Ayer me encontré esta frase mía, con un comentario escrito la víspera por Catalina:
«Dios creó al Diablo para que le hiciese el trabajo sucio.
Querido Belosticalle, es usted genial.»
Etimológicamente, el elogio hace alusión al genio, ese diosecillo personal que nos imprime el carácter. De hecho, genio y genes allá se van. Más o menos, lo mismo que demonio, que para los griegos no tenía connotación maligna, y en el diálogo socrático puede reemplazar al pronombre personal tú («¡oh demonio!»). Si hacía falta, se anteponía un prefijo de calidad, para distinguir entre eudemonios y cacodemonios. Sólo estos últimos terminaron identificados con el Diablo o Satán de la mitología judeocristiana. Genio y demonio fueron en cierto modo los antecesores de nuestro 'ángel de la guarda' –el ángel a secas, para los amigos–.
En aquel momento de la lectura, la cuestión para mí era saber si el genio inspirador de la frase era realmente el mío, o si el genial era otro. Yo sé que esa combinación de palabras se me ocurrió una vez a mí, y hasta recuerdo cuándo. Pero también desde el principio pensé que muy probablemente ya estaría pensada, pronunciada, escrita. Tal vez mi 'ocurrencia' fuese sólo reminiscencia.
¿Escrúpulo? Lo admito: prefiero pasar por pedante que quedar por plagiario. Hoy en día, Google nos demuestra que sin ser necesariamente plagiarios, tampoco somos siempre inéditos. Descubro incluso que en la Red existen motores buscaplagios. Sobre la marcha, piqué una búsqueda a voleo: trabajo sucio, dirty job (work), la sale besogne, das schmutzes Werk… Todo eso y más existe, incluso en combinación con Dios y el Diablo. Incluso alguna frase sonaba extrañamente parecida (corrijo la puntuación):
«El Diablo juega una papel fundamental como depositario de todos los atributos negativos. Sin él, ¿quién cargaría con todo el paquete? ¿Acaso Dios? ¡Pues no! El Diablo es el que hace el trabajo sucio.»
¿Mi gozo en un pozo? No exactamente. Todas las expresiones que he encontrado se referían al trabajo sucio del Diablo, ninguna al trabajo sucio de Dios. Que es justamente lo que yo quería reflejar, con su miga de cinismo, en el contexto antimaniqueo, antidualista, de los pensadores citados, mientras les leía a la luz del libro de Job.
Con todo, sigo pensando que el genio burlón y un tanto cínico que discurrió esa boutade lo comparto con otras personas, entre las muchas que se han asomado al problema o seudoproblema del Mal. De todas formas, en la búsqueda hacia atrás hay un término ad quem: cuándo se acuñó la expresión 'trabajo sucio' en el sentido usual de 'por cuenta ajena'. Si esta bitácora tuviese muchos lectores, algunos me sacarían de mi ignorancia.
Como quiera, ayer me prometí dedicar la hora de la siesta a meditar sobre el asunto. Y aquí recojo mis pensamientos, valgan lo que valieren.
El maniqueísmo se reveló duro de pelar. San Agustín emborrónó miles de folios en vano, dejando sin resolver un problema que era su problema. Luego se enredaría en otra aporía del mismo jaez, sobre el libre albedrío del hombre y la real gana de Dios, en una de las controversias teologales más estériles. Dos paradojas que tienen en común poner en jaque la hipótesis de Dios, al menos tal como ve a Dios la Teología cristiana.
San Agustín lleva como epíteto Martillo de Herejes, y así le suelen pintar pisando o abatiendo a maniqueos y pelagianos. Incluso se le atribuye la exclamación, Actum est de Manichaeis! (¡Se acabó con los maniqueos!), que tal como suena sería una baladronada. (Pronunciada al final de una conferencia mixta celebrada en Cartago, no tendría más alcance que un «se levanta la sesión».)
