«Jamás (lo sabe Dios) busque nada en ti sino a ti, deseándote sólo a ti, y nada más que tuviera que ver contigo. Ni pactos matrimoniales ni dotes. Como tampoco mis placeres o quereres, sólo los tuyos, como bien sabes. Y si el nombre de ‘esposa’ suena como más santo y más poderoso, a mí me supo siempre más dulce palabra la de ‘amiga’; o si no te ofendes, tu ‘concubina’ o tu ‘puta’.»
(Carta II. La priora doña Eloísa a su marido el abad don Pedro Abelardo)
Es el caso que, a primero
de este mes, Doña Viejecita, a
propósito de ‘Pedotribia y pederastia’, sacó el tema de los enamorados
Abelardo y Eloísa (o Heloísa); a lo que respondí proponiendo: «¿Qué tal una entradita?»
Pues venga. Y si
ha de ser en febrero –y no es bisiesto–, debo darme prisa.
No se trata de resolver ningún
enigma histórico, sino de revisar un tópico, y tal vez aventar un error común. Yo
mismo no tengo formada una idea, no digo definitiva, ni siquiera clara sobre
caso tan complejo. Juan de Meung, que en su extensa aportación al Roman de la Rose (h. 1270-1280) se fijó de modo especial en el párrafo de cabecera, creo
que también tuvo sus dudas.
Pedro Abelardo (1079-1142) fue
personaje emblemático de su época, en el llamado ‘Renacimiento del siglo XII’.
Gran figura intelectual, bien conocido por sus diferencias con la ortodoxia del
momento, pero más (y peor) por su relación con Eloísa (¿-1164), en el catálogo
de parejas de amantes famosos.
Para una biografía
convencional de Abelardo, propongo la entrada del Diccionario Enciclopédico
Hispano-Americano (Montaner y Simón, Barcelona, 1887, t. 1, págs. 109-11.
Abelardo no fue ningún universitario, por la simple razón de que en su tiempo no había universidades. A su muerte, faltan
16 años para que la primera universidad europea, la de Bolonia, reciba sus
estatutos del emperador Federico I (1158), y eso sólo como facultad de Derecho.
Lo mejor que había entonces
para sacar un título y poder acceder a un empleo o ‘beneficio’ era la Catedral,
con su Escuela pública regida y animada a su aire por el canónigo Magister, el maestrescuela. Allí se
mejoraba la lectura y escritura, la declamación y la redacción, un poco también el
cálculo y otras nociones. No nos hagamos muchas ilusiones con todo aquello del Trivium/Quatrivium.
Ayer como hoy, la instrucción, por pública que fuese, nunca suplió los talentos
naturales.
Pues bien, en aquellas
escuelas nace un método peculiar de abordar y exponer cuestiones: la escolástica.
Una forma de ver el mundo, donde ya en tiempos de Abelardo se enfrentan dos sistemas o ‘vías’:
los conservadores o antiguos, y los llamados ‘modernos’. Abelardo fue un
moderno convencido y peleón. El sistema moderno es lo que llamamos ‘nominalismo’,
opuesto al ‘realismo’ de entonces, que para nosotros es ‘idealismo’.
¿Y la mujer? La mujer en el
siglo XII se instruía. Y no tenía que ser una Eloísa brillante, sólo poder pagárselo. De ello se ocupaban muchos monasterios femeninos, como el de
Argenteuil cerca de París, donde se preparó de niña Eloísa. No salían demasiado caros, una vez entendido
que su misión principal era preparar los cuadros del propio monasterio, pues las educandas vivían como monjitas.
¿Algún problema? Nada de
particular, salvo que la niña Eloísa era una superdotada. «Estas bastardas es
lo que tienen,» –se dijo la madre priora en voz alta, y la madre maestra asintió
con la cabeza– «salen más listas que las chicas bien. Pueden resultarnos
excelentes monjas, pero las más terminan en París, Rue Saint-Jacques, como bien
sabéis». Y sí que lo sabía, esta vez las cabezadas de la monja maestra fueron reiterativas.
