miércoles, 30 de enero de 2019

‘Nuestro y de cabecera’


Retorno de los Argonautas
© Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, Madrid
Esta página va para corresponder al homenaje íntimo que ha tenido a bien improvisar en su bitácora Santiago González. Ha sido al hilo de una entrevista no menos improvisada, que una joven colega suya me extrajo para ‘El Correo’ y otros diarios de la ‘cadena’ Vocento.
Así encadenado este Prometeo, la brujilla oficiosa y tesonera no halló dificultad para abrir las entrañas de su víctima, no para devorarlas vivas y palpitantes como hizo el pajarraco, sino para escrutar el hígado ominoso, fábrica de los humores individuales, aunque ya cirrótico tal vez y nada apetecible a la boca.
Al efecto ella traía en un papel una lista de cuestiones, mayormente de apariencia anodina. Psicólogos dicen que esas son las buenas para un diagnóstico fiable en lo suyo, los recovecos del alma, por asociación primaria de palabras y ‘pasiones’ (mejor que ideas). Preguntas tan simples, que buscando algo ingenioso, o a lo menos coherente, te pierdes; máxime sabiendo que las mismas se harían a una estudiante, para cotejo generacional. Y como además nunca he sido listo ni rápido (lo siento, chica), la entrevista no pasará a los anales del género, aunque tal vez la cite en su favor algún psiquiatra. Cada profesión a lo suyo.  En todo caso te perdono, I. Álvarez, en atención a tu simpatía perseverante.
Lo que ya no depende de mí perdonar es la pifia en mi segundo apellido, que es también el cuarto, de modo y manera que es pecado reservado a mi difunta madre, que era una Mangas Mangas, y a sus padres, mis abuelos, que eran primos entre sí.
Esta duplicidad dio lugar a bromas y lances. Por ejemplo, recuerdo que cuando volvíamos de refugiados en Francia en el 37, en la frontera, se produjo este brevísimo coloquio entre un funcionario de ventanilla y mi madre. El hombre, que no estaba para bromas:
–Nombre…
–Rosario.
–Primer apellido…
–Mangas.
–Segundo…
–Mangas.
–¡¡¡He dicho segundo apellidooo!!!

