1. Tabla central
En los últimos tiempos de un acabado emperador Domiciano (81-96 d. de JC), un pescador de Ancona en el Adriático atrapó un rodaballo descomunal. Exhibido en la playa llamó la atención y lo normal habría sido sacarlo a subasta. Pero el marino discurrió algo mejor: presentarlo al Sumo Pontífice para una de sus cenas a lo grande.
Las ‘cenas pontificias’ fueron famosas bajo algunos de los emperadores que, desde Augusto, detentaban también la pontificatura [1]. En este sentido, el pontificado de Domiciano fue proverbial. Cenas copiosas, surtidas, exquisitas, donde uno de los ejercicios de los comensales era identificar para el anfitrión experto, no sólo las especies y variedades, sino hasta las aguas y playas de origen de los pescados, moluscos, equinodermos etc., traídos en trirremes de la flota hasta de las fronteras del Imperio.
Regalar al déspota aquel pescado con la esperanza de recompensa era lo más prudente, se dijo el pescador. ¿Quién iba a comprarle una pieza así? Incluso había jurisprudencia de que tales capturas pertenecían al fisco. De pronto, el pobre hombre se cree rodeado de chivatos. Sin la menor duda, aquel rodaballo era un viejo fugitivo de los viveros imperiales. ¡A la corte con él!
Aunque era otoño y entraban los fríos, el pescador con su tesoro se dio tanta prisa como si soplara el viento sur, y a marchas forzadas se puso en Alba Longa, donde el emperador tenía su finca de recreo, Villa Albana. En aquel núcleo de la tradición latina más añeja solía Domiciano convocar a los senadores, que le temían con razón, pues en ellos sobre todo apagaba el tirano su sed de sangre, eligiendo a sus víctimas entre los mejores.
Y allí estaban, en efecto, reunidos no se dice para qué, ni falta que hace, pues todo el interés se volcó en el prodigio. Aquel rodaballo estaba a punto de convertirse en cuestión de estado.
El primero en dar ejemplo de zalamería fue el pescador, que admitido sin dificultad y haciéndole calle la turba, entre ¡ahes! y ¡ohes!, presenta su regalo:
–«Tómalo, César, te lo ruego. Esto no es para cocinas de particulares. Festeja. Vacía de alevines tu estómago y consume, guardado para tus días, este rodaballo. Él mismo se dejó coger para tí».
(«Esto último saltaba a la vista, con las aletas del pez todas erizadas –ironiza el poeta–. Pero nada resulta increíble de uno mismo, cuando a ese uno se le alaba el poderío semejante al de los dioses.»)
Ahorremos detalles. El problema se resumía en cinco palabras:
Sed deerat pisci patinae mensura
(No tuvo el pez patena a su medida)
En todo el ajuar de aquel templo de la glotonería no se halló fuente, bandeja ni plato trinchero capaz de contener al monstruo. Me remito a Juvenal, que es quien cuenta la historia en su Sátira IV, parte segunda [2].
Lo que sigue es esperpento tragicómico. Unos próceres, presuntos amigos y consejeros imperiales, muertos de miedo van dando su parecer. Los que se atreven. Allí estaba Pegaso, una lumbrera del Derecho, para quien todo era tratable, incluso en tiempos difíciles; eso sí, con la Justicia desarmada.
A su lado, Crispo, anciano jovial y dicharachero, dispuesto siempre a aconsejar al amo del mundo; pero eso sí, hablándole solo del tiempo. Jamás nadó contra corriente, cuando decir la verdad era jugarse la vida. Con esas armas se defendió de muchos inviernos en la corte, y ahora contaba su 80 solsticio.
Así sucesivamente. De vergüenza. El final de la sátira es abrupto. Cinco hexámetros resumen una década larga de abyección moral, que sólo acabará con el asesinato de Domiciano:
«Y ojalá todo aquel tiempo de sevicia lo hubiese gastado en estas patochadas, mejor que en quitarle a Roma tantas vidas preciosas, con impunidad y sin vengador alguno. Sólo cuando los recolectores de nueces empezaron a sentirse hartos de él, selló su perdición. Entonces dejó de ser bueno el que tenía las manos empapadas de tanta sangre inocente.»
En efecto, va siendo hora de extraerle el meollo al cuento del rodaballo.
La Sátira tiene sus recovecos, sus problemas de interpretación. Eso nos permite perdernos en ella, replantear situaciones. Sobre todo, el rodaballo que nunca acaba de caber en la bandeja. La paradoja de Marcial [3]:
Quamvis lata gerat patella rhombum,
Rhombus latior est tamen patella.
(Por más ancha que sea la paella,
el rodaballo siempre sobra de ella.)
La paradoja de Marcial y el rodaballo de Domiciano son una parábola de lo que ha significado la tutela de ETA. Una ETA que dejó de ser útil para convertirse en estorbo y amenaza para sus colegas utilitarios y prácticos (cerdonibus: grecismo que significa ‘los de la ganancia’; «recolectores de nueces» es, obviamente, una traducción libre). Aun así, a los ‘cerdones’ interesa también una Justicia inerme para el borrón y cuenta nueva.
Tras lo siniestro, pasemos a lo bufo. El rodaballo y su bandeja son, para nuestro caso, la Autonomía vasca y el Estatuto de Guernica, respectivamente. Desde el momento en que el nacionalismo vasco –y lo mismo el catalán– colaron en la Constitución de España unas autonomías privilegiadas a su gusto, sin precisar su compromiso con el Estado y el límite de pulsión centrífuga, la cosa estaba cantada. Por más que se ensanchara el plato, siempre se quedaba pequeño para tal rodaballo. Crecía el continente, a golpe de transferencias, siempre interpretadas por el nacionalismo a su favor; pero el rodaballo no es que creciera más de prisa, es que desde el principio era inmenso, ‘como si ya’. Por su parte, el terror ha puesto también su granito de arena.