Carrera seglar de Pedro Abelardo
Pierre de Le Pallet, más
conocido como Abelardo, nace en Le Pallet, pueblo bretón cerca de Nantes, en 1079.
Su padre Berenguer, caballero de la pequeña nobleza militar, orienta a su primogénito a las letras. El brillante joven emprende una vida de estudiante giróvago. Oye a maestros famosos, como el dialéctico Roscelín o el filósofo ‘realista’ Guillermo de Champeaux, maestrescuela de Notre Dame de París. Con todos termina a la greña, porque el bretón no se muerde la lengua y es vanidoso. El de Champeaux no le ha gustado, pero su escuela sí. Ah, si un día aquel zote dejara libre aquel puesto, digno de un Abelardo.
Desde 1101 abre escuela propia: Melun, Corbeil, Santa Genoveva, en auténtica marcha sobre París. Fuerte en la
Dialéctica, ahora se atreve con la Teología por libre, aplicando siempre la vía
moderna.
Hacia 1115 baja de la colina de Santa Genoveva para instalarse en la Cité. Ya es canónigo maestrescuela de Notre Dame. Su magisterio arrasa entre la juventud de
todas partes, pero a la vez le crea envidias, sin contar los rivales académicos
que él mismo se busca constantemente.
En la residencia de los
canónigos, Abelardo se prenda de la joven e inteligente Eloísa, sobrina de otro
canónigo, don Fulberto, y la seduce. La relación trasciende y debilita la
posición del maestro, que por entonces sufre un ataque en regla para moverle de
su cátedra.
El lío con Eloísa se complica
al quedar ella embarazada. La joven es prácticamente secuestrada y enviada en
secreto a Bretaña, a casa de una hermana de Abelardo.
El desenlace es tragicómico.
Nace el niño, y Abelardo le pone por nombre Astrolabio. ‘Toma, coge los astros’, es lo que significaba el nombre de
aquellos cacharros de metal, que todavía muchas veces venían escritos en
arábigo. Sí, hombre, para astrolabios estaba el tío-abuelo don Fulberto.
El arreglo lógico era una
boda. Extrañamente, Eloísa se opone, «por no estorbar la carrera de su amante». Solución:
matrimonio secreto. Pero don Fulberto mira por su honra, y lo propala. La sobrina replica que ella no dio
su consentimiento. Nueva cólera del tutor, y nueva torpeza (o frescura) del galán: encerrar a Eloísa en
las monjas de Argenteuil, que tanto la quisieron desde niña.
Demasiado para un señor canónigo de Notre Dame. Don Fulberto ni lo duda, visita los bajos fondos y contrata a unos
matones para un escarmiento ejemplar: asaltar de noche la casa de Abelardo
y caparlo.
El crimen no quedó impune. Dos
de los autores y un criado fiel de Abelardo sufrieron la pena del talión, y a
alguno también le sacaron los ojos. Don Fulberto hubo de pagar fuerte multa,
que seguro dio por bien gastada. Pero el pobre Abelardo quedó moral y hormonalmente hundido. Deja la canongía y la enseñanza y toma el hábito de San Benito en la gran abadía
de Saint-Denis, cerca de París.
En cuanto a Eloísa, terminará sus días (1164)
como abadesa de un monasterio archifamoso y de extraño nombre, El Paracleto, otra fantasía y creación de Abelardo y de ella misma. Allí dispuso una tumba doble, para el que fue su
amante y marido y para sí, cuando muera en aura de respeto. El monasterio
la sobrevivió hasta la desamortización, en la Revolución Francesa. Sólo el sarcófago
con los restos se salvó en el nuevo Museo de París, de donde pasaron a un
mausoleo romántico en el Cementerio del Padre Lachaise.
