sábado, 22 de marzo de 2014

Cesareomanía


El nacimiento de Esculapio. Plato, por Francesco Urbini (1534)


En el artículo anterior conocimos por encima la Effrenatam, constitución del papa Sixto V (1588), muy sin freno ella misma contra el aborto. Y aunque no se le hizo mucho caso, como suele ocurrir con las ordenanzas desmedidas, marcó un viraje en el discurso eclesiástico, pesando más la muerte eterna del nasciturus que su muerte corporal y la de su madre juntas. Se daba por supuesto –y por si acaso, se remachaba– que toda buena madre, por piedad natural, debía estar dispuesta al sacrificio de su vida, y a la orfandad de toda la familia, con tal que su nueva criatura fuese bautizada.
Fue como caer una venda de los ojos, la cantidad enorme de angelitos frustrados por la carencia del agua bautismal. Los teólogos, que habían incluso ideado un ‘bautismo de sangre’ para las mártires, y otro ‘bautismo de deseo’ para los conversos adultos, nada tenían previsto para los pequeñuelos o los deficientes mentales sin uso de razón, de modo que ser hijos de cristianos tal vez muy devotos no les hacía de mejor condición que serlo de judíos, musulmanes o paganos. Dios no puede ir contra su propia ley –según lo veía el pesimismo agustiniano, remozado por el jansenismo–, y todo lo más que pudo permitirse fue despertar la conciencia de algunos hombres celosos sobre la magnitud del desastre.
Esta preocupación por los jóvenes candidatos al infierno templado o limbo de los niños, allá por el siglo  XVIII, dio origen a una campaña de lo más extravagante en pro de la operación cesárea, sin otro fin que administrar a los no nacidos el «agua de socorro». Al mismo tiempo se advertía a las comadronas y al público en general no descuidar este formalismo para con aquellos despojos, que hasta entonces, si no se enterraban con las madres, solían ir derechos a la basura.
En tal empeño se distinguió un eclesiástico de Palermo: Francisco Manuel Cangiamila (1702-1763), canónigo de Monreal e Inquisidor de Sicilia. Don Francesco no era ningún fanático, sino un filántropo pío, muy culto y estudioso de la anatomía y de la ‘incisión cesárea’, tan debatida entonces entre los cirujanos y médicos, bastante menos entre el clero.
El autor no fue un pionero. Ni siquiera un siglo antes lo había sido el jesuita francés padre Théophile Raynaud (1583-1663), que ya en 1637 arremetía contra «la nueva invención de los [médicos] que defienden que, muerta la mujer embarazada, no tarda en seguirle su criatura» [1]. La novedad de Cangiamila estuvo en su arsenal embriológico, una presentación atractiva y, no quepa duda, los auspicios altísimos con que contó.
Su Embriologia Sacra (1748) tuvo varias ediciones y traducciones. Carlos III de Nápoles y Sicilia, luego rey de España, apoyó la iniciativa con un pragmática (1749). El autor pudo también imprimir con satisfacción una carta del papa Benedicto XIV alabando su libro. Hasta la Real Academia de Cirugía de París lo recomendaba (1766), en adaptación francesa que hizo el abate Dinouart. De esta se hizo la traducción española, dedicada igualmente a Carlos III [2].
Con pudibundez muy de entonces, tanto el abate como su traductor ponen en latín algunas explicaciones que les parecen delicadas. El original italiano no tiene el mismo empacho, y es imprescindible para captar todo el trabajo y la erudición de Cangiamila, así como su mentalidad y la del pueblo siciliano.
Fue sin duda el respaldo regio la razón principal del éxito de un autor que, sin restarle mérito y buena voluntad, cayó en errores sobre la generación y el desarrollo,  muy comunes en aquel tiempo, de gran atraso biomédico.
Creía, por ejemplo, que el huevo contiene ya desde el principio el feto ya formado o casi, a falta sólo de crecer y desarrollar movimiento:
«Todos los observadores más recientes dan por cierto que el embrión, incluso antes de la fecundación, siempre que el huevo esté maduro, posee en sí todas las partes del cuerpo humano, aunque pequeñísimas; las cuales, abreviadas como ocurre en las semillas de las plantas, tras la fecundación se expanden y van creciendo».
Incluso daba por cierto que «el embrión se mueve desde los primeros días de su concepción», añadiendo que Aristóteles
«distinguía dos vidas, una vegetativa, otra racional; y decía que ésta sucedía a la otra, de suerte que el feto se debía considerar primero como planta, después como animal, y que últimamente pasaba a ser hombre. Todas las Universidades, excepto la de Coimbra, han desechado la opinión de Aristóteles sobre esta sucesión de almas».
