Preámbulo sobre
brocardos*
Casi desde el principio de esta
bitácora me declaré adicto a los brocardos. En Derecho, algo más que
refranes y bastante menos que axiomas jurídicos, pero siempre a mano para un
apuro. Con otro mérito: que si no siempre zanjan un caso, al menos distraen la
atención hacia el brocardo mismo.
Es lo que le ocurría hace poco a Fernando
Savater, con el brocardo «la excepción confirma la regla». Un
artículo le dedicó (‘Topicazos’), total para poner en evidencia, con ayuda del ‘Diccionariodel Diablo’, que el agudo Bierce no dio con el sentido, si es que no entendió
al revés la expresión latina, exceptio probat regulam [1].
Sé que es atrevimiento decirlo así,
de un pensador y de un amigo como Fernando; pero es que tampoco me sentó bien el tono de
suficiencia:
«… descubrí que
lo que parecía un error y una bobada era, ¡oh sorpresa!, un error y una bobada…
Algún tontaina tradujo mal hace siglos…»
«Tontaina, hace siglos»: me di por aludido, obviamente. Mas
no iría yo de quijote contra un gigante de mucho respeto, que me tumba con la mirada,
de no ser porque, para el templete dialéctico que voy a levantar, la primera
piedra angular es justamente ese mismo brocardo que él desprecia, cumpliéndose
a la letra aquel otro brocardo bíblico:
«el sillar que
desecharon los constructores, ese misma sirvió de gran esquinero» [2]
Con todo, este mi desigual desafío va a
tener un desenlace paradójico. Porque tras dejar sentado que Savater con su
mentor yerra en la interpretación del brocardo en sí, terminaré reconociéndole
que para el caso concreto da en el clavo, más por diablo que por filósofo, en
virtud del axioma casi infalible, «piensa mal y te habrás quedado corto».
En efecto, voy a hablar de las Vascongadas
llamándolas por nombre de excepción: Provincias Forales o también Provincias
Exentas, como se decía en el siglo XVIII. Fuero y exención apuntan a lo
excepcional de un régimen privilegiado, frente a la regla común de las otras
regiones y provincias de España.
Esto nos lleva a medirlas con el brocardo
de marras: «la excepción confirma la regla». Antes de preguntar si en el
País Vasco eso se cumple, conviene precisar lo que significa exactamente.
Savater, siguiendo a su guía tuerto
(por esta vez), se ampara en el verbo latino probare, «probar, poner a
prueba», según él. Cierto, es una acepción; pero también significa «comprobar y
aprobar, dar por bueno».
Desde luego, ninguna excepción por
sí misma hace buena la norma, aunque tampoco la pone a prueba. Si en un
arranque de generosidad Savater y yo perdonamos a todos nuestros deudores de 10
céntimos para abajo, ¿en qué ponemos a prueba nuestra intención de cobrarnos de
todos los demás que nos deben por encima de esa cifra?
Además, hay otra razón aplastante, y
es que el mismo aforismo se formula también así: exceptio confirmat regulam.
Y aquí no valen acepciones ni ambigüedades: probare, sinónimo de confirmare,
apuntalar, corroborar, hacer bueno.
La solución del tropiezo es bien
sencilla: exceptio no es la ‘excepción’ a secas; es exceptio legis,
la ‘excepción de ley’, el acto legislativo de exceptuar taxativamente uno o más
supuestos, que por eso en lenguaje vulgar se conocen como la, o las excepciones.
Ese reconocido y taxativo carácter excepcional confirma sin lugar a dudas que todos
los demás supuestos son de ley.
La Iglesia, de siempre muy dada al
privilegio, a la dispensa y en general a lo gracioso (tal vez por lo que haya podido tener para ella de rentable), considera las excepciones un poco como sub-leyes, otro poco
como anti-leyes, todo ello emanado del mismo legislador, que precisamente
porque exceptúa no se desdice ni se contradice.
En suma, la excepción confirma la
regla, porque no sería excepción sin referencia a ella. En cambio la recíproca
no es cierta: la norma no confirma excepciones, porque de suyo no las necesita.
Creo que insultaría al intelecto de mi admirado Savater alargando la explicación. Ahora, pues, me toca concederle que hay casos
en que la excepción de ley es tan torpe, tan abusiva, tan injusta, tan
irritante, que en verdad pone a prueba la misma ley y el cumplimiento de ella
por parte de los no exceptuados.
Entrando en
materia
Y ese vino a ser el caso de las
famosas ‘Provincias Exentas’, cuando el progreso humano introdujo la igualdad
ante la ley, sobre todo en materias fiscales y demás obligaciones que, al
eximirse unos, repercutían sobre los demás.
Porque hay excepciones y excepciones.
Algunas son tan de sentido común, que por algo se discurrió el brocardo, summum
ius, summa iniuria (no hay mayor atropello que un rigor ciego). Si una ley
de servicio militar exceptuaba al hijo de viuda, la gente lo aceptaba como
excepción razonable. Pero si toda una provincia, y peor tres, se declaraban
exentas de servicio por no sé que fuero antañón, eso sí que no. Y lo mismo en
impuestos y gabelas, en prestaciones, en todo lo tocante a equidad y justicia
distributiva.