Mi madre, que era modista rápida de aguja y lengua, explicó al energúmeno uniformado que los Mangas, como  las mangas de su chaqueta, pueden ir de dos en dos.
Por lo demás, en Bilbao no es desconocido el Mangas, oriundo de una zona entre Fuentesaúco y Ledesma. De Fuentesaúco trajo el suyo mi abuelo Isauro, o Isario (confusión del cura), maestro de forja por tradición familiar.
Para desagraviar igualmente a la abuela Antonia recuerdo, de oídas, que aun casada y madre fue, mientras pudo,  sastra chalequera, con taller y academia en un piso de la Calle Ronda, cerquita de la casa de los Unamuno. Lo que sí sé en directo, aunque no por qué razón, mi familia no admiraba mucho a Don Miguel. Tal vez por eso, y porque no se me da el histrionismo ni siquiera en plan existencial, a mí tampoco me entusiasma; y eso que procuro mirarle en el retrato que le sacó Jon Juaristi. Respeto, eso siempre, y creo que lo demostré en “Primero la Verdad que la Paz, de lo más leído de mi blog.
Volviendo al abuelo, como digo, con el apellido se trajo el oficio, propio de una familia de descendientes lejanos de Túbal-Caín con su mujer Sela, «la que parió a todos los que acicalan obra de bronce y de hierro» (Oído, Parmenio, que las biblias cambian de la nochea a la mañana: Génesis, 4: 22). Los míos eran de la edad del hierro, y ese fue el pretexto del mozo Isario para venir a Bilbao, y mintiendo la edad enrolarse en los últimos de Filipinas. Profesor un tiempo en la Escuela de Artes y Oficios de Achuri, mostraba con orgullo las fotos sepia con sus alumnos del curso, él y ellos  con el delantal y la herramienta, como en una demostración práctica. De su taller en La Peña, y de sus manos y las de mis tíos, salió toda la rejería de la iglesia parroquial del Buen Pastor, donde hasta mi madre aplicó sus buenos porrazos.
Tradicionalista también en lo político, sin ser nunca integrista, mi abuelo nunca tuvo miedo en significarse en iniciativas católicas, como vocal del Patronato Obrero, presidente de la Cooperativa del barrio, o como fundador de la Adoración Nocturna en la basílica de Begoña. Allí le busco siempre que voy, en el gran cuadro de La Coronación Canónica de la Virgen (1902). Inútilmente, porque aunque sé que estuvo allí, pero no en el círculo de los notables. Me gusta imaginar que mi abuelo Isauro es el hombre invisible del ángulo inferior derecho, fuera del cuadro, al que un guardia foral con la mano abierta cierra el paso, porque allí ya no cabe un alma.
La Coronación de Nuestra Señora de Begoña. Cuadro de J. Echenagusia (1902)
En casa del abuelo se leía La Gaceta del Norte, y recuerdo cómo una tarde, a punto de ingresar yo en la Escuela Pública, para que no hiciera mal papel me enseñó con éxito a leer el título y demás letra gorda del periódico.
El sectarismo laico  le maltrató cesándole de la Escuela de Achuri, y hasta emigró temporalmente con la familia,  junto a los parientes de Biárriz. Pero ni entonces ni bajo la República practicó el victimismo. Hace unos meses leí el libro de Cristóbal Robles, José María de Urquijo e Ybarra: opinión, religión y poder. CSIC, 1997, y me llevé una sorpresa, no tanto al ver el nombre de mi abuelo en varias páginas, sino por encontrarle imputado y encausado en compañía de presidente del BBB, Luis Arana Goiri, con el que poco le unía, salvo su condición de católicos de derechas.
He leído con emoción todos y cada uno de los comentarios dedicados en el Blog de Santiago. Como ayer dije, antes de publicar la página me preguntó si me parecía bien, por lo de la identidad.  Le dije que sí, si era su deseo. Pero accedí, sobre todo, porque en una aventura como la de D. Santiago, con su Nave de Locos argonautas a lo del Vellocino, los toquecitos de mito no desentonan. Y ahí es nada, en el reparto, el figurín de ‘Nuestro Sabio de Cabecera’. A mí me divierte, por lo de ‘nuestro’ y ‘de cabecera’, por el cachondeo, porque a nadie confunde, y porque como disparate es el único que conozco salido de la amueblada cabeza de mi amigo Santi.
Imposible responder con serenidad y una por una a las frases de aliento y elogio, de afecto, ironía, hipérbole… Entre todos a escote me han regalado ustedes un bonito espejo deformante, donde por paradoja me reconozco haciendo muecas y visajes.
Deliciosos los intermedios musicales. También los textos de Platón, de Gaxotte/Voltaire, de Newman… Estos sí que son espejos de los de mirarse, ¡ay!, y no reconocerse.
Una observación sobre el limaco, y termino. La elección de este bicho fue cosa de mi mujer Ana, que necesitaba para su tesis un material abundante y fácil de obtener y criar, porque versaba sobre la evolución de los lípidos del animal a lo largo de su desarrollo. Por las mismas facilidades a mí también me convenía, y ahorrábamos trabajo.
Arion: ménage à trois (duanrevig.com)
Dos tesis que nada tenía que ver una con otra. La de ella, teledirigida desde Madrid por un bioquímico: tesis laboriosa como ella sola, y pesadísima en sus experimentos, cálculos y tablas. Y lo más chusco: con tanto trabajo, ya terminada y escrita, la entrega, y que no se la devolvían. Un mes y otro mes… Hasta que preguntamos a los dos asesores de confianza, a ver qué pasaba con aquella tesis. Se cruzaron miradas embarazosas, y con misterio explicaron que tenía un fallo sin remedio, porque ¡confundía machos y hembras! Soltamos la carcajada, y a partir de ahí todo fue como una seda. Se habían saltado la página donde ponía que los limacos son hermafroditas.
La mía fue todo lo contrario. No estoy con Homer Simpson en que «si algo cuesta trabajo es que no vale la pena», pero supongo que él estará conmigo en que si algo no te divierte, mejor dejarlo. Las horas y más horas pasadas a oscuras en el microscopio electrónico fueron una fiesta que daba pena interrumpir. En las veladas con Ana, a veces nos acompañaba nuestra pequeña Natalia alborozada, reclamando también su sitio al aparato. Y la pura verdad, alguna cosita sí que descubrió. Su cariño a los limacos sigue siendo grande, sin pasarse.

