martes, 26 de septiembre de 2017

Cataluña emocional: Segadores de pega




Muy rara vez, si acaso alguna, se declara un país en rebelión abierta contra sus legítimos gobernantes sin que de más o menos antiguo hayan precedido de una parte o de otra, o de ambas mutuamente, desabrimientos, ofensas o agravios. Por eso es nuestra opinión que las más de las revoluciones se pueden prevenir con la prudencia, y que de casi todas y sus funestas consecuencias son responsables los que las provocan, o por lo menos no las evitan pudiendo.
(Modesto Lafuente, Historia General de España, Montaner y Simón, Barcelona, tomo 11, 1888, pág. 287)
La situación política española en el movimiento catalán invita a repasar precedentes históricos. Que desde luego los hay, bien conocidos. Pero en todos ellos, si se los quiere entender, hay que evitar anacronismos. Distingue tempora et concordabis iura, recomendaba el brocardo. La primera concordancia en Derecho, como en Historia, es fijarse en las fechas de las leyes, de los documentos y de los sucesos («¿eso cuándo fue?»), porque todo en el mundo tiene su origen y caducidad.  Esto, que es válido ya, a menos de un siglo de distancia, para la proclamación del ‘Estado Catalán’ en una supuesta República Federal Española (F. Macià, Barcelona, 6 de octubre 1934), con mayor razón lo es si se retrocede en el tiempo hasta los siglos XVIII y XVII o antes.
Precisamente del XVII se perciben ecos catalanes muy parecidos a los que hoy se repiten como santo y seña de una lucha por la libertad y contra España, con Europa al fondo. Las diadas, por ejemplo, se sazonan con la letra y música de ‘Els segadors’, el himno oficial de Cataluña autónoma en el marco de la Constitución española: consagración de lo que fue un fraude literario con abuso de confianza –lo denunció en su día el canónigo catalanísimo Jaume Collell–, a contrapelo de su pretendido origen histórico, como veremos [1].
Pero ojo, que si lo que suena igual o parecido no siempre significa lo mismo antes y ahora, también ocurre a la inversa. Fenómenos que parecen dispares por el cambio cultural, mirados bien responden a unos mismos mecanismo de la psicología de masas.
Hoy se nos llenan los ojos con imágenes de diseño, hechas de encargo para impresionar, como tantas fotos de diada y su música de fondo. En el XVII la estética era otra, y es fácil que muchos no vean relación entre este montaje laico de las últimas diadas y aquel otro sacro y terrible del obispo de Gerona –un gallego, por cierto– descomulgando a las tropas reales culpables de atropellos y sacrilegios a su paso por el Principado al Rosellón, en la guerra franco-española (mayo-junio 1640).
'Juego de Tronos' ante la catedral de Gerona
El rito de excomunión era patético en su teatralidad, con el canto del salmo Deus laudem meam –una sarta de improperios a cual más bárbaro–, mientras el obispo de pontifical procedía al apagado de unos cirios y lanzamiento de los mismos junto con piedras al exterior del templo, en representación de los miembros muertos y separados de la iglesia. Esto, con el premio de espectacularidad en una topografía como la de la catedral de Gerona, los pedruscos rodando por toda aquella escalinata, debía de ser tan imponente entonces como hoy sería ridículo. Este cambio de sensibilidad no debe hacer olvidar que de eso se trata y a eso se reducen los ceremoniales y las manifestaciones: sensibilidad y emoción colectiva, lo mismo en los anatemas de ayer que en las proclamas de hoy, nada que ver con lo racional [2].
Los sucesos de este mes en Barcelona dan buen pretexto para trasladarnos a 1640, cuando estalla la Revuelta catalana, ‘Guerra de Separación de Cataluña’, ‘Guerra de los Segadores’ (¡?) o como quiera llamarse.