Pero hoy nos toca seguir con Abelardo.
Todavía 15 o 20 años después
del escándalo había gente despuesta a recordárselo al pobre monje, que vivió
bastante amargado. El tono general de la imputación podemos deducirlo de una
carta que le escribe Roscelín de Compiegne, su antiguo profesor, luego rival, y ahora uno más
entre sus enemigos de escuela:
«En París fui testigo de cómo un clérigo llamado Fulberto os recibió en
su casa, y tratándoos como a uno de la familia os encomendó a su sobrina, joven distinguida y sensata, para que
fueseis su preceptor. Lo vuestro para con hombre tan noble, clérigo e incluso
canónigo de la iglesia de París, no fue tanto descuido como desprecio a tal
huésped y señor, que tan bien se portó con vos. Sin respeto a una doncellez que
fue confiada a vuestro cuidado, vos la hicisteis juguete de vuestro desenfreno,
enseñándola no a razonar, sino a fornicar; juntando en una misma acción los
crímenes de deslealtad y abuso de confianza con la lujuria y corrupción del
pudor virginal. Dios se vengó de vos a su manera, y os visteis privado de
aquello por do pecado habíais. »
Abelardo nunca negó los hechos,
¿cómo iba a hacerlo? Pero a su modo y con habilidad, forzando la retórica y
echándose la culpa, los presentará de forma harto teatral en un relato
epistolar, supuesta carta a un supuesto amigo sin nombre, que circuló con el título
de Historia calamitatum suarum (‘Historia de mis desdichas’).
Allí –otro día lo vemos con
más detalle– presentaba el incidente como efecto de una pasión sexual
incontrolada, y hasta casi un experimento filosófico (al modo de Salomón en el Eclesiastés, por probar de todo un poco),
hasta que se dio cuenta de que aquel devaneo le distraía de su verdadera vocación
de pensador.
Este proceder autojustificativo no es raro en el
género ‘confesiones’. El autor carga las
tintas sobre un pasado poco lucido, y pinta una crisis redentora, de modo que
hasta el mal redunda en bien, y Dios es grande en sus obras. San Agustín con
sus Confesiones hizo escuela.
La mirada crítica,
que empaña los espejos
La historia de
Abelardo y Eloísa, desde el siglo XVII al XIX, evoluciona para entrar en la
leyenda y lista de las grandes parejas de enamorados. Todo con base en una colección de ocho Cartas, de él y de
ella –incluida como primera de la serie la Historia calamitatum–, conservadas en el manuscrito 802 de Troyes (manuscrito T).
Sobre este documento, de letra
de fines del siglo XIII o principios del XIV, hay varias teorías:
1. La Historia de mis desdichas es un relato auténtico
y fiel de Abelardo, como también hubo correspondencia epistolar entre él y y
Eloísa. Los textos reflejan sus mentalidades respectivas, aunque los conocemos manipulados, tal vez por la propia Eloísa. Esta fue la tesis
de Etienne Gilson, el gran historiador de la Filosofía Medieval, y ha sido la
más compartida.
2. En 1913 Berhard Schmeidler argumenta que las cartas son
todas de Abelardo, pero como ficción literaria, aunque partiendo de algún
carteo real.
3. En 1933 Charlotte Charrier retoca la tesis de
Schmeidler, de modo que (por decirlo en exageración irónica) «lo que a mí me
gusta de las cartas de Heloísa es auténtico; lo que no me gusta, es interpolación
de Abelardo». La Charrier cree reconocer en el ms. T materiales realmente
antiguos, de tiempos de Eloísa.
4. Varias propuestas de ficción literaria y/o mixtificación
introducen a un ‘tercero’, bien un fabulador o simple manipulador. Se pensó en
algún monje que escribe a poco de morir Abelardo (Orelli); en varias manos de
la Escuela de Orleans, siglo XII (Petrella); o incluso en una monja del Paracleto:
una reaccionaria antifeminista que mezcla y refunde materiales auténticos y
falsos, con objeto de cambiar la organización de la Abadía.
