martes, 25 de septiembre de 2012

En Oña, ‘Monacatus’



       El año pasado el monasterio de San Salvador de Oña (Burgos) se hizo milenario (1011-2011). Esa efeméride lo hizo idóneo para ambientar nueva versión de ‘Las Edades del Hombre’, con título algo enigmático:  Monacatus [1]
        ¿Por qué Monacatus? No se me alcanza la intención del barbarismo –si es que la hay–, pues si el problema con Monachatus era la fonética, mejor ponerlo en castellano: Monacato.  La edición de ‘Las Edades’ del año pasado (2011, Medina del Campo / Medina de Rioseco) –sobre la Pasión de Cristo–  se tituló correctamente Passio, sin que a nadie se le ocurriese escribir Pasio. Es más, el reclamo decía así: «Passio - aPassiónate en las dos Medinas» De parecida veta vemos aquí, en Oña, un «MOÑACATUS».
       El monacato hoy en día no goza de gran predicamento social. ¿Tuvo más prestigio en otros tiempos? El papel de esa institución en la Historia ha sido enorme, y así raro sería no haber tenido detractores  y críticos. Razón de más para el envite al público, con una exposición temática de calidad, en el marco de un monasterio con solera, que por sí mismo es una atracción cultural y turística de primer orden.
       Ahora bien, ¿cumple esta exposición? La estadística diría que sí. Más de 100.000 visitantes en un trimestre, para una localidad tan a desmano como es Oña, es satisfactorio según la empresa.
        Pero la pregunta no va por ahí, sino por la adecuación entre lo que se promete y lo que se da, y cómo se da, de modo que el público en general se haga idea, o mejore la que tiene, de lo que ha sido el monacato en Occidente. Una realidad tan vasta como pretérita, de la que nos quedan insignes reliquias culturales, más una supervivencia casi simbólica, dedicada sobre todo a la preservación y el culto de su legado patrimonial.
       Y aquí observo que los diseñadores de Monacatus se han impuesto dos o tres limitaciones muy patentes:
       1. Una, la más explicable, haberse centrado de forma obsesiva en la espiritualidad monástica. En torno a ese eje se han agrupando aspectos formales de tal género de vida, su organización y programa del día a día. Queda fuera el monacato como empresa mundana, con sus aristas y sus facetas oscuras.
       2. La segunda, una visión sexista del monacato, representado por las distintas reglas y órdenes en su rama masculina, sin apenas mención de las ‘órdenes segundas’, las monjas.
       3. La tercera, más que limitación, es más una carencia o intento fallido. Los capítulos en que se articula la muestra de objetos con sus paneles expositivos no dan, a mi modo de ver, un hilo conductor lo bastante claro y pedagógico para que el simple laico de hoy se forme idea del monacato real histórico, más allá de una abstracción pía y edificante.
       Y no podía ser de otro modo, si hemos entrado con aquel mal pie de sublimarlo todo, mientras se ignora la cruda realidad de un monacato cargado de contradicciones, ya en su misma idea.  Despachar con un  destilado edulcorado y limpio de toda traza de alcaloide humano es faltar a la verdad del monacato.
       Esta crítica mía subjetiva no toca al interés o la calidad, pero ni siquiera al acierto del lugar y de la muestra seleccionada: conjunto de objetos materiales que vale la visita. Pero insisto, una cosa es el alarde de riquezas y de arte, otra el dotar a esa muestra de un sentido informativo que no se limite a una clientela devota, y cubra también las preocupaciones de otro público ajeno a la decantada ‘dimensión pastoral’.
       Es verdad que ‘Las Edades del Hombre’, en cada edición de la saga, ha ofrecido el respectivo y cumplido Catálogo, con sus buenas imágenes y fichas, más unos cuántos artículos generales. Está muy bien eso de poder llevarte a casa tales recordatorios, máxime si con razón o sin ella se prohíbe absolutamente hacer fotos y vídeos, como ocurre en Oña, salvo en el claustro del monasterio.
       Y aquí es donde se me podría decir que el catálogo Monacatus –siempre sin la hache– en su primera parte cubre esas carencias que noto. La réplica sería, entonces, qué tiene que ver toda esa información con la segunda parte y su programa en forma de capítulos propios. En suma, a qué viene esta mezcolanza de objetos, y más irónicamente, cuántos visitantes adquieren el catálogo.

Historia de Santa María Egipciaca 
Mural en San Salvador de Oña (h. 1370)

              Ideal y realidad
       El monaquismo cristiano, sea cual sea su origen, es todo él una paradoja. De entrada, los textos evangélicos supuestamente ‘fundacionales’ no se refieren al monacato. «Si quieres ser perfecto, vende cuanto tienes, dalo a los pobres y ven, sígueme» (Mateo 19: 21 = Lucas 18: 22): he ahí la profesión de pobreza. «Hay eunucos auto castrados por la causa  del Reino de los Cielos» (Mateo 19: 12): he ahí el voto de castidad. Sólo que esos ‘consejos evangélicos’ no tratan de votos, de profesiones o de vida monástica. Es más, el voto definitivo del monacato, la obediencia al abad o a los superiores, ni se menciona en el Evangelio.
       Pero el ingenio en las familias monásticas ha sido fecundo. Los franciscanos en particular excedieron toda medida, hasta pretender que Cristo con los doce apóstoles y setenta y dos discípulos constituyeron una auténtica orden frailuna, mendicante para más señas. Más aún, ausentado el fundador, toda la comunidad cristiana se habría organizado a modo de terciarios franciscanos, con aquel comunismo de bienes y afectos que se describe en los Hechos de los Apóstoles (2: 44-47).
       Monje (monachus, μοναχός) significa literalmente ‘el que vive solo’, fuera de sociedad. El monje típico era el ermitaño o ‘habitante del yermo’. Un género de vida que,  para la cultura que incubó al cristianismo, era de fieras, no de seres humanos. La sociabilidad innata pronto transformó los eremitorios en cenobios, y la vida religiosa comunitaria se llamó monacato.
       Irrumpe en sociedad en la segunda mitad del siglo III, y  ya es notable que lo haga con tanto ruido, para ser un movimiento automarginado y silencioso en sus principios. De todas formas, las noticias del ‘primer monacato’ que nos han llegado sobre todo por san Atanasio están muy noveladas, y nada digamos de su imitador san Jerónimo.