La política del gobierno de Felipe IV, frente a la obstinación del Principado, tras un mal planteamiento y peor desarrollo condujo al pésimo de los resultados: pudrió en guerra civil un conflicto franco-español (en el contexto de la guerra de los Treinta Años), convirtió a Cataluña por algún tiempo en nueva ‘Marca hispánica’ bajo dominio francés, y desmembró para siempre una ‘Cataluña francesa’. Eso sin contar lo más dañoso: el desapego y resentimiento mutuo que las guerras civiles generan. Dejemos aparte otros efectos, como  la separación de Portugal de la corona de España, o la aceleración de la decadencia española como potencia mundial.
A quienes Felipe IV y su favorito D. Gaspar de Guzmán, Conde-Duque de Olivares, les sean conocidos sólo por la saladísima fábula de Torrente Ballester y su excelente versión fílmica en ‘El Rey Pasmado’ (1991), tal vez les cueste ver en los dos personajes encarnados en Gabino Diego y Javier Gurruchaga a responsables remotos del desafío presente. Hoy como ayer [3]:
«Resistíanse ya en Cataluña las órdenes de la corte, y para hacérselas ejecutar era menester usar de la fuerza, y ocasión hubo en que se temió que por las calles de Barcelona corriera la sangre.»
Olivares por Velázquez
Dejando al rey a sus cacerías y teatros, queda por despejar la incógnita del Conde-Duque. A los nacionalistas en su victimismo les place imaginárselo como enemigo personal. Los mismos que ven el alzamiento de 1936 como un ajuste de cuentas particular entre Franco y el País Vasco o Cataluña, respectivamente. Les ofende que un político español del siglo XVII concibiera la heteróclita Corona de España como un estado más a la hora de Europa, donde los particularismos debían ceder ante el proyecto nacional común, a las duras como a las maduras.
El nacionalismo, y no sólo el catalán, siempre se exacerba si se trata de arrimar el hombro. Es entonces cuando los viejos términos inocuos ‘pueblo’, ‘nación’ y ‘patria’ dejan de significar parte de un todo para cargarse de emoción trascendente: la patria de los vascos, Euzkadi, el pueblo vasco, la nación catalana... Surge entonces, como falso problema de conciencia, la alternativa de la ‘doble lealtad’, a lo nuestro-nuestro frente a lo común y no tan nuestro, llámese el Rey, España, ‘el Estado’, o simplemente Madrid [4]:
«El aumento constante de la presión fiscal ejercida por Madrid en aquellos tiempos de guerra sometería a una tensión excesiva la lealtad debida a un rey ausente al que pocos habían visto, y daría pie a la posibilidad, cuando menos, de mostrar mayor lealtad a una comunidad idealizada.»
«En los disturbios de Vizcaya en 1632, la muchedumbre airada se dedicó a la caza de ‘traidores’. El concepto mismo de traición implica una lealtad a la propia Vizcaya en cuanto entidad legal, política e histórica.»
El Cardenal de Richelieu, por Philippe de Champagne
Olivares, como rival del ministro francés Richelieu, no podía entenderlo. Jacobino avant la lettre, «en su desprecio de toda afirmación de los sentimientos de orgullo nacional o local, por considerarla impropia de adultos con seso», llega a escribir a un corresponsal [5]:
«¡Malditas sean las naciones, y malditos son los hombres nacionales!... Amo a todos los vasallos del Rey nuestro señor…, y no soy yo nacional, que es cosa de muchachos.»
Uno que renegaba de aquella España de las autonomías. Fueros, privilegios, libertades…; todo eso bien estaba para el gobierno rutinario. Con la nación en peligro ante enemigos comunes, todo particularismo debía ceder, por impopular que esto fuese [6].