Gracias, Patron y Remería, con un inmenso abrazo.



sábado, 26 de enero de 2019

En Luca, chez Puccini


Esto ya es otra cosa, no lo de Sicilia. Un vuelo barato nos ha llevado de Madrid al aeropuerto de Pisa, y de allí el autobús a Luca en media hora. Ni agencia de viajes ni zarandajas. Libres como pájaros sin jaula, o como pordioseros en huelga.
Hablo de la Luca toscana, no de la siciliana. Aparco, pues, aquella experiencia de Sicilia, para dar una impresión de esta peregrinación improvisada a las dos ciudades del mar Tirreno, la pequeña Luca y la prepotente Pisa. Sólo 18 km –poco más de tres leguas de las de antes– separan estas dos ciudades-estado, repúblicas rivales seculares, tan vecinas y tan diferentes.
Antiguamente Luca se ofrecía al viajero de la Ruta Francígena –el sucedáneo medieval de la romana Vía Aurelia– como una isla boscosa de álamos rodeando un huerto cercado y tupido de torres, algunas también ajardinadas o coronadas de árboles. Había campanarios de iglesia, otras eran defensas, y no pocas lo uno y lo otro. De las torres civiles pocas quedan enteras, y es un decir. La misma rivalidad que las levantó las echó abajo, a vuelcos de fortuna, como en otras partes, y el siglo XVI conoció una poda general. A lo que quedaba, la revolución industrial aportó chimeneas fabriles, con alguna que otra muestra perdonada para el recuerdo, como aquí en Bilbao. Tuvo que ser curioso, hace apenas un siglo, una ciudad medieval vomitando humo de fábricas, a toques de sirena.
Todavía hoy Luca desde fuera parece ciudad-bosque, con las alamedas que, desde el  talud de la muralla, han subido a adornar el ancho adarve, paseo predilecto de los luqueses. En pleno invierno, como es natural, esa impresión boscosa no se percibe, sólo se adivina.
No recuerdo bien si fue Montaigne el que escribió algo así: «Cuando visito una ciudad nueva para mí, procuro subir a alguna torre para hacerme una idea del conjunto». Es lo que hizo también Garibay en París, a su vuelta de Amberes. En Luca no faltan torres a donde subirse, previo pago, como la de San Martín (el Duomo), la de las Horas (cerrada en invierno), pero sobre todo la Guinigi. Con sus 45 metros escasos, esta torre no es tan alta como parece al que la sube, pero coronada por una bosquete de encinas es la más curiosa, y también la más abierta de vistas.
La planta urbana sigue siendo cuadrilátera, como corresponde a la traza augural etrusca de campamento romano, con su cardo y su decumano máximos, que todavía se cruzan en una esquina del Foro o Plaza de San Miguel. Esto en lo teórico. En la práctica, el despistado como yo se despista, cuando no se pierde. Y  es bonito perderse en Luca, si no hay prisa. Otro día nos perdemos, pero de momento vuelvo al principio.
Entrados por la Puerta de Santa Ana, a poniente, y apeados en Plaza Verdi, lo primero es conseguir un plano en la (i) de Información y Turismo, en la que antes fue Puerta de San Donato (desechada por inútil para la muralla del siglo XVI), y desde allí tomar la vía San Paolino, a la céntrica plaza de San Miguel, corazón de la ciudad. Nosotros, sin embargo, con el plano abierto subimos al paseo de la muralla, poblada de paseantes y deportistas, y como quien sigue a las agujas del reloj, doblado el Baluarte de Santa Cruz, seguimos todo derecho hasta los jardines barrocos del Palacio Pfanner.