Por eso nos toca a todos darnos por contentos, desde que ETA dejó las armas. Descansen en paz las víctimas del ‘tiempo de sevicia’, «arrebatadas en la impunidad y sin que nadie las vengue». Demos gracias, y reconozcamos, cuánto más bonito hubiese sido, en vez de tanta sangre, todo nuestro esfuerzo invertido en juegos identitarios. Vale. Aunque también queda en el aire la pregunta: sin tanta sangre, ¿habría llegado el nacionalismo por sí solo a donde está?
La Historia convencional que aprendí decía que de joven fue un tipo elegante inteligente y culto. Que de visita a Alejandría animó aquella academia con ciclos de conferencias doctas. Que enriqueció la Biblioteca. Que ...
Pero el hermano de Tito pronto se torció, se volvió suspicaz y cruel y los vicios le estropearon. El escritor cristiano Tertuliano le llamó Subnerón, algo así como Neroncillo, o Nerón de segunda. El Juvenal de nuestra sátira ni le nombra: sólo dice el ‘Nerón calvo’, el ‘último de los Flavios’, que lo fue en orden cronológico, pero también como insulto. Los Flavios, al menos etimológicamente, eran rubios. Así que Domiciano, un Nerón rubio pero calvo, con un barrigón enorme sobre piernas como palillos. Fealdad física como reflejo de fealdad moral.
Esto me enseñaron.
Pues he aquí que ahora leo que algunos historiadores modernos andan empeñados en rehabilitar al monstruo, al menos como administrador competente. Esto de reescribir la Historia sin aportar fuentes nuevas y frente a testimonios tan sentados da repelús. Sin embargo, es lo que se lleva.
–Ἒσται πάντα καλῶς.
«Todo irá estupendamente». Eso es lo que dijo en griego una corneja romana en el Capitolio, pocos meses antes de la caída de Domiciano. Lo mismo que repitió aquí en el País Vasco, no sé si la misma corneja, en vascuence y en castellano, hace tres años. El propio Domiciano soñó que le brotaba debajo del cogote una joroba de oro: –«Detrás de mí, buena fortuna», interpretó [4].
Por hoy, aquí me planto.
(Todavía en el taller:)
2. Tabla de la izquierda
3. Tabla de la derecha
4. Predela
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[1] Domiciano no fue sólo Pontifex Máximus vitalicio, también se auto nombró Censor perpetuo, para espiar so pretexto de moralidad las vidas privadas de potenciales enemigos.
[2] La situación no era del todo nueva. El predecesor de su padre Vespasiano, Vitelio Germánico, en sus ocho meses del año 69 que vistió la púrpura tuvo tiempo de ganarse un mote: Patinarius (el del Trinchero), a cuenta de una bandeja colosal que encargó y bautizó el ‘Egidopoliujo’ – el Escudo de Minerva Protectora de la Ciudad. «En aquel plato se sirvieron revueltos hígados de escaro, sesos de faisán, lenguas de flamenco y huevas de lamprea; todo ello traído en barcos de la flota, desde el país de los partos hasta el mar de España». Porque, según Suetonio, Vitelio era un glotón del género repulsivo (Césares, 'Vitelio', 13).
[3] Epigramas, 13, 81. Por alguna razón o tabú, la etiqueta romana siempre vio mal la tacañería en el tamaño de recipientes. Sobre todo para el pescado fresco. Horació critica «la enormidad de dejarse un dineral en la plaza, para luego arruinar los peces apretujados en un cuenco como arenques en banasta» (Sátiras, 2, 4, 77):
Immane est vitium dare milia terna macello,
Angustoque vagos pisces urgere catino
Me gustaría alguna vez entretenernos con esta muy comentada ‘Sátira Catiana’, sobre la gastronomía como placebo de la filosofía.
[4] Suetonio, Césares, ‘Domiciano’, 23.
Maestro Belosticalle, permanecemos en ansiosa espera de la segunda tabla.
ResponderEliminarEnorme relato, D. Belosti..! Gracias por ello. Saludos.
ResponderEliminararcu
Muy sabroso su rodaballo. Tremendo relato.
ResponderEliminar¡ Que gozada !
ResponderEliminarMuchas Gracias, Querido Profesor Belosticalle
¿Y ahora cómo me como yo un rodaballo sin sentirme obsesionado?
ResponderEliminarLa inocencia, estupidez o mera prisa por sacar algo pactado de los políticos de La Transición creó una bola de pus que no ha parado de crecer y que nunca han querido sajar. Sólo la gravedad de la infección parece que les moverá.
ResponderEliminarLa posibilidad de leerle a vd. es una enorme suerte. Muchas gracias por hacernos partícipes de su sabiduría.
ResponderEliminar«En aquel plato se sirvieron revueltos hígados de escaro, sesos de faisán, lenguas de flamenco y huevas de lamprea; todo ello traído en barcos de la flota, desde el país de los partos hasta el mar de España»
ResponderEliminarMaestro BELOSTI, sabiamos de sus gustos culinarios, pero nunca pensé que Arcadi Espada llegara a tanto. Fuera ya de bromas, magnífico su post, como siempre.
Urbi et Orbi