«Para Olivares, cuya austeridad contrastaba sorprendentemente con los esplendores de la corte y la corrupción de muchos de los personajes más prominentes de su gobierno, la impopularidad constituía un hecho natural, y desde luego él casi se jactaba de ella. Cuando los ministros eran impopulares, quería decir que estaban cumpliendo con su deber»  
No puede sorprender que con esto, más sus graves defectos personales, D. Gaspar de Guzmán y Zúñiga no les caiga nada bien a los catalanes, si tan impopular era el valido en todo el país. Sin embargo, el estado de cosas en Cataluña no era distinto del resto de España y de Europa, en el desbarajuste de la Guerra de los Treinta Años. Un problema general en todos los países de la Cristiandad era el alojamiento y mantenimiento de tropas, a expensas de la población civil, con los inconvenientes de un hospedaje forzoso y tal vez rijoso, sobre todo en las ociosas invernadas. Por algo en aquellos años (1636) se pone en escena El Alcalde de Zalamea, de Calderón, sobre un percance de tiempo atrás, bajo Felipe II.

Cortes de Barcelona (1626-1638?)
Cataluña siempre se ha ufanado de sus Corts. Abro el libro de Coroleu y Pella por el capítulo sobre las libertades catalanas, y allí encuentro una comparación (ventajosa, por supuesto) de las Usatges con la Carta Magna inglesa. Y así por el estilo. Sin poner en duda la bondad de aquellas Cortes sobre el papel, aquí importa más su ejecutoria, no siempre ejemplar y a veces escandalosa, como el espectáculo que han dado últimamente [7].
Un hito de referencia para el gran desencuentro entre Cataluña y España en aquel siglo fueron las Cortes de Barcelona (1626). No se habían vuelto a reunir desde 1599, bajo Felipe III, que les contó su quiebra económica: «su señor padre Felipe II “le había dejado no sólo del todo exhausto, sino aun empeñado y consumido”...». La respuesta fue generosa: al Rey más pobre del mundo, la ayuda catalana más espléndida de la Historia: «unos tres millones de libras, y no ducados, como se dice; esto es, 1.100.000 que se le otorgó en las cortes, y los demás empleados en el armamento de galeras.»
La gratitud del rey fue bien aprovechada por la Generalidad para recordarle que en Cataluña sólo tenían fuerza las leyes votadas en Cortes. Todo lo emanado de otra fuente era allí papel mojado. Ahora bien, pasó el tiempo, y el rey Piadoso lo tuvo de morirse (1621) sin haber visto cancelados todos los ceros de la bonita suma. Y en esas se estaba cuando su hijo y sucesor, en idéntico estado de miseria, convoca las cortes de 1626, que duraron más de lo previsto y razonable [8].
Tras varias demoras, Felipe IV acude a jurar y recibir juramento de los catalanes, cinco años después de su acceso al trono. Seis años más tarde todavía duraban aquella cortes de nunca acabar, entre prórrogas y calentones. El rey las reactiva (mayo 1632) viajando a Barcelona y dejando habilitado para presidirlas a su hermano el Cardenal-Infante D. Fernando. Se había entrado en un ‘procés’ de desafío a la corona, que terminará en ruptura violenta, entrega de Cataluña a la ‘protección’ del Rey de Francia y pérdida definitiva del Rosellón para Cataluña y España.
Los puntos de discordia no fueron sólo fiscales ni eran todos nuevos. Vuelve a plantearse el eterno tema de la Inquisición en Cataluña, que ya coleaba desde Felipe II. También de entonces (1585) resultó que se arrastraba deuda de Cataluña, que tenía votadas  100.000 libras de ‘donativo’, no satisfechas del todo. Y lo más grave, ahora se negaban a pagar ese resto y más, como cobrándose por el daño que hacían las tropas enviadas al Rosellón.  El Duque de Feria, lugarteniente del Rey, reconoce sus razones y promete poner orden; pero un año y medio después, a fines de 1631, todo era más de lo mismo.
A todo esto, por decisión del cardenal Richelieu, valido de Luis XIII, Francia declara la guerra a España (1636).
Aquí encuentro en la obra de Coroleu y Pella (pág. 376) este párrafo, que ni tomo ni propongo como artículo de fe:
«No permite el carácter de esta obra extendernos en pormenores y comentos sobre los resultados de este gran conflicto, nacido de la profunda ignorancia en que estaba la Corte de las tradiciones y el genio de los pueblos que en mal hora fueron encomendados a su gobierno [¿!]. Lo único que nos permitiremos recomendarles es que no traten de estudiar aquellos grandes acontecimientos en la obra de Francisco Manuel de Melo, excelente retórico y clásico prosista, pero no tan recomendable por su respeto a la verdad histórica, como puede probarse con irrefutables y auténticos testimonios. La última fecha que encontramos en este Proceso es de 6 de julio de 1638.»