En cuanto al semen masculino, no aporta sustancia alguna a un ser que se da por  prácticamente formado el ovario. Su papel en la generación se reduce a activar el desarrollo del huevo, algo así como la levadura hace fermentar la masa.
El autor sabe que desde 1677, gracias al microscopio, se hablaba de los ‘animálculos seminales’ con cabeza y cola (los espermatozoides) como candidatos a ser la verdadera semilla humana. Algunos llegan a imaginar y dibujar a gran aumento el ‘homúnculo’ acurrucado dentro de la cabeza de aquellos bichitos semovientes. Pero al desechar tal error cae en el contrario, creyendo que «los gusanillos espermático no son, ni hombres, ni el principio de su generación», simples parásitos del semen, quedando la obra generativa de cuenta de la madre.
Pero aunque Cangiamila se inclina por una animación muy precoz, lo hace sólo por prudencia, respetando la opinión contraria, ya que «el Derecho Canónico no ha decidido que el feto esté formado antes de la creación del alma». Por el mismo «principio de equidad», si el embrión informe fuese vivo y capaz de bautismo, lo más seguro es bautizarlo. Es una solución jurídica, muy alejada del dogmatismo radical al uso.
No hay que echarle en cara al autor unos errores biológicos tan compartidos en la época, cuando aún no se había descubierto el óvulo de los mamíferos, ni se sabía lo que eran células, ni se entendía la fecundación como fusión de ambos elementos celulares o gametos, femenino y masculino. Él seguía la corriente que le parecía más conforme con su creencia religiosa.
Tampoco era nada excepcional su credulidad en supuestas observaciones y noticias antiguas y modernas, literarias o «de toda confianza». De ellas andaba sobrada toda la literatura médica. En especial, las referidas a la fantástica vitalidad de los embriones y fetos, fuera y dentro del vientre de la madre muerta y hasta enterrada, su supervivencia de días y hasta de semanas, o su capacidad de salir a luz por sí mismos, cuando no los expulsó la madre al morir.
Más que casos raros y paradojas, todo aquello eran auténticos milagros. De hecho así lo veía mucha gente sencilla pero más sensata, siendo creencia popular que algunos santos consiguen para sus protegidos el milagro de sobrevivir o resucitar para recibir el bautismo. Se pensaba sobre todo en los ángeles custodios: el de cada feto, si es que lo tiene ya antes de nacer, o en su defecto el ángel de la madre, como suplente [3].
Respecto a la praxis eclesiástica, se remite al Ritual Romano de Paulo V (1614):  
«Quiere que, si una mujer embarazada llega a morir, y se queda el feto dentro de su vientre, se saque para bautizarlo. No obliga al ministro a que lo bautice, sino a los 30 días después de su concepción; pero en cualquier tiempo que suceda el caso, deja la decisión a la prudencia del ministro».
Para animar a los familiares y párrocos a cumplir su obligación de bautizar todo lo que de señales de vida, dentro o cerca de la embarazada, admite auténticos disparates, como imaginar una respiración aérea del feto por el orificio del útero, desconociendo la respiración placentaria. ¿Cómo, que los fetos no respiran? ¡pero si hasta tienen voz!:
«Es cierto que los niños algunas veces dan voces bastante fuertes estando aún en el vientre de sus madres; lo que no podría ser sin que el aire fuera comprimido y puesto en movimiento… »
Sus historias fantásticas pasan por alto un detalle: en cuestión de minutos, la anoxia fetal produce la muerte o una parálisis cerebral irreversible.
Esto, que hoy se sabe y explica científicamente, ya fue percibido por médicos más antiguos, como el célebre sefardita Rodrigo de Castro (Lisboa, 1546-Hamburgo/Altona, 1627), en su excelente tratado de ginecología [4]. Nada contrario a la operación en sí, aunque muy peligrosa entonces, Castro es escéptico frente a fabulaciones literarias:
«Adviertan los médicos, y eso interesa muchísimo respecto a la sucesión, que el niño no puede sobrevivir en el útero muerta la madre, a menos que se le saque en el breve tiempo que ella tarda en morir o poco antes, mientras agoniza, presentes todavía en ella los espíritus vitales; y eso porque al cesar la vida y el movimiento de la parturienta cesa también la del bebé…  Por tanto, todos aquellos que fueron saludados con el nombre de césares (Escipión, César, Manlio, Sancho y demás que sobrevivieron), es de creer que fueron extraídos de una madre palpitante o todavía viva».