Allí nos paramos un rato, recordando al que dicen su autor, Juvarra: Felipe Juvara, para españoles, arquitecto y escenógrafo siciliano metido a cura, o viceversa, pero todo un artista, muerto en Madrid (1736). Diseño suyo es el Palacio Real, el de Aranjuez, La Granja…
Luca desde la Torre Guinigi a poniente: Torre de las Horas y la blanca de  San Miguel.
A  izquierda, Palacio Ducal y torre de San Román

Desde la Torre Guinigi: San Fredián y el Anfiteatro









Desde allí una rampa nos baja al ábside de San Fredián, iglesia de las principales de Luca, a un paso de nuestro objetivo, que era el Anfiteatro. Bien entendido, no el romano convertido en originalísima plaza oval, sino calle de por medio el  ‘B&B Anfiteatro’. Una solución hotelera muy recomendable, llave en mano, con cocina y comedor ad líbitum, habitación tranquila y desayuno en la taberna inmediata ‘Tre Merli’, los tres mirlos que la figura indica. Todo práctico y estético.
El atractivo de visitar Luca es el retorno virtual a la Edad Media. No sé lo que será esta ciudad en temporada turística. En invierno, como que se les olvida esa industria, y es maravilla. Para contraste, pasado mañana estaremos en Pisa, rebosante de japoneses y chinos en invierno como en verano. La mitad de ellos, con el brazo extendido sosteniendo la Torre Pendente, para la foto que les hace la otra mitad. Aquí en Luca uno se siente casi cohibido mientras dispara la cámara a sus anchas donde encuentra algún interior a tiro, pues el resto está cerrado o abierto a medias.
Ciudad arcaizante, pero no a reloj parado, sino porque así la quieren sus luqueses. Luca se ve hoy más vetusta que la vieron los viajeros del Grand Tour, hace doscientos años, y es porque los edificios de ladrillo despellejados de su revoco muestran sin pudor, con sus llagas y ortopedias y su devenir arqueológico, la estructura medieval ‘a la romana’, razón de su solidez. Eso por no hablar del Anfiteatro, cuya arena, dicen, se sitúa unos 3 metros por debajo de la plaza.
El recinto romano se amplió casi al doble en la Edad Media (siglos XI-XIII), incluyendo el Anfiteatro (1) con la iglesia de San Fredián (2) al norte, y la no pequeña de Santa María Forisportam (3) al este. El nombre de Forisportam lo dice: iglesia y plaza estaban fuera y frente a la puerta oriental del antiguo eje Decumano, en cruz con el Cardo Máximo, y que desde allí se extendía hasta el actual Piazzale Verdi (4), a poniente, donde paran los autobuses y se sitúa la Oficinas de Turismo que nos ayudó. Es de notar que en aquel tiempo el Foro o plaza de San Miguel (5) era más reducido, hasta su despeje definitivo en la primera mitad del siglo XIV, y que por allí pasaba la Fosa Natali, un canal que partía la ciudad por medio, de levante a poniente, de modo que a la iglesia se accedía por un puente.

De la Luca romana, por la medieval, a la murada renacentista.