Este veto a Melo es por lo menos sorprendente, tratándose de una obra reconocida no sólo de estilo sino de historia, con la añadidura de ser el autor un portugués  testigo presencial, independiente y desapasionado. Mala cosa, por lo visto, ser ‘extranjero’ para escribir sobre Cataluña, cosanostra entre catalanes [9].
En busca de más luces sigo leyendo al Coroleu y al Pella:
«Por cédula fechada en Madrid a 28 de enero de 1640 convocó de nuevo D. Felipe IV de Castilla, III de Aragón [no de Cataluña, que nunca fue reino], las cortes…»  
Una calamidad. Diríase que desde entonces se quiso aplicar a rajatabla la política de unificación y centralización preconizada en un archifamoso Memorial al Rey Felipe IV (1624?) atribuido a Olivares a principios de su privanza, a modo de programa ultra-secreto de unificación nacional de todos los reinos de España a la manera de Castilla. Los medios para reducir a cualquier reino a la uniformidad (en formato castellano) se reducían a tres («Tres son, Señor, los caminos…»):
1º. Fomentar la unión y mezcla incluso matrimonial entre los de cada reino y los castellanos.
2º. Asistido el Rey «con alguna gruesa armada y gente desocupada», presentarse en el lugar y plantear el asunto por vía de negociación, con el respaldo de la fuerza.  
3º. Siempre con respaldo de fuerza, provocar un tumulto local y aprovecharlo para suprimir la foralidad.
El primer camino se daba como el más difícil, aunque el mejor, de ser posible. El segundo requería tanta maña como fuerza. El tercero, el más inmoral (se reconoce), sería el más eficaz. Leámoslo en su texto:
«El tercer camino, aunque no con medio tan justificado, pero el más eficaz, sería hallándose V. M. con esta fuerza que dije, ir en persona como a visitar aquel reino donde se hubiere de hacer el efecto, y hacer que se ocasione algún tumulto popular grande y con este pretexto meter la gente, y en ocasión de sosiego general y prevención de adelante, como por nueva conquista asentar y disponer las leyes en conformidad con las de Castilla y de esta misma manera irla ejecutando con los otros reinos.»
Aunque el procedimiento es el mismo para todos y cada uno de los reinos periféricos de la Corona, los catalanes siempre han entendido que la cosa iba por ellos; y en verdad, el camino tercero parece una profecía de lo que fue el Corpus de Sangre (7 de junio 1640).
Ahora bien, si el documento desde su primera lectura levanta sospechas sobre su autenticidad, en una época en que por toda Europa circulaban ‘planes secretos’ y otros embelecos de propaganda, esa coincidencia con lo ocurrido en Barcelona  podría apuntar al verdadero foco donde se coció el Memorial, panfleto anti-olivariano y anticastellano [10].
Un «tumulto popular grande»: es justamente lo que se produjo en Barcelona. Pero no por inducción del Rey o su gobierno, sino al contrario, por elementos manipulados desde la  propia Generalitat que presidía Pablo Claris, canónigo de Seo de Urgel. Tampoco para abolir la autonomía catalana, sino al contrario, buscando pretexto para transformar la autonomía en república.
Para ello se utilizó una costumbre de concentrarse las cuadrillas  de segadores en las ciudades, en la fiesta del Corpus, para ajustar los contratos para la próxima cosecha. Sólo que esta vez, en Barcelona, se presentaron bastantes más ‘segadores’ de lo normal, y muchos armados con los típicos ‘pedreñales’. Cierto empleado que había perdido a su amo víctima de unos sicarios reconoció entre los ‘segadores’ a uno de los asesinos, y el querer arrebatarle el arma  fue como el pistoletazo para el estallido de violencia.