       Huida del mundo, ¿por qué? ¿Terror a la persecución de Decio (250)? ¿Crisis económica? ¿Protesta contra un cristianismo corrupto? ¿Angustia escatológica, preparación para el fin del mundo? ¿Adaptación de formas de vida ya ensayadas en el judaísmo tardío: nazareos, piadosos, temerosos de Dios, esenios, terapeutas…? Todas las hipótesis caben.

       Frente a una sociedad esclava de convencionalismos y corruptelas, el monje automarginado, el anacoreta en su retiro, es el auténtico filósofo y hombre libre. Este icono propagandístico, de impronta cínica, causó sensación diletante y casi romántica entre las clases letradas del Imperio. Pero a efectos prácticos importa más el monaquismo cenobítico real organizado por san Pacomio y otros maestros de ascetismo en Egipto, sobre bases económicas serias y con estructura de corte cuasi militar.
       Muy pronto se da la bipolaridad o síndrome del ‘solitario en Babel’, cuando comunidades enteras, lejos de desentenderse del mundo, se aventuran a cambiarlo, generalmente por las buenas, pero sin excluir la violencia, llegado el caso. A veces los obispos les utilizan como fuerzas de agitación y choque, cosa lógica sobre todo donde los monasterios fueron seminarios de obispos. El colmo de la paradoja se da en la Edad Media con las órdenes militares, un monacato con vocación de violencia.
       En Occidente durante la Alta Edad Media (siglos V-XI) el monaquismo autóctono, espontáneo y autónomo se ve absorbido poco a poco por otro monacato institucional regular, más vigoroso, fomentado por la Iglesia y enriquecido por la nobleza. La regla de San Benito por poco no llega a copar el monopolio, seguida de lejos por la de San Agustín y algunas más.
       La llamada ‘crisis del Milenio’ coincide con el ascenso de Cluny, gran monasterio benedictino que es a la vez foco de reforma y de poder, como cabeza de toda una orden cluniacense, seminario de obispos y papas. Y como reforma llama a reforma, de aquella hipertrofia opulenta y decadente (benedictinos negros) se segrega Cister y su orden cisterciense (benedictinos blancos).
       Cluniacenses y cistercienses, dejando aparte sus méritos respectivos espirituales e intelectuales, aunque siguen una misma Regla de San Benito, adoptan economías muy diferentes: Los cluniacenses acumulan donaciones y limosnas a cuenta de sufragios, mientras que para los cistercienses el monasterio es autosuficiente por el trabajo, con excedentes mercantiles, sin descuidar por ello la nueva fuente de ingresos que eran los sufragios e indulgencias. De ahí la competencia y rivalidad entre las dos órdenes hermanas, tan opuestas, y no sólo por el color de los hábitos. Con todo, como suele ser, todos vinieron a para en lo mismo, en una sociedad clasista donde la promoción requería estudios, mientras el trabajo servil era cosa de siervos y plebeyos.
       Este es en sustancia el monacato  que contempla la exposición de Oña. El siglo XIII trajo una novedad revolucionaria. Lo esencial sigue igual –profesión, votos, regla, hábito, vida en común, clausura. Pero ya no hay casas autónomas ni abades perpetuos, sí en cambio más democracia. Los nuevos conventos son más abiertos, los religiosos reciben y salen a la calle, tratan con la gente y se hacen llamar ‘hermanos’ (fratres > frailes).  Dicen misa, confiesan, predican, enseñan, ayudan y son misioneros… ¡Ah! y no sólo aceptan regalos, como todo buen monje, sino que también piden y mendigan.
       De estas órdenes mendicantes –franciscanos, dominicos, carmelitas, agustinos etc.– se trata poco en Monacatus, cuyo polo de atención es el monacato benedictino.

       Luz y sombra
       La vida monástica tuvo amigos y enemigos, entusiastas y críticos, admiradores y burlones.  Los propios monjes han sido, de siempre, grandes propagandistas de lo suyo. Como también, paradójicamente, las peores difamaciones antimonásticas salieron de los monasterios, al chocar sus intereses y sus celos.
       Tal vez no sea esta la tribuna para ensalzar los méritos de la vida religiosa, que para eso está Monacatus, y no lo vamos a mejorar ni igualar.  Falta en cambio allí el contrapeso necesario, para que la gente entienda por que el monacato decayó y muchas órdenes se extinguieron, como es de ley en todo lo humano.
       El principal defecto que se achacó a los monjes, desde muy pronto, fue cierto narcisismo que les llevó a mirar su propio género de vida, no ya como ‘estado de perfección’ cristiana –que acaso lo sea, no entro en ello–, sino como un estatus de cristianos de primera clase, por encima de los seglares e incluso de los clérigos sin votos. Teóricos del monacato han comparado la profesión religiosa a un segundo bautismo, atribuyendo a las observancias y los hábitos una virtud de salvavidas y un seguro contra el siniestro total –la condenación eterna, del que carecen los seglares, auténtica carne de infierno.
       Para entender las luces y sombras del monacato, puede ser útil comparar las antiguas órdenes religiosas con algunas instituciones modernas relacionadas con el poder, el dinero y la captación de influencias y recursos: fundaciones, ONGes, pero sobre todo los partidos políticos. Es un campo vasto para investigar convergencias y puntos de coincidencia, posiblemente.