Para ilustración de sus ideas, Cangiamila encarta una plancha copiada de Gian Battista Bianchi, que tras formar una gran colección o museo de abortos, en 1734 reconstruyó la historia del desarrollo humano a intervalos de 5 en 5 días. Por ejemplo:  
«En la quinta figura, así como en la cuarta, sólo se ve una especie de gusano pequeño; pero su cuello es más largo, su cabeza más bien formada, y sus órganos están bastante desenvueltos, para poder distinguir que es una cabeza humana; sin embargo, no tiene sino siete días. Una Señora de Turín, muy respetable y muy virtuosa, lo arrojó a los siete días de haberse casado».
Estos y otros dibujos le parecen al autor favorables a adelantar al máximo el evento de la animación, y por ende la obligación moral de extraer cualquier feto para bautizarlo.
Y aquí es donde se entra en una dinámica de recomendaciones donde la prudencia no sale bien parada. Ni siquiera la adaptación franco-española logra evitar del todo el pintoresquismo del original, con escenas dignas del realismo cómico y el esperpento del cine italiano.
Algunos ‘casos’ nos llevan a un teatrillo de títeres, gente meridional excitada en torno a la madre moribunda o difunta, con una curiosidad morbosa que en aquellos tiempos no hería la sensibilidad como ahora. Todo el mundo estaba familiarizado con truculencias que se cuentan en vidas de santos y santas, cuyos cadáveres se abren para extraer el corazón y otros órganos como reliquias [5].
Tampoco se cuidaba mucho la discreción. Después de todo, en Palermo y otros lugares de Ambas Sicilias los muertos hacían vida social en las catacumbas, recibiendo el visiteo de los vivos, que a su vez arriba representaban su opereta cotidiana, unos y otros sin privacidad. Así Cangiamila en la edición italiana, pág. 69, y española, pág. 42:
«En todo aborto es necesario, antes que nada, estar los parientes y demás presentes muy atentos a observar si el feto da signos de vida para bautizarlo… El Dr. D. Hipólito Pagnotta, cirujano de Monreale, me atestiguó en una relación escrita, y como quien dice de boca, que el año 1727, un viernes de abril, malparió su mujer, embarazada de tan poco tiempo que ni lo sabía. La observación llevó a descubrir una criaturita ya libre de las secundinas y del tamaño de un abeja, por tanto no mayor de 20 días según las planchas de Bianchi, o menos según las de Kerckring. Estaba bastante formada, moviéndose sin parar, manifestando estar viva. Fue pues bautizada en forma absoluta por Susana Pagnotta, sobreviviendo diez minutos, y fue sepultada en la insigne colegiata del Crucificado…»
«Ya he dicho que los padres y todos los demás que se hallan presentes deben examinar con cuidado si el feto da señales de vida; porque puede muy bien estar vivo y moverse, y con todo pasar inadvertido, como muestra el ejemplo siguiente que sucedió en Palermo.
El año 1717 malparió a las cuatro de la tarde, en verano, [Úrsula], la mujer del Cómitre de Galeras [Felipe Piamonte]. El feto, que tenía 3 meses, salió sin las membranas… y a todos les parecía estar muerto. Pusiéronle los criados sobre el borde de una ventana, por donde corría un aire frío y húmedo que venía del mar, vecino a la casa, en el Barrio Marítimo. El día siguiente a eso de las 11 [vinieron los familiares] a visitar a la enferma, y quisieron por curiosidad ver el feto: la admiración fue mayúscula, cuando por el movimiento del ombligo, que subía y bajaba, conocieron que vivía, ¡aunque hacía ya 7 horas que había salido del vientre de la madre! Lleváronle al instante a la parroquia, y murió dos minutos después de recibido el bautismo. [Lo enterraron dentro de una cajita.]»
«Una mujer de Catania malparió, hacia los 40 días de su embarazo, y dio a luz dos gemelos o mellizos. El uno tenía ya todos los síntomas de putrefacción; el otro parecía tan realmente muerto, que el proto-médico lo disecó. Pero al abrirle el estómago, se advirtió por el movimiento periódico del corazón que estaba vivo».
Estos ejemplos basten para muestra del mundo de Cangiamila. Pasemos a la cesárea.
Sea cual sea el origen y porqué del nombre –‘propio de César’, en latín–, nacer por el costado ha sido un detalle típico en leyendas de héroes y grandes hombres [6].
La idea pastoral de Cangiamila es que todo cura en su parroquia debe llevar cuenta de las embarazadas, y si una de ella enferma de gravedad, se han de tomar las medidas para que en caso de muerte no deje de practicarse la cesárea cuanto antes, para extraer el feto a ser posible vivo y bautizarlo. Es un deber gravísimo de conciencia, tanto para el cura como para la mujer, los familiares, incluso el vecindario. Esto en cuanto las mujeres casadas.
Respecto a los embarazos clandestinos y vergonzantes, en llegando a conocimiento del párroco, aunque sea por el confesonario, debe advertir a la mujer que no puede darle la absolución, a menos que ella, fuera de secreto de confesión, lo notifique al mismo cura y personas responsables de que, llegado el caso, también a ella se le extraiga el feto. 
¿Quién debía realizar la intervención? A ser posible, un cirujano. En su defecto, alguna matrona preparada. En caso de necesidad, cualquier sujeto supuestamente hábil y animoso, seglar o clérigo. «En defecto de personas expertas, la caridad obliga a cualquier otro, aunque sea sacerdote, y especialmente al cura, a hacer la operación cesárea». No exagero: El buen Cangiamila imagina a los párrocos de su tierra instruidos y concienciados, llevando siempre consigo la faca bien afilada para toda urgencia. En efecto, «más vale abrir cien cuerpos de mujeres embarazadas, sin provecho alguno, que dejar perecer un solo niño en el seno de su madre».
Desde luego, la mujer tenía que estar bien difunta; pero eso, ¿cómo se certificaba en aquellos tiempos? Todo un colegio médico en consulta podía discrepar en horas y en días, y llegar a las manos debatiendo, que si el pulso, que si el rigor mortis, que si la putrefacción. El propio autor reprende que muchos espontáneos nerviosos o precipitados procedían a la incisión cesárea antes de tiempo, matando a la pobre madre.  Era reconocer que la cesareomanía ocasionaba muchos disparates, porque era un disparate en sí misma.