5. En 1972 D. W. Robertson, Jr., vuelve sobre la ficción
literaria, haciendo hincapié en el autorretrato irónico y moralizante del supuesto Abelardo.
6. Advierto a quien me lea que todavía sigue vacante y
disponible la tesis de Eloísa como autora exclusiva de todo el paquete.
Como vemos, el
enredo se las trae. Cierro esta primera entrega con un documento poco conocido,
para abrir boca. Porque,
a todo esto, ¿qué hubo del supuesto flechazo? ¿Fue Eloísa el primero y único
amor o amorío de Abelardo?
El caso es que el epistolario
de la época nos ha dejado una carta de un prior benedictino, llamado Fulco o Fulcón, a Abelardo. En ella, con motivo de su ‘conversión’ y toma de
hábito, le da un repaso al París de sus
triunfos, donde lo mucho que ganaba como profesor no le alcanzaba para aquel
tren de vida, siempre en brazos de prostitutas. Traduzco extractando la larga y
sustanciosa epístola:
«Roma te transmitía sus alumnos. Jóvenes ingleses cruzaban el
peligroso canal de la Mancha en tropel. La remota Bretaña te destinaba sus
animales para que tú se los amaestraras. Los angevinos feroces se te rendían.
Los del Poitou, los Vascones e Iberos, Normandía, Flandes, el Teutón y el
Suevo… En cuanto a lo que trajo tu perdición, según dicen, prefiero callarlo,
singular mujeriego, pues no conviene a nuestra orden y estado. Además, esas historias hacen más daño que
bien. »
Obviamente, si un clérigo
retórico del siglo XII anuncia que calla, es que va a soltarse el pelo. No
falla:
«Encaramado sobre aquella muchedumbre de buenas gentes que
boquiabiertos te rodeaban, Dios castigó tu vanidad. Esa partecita de tu cuerpo,
que por juicio y favor del Todopoderoso perdiste, te perdía ella a ti, como lo
demuestra tu empobrecimiento, más que
cualquier discurso mío. Todo el excedente de tus ingresos con la venta de
saberes, según me contaron, lo echabas a pique en vorágine continua de derroche
fornicario. La rapacidad de las meretrices te dejaba sin blanca. Tu miseria
parece demostralo, pues dicen que de tanto como ganabas sólo tenías lo puesto.
¡De buena te has librado, a Dios gracias!... »
Así va discurriendo el colega,
siempre sin mentar para nada lo de Eloísa ni el
matrimonio de Abelardo, ni el hijo, ni el tío canónigo. Sólo dice y
repite que a Pedro le caparon, pero a saber quién y por qué, tampoco importa, con
tanto marido burlado por el donjuán. Pero qué caramba, si hasta esa
circunstancia, para la vida en el convento, resultaba ventajosa. El peculio que
el nuevo monje pueda amasar ya no se irá por los desagües de la lujuria:
«En adelante, libre de impulso libidinoso, se te dará mejor
la ciencia filosófica. Además, tu dinero (que, como monje, con permiso podrás
tener en propiedad) no estará al albur de gastos nocivos. Y otra ventaja no pequeña: un eunuco como tú,
fuera de sospecha, cualquiera podrá recibirte en casa con toda confianza. El
marido ya no temerá que le violes la mujer o le invadas la cama.
Pasarás por entre piñas de matronas con toda decencia, sin
que ellas se sientan en peligro. Los
coros de doncellas resplandecientes en la flor de su juventud, las que con sus
meneos encienden en ardor libidinoso incluso a los viejos privados del calor
carnal, tú podrás admirarlas seguro, impecable, sin miedo a sus andares y seducciones. Los escondrijos de los
sodomitas, detestados por la justicia divina sobre todas las demás torpezas,
sus juntas sórdidas que siempre aborreciste, dejarán de existir para ti en
adelante.