El triste Corpus sangriento no fue ningún episodio de furia y ‘venganza catalana’ al estilo de los antiguos almogávares al grito de Desperta, ferro! . Fue una operación planeada y dirigida, primeramente contra el Virrey (aunque fuese catalán), y contra personalidades muy concretas. Sin pretensión alguna de originalidad, algo escribí en este blog sobre ‘Los catalanes y la violencia’, tocando este punto de la peculiaridad catalana en el barroco, cuando la población del Principado se aficionó al ‘pedreñal’ y otras armas de fuego –mejor que el arma blanca–, y echarse al monte (o ‘anar en treball’) fue casi deporte nacional.


‘Els Segadors’: del romancero al montaje
Como la historia de aquel Corpus es de sobra conocida en prosa, leámosla nosotros  en un romance más o menos de época, recogido por Milá y Fontanals, vertido aquí, en privado, al román paladino, en rigurosa exclusiva para mis lectores [11]:

Corpus de Sang, de A. Estruch (1907)

81. La guerra de los segadores
¡Ay dichosa Cataluña / quién te ha visto rica y llena!
Ahora el Rey nuestro señor / nos tien declarada guerra.
El gran Conde de Olivares / siempre hurgándole en la oreja:
“Es la hora, nuestro Rey, / ya es hora de hacer la guerra.”
En contra de Cataluña, / bien se ve cómo ha sido hecha
(culpa de los escribanos, / gente de poca conciencia):
Corren villas y lugares, / hasta aquel de Río-Arenas,
Donde de Santa Coloma / han incendiado la iglesia,
Queman albas y casullas, / los cálices y patenas,
Y el Sacramento santísimo, / que alabado siempre sea.
(Uno de caballería, /está del templo a la puerta
comulgando a su caballo, / que sólo su vista aterra.)
Mataron a un sacerdote / mientras la misa celebra;
Mataron a un caballero / a la puerta de la iglesia:
Don Luis de Fluviá se llama, / los ángeles le hacen fiesta.
El pan que no fuese blanco, / lo decían negro a secas,
y lo dan a los caballos, / o vierten la harina en tierra.
El vino que no era bueno, / por las espitas abiertas
lo derraman por las calles / como quien riega la tierra.
En presencia de sus padres / deshonran a las doncellas.
Si se da parte al Virrey / del mal que la soldadesca
hace, “Yo se lo permito, / y aunque tomen más licencia.”
A la vista de lo cual / anda la tierra revuelta.
Entraron en Barcelona / mil personas forasteras
(si primero fueron mil, / más de cuatro mil ya eran):
entran como segadores, /pues se concierta la siega.
De tres guardias que allí están, / ya han matado a la primera.
Luego matan al Virrey / cuando entraba en la galera;
Matan a los diputados / y a los jueces de la Audiencia.
Asaltaron la prisión / y a los prisioneros sueltan.
El Obispo les bendice / con la diestra y la siniestra:
“¿Quién es vuestro capitán? / ¿Dónde está vuestra bandera?”
Le traen al buen Jesús / cubierto de tela negra:
“Este es nuestro capitán, / y he aquí nuestra bandera.
¡A las armas, catalanes! / Catalanes: ¡es la guerra!
Hoy la religión estorba / y la estelada es señera.
Segadores, abstenerse: / ni se siega ni sosiega.
Pero hoy, sin un Olivares / que a Felipe hurgue en la oreja,
y en Madrid con un Mariano / ‘Pasmarín de Compostela’,
En la Generalitat / se repite la monserga:
“Ved cómo España nos roba, / ved cómo nos atropella.
¡Catalanes, a las urnas! /Segadores: ¡¡Es la guerra!!
Dígalo Ma(rx)s, Puigdemont, / o lo repita Junqueras;
hagan eco la Rovira,  / Tardá, el Rufián sin fronteras;
verdad de la Forcadell / y la Gabriel, su porquera.