       La celda del monje
       Hay un punto de la exposición Monacatus, donde el visitante es invitado a visitar una ideal ‘celda monástica’. Es un espacio sugerente en su desnudez y carga simbólica. Aquí dentro de este cubo, el monje es auténtico solitario, con un catre y un ventanuco a la luz.
       Ahora bien, este monasterio de Oña se hizo benedictino cuando los monjes de esa regla no disponían de celda individual ni de intimidad propiamente dicha, orando, comiendo, durmiendo, leyendo, trabajando y defecando en espacios comunes.
       Sólo algunos monjes obtenían permiso para vivir aparte en ermitas. Por su parte, los cartujos y otros monjes siempre vivieron como ermitaños, cada uno en su apartamento o casita.
       La celda individual en los cenobios se generaliza en el XVI, y más pronto que tarde se van introduciendo mejoras y confort… salvo en las etapas de abandono, cuando el monje apenas era un huésped de paso en el monasterio. De aquel siglo era en Oña la ‘monjía’ «con sus 63 celdas provistas de alcoba, despacho y sala».
       De las celdas de Oña a finales del XVIII algo dejó escrito el jesuita Arzalluz, con datos y textos del monje fray Íñigo Guerra, que nos hacen verlas muy distintas de aquella otra celda imaginada [2]:

       «Entre las celdas existían cuatro que eran verdaderos palacios, con perjuicio de algunos a quienes se había despojado de la suya; y era éstos tan espléndidos, que el del Padre Maestro Rico… se podía comparar en magnificencia y lujo al del más poderoso Grande de España. Y estos palacios, claro está, no se hallaban vacíos. Además del lujoso mobiliario, abundaban en ellos los vinos generosos, dulces de toda clase, chocolates exquisitos etc.»
       «Las comidas extraordinarias en la celda… eran también muy frecuentes. Se iba introduciendo la costumbre de tener criado personal, y las expresiones “mi criado”, “la ración para mi criado”, sonaban a insolencia en los oídos del padre Guerra.»
       «La división de las rentas introducida por Cluny degenera lastimosamente, y comienza la costumbre de pagar a cada monje una pensión con que atienda a algunas de sus necesidades y se provea de vestido, despensa y rapé. Se generaliza el peculio, se trabaja para ganar…»
       «El padre maestro [de novicios] era “un muchacho que por su aspecto no se distingue de los novicios mismos”. Pretendió el cargo y se lo dieron, “sin haber dado pruebas de su idoneidad…”. Su ocupación “siempre fue aprender a tocar el violín, cuidar de su pajarera, pasearse y divertirse como uno de tantos, y pretender cuantos empleos vacaban”.»

       Un primer aviso ya sonó en 1809, cuando el rey intruso José I Bonaparte por decreto de 15 de agosto suprime las órdenes religiosos y cierra los monasterios y conventos.
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        [1] Monacatus, ‘Las Edades del Hombre’, Edición XVII, en el Monasterio de San Salvador de Oña, Burgos; 23 de mayo a 4 de noviembre 2012. Monacatus. Catálogo de la Exposición. José Enrique Martín Lozano (coord.). Valladolid, Fundación Las Edades de Hombre; Salamanca, Gráficas Varona; 2012, 492 págs.
       [2] Nemesio Arzalluz, S. J., El monasterio de Oña. Su arte y su historia. Burgos, Aldecoa, 1950.  No confundir a este jesuita con su más conocido  hermano, el político Xabier Arzalluz.



lunes, 17 de septiembre de 2012

Prevaricar, divaricar




… et instar fornicantis Hierusalem,
omni transeunti divaricet pedes suos  [1]

       En la última entrada alguien recordó que venía buscando otra cosa, algo que yo habría prometido y no cumplido: «buscaba el ‘varicar’…». Promesa o mero propósito, quitémonos el cuidado.

       Todo vino de aquel jueves 23 de agosto, cuando el ministro del Interior Jorge Fernández  justificó el tercer grado otorgado por el Gobierno a un preso, con esta razón aplastante por lo estrambótica: «Hacer lo contrario hubiera sido prevaricación».
       Alguien con buen acuerdo y mejor humor abrió el Diccionario:
Prevaricar.
(Del lat. praevaricāre).
1. intr. Der. Cometer el delito de prevaricación.
2. intr. Cometer cualquier otra falta menos grave en el ejercicio de un deber o función.
3. intr. coloq. desvariar ( decir locuras).
4. intr. desus. Hacer prevaricar. 

