miércoles, 25 de abril de 2012

Provincias Exentas (4)




«La estancia en Madrid de Xavier María de Munibe, VIII Conde de Peñaflorida, se halla necesitada de un estudio histórico riguroso… Las noticias sobre la etapa madrileña del conde son muy escasas… »
Así empieza el más reciente estudio que conozco sobre los orígenes de la Bascongada [1]. Ya sabemos que aquel desplazamiento nada breve –casi cuatro años (1758-1762)– fue por cuenta de la Provincia de Guipúzcoa en misión de Diputado en Corte, con un adlátere de su parentela, un Areizaga. No quepa duda, de manera sinuosa, Munibe se había auto elegido para esa misión, a través de unas Juntas Generales que él y su clan controlaban fortiter et suaviter, como pide la Sabiduría (8: 1).
En aquella España autonómica del Antiguo Régimen, desde la Baja Edad Media, cada administración periférica tenía su agencia en Corte con encargados de negocios ordinarios y extraordinarios, usando de contactos, influencias, y lo que en lenguaje pulido de época se decían ‘guantes’ [2].
Las Provincias Exentas, precisamente por ese carácter privilegiado, cuidaban de modo especial sus respectivas delegaciones o ‘embajadas’ en una Corte y Administración central que, por lo demás, estaba infiltrada toda ella y a todos los niveles por oriundos del País.
En Madrid, como ocurría en las grandes ciudades, cada paisanaje se agrupaba en torno a su cofradía ‘nacional’. La de los vascos era la Real Congregación de San Ignacio de Loyola. Más que otras de su género, esta asociación pía traspasaba lo religioso y humanitario, convertida en eje social y político del lobby vasco, como revela el citado estudio [3].
Por lo demás, ahí terminaba la convergencia vasca, porque teniendo cada provincia exenta sus propios fueros e intereses distintos, incluso reñidos, mantenían agencias y representaciones separadas [4]. «De aquí nació el mirarse como naciones diversas, y de esta impresión, el que se interesasen muy poco las unas en los negocios de las otras», en expresión de Peñaflorida [4].
Un ejemplo:

En 1705 la recién creada Junta de Comercio, para acabar con el monopolio mercantil de Cádiz, se plantea autorizar hasta cuatro nuevas lonjas o bolsas, una de ellas en Vizcaya.
‘Vizcaya’ fue durante siglos, además del Señorío, el conjunto de las Vascongadas; algo que al padre Larramendi le parece muy mal y lo criticará acerbamente (Corografía, 1756): «el nombre de Vizcaya se extiende a Guipúzcoa y Álava; pero se extiende muy mal, y por pura ignorancia» El abuso, dice, nació en ambientes universitarios, repartidos tradicionalmente en ‘naciones’ con base lingüística, y así «sucede en los colegios mayores,  en que hay becas de vascongados, que se llaman becas de Vizcaya, y esto se remediará diciendo becas de Cantabria» [5].
Pues bien, lo que cuando convenía ofendía, también se defendía, llegado el caso. Y amparándose en el equívoco, las Juntas Generales de Guipúzcoa, la ciudad de San Sebastián y su Consulado, todos tres de acuerdo contra Bilbao, reivindicaron en Madrid la candidatura de San Sebastián.

Siendo la foralidad vasco-navarra la única respetada en la Nueva Planta de los Borbones, el nombre y condición de ‘Provincias Exentas’ cobró un matiz odioso. No se trataba de derechos a lo ‘Juan Palomo’ –nacer con escudo heráldico en la frente, derechos sucesorios, representatividad en juntas así o asá, etc. etc.–, sino de exenciones de cargas, ventajas fiscales y protección arancelaria, con base en unos derechos históricos esquivos y en unos Fueros tan arcanos como las Tablas de la Ley de Moisés.
El hecho de que el sistema foral coincidiese con un progreso relativo de los Territorios Exentos daba pie a los extraños para mantener dos opiniones opuestas:
1. Los menos, ante la aparente relación ‘causa-efecto’ (foralidad y bienestar), admiraban el sistema y habrían deseado su extensión a otras provincias.
2. La inmensa mayoría, en cambio, protestaba de la injusticia y abogaba por la supresión de todo fuero, como antiguallas impropias del tiempo y contrarias al progreso. Además, argüían, en lo económico que más importa, la foralidad no hace milagros, no crea riqueza. Es un reparto desigual, sin más ventaja que la excepción. Hágase norma común lo excepcional, y el Estado va a la ruina.
Precisamente sobre la defensa de un privilegio foral guipuzcoano versó la delegación en Corte de Peñaflorida.