Este romance popular ‘histórico’ (en la clasificación de Milá) no tiene nada que ver con otro anodino romance erótico de ‘noticias’ titulado ‘Los segadores’, Nº 263, pág. 259, con su melodía Nº XXVII en pág. 445. Cómo fue que, allá por los años 90 del siglo XIX, ambos temas se mixtificaron y confundieron para confundir al personal y colarle un himno patriótico, Els Segadors –con música de prestado–, es una historia enrevesada que aquí ya no me cabe [12].
La tragedia catalana del XVII se repondrá como comedia, farsa y sainete en los siglos XVIII, XX y XXI. Aquel gesto soberano de la Generalidad (dirigida por el clérigo Pablo Claris), ‘desconectándose’ del Rey de España para echarse en brazos del de Francia; titulando a Luis XIII Conde de Barcelona, total para recibir de él los mismos y peores agravios, hasta el definitivo: cederle la Cataluña transpirenaica.
Las exigencias del gobierno central eran ciertamente gravosas para Cataluña; como lo eran para las demás regiones, pero sobre todo a la España sin fueros. Los catalanes protestaron además por el error de cálculo de Madrid: ni eran tantos, ni tan ricos (la pura verdad). En fin, al huevo se junto el fuero. Apelando a sus usajes, Cataluña empieza restaurando la Marca Hispánica bajo Francia, y termina amputada.
¿Qué fue del seny? El caballero catalán Jerónimo de Real nos deja estupefactos cuando, al hablar de aquel cambio de lealtad del Principado, termina con este aserto:
«Mogué esta resolució el pensar que lo Rey de França a sa costa faria la guerra pagant lo exèrcit, lo que fins aleshores no havia…»
Gran simpleza, tanto si lo creían así, o alguien les engañó. Y no acabó aquí la ofuscación colectiva de aquellos ilusos. En plena guerra entre Cataluña y España, se celebra el Congreso de Münster, preparatorio de la Paz de Westfalia (1644). El flamante estado catalán envía una misión presidida por José Fontanella –el Raül Romeva de entonces, para entendernos–. Pues bien, como aviso profético al Romeva de hoy, el mismo De Real cuenta que a las representaciones secesionistas, tanto la catalana como la portuguesa y la holandesa, se les dio poco menos que con la puerta en las narices. En especial hizo el ridículo el vocero catalán Fontanella, «mal visto todavía por los franceses, que no se fiaban de él». No fue sólo Roma la que no pagaba a traidores.  
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[1] J. Collell, ‘L’historia íntima de la cansó dels Segadors’, en La veu de Catalunya (14/15-09-1899). Cfr. Josep Massot y otros, Els Segadors: himne nacional de Catalunya, L’Abadia de Montserrat, 1993, págs. 39 y sigs.
[2] Fray Gregorio Parcero de Castro, natural de Tuy, abad general benedictino, fue obispo de Elna antes de serlo de Gerona (1633-1656) y finalmente de Tortosa hasta su muerte (1663). La excomunión lanzada por él en Gerona la describió como testigo el caballero y consistorial gerundense Jerónimo del Real en su ‘Crónica/Diario’ , publicada por Joan Busquets Dalmau, La Catalunya del Barroc vista  des de Girona. La Crònica de Jeroni de Real (1626-1683).  Public. de L’Abadia de Montserrat, 1994, vol. 2
[3] Lafuente, o. cit., pág. 289. Modesto Lafuente Zamalloa (1806-1866), no sé si por compartir segundo apellido con Esteban de Garibay, autor de la primera historia general de España (Compendio historial, Amberes, 15…) –y de paso mover las prensas de su cuñado Mellado–, se aplicó a publicar (1850-1867) la última en el espíritu liberal moderado de entonces, que todavía se deja leer con sus moralinas y todo. En las cosas de Cataluña resultó aceptable para la burguesía catalana a la que atendía la casa Montaner y Simón. Hoy para los catalanes es ‘españolista’ (¿pues y cómo no?); aunque deberían tener en cuenta que en tiempos de Lafuente y aun después «no había un plan gubernamental o estatal para utilizar a los historiadores en pro de la nacionalización del país, o para inculcar una determinada ideología o mentalidad» (Jorge Vilches, ‘Los liberales y la Historia’) –cosa que no puede decirse de los planes de estudio en la Cataluña moderna. Cito a Lafuente por la edición de Barcelona, 1888, y tomo XI. (Para un juicio de la obra, Francisco de Asís López Serrano, ‘Modesto Lafuente como paradigma oficial de la Historiografía española: una revisión bibliográfica’. Chronica Nova, 28 (2001): 315-336.)