       No sé cómo andará de latines el señor ministro, para entender la etimología. Dediquemos un rato a esta curiosidad.
       Varicar. El verbo latino de base es varicare: abrirse de piernas (como un compás). Es adoptar el aire y andares propios del varicus, el despatarrado o el zanquilargo. «Abrirse de piernas en exceso, estando parado es cosa fea, y al andar no digamos, roza lo obsceno», según nuestro Quintiliano [2].
       Otra forma de ‘abrirse’ es salir por piernas. «Irse de un lugar, huir, salir precipitadamente», según el mismo DRAE (Abrir, 31), sea coloquial como hasta ahora, o jerga, según el Avance de la próxima edición 23ª.
       En fin, varicare es también saltar una valla, como hacen los corredores o los toreros, y figuradamente también los que delinquen.
       Con dicho verbo se relaciona el adjetivo varus, (pati)tuerto, sobre todo ‘zambo’, pues para el ‘estevado’ se prefiere valgus. Apodo en origen, Varo fue cognomen  de romanos ilustres.
       Como adverbio, varicus, a horcajadas, aparece en El Asno de Oro de Apuleyo (libro 1), en aquel pasaje tan truculento y divertido de las dos mesoneras brujas, Panthia y Méroe, que tan limpiamente y sin despertarle del sueño degüellan y desangran al pobre Sócrates, el amigo del protagonista, mientras éste despavorido se esconde bajo el catre, «cual galápago en su concha». Pero las viejas le descubren, se mofan de su terror, le retiran la improvisada cubierta protectora, y «abiertas de piernas, a horcajadas sobre mi rostro, descargan la vejiga, hasta dejarme empapado en su asquerosísima meada». Operación tan simple, al célebre humanista Beroaldo le inspiró un comentario de lo más erudito, y tan copioso como el riego en cuestión, que aquí nos ahorraremos [3].
       Otra idea de la misma raíz temática es ‘torcedura’, rodeo, vericueto. Se aprecia en la palabra varix,  variz (varice o várice): vena tortuosa y nudosa; con sus derivados, varicoso, varicosidad, varicocele etc. Y esta misma idea la volvemos a encontrar en el compuesto siguiente.
       Prevaricar. El prefijo latino prae- implica anterioridad pero también exceso. Así en praevaricare, prevaricar, en cualquiera de las acepciones de varicare. Por alguna razón, el uso prefirió la forma deponente: praevaricor, praevaricari, andar haciendo eses, perderse en vericuetos o pegar grandes brincos. Metáfora que en la jurídico vino a significar saltarse la barrera de la legalidad, tal y como el sabio Kalikatres lo enunció de maravilla en una de sus viñetas: Dura lex, sed torerum saltare [4].
       Divaricar. Otro prefijo para el mismo verbo es di-, que refuerza la idea de separación forzada. Si ya el simple varicare le parecía feo al retórico de Calahorra, divaricare ni lo menciona. Despatarrarse: eso sí que era inelegante, y de hecho se escribe muy poco, aunque se pintaba bastante, pero esto último en las paredes de los burdeles.
       Por lo mismo, resulta significativo que el término se repite sobre todo en la literatura monástica, ya desde san Jerónimo, que en carta a un amigo monje no duda en aplicarlo a un contexto bíblico (Ezequiel, 16: 25), donde su propia traducción Vulgata no es tan cruda: « como la furcia Jerusalén divarica, se abre de piernas a todo el que pasa» [5]. Se ve que a los antiguos ascetas semejante porte en el sexo contrario les llamaba la atención. 
       Un ejemplo gráfico de divaricación mujeril lo hallamos en la leyenda de san Arelefo o Carilefo (Saint-Calais, siglo VI).  Este oscuro monje o ermitaño, que jamás permitió a mujer alguna el acceso a su retiro, ya desde su entierro se hizo notar con alarde de milagros. Multitud de peregrinos acuden al reclamo, todos varones, pues parece que el santo en su testamento se reafirmó en su misoginia.
       «¡A mí con ésas!» –se dijo Gunda, una mujerzuela que ya en vida de Carilefo había intentado en vano meterse hasta su alcoba– «Ésta es la mía». Y disfrazada de hombre se pierde en la multitud, pensando que podía engañar a Dios. Ilusa: ni a Dios, ni tampoco a su siervo san Carilefo. Escuchemos a Notker el Tartamudo (siglos IX-X), monje de San Galo, cómo ella misma se puso en evidencia: 
       «A punto de traspasar la clausura la tramposa, presa de enajenación mental, se desnuda los muslos, se abre de piernas (crura divaricare) y se pone a mostrar sus partes pudendas, llamándolas por su nombre, más una sarta de sinónimos soeces; incluso (bochorno da el decirlo) invitando a besar sus vergüenzas.»
       «No se volvió estatua de sal como la mujer de Lot» –termina su relato el monje hagiógrafo–, pero su castigo, a modo de sal para condimento de sosinecios,  sirvió a presentes y ausentes, incluso a los venideros, de escarmiento para no entrometerse donde no se debe.» [6] 
       Una forma especialmente odiosa de prevaricación era, entre los romanos, cuando el abogado, a espaldas de su cliente, se entendía con la parte contraria. Pero aún había otra peor vista, cuando el magistrado tergiversaba la ley en beneficio del reo. Por ejemplo, con autos por  este tenor: 
       «Aunque en principio, el artículo X del Código Penal está pensado esencialmente para el caso A; sin embargo, el concepto de A no se debe interpretar tan restrictivamente que excluya toda equiparación con el caso B; o lo que viene a ser practicamente lo mismo, con el caso C. Pero además…, lo que permite entenderlo como si… En consecuencia…, siguiendo siempre la interpretación más favorable al reo.»
       Así de epiqueya en epiqueya, de rebaja en rebaja, lo que en principio parecía como de caerse el pelo, al final del regateo se queda en una palmadita en el colodrillo, con un «que no te vea más por aquí, chaval».
       Extraño dilema: o atropellar la ley dolosamente, o abrirse de patas.
       Rara prudencia jurídica: para no prevaricar, divaricar.
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[1] San Jerónimo, Epíst. 125 (al monje Rústico), 11; PL  22: 11.
[2] Quintiliano, Instrucción de Oradores, 11, 3, 125.
[3] Filippo Beroaldo. Comentarios al Asno de Oro de L. Apuleyo (Venecia, B. de Zanis, 1504, fol. 20 v.): «remoto grabattulo, varicus super faciem meam residentes vesicam exonerant, quoadme urinae spurcissimae madore perluerent».
[4] Cito de memoria, y valga de homenaje al propio ‘Kalikatres’, el humorista donostiarra Ángel Menéndez, fallecido este mismo año (12/01/2012).
[5] Jerónimo, l. cit.
[6] ‘Martirologio’ de Notkero Bálbulo (el Balbuciente o Tartamudo), al 1 de Julio; PL 131: 1114-1115.