En fin, y eso sí que lo veo como gran regalo que te ha hecho
Dios para ahora que eres monje, tan libre te verás de las poluciones nocturnas
y fantasías oníricas, como es cierto que nada significan si la voluntad no cede. Las caricias de la esposa, el contacto de cuerpos
imprescindible en el matrimonio, el cuidado especial de los hijos, no te
distraerán de agradar a Dios. »
Echa dom Fulco una última
ojeada a «la ferocidad leonina de las meretrices, que ya desde el primer
momento avisa a sus clientes», antes de pasar revista a las ilustres parejas de
santos eunucos, Juan y Pablo, Proto y Jacinto, deteniéndose en la persona de
Orígenes, automutilado por el reino de los cielos:
«Con que, hermano, no te duelas ni te pese; y lo que no
tiene arreglo déjalo estar así» (esto es, sin retoques de cirugía estética) «y
recuerda que con buen ánimo y resignación lo irreparable se hace tolerable.
Sírvate de consuelo, como dijo el otro, que cuando te caparon no estaban
violando lecho ajeno ni fornicando. Dormías a pierna suelta y despreocupado,
cuando una mano impía y un hierro destructor no dudó en verter sin motivo tu
sangre inocente.
Llora entonces por tu herida y daño el buen señor Obispo,
que procuró hacer justicia hasta donde pudo. Llora la muchedumbre de ilustres
canónigos y nobles clérigos. Lloran los ciudadanos, tomándolo a deshonra de la
ciudad, violada con la efusión de tu sangre… »
A punto estaba de añadir «tu
sangre redentora», pero dom Fulco se guardó la blasfemia.
«No entro a referir los lloros de tantas mujeres, que a su
manera regaron sus rostros por ti, su campeón caído, como si cada una hubiese
perdido al marido o al amigo en el campo de batalla. Tan llorado fue lo que
perdiste, que más te valiera morir que haberlo conservado. Criatura feliz, no
sabe cuánto le quieren. Casi toda la ciudad se quedó anonadada en tu dolor. Ahí
tienes las arras de un amor verdadero… »
A estas alturas, supongo que
cualquier lector está mosqueado, si es de los pocos que no ha comprendido aún
que la carta no se tiene de pie. Y eso que no hemos leído hasta el final.
De pronto, dom Fulco sospecha
que Abelardo no se resigna, y que piensa llevar su causa hasta Roma.
Desgraciado, ¿tú sabes lo que eso cuesta, la entrada hasta el Papa? La más cara
de las putas parisinas te sale de balde, comparada con la Curia Apostólica. ¿De dónde
piensas sacar el dinero? Tú no tienes ni un duro. ¿Arruinar a tus deudos y que te maldigan? ¿Meter en
gastos a tu monasterio? ¿Ir tú solo a pie a Roma, con la alforja vacía?
¡Desgraciado! Volverás condenado en costas, y toda la Iglesia de París te
odiará:
«Si es venganza lo que te acucia, deja de atormentarte, que
en lo principal ya estás vengado. Porque algunos de aquellos que te mutilaron ya
lo han pagado con la pérdida de sus ojos y sus genitales. Y el inductor, por
más que lo ha negado, ha sido multado con toda su hacienda… Escucha mi consejo,
de monje a monje. Si persistes en odiar a tu enemigo, el hábito que has tomado
voluntariamente no te servirá de nada… Deja de amenazar, de exagerar tu caso
para nada… Persevera hasta el fin en el santo propósito, y todo eso que
perdiste Cristo te lo repondrá con creces admirablemente en la
glorificación de los cuerpos futuros
bienaventurados. Entonces se verá falsada la regla de los dialécticos: ‘la
privación nunca puede volver al habito’. Adios en el Señor.»