Nuevo ensanche en el Renacimiento incluyó sobre todo el Burgo, al este y nordeste, más allá del antiguo foso perimetral. No porque Luca reventara por las costuras, pues en esto los luqueses siempre han imitado a los piojos, sino por la prudencia de reservar espacio hortícola intramuros, para caso de asedio. Un acierto esta muralla, que si nunca ha tenido ocasión de lucir su potencial bélico, los luqueses le sacaron provecho como hermoso y original paseo.
En esto de perderse en Luca ayudan no poco, además de las callejas, las iglesias. Luca se ha llamado ‘la de las 99 iglesias’; y puestos a mentir yo pondría, ‘las 99 iguales para hoy’. Ni lo uno ni lo otro es verdad, pero sí que muchas se parecen y se aparecen a cada esquina, a veces dos y hasta tres juntas, qué mareo.  Casi todas con el ábside vuelto a oriente, como era de rigor, sirven de brújula con cielo nublado; aunque no falta alguna a la contra, para variar y enredar.
Sobre el patrón basilical lombardo, los arquitectos del románico lanzaron una creación exterior decorativa marmórea de arquerías ciegas, y donde hubo dinero, también galerías columnadas en fachada y ábside sin función útil alguna, fuera de la contemplación de lo bonito. Que no es poco, aunque tan repetido carga.
¡Coño, Puccini!
Para la mayoría de turistas en temporada, el primer anfitrión en Luca es Puccini. Entrados por la  Puerta de Santa Ana a poniente y apeados en Piazzale Verdi, lo natural es tomar Vía San Paolino, a la céntrica Plaza San Miguel. Un poco antes se abre a la izquierda la pequeña Piazza Cittadella, con la estatua informal de un Puccini sentado, distendido y por supuesto con el pitillo encendido, pues de eso se murió; y una vez muerto, ¿para qué dejarlo? Es un retrato verista en bronce inaugurado en 1994 aquí, delante de su casa natal convertida en Museo, callejón o Corte S. Lorenzo, 9, esquina a Via Poggio.
Edificio antiquísimo en su estructura (no hay más que ver el ladrillo despellejado), por dentro resulta pretenciosamente burgués. Bien entendido, Giácomo Puccini  ni de niño ni de joven conoció esta su casa tal como hoy se la ve por fuera y por dentro. Fue él, ya triunfador adinerado, el que la recuperó y le ‘restituyó’ su carácter como debió ser, según su autoestima. Es lo que se ha pretendido recrear para nosotros turistas, que entramos en el juego.

Un museo amable. Aquí no te dejan probarte el gabán y el sombrero del maestro, ni el uniforme de Pinkerton en el estreno de la Butterfly, o el avío de Turandot. Ni siquiera tumbarte en la cama que le vendió al nuevo rico algún anticuario nada escrupuloso, en lote con un arcón extraño con escenas ¡estilo Botticelli!... Pero fuera de eso, se puede hacer fotos de objetos y cartas íntimas, y hasta invitan a abrir y fisgar en los cajones de algunos armarios, en busca de algún recuerdo picante del gran conquistador que fue este italiano, aunque joder, qué letra.
Elvira y Narciso
Puccini, que desde 1880 vivió en Milán porque allí tenía la beca del Conservatorio y allí está La Scala, volvía con amor a la patria, y más a menudo desde que aquí encontró a su pajarita para siempre, aunque fuese en nido ajeno. O no tan ajeno, si el tendero de ultramarinos Narciso Gemignani y nuestro músico habían sido compañeros de colegio y compartieron novia. Elvira Gemignani, nacida Bonturi (24 años, casada y madre de 2 hijos), fugada con Giacomo Puccini (26 años, soltero): un escandalazo, en ciudad tan cerrada física y socialmente. Italia era católica y el divorcio no existía. El gran músico bien podía componer motetes, tedeums o requiems, kyries, credos y hasta misas enteras; ya podía tener una hermana monja, que eso no le libraba de vivir en pecado mortal. Veinte años pecador público, como entonces se decía, a un paso de la excomunión. No es extraño que, superado el Conservatorio y metido en la vida del espectáculo, huyese de esta su ciudad pacata y chismorrera, atenta luego a otra comidilla: los  pasmos y espasmos de una joven meningítica mística en carrera de santa, hasta con estigmas y poseída del íncubo: Gema Galgani (1878-1903).