miércoles, 12 de septiembre de 2012

Basso ostinato





                                        A mi admirado amigo Benjamingrullo

El domingo 2 de septiembre, como coda de un veraniego Festival de Cine monográfico, ‘Los Malos de Película’, ofrecido en Argos –la bitácora del capitán Santiago González–, abría Benjamingrullo una miniserie de artículos magistrales bajo el lema ‘Los otros malos’, con (hasta ahora) los siguientes títulos:
1. Los otros malos, I (Introducción)

Des sol a sol, a puerta franca, Bg trabaja en su propio taller y oficina de investigación sobre su tema sociológico preferido: ‘Identidad’ [1]. Con especial querencia, aunque no exclusiva, por los modelos identitarios nacionalistas. Un alarde de  dialéctica y buena escritura, aunque también descubre su punto débil. Es cuando se refiere a

«la estupidez mimética, que ni siquiera es genuina, sino gregaria porque está fundamentada en el instinto de pertenencia» (‘Los otros malos, I’)

Marco el adjetivo genuina por ambiguo y tal vez contradictorio. Lo gregario no quita lo genuino, en el doble sentido de ‘estupidez genuina’ y ‘estupidez fundada en el instinto de pertenencia’. Genuino nunca se opone a institivo o natural, todo lo contrario.
Pero no me he puesto a disecar tesis que me atraen y en buena parte comparto. ¿Qué digo, comparto? Yo mismo me veo incluido en una afiliación identitaria. El ‘sabio Belosticalle’ –como dicen por chufla algunos amigos– tiene que jugar a tal, con toda la servidumbre y riesgo que comporta la mimesis de ese riguroso gremio sapiencial de la estricta observancia: saber siempre de lo que se habla, callar cuando se ignora, y en brete de necedad jamás abrir el pico y disipar la duda. Justo lo contrario a mi instinto natural y a lo que practico en la vida real, cuando estoy fuera de servicio y de la disciplina del arcano o seudónimo. Una bipolaridad nada cómoda, lo juro, y lo demuestran mis violaciones obstinadas de la regla.
El motivo de mi entrada de hoy es aprovechar que el Pisuerga no pasa por Soria para disfrutar con música concertante en compañía.  Los artículo in crescendo de Bg alcanzaron el sábado 8 un clímax esperable con los  bodyboinas, con intervenciones de Jon Juaristi y de Sursum corda!...; las que unidas al autor en sus réplicas, más la voz blanca de Catalina, me dieron pie a esta metáfora lírica:


«La escritura Benjamín Grullo – Sursum Corda – Catalina – Jon Juaristi, una vez leída en sucesión, la releo como voces de una partitura, y es así como le saco más gusto y provecho:

Catalina, soprano
       Jon Juaristi, tenor
       Sursum corda!, barítono
       Benjamingrullo, basso ostinato 
»

A lo que replicó el último aludido:  «Don Belosti, lo de Ostinato se lo guardo.»
¿Amenaza velada? Por la que pueda tronar, mejor adelantarme con un rito de apaciguamiento, dejando claro que, en la metáfora musical, lo de  ‘bajo obstinado’ no es reproche. Muy al contrario, entre mis piezas preferidas, algunas ocupan lugares de primera gracias al ostinato, y mejor si lo lleva el bajo.
Qué sería la música sin canon e inversión, sin motivos y contramotivos, retornelos, da capos…; y por supuesto, sin ostinatos. Variación en todas sus formas, arquitectura modular: eso es la Música. Quitádselo a Bach y no hay Bach. Las piezas divagantes pronto aburren, donde nada se recuerda ni se anticipa, y que  sólo te enteras de que han concluido cuando el director se vuelve al público mendigando la ovación.

¿Por dónde empezamos?
Tras la tocata o fanfarria que hemos escuchado del Orfeo –mucho más eficaz que los tres avisos de timbre  para llamar e imponer silencio al auditorio–, teatralizada por Jordi Savalla y su gente, entramos en materia con el Canon de Pachelbel. Esta versión para tres guitarras está muy bien para hacernos idea de lo que es bajo obstinado:



       Atrapada la cual, ya no se nos escapa y la seguimos reconociendo en ejecución mas brillante y barroca. A los caballeros, cuidado, no nos distraiga en exceso la bella de la blusa roja:




       Chacona, folía, bolero, son sólo algunas de las muchas formas musicales con base en el ostinato. Como ‘La Folía’ por excelencia,  de Martín y Coll, aquí otra vez con don Jordi:



       Monteverdi de nuevo. Magistral bajo obstinado en Laetatus sum, salmo gradual de las ‘Vísperas de la Virgen’. (Más despacio me gusta más. Lo mismo le pasaba a Ravel con su propio Bolero, cuando lo dirigía Toscanini.):


       
       «La fuerza humana más revolucionaria: el aburrimiento»
       Un profe que tuve de Historia del Pensamiento solía decir (sin pretensión de original) que los filósofos nos convencen, más que por filósofos, por pelmas. Tienen una idea, la formulan, le dan vueltas y más vueltas, la repiten, la retocan, la reformulan y otra vez da capo. Así hacen discípulos y hacen escuela, dedicada al culto del maestro y de su tema. Pues bien, la obstinación musical puede cobrar proporciones hasta competir con la filosófica muy dignamente. Es lo que ocurre en la forma llamada punto de órgano.
       Aquí propongo que oigamos –alguno quizá por vez primera– a un maestro célebre del siglo XIII en Notre Dame de París, que por algo le llamaron Perotino el Grande. Nótese su obstinación, casi diríamos benjamingrullesca, en este Punto de órgano triple sobre un Aleluya gregoriano. Verán que, aunque rudimentario y simple, no es lo que se dice  la flauta de Bartolo. Adelante, maestro:




       Mas, como bien ha escrito Benjamingrullo, la flauta de Barto…, perdón, la mayor fuerza revolucionaria –y reaccionaria, podríamos añadirle– es el aburrimiento, también llamado tedio o hastío, fruto de la repetición monótona. De modo que, así como maese Perotinus Magnus con sus tritonos y demás diablejos musicales  no es para todas horas, y su tiempo ya pasó, así también los filósofos y sus escuelas languidecen y otras les suceden, gracias a tan paradójico motor del cambio en el pensamiento: el tedio de lo viejo cuando va uncido a la curiosidad por lo nuevo.

       No aburro más. Hasta aquí mi modesto obsequio a la diosa Obstinación, la bien aparecida que se me revela en un amigo al que siempre me agrada leer, esta vez en contrapunto. Entre dos muelas cordales nunca metas tus pulgares, aconseja el refrán. Con mayor razón, si son cuatro, y qué cuarteto. Maestro Juaristi en su tesitura habitual, siempre en clave de hechos, la obstinada memoria. Eso sí, el cantus firmus o voz cantante se lo atribuyo por esta vez a  Sursum, el barítono. Apreciación subjetiva de biólogo, eso es todo.  En cuanto a la dialéctica de Bg, valga para sugerir belleza potente este ‘Basso ostinato’ de R. Shchedrin: 



       Son textos en el Blog de Santiago González. Háganse un favor, vale la pena.
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[1] Cfr. su propio blog Benjamingrullo.





lunes, 3 de septiembre de 2012

Rentrée 2012


       El caso Bolinaga no tendría mayor relieve, de no inscribirse en la saga de ETA. Hasta por su lado trágico, la poco clara ‘etapa terminal’ del primero hace recordar la grotesca ‘agonía de ETA’, en cuanto a su duración indefinida.
       Su importancia le viene de sus posibilidades en el campo de la jurisprudencia, como eventual  ‘doctrina Bolinaga’, repitiendo lo de Parot, que también debutó como ‘caso’ y anécdota para elevarse a ‘doctrina’.
       Es lo que hábilmente pretende la Izquierda Abertzale, con la colaboración impagable de los más altos poderes públicos, en su extraña gestión técnica y mediática de un beneficio penitenciario estrepitoso.

       Como en las Termópilas
       La disolución de ETA y su entrega de las armas, en boca del Gobierno de España es un mantra de letanía que ya aburre por su incongruencia, si de veras la banda ha sido derrotada. También esto recuerda las Termópilas, con aquel cruce de comunicados entre Jerjes y Leónidas:
 πάλιν δ το Ξέρξου γράψαντος, ‘πέμψον τ πλα,’ ντέγραψε, ‘μολν λαβέ.’ 
 (Nuevo mensaje de Jerjes: «Entrega las armas». Respuesta: «Ven y las tomas») [1]
      Y es que antes el Gran Rey de Persia había escrito al reyezuelo de Esparta algo que sorprende por su paralelismo actual: 
«Si en vez de luchar contra el destino [2] te entiendes conmigo, puedes ser el monarca de toda Grecia.» 
       La respuesta de Leónidas según Plutarco es moralina hagiográfica, históricamente endeble: 
«Si tuvieses idea de lo que es decencia, no serías tan ambicioso de lo ajeno. Por mi parte, prefiero morir por Grecia a ser el monarca de todos los de mi raza.» [3]  
       Una salida como para hacer reír  a ETA y a los amos virtuales de Euscalerría, pero digna de meditación para el Ejecutivo y la Justicia de España.
       El aberzalismo en general reconocerá aquí sin dificultad el imperialismo español, ambicioso de dominar al Pueblo Vasco, si bien ETA nunca ha estado por el heroísmo a lo Leónidas y sus Trescientos. Y menos aún con la autoinmolación como alternativa al dominio político de todo el Pais Vasco.
       Lo que tiene su miga es la oferta de Jerjes-España, transportada en clave vasca: 
«ETA, ríndete, deja las armas, y yo te dejo libre el acceso al gobierno, no sólo de tu pequeña provincia y gente, sino de toda la CAV y el Pais Vasco-Navarro». 
       La victoria persa, en lo militar, estaba cantada. Aun así, la agonía de los Trescientos pudo haber durado bastante más de una semana, de no haber sido por Efialtes.
      Efialtes es un tópico ambiguo, sucedáneo mortal del deus ex machina, que interviene para soltar un nudo de  suspense, y de paso cumple función catártica, justificativa. Judas, por ejemplo: gracias a él, se captura a Jesús a tiempo para ajusticiarle, y esta circunstancia le convierte en el Cordero de Pascua.
       Hay Efialtes buenos y malos. En las Navas de Tolosa (1212) los cristianos tuvieron su Efialtes bueno, un ángel en figura de pastor –el misterioso Martín Alhaja–, que les llevó derechos al campamento de Miramamolín. El Efialtes de las Termópilas era también pastor, pero de la especie malvada, que ayudó al enemigo a rodear aquel paso honroso y atacar también por la retaguardia a los auxiliares de Esparta (él era de Tesalia).
       ¿Traición? O según se mire, pragmatismo, oportunismo, torpeza… De ahí cierta dificultad para poner nombre a nuestros Efialtes, los buenos y los malos: ¿Chusito, Currin, Rubalcaba, Yuste…? Donde no cabe duda es en la identificación de ‘Efialtes el Torpe’, que ha ido tomado nombre y apellidos de diferentes personalidades, avatarizándose últimamente en el Ministro del Interior, o en el Juez de Vigilancia Penitenciaria.