[3]   John H. Elliott, El Conde-Duque de Olivares. Trad. española, Barcelona, Crítica, 1990. (Es traducción del inglés, y no respondo de cómo se expresó el CV. The Revolt of the Catalans. A Study of the Decline of Spain 1598-1640. Cambridge U. P., 1963. Trad. española, La rebelión de los catalanes. 2ª ed. Siglo XXI de España Editores, 2013. También del mismo, Richelieu and Olivares. Cambridge Univ. Press, 1991. Hay trad. española, Richelieu y Olivares, Crítica, 2017, buen trasunto de vidas paralelas.
[4] Elliott, o. cit., págs. 548-549.
[5] Elliott, o. cit. pág. 549.
[6] Elliott, o. cit., pág. 546.
[7] J. Coroleu y J. Pella y Forgas, Las Córtes catalanas: estudio jurídico y comparativo… (2ª ed.) La Revista Histórica Latina, Barcelona, 1876, cap. IV: ‘Las libertades catalanas y el Derecho político moderno’ (págs. 135 y sigs).
[8] V. la narrativa en la misma o. cit., Las Cortes catalanas, II Parte, Cortes de Barcelona en 1626’, págs. 372 y sigs.
[9] Francisco Manuel de Melo (Lisboa, 1608-1666) fue un hombre de acción y polígrafo portugués, que sirvió con lealtad al rey de España como oficial en Flandes y Cataluña, luego a su patria y rey de Portugal. Mal pagado de los dos, pero sobre todo de Juan IV que le encerró en prisiones, de las que Melo salió para el destierro en Brasil. Estando preso en Lisboa escribió en excelente castellano los recuerdos de su experiencia catalana, como Historia de los movimientos, separación y guerra de Cataluña, en tiempo de Felipe IV, que apareció en su país (1645) bajo el seudónimo de Clemente Libertino, dedicada al papa Inocencio X, con tres ediciones en el mismo siglo. Con todo, tardó en reconocerse en la obra un modelo de prosa histórica, imitación competitiva de los grandes clásicos.
[10] El documento fue publicado  como ‘Instrucción que se dio al Señor Felipe Quarto sobre materias del gobierno de estos reynos y sus agregados’ por el editor Antonio Valladares en su Semanario Erudito (Madrid), 11 (1788): 162-224. Desde el principio, Valladares objeta contra la autoría de Olivares.  Cfr. también John Elliott y Francisco de la Peña: Memoriales y cartas del conde duque de Olivares. Madrid, Alfaguara, 1978, vol. 1. Manuel Rivero Rodríguez, ‘El gran memorial de 1624: Dudas, problemas textuales y contextuales de un documento atribuido al conde duque.’ Librosdelacorte.es, nº4, año 4-invierno-primavera 2012, ISSN 1989-642.
[11] Manuel Milá y Fontanals, Romancerillo catalán (2ª edic.), Barcelona, 1982. Pieza Nº 81, págs. 73-74.  Aunque los textos son catalanes, los títulos están en castellano. Pongo entre paréntesis versos que en el aparato crítico figuran como variantes o añadidos.
[12] Véase la Wiki, o la obra citada de J. Massot y otros. El disparate de permitir esa canción como himno como oficial de Cataluña, esa es otra. Pervertido hoy en canto de guerra de independencia catalana. Himnos creados para alentar el odio al ‘enemigo’ –y lo mismo banderas partidistas, como la ikurriña sabiniana– no pueden representar a ninguna comunidad autónoma. Y no apelo a la Constitución Española, sino al sentido común.