De entrada a la casa natal, nos recibe como una piña la famiglia toda de Giacomo, encaramada en árbol genealógico cargado de frutos musicales. Más personalmente y en retrato al óleo, a lo Bach, nos da la bienvenida, con su esposa Ángela María en otro marco gemelo, il signore Jacopo Puccini (1712-1781), primer músico notable de la familia, compositor y organista virtuoso de la Catedral, maestro de Capilla de la Serenísima República de Luca, autor obligado de  funciones religiosas para la Cruz de Septiembre, la fiesta mayor de la Ciudad del Volto Santo. Este Jácopo, o Giácomo, fue tatarabuelo homónimo del operista, y por eso le distinguen como ‘senior’. Patriarca de cinco generaciones de músicos. En la casa está también, en retrato pintado a lo joven Mozart, el jovencísimo abuelo Doménico Puccini (1772-1815).  

Como obertura de la visita a la casa-museo, pasan una vieja película de 1924 –el año fatal– descubierta en 1996, donde revive al cazador empedernido que fue el maestro, a bordo de su lancha ‘Liu’ a su coto en la marisma tirrena.... Aquel mismo año  componía Turandot, que dejó sin terminar, cuando el infarto de corazón ganó por la mano al cáncer de garganta.

De la casa-museo, me quedo con la buhardilla, «donde la luna está más cerca». Es lo que da más idea del artista que fue el autor de La Bohème, metido en su personaje Rodolfo, tránsfuga de lo fácil al tormento de su camino de perfección. Como el contemporáneo Edison, Puccini sabía que el hallazgo, en ciencia como en arte, lleva sólo un 1% de inspiration, y el otro 99% es perspiration, sudor. El que escucha su música, como el que enciende una bombilla, no lo huele, y ahí está lo bueno. Pero tampoco se olvide que la primera Butterfly vio caer el telón en estupor glacial seguido de silba y pataleo.

Puccini no compuso La Bohème ni ninguna otra ópera suya aquí, entre estas paredes, pues su refugio de la maledicencia era una hostería en la costa, en Torre del Lago, que acabó comprando como todo en su vida: pianos, automóviles y lanchas a motor, mujeres, tabaco y papel pautado, hasta su propia casa en Luca.

«Tampoco pasemos en silencio»  (ay, cuánto me gusta este latiguillo de San Gregorio Magno) los documentos más personales de Puccini, cartas, billetes, tarjetas postales, algunas atrevidas... Hasta que el tendero Narciso la diña, y sin luto al cornuto, Giacopo y Elvira legalizan su situación, ante Dios no sé, pero sí ante los hombres, en ceremonia privada que vualá.
Antes de salir de aquí, que no se me olvide un detalle curioso. Entre los recuerdos puccinescos del museo hay una postal del vapor ‘Savoia’, de la Compañía ‘La Veloce’ (Génova), donde Puccini  anuncia el 2 de junio de 1905 su próxima escala en Barcelona, rumbo a Buenos Aires. Acompaña lista, con los puertos de embarque de aquellos pasajeros que «rehusaban la inmigración», es decir, que no iban a Argentina como inmigrantes (de hecho, algunos eran ciudadanos argentinos). De ellos, 18 viajaban en 1ª clase, los demás en 2ª. Se entiende que el resto, la inmensa mayoría del pasaje, eran emigrantes, italianos sobre todo, y todos de 3ª clase o como fuere, sin contar los polizones.

Abre la lista de la Primera Clase nuestro gran Puccini Com.re Giacomo  –que leo ‘Commendatore’, remedando mal el énfasis de Vittorio de Sica cuando pronunciaba ese título tan italiano–, seguido de Sig.ra Elvira, sin más. La pareja acababa de regularizar su relación. Su condizione, de él: ‘Maestro di musica’, así con minúscula el arte y con mayúscula el Maestro. La ‘condición’ de Emilia: ninguna. Edades: 45 y 45.  