¿Qué tal, si cerramos el libro con una historieta suya que parece de chiste? Porque es de chiste. Lo que ocurre que el bueno de don Francesco no distingue del todo bromas y veras. Mi traducción, no por algo libre, es infiel:
En la ciudad de Parma llevaron por muerto a un niño a la iglesia, y mientras le rezaban el oficio lo expusieron en un confesonario, para enterrarlo luego. Ahora bien, el sacristán se acercó a verlo, descubriendo que estaba vivo.
Es sabido que cuando un difunto se toma la libertad de ‘volver’ durante su propio funeral y entierro, la obligación es arrearle de cristazos, hasta ponerle de nuevo en su sitio. Y así iba hacerlo el sacristán. Pero simple como era, le asaltó un duda: ¿con qué cruz debía rematar al niño, con la grande de los adultos, o con la pequeña de los entierros infantiles?
Duda providencial, porque habiéndola consultado con el cura mi antecesor –termina su cuento Cangiamila–, éste le libró de cometer un crimen horrendo.



[1] Tratado del nacimiento de niños contra natura por la incisión cesárea (Lyon, 1637, en latín), cap. 2, 8-9, págs. 26 y sigs.
[2] Joaquín Castellón, trad.: Embriológia sagrada, 2ª ed., Madrid, 1785.
[3] «Y en verdad, se cuestiona entre teólogos si tienen o no ángel custodio. A favor: SS. Anselmo, Tomás, Buenaventura y Francisco de Sales, junto con Suárez. En contra: S. Hilario, Vázquez, Zumel, Valencia y otros, pero que hasta el nacimiento les custodia el ángel de la madre» (Embriologia sacra, Milán 1751, pág. 2).
[4] Medicina universal de las enfermedades mujeriles. Cfr. Parte 2, libro 4, cap. 3, escolio).
[5] Estoy pensando en la historia de Clara de Montefalco, pero hay otros que recoge igualmente Piero Camporesi en La carne impasible (Garzanti, 1994).
[6] Muchos cronistas hispanos en pos de Rada (De rebus Hispaniae, 5, 22) recogen la leyenda de Sancho Abarca nacido por cesárea. Don Rodrigo lo sitúa en 923, cuando el rey de los vascones García Íñigo pierde la vida en un encuentro con los moros. Su esposa doña Urraca embarazada de su sucesor Sancho Abarca también fue alanceada en el vientra y murió, mientras el niño sacaba su bracito por la herida. Lo cual visto por un noble de Guevara, extrajo a la criatura, la tuvo secuestrada y escondida, y a su tiempo hizo aceptar a Sancho como rey legítimo. «Tan maravilloso latrocinio dio origen al apellido Ladrón de Guevara». Mariana lo da como lo que es, una fábula, sin otro fin que incluir al rey navarro en el elenco de ilustres varones cesáreos.


jueves, 13 de marzo de 2014

Legislar sobre el aborto (y 4): De Derecho eclesiástico




Hemos girado visita rápida al Derecho Romano, muy permisivo con el aborto. Eso dice mucho de la profesionalidad de los compiladores bizantinos bajo el emperador Justiniano, que lo promulga en el siglo VI. Claro que se tuvo en cuenta el material cristiano, por ejemplo, el Código de Teodosio (438); como también se vaciaron contenidos políticamente incorrectos. Pero todo esto representa un parte pequeña de tanto trabajo. Lo admirable es que, siendo cristianos ortodoxos,  fueron bastante respetuosos con un ordenamiento jurídico básicamente pagano.
El Corpus Romano quedó arrinconado en la Alta Edad Media, hasta su ‘descubrimiento’ en Bolonia (siglo XII, 2ª mitad). La Curia Romana al principio lo miró de reojo, como posible arsenal en manos del poder civil y del Imperio enfrentado al Papado.


