Ayer he disfrutado en profundidad con el blog de Santiago González. Ha sido una lección magistral de reducción al absurdo.
‘Aquiles y la tortuga’, ‘¿Cuántos granos son montón?’, o ‘¿Hasta dónde es divisible el átomo?’… ¡Ah, las viejas aporías! ¿Sutilezas académicas, cuestiones ociosas para gente ociosa? ¡Qué va! Si nos las vocean en la plaza, nos las quieren vender como gato por liebre, y ahora hasta se enseñan en la escuela de párvulos, antes que el alfabeto y la tabla de sumar. Cuanto antes, mejor. Al niño, atontarle pronto, que luego no se deja.
El ‘tema de composición’ propuesto por el patrón de la Argos era el ya famoso desplante a Pilar Rahola por un joven aranés, que osaba (más exactamente, oseaba) desmarcarse del bloque identitario catalanista, trazándose sus propias señas legitimadoras del Val d’Aran como nación.
De entrada, no entendí bien si el petulante iba en serio, más allá de la provocación a doña Pilar. La verdad es que eso importa menos que la contradicción nacionalista puesta en evidencia. Y en ridículo, que también.
El método probatorio fue, como digo, la reductio ad absurdum. Pero con una particularidad que lo hizo mucho más eficaz, por regocijante. El reductor no era ningún adversario de la tesis, sino el propio joven, en tanto que adepto de la tesis a ultranza, hasta sus últimas consecuencias. Si Cataluña es nación por lengua y territorio, ¿por qué no va a serlo Arán, que tiene como lengua propia el aranés y un territorio que los araneses comparten en exclusiva con sus osos?
Nuestros nacionalistas ‘periféricos’ impugnan un status quo —llamémoslo España— como si fuese una camisa de fuerza; total, para sustituirla por otra camisa de fuerza, más estrecha por cierto. Lo que en su propaganda venden como ‘liberación’ de un pueblo y territorio, no es otra cosa sino conquista de ese espacio de poder, con todo lo que contiene, gente incluída.
Todo nacionalismo se cree indivisible. Como si el proceso nacionalizador se acabara en su propia idea. No concibe imaginar que la sociedad pueda írsenos por el desaguadero de la anarquía. «Para evitar eso estamos nosotros», vienen a decir. O yo, o el caos.
¿Individuos-nación? ¡Cómo, y hasta individuos multinacionales! Te levantas uno, a medio día ya eres medio otro, y no sabes qué quedará de ti cuando te acuestes. Sólo el recuerdo crea ilusión de identidad. Holograma que no resiste la más ligera erosión de la memoria. El ‘principio de individuación’ fue uno de los empeños menos brillantes de la escolástica: bien mirado, es una contradicción en los términos.
En esas condiciones, ¿tenemos algo en común? Por supuesto. Pero nuestras afinidades, como nuestras identidades, son en vivo, no en mojama. Son afinidades borrosas, fluctuantes, cambiantes; ahora con éste, y en parte con aquél; mañana con esos y/o con otros… Exactamente, la antítesis de cualquier nacionalismo coherente. Nuestra tendencia entrópica como personas es hacia la anarquía. Frente a eso, no hay más que dos soluciones: una es racional y se llama contrato social; la otra es el nacionalismo irracional. La solución racional crea estado; la otra crea tribu.
España, Francia, Alemania, Suiza… Se pueden percibir como estados, o como naciones. He ahí una alternativa imposible para los nacionalismos reales, los que conocemos por aquí. En nuestros nacionalismos no cabe contrato social, pues todo viene dado por esencias ajenas a la voluntad libre individual.
Claro que también hay nacionalismo español, en cuyo espejo se miran los sub-nacionalismos, para denostarlo. Sin embargo, me atrevo a decir, los españolistas tienen a su favor algo que no tienen los otros. Aparte de su posibilidad de redimirse por la racionalización contractual —llámese ‘estatalismo’, para entendernos—, les asiste un mejor derecho de pacífica posesión (melior conditio possidentis). Por eso, para cambios tan drásticos y traumáticos como las anexiones o, por el contrario, las secesiones, se requiere en democracia una mayoría bien cualificada.
Volviendo a esa vieja política que es Rahola —y no estoy hurgando en su partida de nacimiento, apelando a lo que de cariñoso pueda tener el adjetivo—; la vieja política, digo, parecía sorprendida al oír que Cataluña no es monolítica. Posiblemente ella vive en Barcelona, y no se entera de la única homogeneidad ostensible en su país, a saber, la aversión generalizada a dicha ciudad, como cuerpo extraño y discordante.
Tampoco la Comunidad Vasca es monolítica, por mucho que se llame Euskadi. Tenemos la cuestión abierta de los ‘Territorios Históricos’, que a su vez tampoco son de una sola pieza, libres de particularismos.
El nacionalismo no lo inventó Franco. Pero los nacionalistas deberían estar más agradecidos al Generalísimo, y reconocerle su tesis magistral: la nación es indivisible. Sin este principio y fundamento, el mismísimo ‘Plan Ibarretxe’ sería un receta efímera, porque a ver quién decide dónde se agota la decisión. A menos, claro está, que los neonacionalistas alarmados y perplejos recurran a la sabiduría del Caudillo: el ejército como columna vertebral de la nación. Porque la lógica del osito aranés nos lleva a la conclusión ineludible de que toda nación es un conjunto de traidores a ella, por la vía del separatismo. El peligro está dentro. El enemigo natural del pueblo son los del pueblo, obedientes sólo a la fuerza.
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