La alcaldía y renta de sacas
1 de mayo 1758. La Diputación de Guipúzcoa reunida en Azcoitia conoce una carta recibida del Despacho de Hacienda, sobre la cuestión recurrente de las ‘sacas’ en la aduana de Irún-Behobia. La Provincia importaba del extranjero subsistencias y otros bienes, pagando al contado en metálico; por tanto, haciendo sacas de metales preciosos amonedados, lo cual estaba prohibido.
El Conde de Valparaíso, secretario (ministro) de Hacienda, pretendía llevar un control. Los guipuzcoanos denunciaron contrafuero, poniendo el asunto en manos de su agente en Madrid, el azpeitiano Joaquín de Altuna, y de dos diputados en Corte, el mismo Peñaflorida y un cuñado suyo, Martín José de Areizaga.
¿Contrafuero? Ciertamente el Fuero de Guipúzcoa recogía la costumbre inmemorial de abastecerse así la provincia, comprando subsistencias extranjeras para su consumo, dada la insuficiencia de sus recursos agrícolas para la población, y la carestía de esos mismos productos de procedencia española, debido a las aduanas interiores.
Precisamente de eso se había tratado en un principio: de suprimir tales aduanas –y con ellas la zona franca vascongada– llevándolas ‘a la mar’. Cosa que para los guipuzcoanos era también contrafuero.
Exigía además Hacienda tomar el control de las transacciones en Irún, que estaba en manos de la Provincia: he aquí un tercer agravio de contrafuero.
Allá los expertos sobre el contencioso, y sobre los fueros en general. La verdad es que uno de los puntales a la defensiva, sobre todo para Guipúzcoa, era la pobreza del suelo y territorio, de modo que sin exenciones forales las Vascongadas no podían subsistir.
Si el argumento podía ser discutible en lo general, en el punto concreto de la aduana no, porque la penuria guipuzcoana fue la base para gozar de un privilegio otorgado a la Provincia por los Reyes Católicos (22 de diciembre 1475), concediéndoles el derecho y control de aprovisionarse por la frontera, según su necesidad, o si se prefiere, a su guisa.
A partir de ahí, la Alcaldía de Sacas con puesto en Irún-Uranzu, con alcalde-juez nombrado por las Juntas, controlaba el contrabando de artículos prohibidos: metales preciosos, moneda, armas, caballos, granos etc., decomisando todo lo que no fuera parte del abasto provincial, y eso tanto en tiempos de paz como en guerra [6].
¿Y qué se hacía de los decomisos? El mismo privilegio cedía a Guipúzcoa 1/5 del decomiso, 1/3 para el vista denunciante, y el resto para el alcalde y costas. Ahora bien, a este reparto se reclamaba la plaza de Fuenterrabía (1708), de modo que Hacienda ya no pudo cerrar los ojos ante un contrabando oficializado, al amparo de un supuesto ‘fuero’ que consistía en un privilegio real con fecha.
La posición débil de Guipúzcoa llevó en 1717 a una Real Orden trasladando las aduanas a la costa. Ante tal ‘ofensiva antiforal’, la Provincia usó de una estrategia muy probada por los vascos: ir al Rey. Tras mucho forcejeo, por fin hubo suerte. Felipe V estaba bastante ido, pero los diputados vascos y sus enlaces en Corte pudieron llevar al ministro José Patiño a la firma de un concierto aduanero (1727).
Un parche con fecha de caducidad y conflicto renovado a mediados de siglo. El recurso al rey (ahora Fernando VI) volvió a funcionar, pero la impresión es que Guipúzcoa con su prurito foral, hasta arrancar al monarca un compromiso de respeto a los fueros guipuzcoanos hizo pírrica la victoria (8 de octubre 1752).

“…hasta el pie del trono”
El nuevo atentado de Madrid contra Guipúzcoa consistía en pretender Valparaíso que los salvoconductos emitidos por la Alcaldía de Sacas, con las fechas en letra (para evitar bailes de números), fuesen a manos del Capitán General de la zona, que los pasaría a la Dirección General de Rentas y, en su caso, castigaría las infracciones.
Hasta ahí podíamos llegar, una institución foral, bajo control de los aparatos del Estado.
Era patente que la propia alcaldía aduanera de Irún emanaba de un privilegio real, y su único adobo foral era la corruptela. Aun así, el que en una aduana fronteriza, con tráfico de moneda y armas, metiese las narices un gobierno militar y una Hacienda real tan insultante que ni se fiaba de números y pedía letras, tal vez no violase la de ningún fuero concreto, pero para el caso iba en contra del espíritu de los Fueros, y por tanto, contra la voluntad del Rey. Así al menos lo veía Guipúzcoa.