       Bolinaga y sus Trescientos 
       Para esta representación, nuestro teatrillo de las Termópilas luce el decorado de una cárcel con presos etarras en huelga de hambre. No exactamente ayuno, sólo hambre, y para algunos sólo buen apetito, mitigado con artículos de economato guardados bajo el colchón.
       Lidera el sainete Bolinaga, secundado al principio sólo por una treintena de internos, luego por otros más, con apoyo de aliados externos, hasta completar más o menos los Trescientos de Leónidas. Todo ello en el marco disciplinar de ETA sobre sus ‘presos políticos’, en su vía ortodoxa de excarcelación, frente a la ‘vía Nanclares’ que ofrece el Gobierno.
       La actuación personal del ex carcelero de Ortega Lara’ –como han dado en llamarle duró lo justo (8-22 de agosto) para dejar encarrilado el objetivo, sin poner en peligro su vida de enfermo.
       Obtenido de Instituciones Penitenciarias el beneficio del tercer grado, la libertad condicional era cosa hecha, pese a la oposición de la Fiscalía. Ante la cual, el juez titular Luis de Castro interrumpe sus vacaciones para practicar tal obra de misericordia como es visitar al preso en el hospital de San Sebastián, donde recibe tratamiento médico. Agosto, 28. La entrevista, de pocos minutos, no por breve dejó de ser jugosa, eficaz y altamente noticiable. En ella el recluso aleccionó a su juez: «Estoy enfermo. Cumpla usted la Ley».
       Lejos de ver en ello insolencia o desacato, el misericordioso Castro en un par de días ya tiene listo y emite el auto de libertad condicional.

