna vez entretenernos con esta muy comentada ‘Sátira Catiana’, sobre la gastronomía como placebo de la filosofía.
[4] Suetonio, Césares, ‘Domiciano’, 23.