Derecho Canónico
Pero ese mismo Corpus de Derecho Civil fue un estímulo para compilar otro Corpus de Derecho Eclesiástico que le hiciera contrapunto. Un derecho que se llamó ‘canónico’, porque su origen tradicional  eran las reglas o normas (cánones, en griego) emanadas de los concilios. El nuevo Corpus Iuris Canonici se forma entre los siglos XII-XIV. Una primera parte se conoció como el Decreto de Graciano (Juan Graciano, hacia 1140). El resto comprende varias colecciones de Decretales o edictos de distintos papas.
Juan Graciano no parte de cero. Maneja colecciones anteriores, y no todas de buena tinta, como las Falsas Decretales del misterioso Isidoro (inicios del siglo IX), que rompieron el equilibrio jurídico antiguo en beneficio del poder papal. El resultado fue una mole monstruosa, desordenada y sin criterios claros; y eso a pesar de que el autor tituló su obra , irónicamente, Concordancia de cánones discordantes.
Algo más afortunada fue la compilación de Decretales, iniciada por mandado de Gregorio IX al dominico catálán san Ramón de Peñafort, no siempre respetuoso con los textos que maneja (1234). Siguieron nuevas decretales, todo anterior al Concilio de Trento que trajo legislación propia [1]. Todo aquel mamotreto fue pronto pábulo de comentadores, que a menudo enredaron más que esclarecieron.
A todo esto, en los ambientes curiales a lo largo de la Edad Media cunde un fenómeno que se extendió y condicionó casi todo el pensamiento. Es lo que podemos llamar ‘juridicismo’, porque cualquier tema, y no sólo los tocantes al Derecho directamente, se enfoca, se trata y se resuelve como en los tribunales de justicia, pasando a ser ‘cosa juzgada’. El método escolástico del ‘si y no’ –el contraste dialéctico entre posiciones contrarias– se prestaba de maravilla para ser él también ‘juridizado’, como alegato entre un defensor y un fiscal de la causa, prevaleciendo los argumentos de autoridad que zanja la cuestión, como suele decirse, ‘sin vuelta de hoja’. 
No todos los  pensadores supieron separar, en los problemas naturales, el tratamiento filosófico científico por un lado y las implicaciones morales o jurídicas por otro. Entre los beneméritos, es de justicia señalar a Alberto de Ratisbona, llamado Alberto el Magno, y su discípulo Tomás de Aquino (aunque la Suma Teológica, obra de consulta para la disputa pedagógica, es juridicista en cuanto al método, porque era lo que se llevaba).
El juridicismo fue negativo en sí y por sus consecuencias. En la peor Escolástica tardía no se llega al fondo de las cuestiones, todo se frivoliza y reduce a  juegos de palabras y flatus vocis (nominalismo). En cuanto a los problemas prácticos, su solución se fía a la probabilidad o peso de las autoridades que los trataron (probabilismo).
No sería justo caricaturizar el sistema probabilista, sólo sus excesos (laxismo), como lo hizo el Pascal de las Cartas Provinciales (1616/17). Curiosamente, la Iglesia condenó buen número de propuesta laxas (1665/66, 1678), pero antes ya había metido en el Índice a Pascal (1657) por hacer mofa de la ‘moral jesuítica’. Recordemos: el príncipe de los moralistas católicos fue un probabilista, san Alfonso María de Ligorio (Teología moral, 1748-1779).
El mismo Ligorio trató con respeto, aun sin comulgar con él, a un colega suyo que le precedió en siglo y medio: el jesuita español Tomás Sánchez, especialista en materia matrimonial hacia 1600. Para Sánchez no sólo es probable, sino «más probable» que lo contrario, opinar que el aborto directo de un embrión joven (no formado) es moralmente lícito en tres supuestos:
1. Peligro grave para la salud de la madre. El feto se equipara al «agresor injusto», o es visto como «porción de las entrañas de la madre», que se amputan para salvarla. Era la opinión de muchos médicos, desde Sorano de Éfeso (h. 98-138?); difundida en las escuelas de Salerno y Nápoles en tiempos del descreído emperador Federico II y bajo su sucesor Carlos de Anjou (siglo XIII).
2. Temor de reproches y disgustos familiares por causa de un embarazo extramarital (bien sea la mujer soltera o casada).
3. Evitar la injusticia que supone para un marido adoptar un preñado de su mujer que no es suyo.


Un poco de Decreto
Nos asomamos ahora a ese Cuerpo de Derecho Canónico, vigente desde la Edad Media hasta el Código de Pío X (1917/18). Concretamente en el tema sensible que nos ocupa, anticipo que no todo va a ser luz. Empecemos por Graciano.
Dos de sus cánones más célebres son el Si aliquis y el Si qua mulier; ambos de origen oscuro, tomados de una colección formada por cierto abad de Prüm en Renania, llamado Regino (h. 900). El primero dice así [2]:
«Si alguno, por satisfacer su deseo sexual (causa explendae libidinis), o por odio premeditado, hace algo a hombre o a mujer, o les propina algún brebaje, de modo que no puedan engendrar, o concebir, o nacer descendencia, téngase por homicida».
No se sabe qué concilio dictó ese canon, que equipara anticoncepción y aborto. Tampoco parece sencillo de aplicar, y aunque todo apunta a prácticas muy frecuentes, rara vez se llegaba a procesos criminales, de no mediar otro interés.
El canon Si qua mulier es notable porque habla de plazos [3]:
«Si alguna mujer  perdiere voluntariamente (sponte) su parto en el útero antes de los cuarenta días, cumpla un año de penitencia. Si después de los cuarenta días lo matare, cumpla de penitencia tres años. Y si después de animado lo pierde, haga penitencia como homicida».
El canon es penitencial, no penal. El adverbio sponte no se refiere a aborto espontáneo o accidental, sino intencionado por parte de la mujer. En tal supuesto, se distinguen tres plazos: 1) desde la concepción, los primeros 40 días; 2) pasada la cuarentena, hasta la animación; y 3) después de la animación (y antes del nacimiento). Esta distinción, aunque aquí es a efectos penitenciales, refleja una idea común algo peculiar: en vez de la división bipartita (embrión informe vs. embrión formado o feto), se admite una etapa intermedia fetal inanimada, donde el criterio de animación sería la sensación y movimiento.
Por supuesto, el Decreto recoge también la distinción bipartita, a efectos de homicidio, según el texto conocido de Éxodo en la versión griega. Lo típico del juridicismo de Graciano es cómo lo explaya a golpe de textos patrísticos, aquí de la mano de san Agustín, con razonamientos abstrusos [4]:
«[Moisés] no quiso relacionar la criatura no formada con el homicidio, y de hecho ni siquiera consideró hombre a lo gestado en el útero, en tal estado. Aquí se suele discutir sobre el alma, si lo no formado podría entenderse como no animado, y por tanto no hay homicidio; pues tampoco puede decirse desalmado (exanimatum) si aún no tenía alma.
Si aquel embrión informe ya existía, aunque todavía en cierto modo animado informalmente (informiter animatum) –pues sería atropellar el gran problema del alma zanjándolo sin discusión de forma temeraria–, por eso mismo no quiso incluirlo en homicidio, ya que no se puede hablar aún de ánima viva en un cuerpo que carece de sensación».