En primera viajan también un comerciante suizo y otros dos italianos, un industrial italiano y señora, y un militar argentino que sería por lo menos general, con la suya y seis hijas, todas hembras, más un muchacho nipote que por su edad y de los demás tenía que ser sobrino. Curiosamente, todos los caballeros de 1ª clase embarcados en Génova eran más o menos de la edad de Puccini, salvo un joven de 25 años, argentino y de condición ‘possidente’, un rico. Su nombre, Orazio (Horacio) Anasagasti. Era, por tanto, el joven ingeniero argentino de origen vasco, que por entonces movía la industria automovilística en su país. Hijo, supongo,   del Horacio Anasagasti geógrafo, que también por las mismas fechas divulgaba al mundo las Cataratas de Iguazú.
Y ya metida la probóscide en esta lista de embarque, pasando al pasaje de 2ª, llama la atención la serie de jóvenes italianas entre los 20-30, que sin ánimo migratorio viajaban al Plata solas, bajo la condición o etiqueta de casalinga: mujer de su casa, como antes se decía ‘sus labores’. Y más raro todavía se hace ver atribuida la misma condición, no sólo  a Signora Adelina (21), mujer de un comerciante Alessandro Robbiolo (34), sino también a sus hijitos Yolanda, de 2 años, y Ricardo, un bebé de 9 meses, todo un casalinga el hombrecito.
Imposible despedirnos de Puccini sin decir algo de sus órganos. Los de hacer música, se entiende, los que él solía tocar por gusto o por dinero. En Luca se señalan varios ‘órganos de Puccini’, incluido uno que, de existir, lo sería al pie de la letra, si es que fue encargo suyo en atención a su hermana Higinia –o sor Julia, como monja en San Nicolás–, y dedicado a la madre de ambos, Albina Magi, la que tan bien entendió el carácter atravesadillo de su Giácomo, que la adoraba.

Para conocer la pinta de uno de esos instrumentos entramos en la vecina basílica de San Paulino y San Donato, de la que eran parroquianos los Puccini. Merece la pena, porque no es de los templos del románico o gótico toscano, sino espacio renacentista vasto y elegante, él único de su género en Lucca (1ª mitad Siglo XVI). Toda la capilla mayor pintada a lo grande, mucha superficie de color. En la nave, a ambos lados, dos cantorías gemelas, y una tercera a juego sobre la entrada principal sostiene un órgano sencillo pintado de rojo, el primero tal vez que tocó Puccini. Su registro sirvió al jovencísimo organista para entonar su primera polifonía sacra: el Mottetto per San Paolino (1877).



Como organista de iglesia, Puccini era improvisador tan fácil como temible para los clérigos y gente devota, porque de pronto se le iba el santo al cielo, y en pleno misterio eucarístico el aparato músico se ponía a emitir melodías ligeras y profanas, que el público escuchaba con fruición tarareando y moviendo los pies. Sus tocatas y marchas de despedida eran de salir la gente de la iglesia bailando. Con la secularización, el cargo de maestro de Capilla, hereditario en los Puccini, se extinguió para Girólamo, y él lo protestaba a su manera. Hay quien se estremece al imaginar lo que habría sido la Catedral en sus manos. Desde luego, nada comparable a la de Sevilla en las de Don Hilarión Eslava, sacerdote dignísimo navarro de Burlada, con su operístico Miserere (1835), prohibido por el Arzobispo Cardenal Segura so pretexto de no sé qué irreverencias en el templo, pero en la realidad como censura eclesiástica musical.
Deambulando por Luca tropezamos con otro bronce de un músico más amable y en plena faena con su instrumento preferido, el chelo. Es Luigi Boccherini, nacido aquí, pero como si fuese de Madrid, donde murió en malos tiempos, en 1805. Olvidado en España, Italia repatrió sus restos a Luca, a la iglesia de San Francisco, que vimos cerrada. Grande de la Música y uno de los descubridores del violoncelo. Vampirizado en Master and Commander..., pues qué bueno para terminar por hoy.


(Continuará) Próxima entrada: La Ciudad del ‘Volto Santoy otros milagros