Las Juntas Generales de Guetaria (julio 1758) dan sensación de deja vu. La división interna se hizo patente desde el principio: mientras los moderados proponen de momento elevar al rey «una representación persuasiva», otros más radicales quieren dar ya la batalla en Madrid.
       Para reducir el nivel de ruido se crea una juntilla de caballeros procuradores; pero la misma división se mantiene a grandes rasgos, con las villas interiores y Fuenterrabía por la moderación, frente a las ariscas ‘repúblicas marítimas’, con Tolosa, y  con empate en la Azcoitia de Munibe.
Vencieron las ‘repúblicas marítimas’, que si no se llamaban Venecia ni Génova, para el caso eran las villas de Guetaria, Deba, Motrico, Zumaya, Zarauz…, y en cabeza de todas San Sebastián [7].
El Consulado donostiarra además tenía su guerra propia, sobre todo en lo de la lana, muy de capa caída a favor de la rivalísima Bilbao, con los vistas en el muelle de Pasajes cruzados de brazos esperando el cese. Según eso, San Sebastián encabezaba el interés por el envío de Diputados a Madrid, hasta el punto de correr con un terció del gasto si se incluían sus demandas.
Siempre para amortiguar el ruido democrático, que a veces no deja oír la sabia voz de los mejores, se designó a una pareja de compromisarios, Joaquín de Eguía y Martín José de Areizaga, encargados de elegir a los Diputados a Corte. Como ya sabemos, fueron estos Peñaflorida y el propio Areizaga.
La estrategia de los plenipotenciarios guipuzcoanos era invariable: dejarse de tientas por covachuelas o de capeas por despachos, y lidiar el toro. Llegar  «hasta el pie del Trono», recordarle al Rey que Guipúzcoa era su más leal provincia en virtud del pacto foral, y obtenida la real firma aguantar hasta la próxima.
El acceso al monarca estaba asegurado por el parentesco de los diputados entre sí y con dos cortesanos clave. Uno era nuestro conocido don Tiburcio de Aguirre. El otro, un Areizaga llamado don Carlos, que además de tío carnal de uno y otro diputado era un veterano palaciego, y para Fernando VI un real criado como de la familia.
El estudio citado de Blanco Mozo insiste en la excelente información de las Juntas y los Diputados sobre asuntos de Corte, gracias a la red de ‘valedores’ que la Provincia mantenía allí [8]. Pero información no era omnisciencia ni clarividencia, y en todo caso, los dos flamantes plenipotenciarios que el 7 de agosto 1758 entran en Madrid no llevan clara idea del mal pie con que lo hacen.
La reina doña Bárbara de Braganza enferma de muerte, y don Fernando cae en depresión, que desde su viudez, el 27 de agosto será locura. Las camarillas hierven. Con el rey no hay nada que hacer; pero es que tampoco don Carlos de Areizaga es ya nadie más que un viejo de 78 años, con un pie en la sepultura. Nuestra pareja no pinta nada en Madrid –nada de lo que les ha traído, se entiende–, por lo que se vuelven a casa, a esperar un desenlace que finalmente se produce en agosto de 1759.
Muere Fernando VI, y la venida de Carlos III abre un compás de espera incierto, entre cábalas y rumores. En diciembre ya están de nuevo los diputados en la Corte. Pero de momento, sólo para tomar el pulso al nuevo reinado, con un objetivo prioritario: que don Carlos confirme los fueros.
Una noticia que hasta podría ser buena es que Hacienda no la lleva ya Valparaíso, sino Esquilache. Bueno es también que la muerte de Areizaga ha abierto camino a nuevos conseguidores, en la misma trama de influencias: los Idiáquez, los Marqueses de Montehermoso…