«Moisés transmitió este caso para probar que no había alma previamente formada. Por tanto, si esa alma se da a un cuerpo ya formado, no nace en la concepción del cuerpo, derivada junto con el semen. Porque si el alma existe junto con el semen, muchas almas perecen cada día, cada vez que se produce una emisión de semen sin provecho para una nueva vida.
Fijémonos en Adán. Se nos puso como ejemplo, donde entendamos que sólo un cuerpo ya formado recibe el alma. Bien pudo Dios haber mezclado el alma en el barro, y a partir de ahí  formar el cuerpo. Pero la razón hace improbable tal cosa, pues primero había que montar la casa, para luego meter al morador en ella. El alma, por ser espíritu, no puede habitar en seco, por eso se dice que “habita en la sangre”. Mientras no esté montada la estructura de la casa  ¿dónde estará el alma?»

La mentalidad que ha guiado la selección de textos es utilitaria, (re)productiva. Y aunque sea marginal a nuestro tema, vale la pena comprobarlo sin movernos del mismo contexto. Se trata de demostrar que la razón de ser de la unión conyugal no es otra que la propagación de la especie:
Cap. 1. La única razón de casarse las mujeres es parir [5]. Texto al canto: un comentario de San Ambrosio al Evangelio de Lucas. Bastante retorcido, como se ve:
«Vergüenza es para las mujeres no tener premios de sus nupcias… Dado que el premio del matrimonio y la gracia de las nupcias es el parto de las mujeres, no tuvo eso poca parte para que la virginidad de María engañase al Príncipe del mundo».
El embarazo de María fue virginal…  ¡para engañar al Diablo! Peregrina idea, para extraerle a modo de corolario:
«Los que se ayuntan no para procrear descendencia sino para llenar su apetito sexual (libido), no parecen tanto cónyuges como fornicarios».
Estos exabruptos no fueron exclusivos de Ambrosio. San Jerónimo fue más lejos, hasta tener que explicarse, e incluso desdecirse. De él recoge Graciano esta comparación [6]:
«Así como no toda congregación de herejes se puede llamar Iglesia de Cristo, ni Cristo cabeza de los mismos; así no todo matrimonio en que la mujer no se une a su marido según los mandatos de Cristo se puede llamar correctamente conyugio, sino más bien adulterio».

Dejémoslo así.
De pronto nos da en los ojos algo parecido a una anécdota. La cuenta un rescripto papal a nombre de Gelasio, o Pelagio. Ha habido dos Gelasios y otros dos Pelagios. San Gelasio I gobernó la Iglesia a fines del siglo V, y los Pelagios en el VI. Eran, pues, tiempos bárbaros, lo que no quita para dejarnos suspensos ante esta especie de gacetilla [7]:
«Por lo que dice este Plácido, el año pasado fue muy comentado lo sucedido a su mujer, que de pronto la encontraron entre unos caballos, y al tirar de éstos [para librarla] ella se golpeó y abortó. Siendo así, si tal vez ella se metió a gobernar caballos ajenos, por ahí es culpable. Pero tratándose de una mujer que por accidente resulta aplastada entre el caballo [y la pared], no habiendo constancia de mala voluntad [de abortar] por su parte, no procede hacerle imputación legal».
 Y otro poco de Decretales
Pasando a las primeras Decretales –las de Gregorio IX– encontramos algo sobre infanticidio y aborto [8].
Se abre la jurisprudencia, o si se quiere la casuística, en Flandes hacia 1180. Una soltera tuvo un hijo, y porque el padre la miraba mal, como que no era suyo, en un arrebato de ira lo mató. El suceso metió ruido, sin duda por la condición social de la pareja. La propia culpable hubo de ir a Roma, a confesar llorando su crimen al papa Alejandro III (1159-1181), ofreciéndose a peregrinar a Jerusalén. El papa entendió que no era prudente andar  de acá para allá mujer suelta, y escribió al obispo en el sentido de invitarla a reclusión perpetua en algún monasterio [9]:
«Ahora bien –concluía el pontífice con mucho juicio, aunque también con cierto toque de misoginia clerical–, si ella se niega, tú en atención a la fragilidad de la carne dale permiso en el Señor para que se case, pues más seguro nos parece que se dedique a un marido, que no que reciba  a muchos deshonestamente».
Poco después, ya bajo el papa Lucio III (1181-1185), se repite el caso en París. Otra  dama (ésta casada) también «portadora de las presentes», comparece en Roma por haber degollado a su hijita pequeña. Se pensó para ella el destierro, pero el matrimonio tenía más hijos que quedarían como huérfanos. El papa aconseja al obispo que recomponga aquel matrimonio y discurra otra penitencia.
Lo notable aquí es el enfoque penitencial y pastoral. Excluído el destierro, tampoco se le aplica la excomunión, pena típica de infanticidas y abortistas en épocas más severas.
Viene luego el problema viejísimo de los niños pequeños que duermen con el padre o la madre y amanecen muertos. El célebre Juicio de Salomón (1 Reyes, 3: 16-28) se refería a ese supuesto. Aquí el papa (¿Lucio, Alejandro?) se plantea qué hacer cuando no se sabe si la muerte fue natural, o si la provocó el padre o la madre. La respuesta es sibilina:
«Los padres no deben quedarse tan frescos y sin castigo. Pero atiéndase a la piedad,  si la muerte fue fortuita, no culpable. Mas si tienen conciencia de haber matado a la criatura, sepan que han pecado gravemente, como se prueba por el concilio de Ancira.  Algunos indican una penitencia de tres años, el primero a pan y agua» [10].
Esta referencia al concilio Ancirano (o de Angora, la turca Ankara) nos interesa directamente. Su canon 21 se refiere a «las mujeres que se prostituyen, que matan a sus criaturas o que se procuran el aborto» [11]:
«La ordenanza antigua las excomulgaba hasta la muerte. Nosotros hemos hallado una solución más humanitaria, limitando la penitencia a determinados grados, durante 10 años».