De
privatione ad habitum non est regressus. Sólo ese chiste
final, más la promesa de un cuerpo resucitado glorioso y super viril con dos o tres pares, basta para dar la puntilla a toda credulidad, dando a entender la carta como un ‘ejercicio de redacción’, en
la didáctica del ars dictaminis. Y por este hilo sacar todo el ovillo de
burla y parodia que despliega el supuesto monje moralista, tan preocupado por
la estrategia financiera de las prostitutas parisienses.
Abelardo recurrió, en efecto,
a Roma. Pero no para vengarse de la agresión a su virilidad, sino para vindicar
su ortodoxia difamada por san Bernardo y los demás enemigos. La parodia aquí es
perfecta, y eficaz. Ahora se entiende toda la broma de la carta, ya desde el
título:
Petro Deo gratias cucullato, frater Fulco, vitae consolationem praesentis et futurae.
(A Pedro [Abelardo], a Dios gracias encogullado, fray Fulcón [envía o desea] consuelo de la vida presente y futura.)
En Petri Abaelardi Opera (ed. F. de Amboise), París, 1616. Cfr. también Petri Abaelardi Opera. Ed. Victor Cousin. T. prior, París, 1849, Appendix, pp. 703-707.
(Continuará)
Profesor Belosticalle
ResponderEliminarMuchas gracias por este hilo:
Yo leí las cartas, después de ver un programa sobre la pareja, ( de una serie sobre grandes amantes ), en la televisión francesa cuyo nombre no recuerdo, cuando tenía 14 o 15 años.
Y Heloísa me gustó mucho. Y me gustó que siguiera empecinada en su hombre, contra todos. Incluso contra él.
Pero las cartas de él, me parecieron ñoñas y estrechas de pensamiento. No comprendía lo que esa chica tan brillante había podido ver en semejante "martinet" ( no sé como traducir esta palabra, que significa rígido, intransigente, y vacío al mismo tiempo ).
La única explicación plausible para mí, era que la falta de sus atributos, y de las hormonas consiguientes, lo hubieran convertido en aquello.
El énfasis de usted en el anterior Abelardo, sus andanzas venéreas, su glamour, su elocuencia, y su tremenda ambición, me hacen comprender un poco lo que le pudo conquistar a una chica como Eloísa.
Y, comprendo muy bien que prefiriera estar de monja en un monasterio, repitiendo escenas de su memoria, e imaginando otras en su cabeza, a estar de legítima esposa de un tipo como lo que él resultó al final. Que el tenerlo al lado le hubiera destrozado sus sueños eróticos, como si le hubieran estado echando constantemente cubos de agua fría...
Lo que nunca supe es lo que pudo ocurrir con el hijo. Que los hijos de los amantes famosos suelen tener unas vidas muy desgraciadas: no hay más que fijarse en la hija de los Modigliani, o la de los Joyce , por ejemplo.
Espero con ilusión la continuación, Por Favor, pero mientras tanto
¡¡¡ Muchísimas Gracias de Nuevo !!!
Querido Profesor:
ResponderEliminarsu encomiable divertimento
mejora mi desasnamiento.
Más quiero saber de Heloisa,
Pedro eunuco y el nacimiento,
del loco enamoramiento.
Que aprendiendo de esta su guisa
cuando las orejas me tiento
diría que menguar las siento
y si, con tacto, se divisa:
burro fueron, hoy, son poetisa.
Vaya mujer y vaya tiucho: ¿Hubo alguna vez dos Eloísas?
ResponderEliminarGracias. Es un placer leerle.
Napo
Aguardo la continuación. Me ha encantado. Todo mi afecto, Magister.
ResponderEliminarQuerido Belosticalle, se supera usted. Esa imagen de la madre Priora valorando las cualidades de las bastardas es magnífica. Yo también quedo preocupado por las andanzas del joven Astrolabio. Un abarzo.
ResponderEliminarUn abrazo, quiero decir.
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