       Un auto de fe ciega
       El auto ‘JESUS MARIA URIBECHEVARRIA (sic) BOLINAGA’, de 30 de agosto, es notable por más de un concepto.
       Todo el razonamiento jurídico se orienta a una conclusión transparente desde el principio. De hecho, ha sido objeto de una deconstrucción demoledora por parte de la Fiscalía de la misma Audiencia Nacional:
       Aplicación errónea del artículo legal clave en que se funda (art. 92 del Código Penal) –achaca el fiscal–; confusión de los preceptos a aplicar, alegación de precedentes incorrectos, dispensa arbitraria de requisitos por parte del reo, en virtud de la mera apreciación de su escasa peligrosidad y dificultad para delinquir, dado su estado físico. Ni la visita del juez al reo se libra de censura.
       Con qué convicción y nervio actúa este fiscal, después de lo visto ya no importa tanto. Se haga firme o no, el auto de Castro ahí queda, para testimonio de una actitud continuista respecto a ETA y sus presos.
       Uno no entiende de leyes, pero algo se le da la lectura. Al sentido, pues, me atengo. Por ejemplo, donde la ley habla de «la urgencia que el caso requiera», no entender «a todo meter, a toda mecha o a toda pastilla». Que es como se lo ha tomado el juez y se lo tomaría cualquier otro con ganas de despachar cuanto antes.
       Cuando el auto dice «el informe médico», no se entienda como conjunto de informes habidos, sino como el informe que, aunque viniendo sin firmar, ha sido el único tenido en consideración, ignorando otros que tal vez no coinciden con aquél, o incluso lo contradicen. Con todo, «no cabe duda de la imparcialidad y rigor de los facultativos», arguye Castro.
       Y cuando leo que un pronóstico médico adverso se mide por el baremo de una Circular de Centro, «haciendo, que en estos casos, la pena ya no cumpla la finalidad resocializadora que tiene atribuida y se considere su ejecución atentatoria a los principios de humanidad y dignidad de la persona, que tiene que predominar sobre cualquiera otra consideración legal, según reiterada doctrina de nuestro Tribunal Constitucional», no ya digo que no lo entiendo, sino que la frase en sí es initeligible, amén de ofensiva a la sintaxis. Y si de veras el TC dice y piensa lo resaltado en negrita, es preocupante.
       No puede extrañar que el auto haya irritado al Fiscal, aunque éste como tal no haya podido explicitar el porqué. El documento es un montaje de citas de libros para uso de presos y de sus abogados defensores; en especial de un Manual de ejecución penitenciaria, cap. 5, de una lenidad ‘progre’ que convierte en chicle todo hierro que toca [4]. Un ejemplo: 
«En principio, el artículo 196.2 RP está pensado esencialmente para los enfermos terminales. Sin embargo, el concepto de enfermo terminal no debe ser interpretado tan restrictivamente que pueda llegar a confundirse con enfermo agónico o cercano a la muerte… Se puede equiparar… a vivir en libertad esa ultima etapa de la vida que puede incluso tener larga duración; un vivir que es también convivir –el hombre como ser social desde los filósofos griegos–, en definitiva sentir la vida como convivencia y no como dependencia absoluta de otros. Pero además… » 
        Todo así. En estilo leguleyo, pasito a paso, de sofisma en sofisma, resulta que todos nacemos morituri terminales (bendito pecado original, felix culpa), y lo que nos resta de vida –nuestra terminalidad, q. D. g. p. m. a.– no es para que  la Justicia nos lo amargue con algo tan inhumano, tan indigno, como es la privación de libertad, aunque sea en prisiones de lujo. Además, 
«el último período de la vida de un ser humano es el más difícil de afrontar física y psíquicamente. Ello exige (sic) unas condiciones emocionales, materiales y personales (sic; ¿algún adjetivo más?) que son incompatibles con la situación de reclusión.» 
       En suma, según el auto: 
« El período terminal de la vida, (sic, coma) es un concepto indeterminado en cuanto a su duración que puede ser más o menos largo (sic).»
«No se puede interpretar enfermo grave e incurable con (sic) estado preagónico.» [5]
        Y como, por otra parte, lo de la reinserción social más parece un deber y responsabilidad de la sociedad que del propio delincuente, en llegando a esa ‘etapa terminal’ todo lo larga que Dios quiera, pues sanseacabó, allá él con su conciencia. En esta poza de buenismo se abreva el autor del auto Bolinaga.
       En defensa del mismo –del auto–, algunos sacan el axioma ‘in dubio pro reo’. Pero esa regla presupone otra inexcusable: en la duda, lo primero de lo primero es hacer todo lo posible para salir de ella. Sólo agotado ese requisito viene lo del beneficio de la duda. Y en el caso de Josu, hasta para los médicos su desmejoría ha sido efecto transitorio  de su huelga de hambre, y no un agravamiento en su enfermedad.
       Así el juez Castro bien pudo y debió ampliar y contrastar averiguaciones, si no le urgían otras prisas ajenas a la Medicina y al Derecho. ¿O es que su clarividencia ni siquiera abrigó dudas desde el principio sobre cuál iba a ser su decisión? ¿Pues qué esperaba oír en el hospital Donostia, que ya no supiese?
       No le extrañe, por tanto, que la gente haga un mohín escéptico. Es porque se acuerdan de otro enfermo, hace años igualmente gravísimo irreversible; el cual, una vez recobrada su ‘dignidad humana’ en forma de libertad condicional, con buen acuerdo aprovechó para ponerse a cubierto de la Ley. Y aunque por su mala salud de hierro ya no iba con él la obligación de reintegrarse en sociedad, él en su celo ciudadano lo hizo voluntariamente, pasando a ejercer la honrada profesión de taxista en la Gran Bretaña.
       Casualidad, De Juana era de la misma banda que Josu y que otra partida numerosa de presos que  ya reclaman el mismo beneficio, por el mismo motivo y con el mismo jaleo en la calle. Pues no sólo presionan las víctimas, señores Juez y Ministro, también del otro lado sufren ustedes presiones, aunque no parezcan sentirlas, volcados como están en afear a aquéllas su apetito de venganza.
       Y no es que las víctimas sean especialmente vengativas, ni que pidan el talión, cuando muchas de ellas ni siquiera desean la muerte u otro mal ni a sus peores enemigos. Es sólo que les haría maldita gracia, de aquí a unos años, ver a otro verdugo moribundo haciendo vida normal por ahí, sin haberse arrepentido ni resarcido por el daño causado. Pues eso: ¿a qué tantas prisas?
       Otro escrúpulo viene de la misma fe ciega que Castro expresa y reclama, en cuanto a la pretendida dificultad del reo para delinquir, que le hace poco o nada peligroso. Hombre, para pegar tiros y salir corriendo, o para vigilar a un secuestrado en un zulo durante meses, probablemente un canceroso incurable no sea el peón indicado. Pero es que la trama de ETA es muy compleja, con variedad de vidas y milagros, donde entran también los especialistas del espionaje y el chivatazo. Y en esto sí que un paciente desde su butaca en un balcón todavía puede prestar cierto servicio. Máxime si no ha dado muestra alguna de arrepentimiento.
       El que la banda haya dejado las armas no significa, señor Juez, que aquí nadie tenga que andar ya con la barba al hombro.  No seamos ingenuos, dicho sea con la venia y sin ánimo de señalar. 

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[1] Plutarco, Apotegmas lacónicos, 51,11.
[2] Literalmente, θεομαχεν, ‘guerrear contra el Dios’ (el divino Jerjes); o tal vez irónicamente, ‘guerrear a lo divino’, evocación de la Titanomaquia, que terminó en victoria total del panteón del Olimpo.
[3] Plutarco, ibíd. 51. 10.
[4] Julián Carlos Ríos, Manual de ejecución penitenciaria. 1998. Prólogo de Arturo Beltrán Núñez. (“Defenderse en Prisión”, sería el subtítulo. De hecho, el libro sigue en serie a otros del mismo autor: Aprender a defenderse en prisión, y Manual para la defensa de las personas presas). Se nota que no está escrito para fiscales, pero ¿para jueces?
[5] Auto 'Uribechevarria Bolinaga', Séptimo, c) y d).