«La ordenanza antigua», ¿cuál? Años antes (303), el concilio español de Elvira había negado a tales mujeres la comunión incluso en el lecho de muerte [12]:
«Si una mujer por adulterio, en ausencia del marido, concibe, y luego tras la fechoría lo mata, a esa tal pareció bien no darle la comunión ni siquiera al final, por haber cometido un crimen doblado».
Un rigor que con razón ha hecho dudar de la ortodoxia de aquellos reverendos puritanos. ¿Qué cristianismo es dejar  a nadie morir sin sacramentos? Por eso algunos vieron aquí una alusión crítica a nuestro concilio, sin pensar en que Angora/Ankara cae algo lejos de Elvira. Lo lógico es entender un primer paso desde la disciplina antigua general, rigorista, a otra mitigada. El péndulo oscilará de nuevo hacia el rigorismo (Libros Penitenciales), relajación (Derecho, en general), tic, tac.  La misma relajación se contempla para el homicidio involuntario [13]:
«La ordenanza vigente hasta ahora  fijaba en siete años la penitencia sin comunión. Esta nueva la reduce a cinco años».
«Concordia de cánones discordantes». La verdad es que Juan Casiano yuxtapone lo viejo y lo no tan viejo sin apenas concordar nada. Tal vez de ahí el brocardo sarcástico: Distingue tempora, et concordabis iura. Distingue tiempos, y la jurisprudencia se concierta por sí sola.
Una de las raras decretales (si no la única) que versa directamente sobre el aborto nos va a dejar sorprendidos por la circunstancia y por la motivación del caso. Porque se trata de otra anécdota. El año 1211 un prior y comunidad de cartujos –no necesariamente de la Gran Cartuja o casa matriz de la orden– elevan al papa Inocencio III la consulta objeto del siguiente rescripto [14]:
«Tal como recibimos por el tenor de vuestra carta, la cosa fue así. Cierto presbítero de vuestra orden, el cual primero había sido monje negro [15], mantuvo una relación deshonesta con una mujer, que se hizo preñada. Y como ella insistiese en que había concebido de él, la agarró por el cinturón, como jugando. Esto, según ella, la lastimó de tal manera que le produjo el aborto.
Ante esto, el presbítero aconsejado por varones probos pensó que debía apartarse de servir al altar. [Por ello, vosotros nos suplicasteis humildemente que nos dignásemos obrar con el con misericordia.] A esa devoción vuestra Nos respondemos por la presente en este sentido: si el preñado no estaba vivificado todavía, podrá celebrar; de lo contrario, debe abstenerse de ejercer el ministerio sagrado».
Para entender por dónde va la solución del papa, recordemos que entre los requisitos para recibir órdenes sagradas y ejercerlas entraba el no tener el varón la nota o vicio de ‘irregularidad’. Y una de las causas de irregularidad era el homicidio. Así pues, aunque la ‘decretal’ se refiere a un caso de aborto, su finalidad era decidir si el monje era o no irregular. Si podía decir misa o no. Si podía cobrar el estipendio correspondiente para sustentarse, o si por el contrario, sería para el convento un parásito de por vida. Aquí el aborto en sí importa casi tan poco como la mujer amiga del monje. Una mentalidad clerical y juridizada se encierra en su mundo, difícil de entender para el estamento seglar.
La respuesta del papa es en parte lógica y en parte no. Es lógico que si el feto abortado no tiene vida no puede haber homicidio (todavía no se hablaba de «homicidio anticipado» o virtual). Pero la respuesta implica que Inocencio, eminente jurista, o desconoce el canon Si aliquis, o no le hace impresión. Nada dice de aplicar al monje la pena correspondiente por homicidio, salvo la ‘irregularidad’ contraída ipso facto. De hecho, muchos comentaristas pensaron que esta decretal dejaba el Si aliquis muy desvirtuado y en la práctica obsoleto.
En la edición que manejo del Decreto, su texto se acompaña de una nota del siglo XVI, disculpando el dictamen del papa como inspirado en la autoridad errónea del Decreto de Graciano, confundido a su vez por san Agustín y, en definitiva, por el consabido texto del Éxodo, mal traducido por los LXX. Sin embargo, con posterioridad al papa Inocencio, Tomás de Aquino siguiendo a Aristóteles defendía la animación del feto a los 40 o los 80 días, según fuese masculino o femenino, y su autoridad prevaleció hasta los siglos XVII y XVIII, en posesión pacífica.
Bueno, no del todo pacífica. En 1588 Sixto V emitió la constitución Effrenatam, aboliendo en la práctica toda distinción, bajo penas tan severas, que tres años después su sucesor Gregorio XIV hubo de mitigarlas por impracticables.
La Desenfrenada era la libido humana, infatigable en discurrir modos de burlar la ley natural y divina. Y Desenfrenada fue también el título y la calidad del documento dirigido por igual contra cualquier aborto, animado o inanimado, tanto para quienes lo procuraban, lo aconsejaban o de algún modo concurrían al mismo por cualesquiera medios («incluso desconocidos o por inventar»), bajo las mismas penas divinas y humanas, civiles y canónicas, previstas para el homicidio voluntario. Penas que se extendían igualmente a los que propinaban anticonceptivos y a las mujeres que a sabiendas los admitían.
Entre las penas se incluía la excomunión automática, reservada al papa. La mitigación de Gregorio se redujo, por una parte, a excluir de la penalización durísima el aborto de feto inanimado y, por supuesto, la administración y uso de anticonceptivos; por otra, a facilitar la absolución. Todo ello no sin antes criticar con franqueza poco usual entre papas el exceso contraproducente de su predecesor Sixto.
Por lo demás, el texto sixtino será modelo para la retórica antiabortista radical, haciendo hincapié en la destrucción de una promesa de vida, pero sobre todo en la perdición eterna de un alma.