El hecho es que, de pronto, el 22 de mayo siguiente, 1760, el rey firma los fueros. Y no sólo eso. Atónitos vamos a ver a Peñaflorida no ya a los pies del trono, sino sentado junto al monarca y su esposa doña Amalia. Es como un milagro, el joven Munibe, un desconocido en la Corte, va a intervenir en público ante la real pareja como un experto matemático y científico. El milagro deja de serlo al saber que su introductor y mentor es don Tiburcio de Aguirre.
El acto tuvo lugar el domingo 6 de julio de 1760 en el Real Seminario de Nobles, y consistió en dos ejercicios de los llamados Conclusiones, derivados del método escolástico y modernizados por el jesuítico. De hecho, la presidencia académica recayó en sendos padres de la Compañía de Jesús, la orden religiosa que antes de siete años cumplidos será expulsado del reino sin contemplaciones, como preámbulo de su extinción. Aguirre y Munibe intervienen como examinadores de dos caballeros cadetes guardias marinas, carrera prestigiosa por rigurosa.
Significa que el académico don Tiburcio ha acertado de lleno propiciando el lucimiento del que ya se perfila como fundador de la Bascongada… ¿La cuarta de las grandes academias, Real Academia de Ciencias Útiles y Aplicadas, quién lo sabe? 
Quedaba pendiente la decisión del rey sobre la cuestión de Hacienda. Finalmente, el 30 de mayo 1761 don Carlos firma un documento que Guipúzcoa saludó como satisfactorio, aunque esta palabra apenas tiene entrada en el léxico foralista, y de hecho reincidía en la intervención desde Madrid. La verdad, uno no ve diferencia sustancial entre lo nuevo y lo que pedía Valparaíso, salvo sutilezas más bien formales.
Pero si la Provincia estaba contenta, mejor para ella y nada que objetar. De hecho, al rendir cuenta los diputados en Corte en 1762, las Juntas Generales les dan las gracias y les obsequian con una fuente y jarrón de plata. No tardarán en surgir nuevas fricciones; y desde luego, el buen semblante no se extendía a San Sebastián, en relación con sus lanas y pesquerías de bacalao. No nos concierne. Sí en cambio la eclosión de la Bascongada y un atisbo de su verdadero carácter.
¿Masones? La masonería estaba prohibida por Real Ordenanza de Fernando VI (1751); es decir, entonces pasó a la clandestinidad. Nuestra Bascongada nunca tuvo vocación de sociedad secreta, aunque ciertos resabios y tics lo mismo pueden apuntar a esa escuela, que a convergencias con la idiosincrasia vasca.

(Concluirá)
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       [1] ‘La Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País en Madrid’. En: Juan Luis Blanco Mozo, Orígenes y desarrollo de la Ilustración Vasca en Madrid (1713-1793). De la Congregación de San Ignacio a la Sociedad Bascongada de los Amigos del País. Madrid, 2011, págs. 163-310.

       [2] «Guantes. Usado siempre en plural. Se llama el agasajo que se da al artífice después de acabada la obra, además de lo ajustado». Es la definición, manifiestamente tímida, del Diccionario de Autoridades; tomo 4 (1734), p. 86.

       [3] Blanco Mozo, en el mismo libro, pp. 21-159, estudia la congregación en sí misma y en su relación con la Bascongada. A la sazón estaba ubicada en San Felipe el Real, aunque en tratos para tener iglesia propia.

       [4] Historia de la Sociedad de los Amigos del País, cap. 1º. Hasta las Encartaciones de Vizcaya iban a su aire; y la parte de Oñate no era de Guipúzcoa, como tampoco Treviño era ni es de Álava.

       [5] Manuel de Larramendi, Corografía o descripción general de la M. N. y M. L. Provincia de Guipúzcoa. Barcelona, Vda. e Hijos de J. Subirana, 1882, (pág. 20). Hay ed. facs., MAXTOR, y nueva edición crítica y comentada de J. I. Tellechea Idígoras. En la misma obra, y no como chiste, cuenta Larramendi esta anécdota, ocurrida al parecer en un panegírico aniversario de la Real Congregación:

«Dijo un predicador en Madrid: Nacio San Ignacio de Loyola en Vizcaya, y la interrumpió otro, miente, voto a Cristo, que no nació sinó en Guipúzcoa, donde está Azpeitia, y en su jurisdicción Loyola. Si fueran de este humor los demas guipuzcoanos dieran su corrección á los que los tratan de vizcaínos» (ibíd., p. 19). 

       La propuesta de llamar Cantabria al País Vasco fue otro de los empeños promovidos desde Guipúzcoa y desde la Bascongada, intentando el mismo Peñaflorida refutar a Enrique Flórez, que en la España Sagrada había hecho de la Cantabria antigua una interpretación muy diferente.

       [6] Leyes de ‘Conversa’ o reciprocidad humanitaria con la región aquitana.

       [7] Blanco Mozo, o cit., pp. 175-176.

       [8] Ibíd., p. 176.

2 comentarios:

  1. Muchas gracias Profesor,
    ya tengo para rumiar una temporada.

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  2. Maestro D. Belosticalle:

    Muchas gracias por esta serie. Sus entradas son de lo más didácticas. Casi siempre densas. Muy densas, a veces. Como D. Eltumbaollas a dicho, tendré que releerle, diseccionar lo releído y rumiar lo diseccionado. Lo haré con placer.

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