Por supuesto, los maniqueos no estaban acabados, ni mucho menos. Supervivientes en Europa Oriental, sobre todo en el reino de Bulgaria, emergen en Lombardía, en la Provenza, por todas partes. La invasión pilló desprevenido a un clero católico desacostumbrado a la lid intelectual. En efecto, para los heresiólogos modernos –como mi mentor de cabecera, el dominico fray Francisco van Ranst (†1727)– el siglo X fue de bonanza, la única edad libre de errores graves, «sin duda por singular providencia de Dios velando por su Iglesia, alejando de ella las herejías en aquella sazón, cuando por descuido de sus guías supremos más podían inundarla...» Para no errar en la fe, nada como no pensar en ella.
Esta indigencia herética medieval, en un contexto de penuria intelectual, la señalan también los historiadores modernos, extendiéndola más o menos entre los siglos VIII-XI, un vacío que va desde la muerte de Luis el Piadoso (840) hasta el derrumbamiento del imperio carolingio.
Hasta que en siglo XII y, sobre todo, el XIII irrumpe la marea de bogomilos, cátaros, albigenses, bougres; en suma, siempre los eternos maniqueos.
Esta vez, el paladín católico fue santo Domingo de Guzmán, que predica una cruzada religioso-política, sin derroche de medios intelectuales, fiando más en el brazo armado, la catequesis y la vía inquisitorial.
Paralelamente, la inquisición 'descubre' la verdadera raíz de la religión maniquea: el satanismo. Se desata la caza de brujas y otras gentes que pactan con el diablo y le adoran.
La cobertura intelectual de todo aquel batiburrillo, por la parte de los dominicos, corrió a cargo de santo Tomás de Aquino. Éste, cómo no, expone y rebate el sistema dualista, con la fuerza que cualquiera puede ver en la parte correspondiente de la Suma Teológica o en sus ensayos Sobre el Mal. Pero lo que me importa aquí no es ese fárrago teórico, sino otra frase célebre, como aquella de san Agustín, atribuida al Aquinate: «¡Ahora sí que se acabó con la herejía de los maniqueos!» ¿Cuándo y cómo se produjo la estupenda noticia?
Entre muchas anécdotas extravagantes que circularon sobre el genial dominico, figura ésta. Siendo profesor en la Universidad de París, su amigo y admirador el rey san Luis IX de Francia le invita a comer. Es un banquete regio, con conversación y música. Fray Tomás –el Buey Mudo le llamaban–, se abstrae, medita en profundo silencio. El rey levanta la mano, todos bajan la voz con respeto. De pronto, el corpulento fraile vuelve en sí, pega un puñetazo en la mesa y proclama su éureka: Nunc conclusum est contra haeresim Manichaeorum!
Hasta aquí la anécdota, recogida seguramente por fray Reginaldo, el secretario de Tomás. Bien, ¿y el argumento conclusivo? Por desgracia, nadie se acordó de tomar nota; tampoco el pensador afortunado. Ocurrió entonces lo que se repetirá más tarde, cuando un magistrado tolosano en 1632 anote de pasada, en el margen de un libro, que ha descubierto la demostración de un enigma –el teorema de Fermat–, aunque no dejó pistas de la prueba, que vaya usted a saber si era la misma (probablemente no) desarrollada sólo hace unos años.
Más reacia que la ecuación de Fermat es la ecuación: |mal|= 0, para todo mal≠Dios ; o como se enuncie más correcta e ingeniosamente el teorema del mal absoluto (el único que realmente cuenta). La leyenda o parábola de Job fue sólo un escarceo, recogido en la Biblia, en torno a la cuestión de la Providencia divina, llegando tras mucho divagar a una conclusión grotesca. La que me inspiró ese teorema cínico sobre el origen, no del mal, sino del diablo que lo gestiona.
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ResponderEliminarLo dicho: su genio particular no se aburre con usted...
ResponderEliminarSaludos ampliados (en origen y en destino)
Creo que ya no se libra de mí, profesor.
EliminarHistoria de la religión, música, ungüentos para mi alma atormentada.
Gracias
Otro abrazo