Conclusión
Al dar por terminado este  recorrido divagante por vericuetos poco frecuentados, me viene a la memoria el célebre criterio de ortodoxia fijado por san Vicente de Lérins (siglo V): Quod ubique, quod semper, quod ab omnibus («Mantengamos lo admitido por todos, siempre y en todas partes») [16]. Eso quiere decir que sobre el aborto no se puede hablar de  ortodoxia, por lo menos civil o laica. En la ortodoxia eclesiástica no me meto, juzgue allá cada cual por las muestras.



[1] Cerró las Decretales el llamado ‘Libro VII’, extraoficial, ya con material tridentino y postridentino
[2] Cfr. Regino, can. 89; PL 132: 301.
[3] Ibíd., can. 66; PL 132: 298. (54)
[4] Decreto, II Parte, causa 32, quaest. 2, caps. 8-9.
[5] Ibíd., causa 2, cap. 1. Partus feminarum est eis sola causa nubendi (Para las féminas, parir es la sola causa de casarse).
[6] Ibíd., cap. 2. Los que no se ayuntan según el mandato de Cristo no se llaman cónyuges, sino adúlteros.
[7] Decreto, dist. 50, cap. 48.
[8] Libro 5, título 10, dedicado al asesinato de los hijos.
[9] Ibíd, cap. 1. Degustemos el texto completo en sabrosa traducción antigua:
«Una muger llorando confessó al papa cómo engendró un fijo de un omne, e porque aquel negaua que non era su fijo con mala cara, e con yra matholo. Onde manda el papa al obispo de Tornay que la amoneste que entre en algún monasterio, do faga penitencia siempre e llore sus peccados. E si non lo quisiere fazer, por razón de la flaqueza de la carne, del(e) licencia de casar en Nuestro Señor; ca más segura cosa es que aya un marido, que non reçiba muchos non onestos».

Decretales de Gregorio IX. Versión medieval española. Edición a cargo de Jaime M. Mans Puigarnau. Barcelona, Universidad de Barcelona, 1943, vol. 3, Libro 5, cap. 5, pág. 162.

[10] Ibíd. c. 3. El texto en la misma traducción añeja (o. cit., pág. 163):
«Si los niños que ffallan muertos con el padre o con la madre, e non aparesce si el padre o la madre se echaron sobre el, o fue affogado, o murió su muerte, deuen ser seguros el padre e la madre sin pena; mas deue auer piedat de que non auino la muerte por su voluntad mas por aventura. Mas si aparesce que ellos lo mataron, deuen saber (por) que peccaron greue mient. E unos iudgaron que deuen [faz]er penitencia de tres años, e el uno sea en pan e en agua».


[11] Hefele-Leclercq, Histoire des Conciles,  1/1ª: 323).
[12] Canon 63.
[13] Can. 23; Hefele-Leclercq, ibíd., pág. 324.
[14] Decretales, lib. 5, título 12 (Del homicidio voluntario y casual), cap. 20.
[15] Monjes negros eran los benedictinos de Cluny, por oposición a los blancos, los benedictinos del Cister o de san Bernardo. También los cartujos visten de blanco.
[16] Commonitorium (El Recordatorio), 2, 3.



Crédito: Las figuras de embriones corresponden al Ms 2463 de la British Library, 
que contiene un tratado de obstetricia, The Sekeness of Wymmen, s. XV.
http://www.reproduction.group.cam.ac.uk/the-sekeness-of-wymmen/#lightbox/0/