En ese sentido se cumplió que la
excepción vasca más de una vez supuso un mal ejemplo y puso a prueba la fiscalidad
y la buena armonía. No hay más que abrir el Diccionario de Hacienda de
Canga Argüelles (1834), artículo ‘Provincias Exentas’ [3]
«Este nombre llevan las de Navarra, Vizcaya, Álava y Guipúzcoa, conocidas
también con el de vascongadas: porque regidas por fueros particulares no pagan
las contribuciones reales que las demás…
no acuden con soldados al ejército ni con levas a la marina: no sufren
el peso de los multiplicados impuestos que satisfacen las demás; pagan una
cantidad alzada, que ellos acuerdan como donativo: se imponen los tributos, se
los reparten y aplican a los objetos que en junta de provincia reputan
convenientes: no tienen aduanas, ni estanco de sal, ni papel sellado; ni
alcabalas…
Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, no reconocen otra autoridad real, que la del
Corregidor de Bilbao y del Capitán General de Guipúzcoa. El poder legislativo
reside en el cuerpo representante de las parroquias y ante iglesias, y el ejecutivo
en el Diputado General que estas elijen. Sus funciones duran dos años; y ellas
solas examinan su conducta, y la aprueban ó reprueban.
Este monstruoso sistema, hace de las referidas provincias una nación
estraña dentro de la España: siendo origen de su insubordinación… De este
principio subversivo… ¡Resto vergonzoso de las ideas de los siglos férreos de
la dominación feudal!...» Etc., etc.
Acababa de estallar la I Guerra
Carlista (1833-1840), sin que ello justifique el tono del artículo, que traigo
sólo para recuerdo de que esto era ya en época constitucional liberal. Nada que
ver, por tanto, con el Antiguo Régimen, ni siquiera con el absolutismo
fernandino. Pero ahí seguía la excepción vasca suscitando más rechazo y envidia
que simpatía.
El siglo XVIII, siglo de la
Ilustración, coincidió en España con un cambio dinástico. Si ya los Austrias
habían hecho lo posible por rebajar los techos de foralidad en los distintos ‘reinos’
y provincias, los Borbones fueron más radicales, y aprovechando los campos y
lealtades en la Guerra de Sucesión (1702-1710) hicieron tabla rasa jurídica, sin
más relieve foral que las Vascongadas y el Reino de Navarra. Dos territorios
contiguos y rodeados de un rosario aduanero, continuación de la barrera general
en las fronteras pirenaica y portuguesa, así como en el resto de las costas
marítimas. Las demás reliquias de una situación arcaica, en especial las ‘libertades’
catalanas, como castigo a la opción equivocada en la Guerra, fueron
barridas sin contemplaciones a favor de una ‘Nueva Planta’. Razón de más para
el resentimiento y los celos, por parte de los castigados.
A ello se sumará el vendaval revolucionario
francés, con su Égalité burguesa exportable, marca de un tiempo nuevo
donde ciertas antiguallas no tenían ya sitio ni sentido.
Y aquí surge una paradoja histórica
vasca. Precisamente en las Provincias Exentas, todavía beneficiarias de un
sistema llamado a desaparecer, se crea la primera Sociedad de Amigos del País –la
Bascongada–, con un lema cuando menos extraño, Irurac bat. Extraño, por
su sentido esotérico y algo místico, y porque la ‘foralidad’ vasca no era tal
–foralidad, en singular–, sino tres foralidades distintas y autónomas, unidas
sólo por interés común frente a las demás y al Estado, pero siempre listas a
pugnar entre sí, celosas cada una de lo propio.
El tema de la foralidad vasca está
muy estudiado, y por otra parte, no siendo competente, bueno será si no
desbarro, como para decir cosa nueva. Pero tampoco es mi plan meterme en
honduras, sino contemplarla como telón de fondo de una de las empresas más
notables del Siglo Ilustrado en España: la citada Real Sociedad Bascongada
de los Amigos del País.
Sin pretensiones, me gustaría contar
cosas de cierto interés, incluso algunas sorprendentes. Como para mí lo han
sido.
(Continuará)
_______________________
(*)
Incomprensiblemente, la Real Academia, que admite en su Diccionario el
adjetivo brocárdico (desusado, ¡!), no reconoce el sustantivo brocardo
ni bocardo (el bucardo es otra cosa).
[1] El País
(Cultura), 2012/02/27.
[2] Mateo 21: 42
y =; cfr. Salmo 118:22).
[3] José Canga
Argüelles, Diccionario de Hacienda, t. 2, Madrid, 1834, págs 461-464. Como se ve, incluye a Navarra-provincia entre las exentas y ‘vascongadas’.
Gracias profesor,
ResponderEliminarquedo a la espera de la segunda parte.
Maestro D. Belosticalle: Me deja usted ansioso esperando la continuación.
ResponderEliminarDon Belosti, por favor, escríba esa continuación a la mayor brevedad. No veo el momento de retomar esa lectura.
ResponderEliminarComo siempre, muchas gracias profesor.
Wikipedia amplía la frase de origen, abundando en la misma tesis:
ResponderEliminarexceptio probat regulam in casibus non exceptis
Y explica: Se trata de un principio jurídico medieval, expresado en latín por ser la lengua culta de la época, cuyo significado es "si existe una excepción, debe existir una regla para la que se aplica dicha excepción".
En resumen, que por mucha amistad, admiración, o respeto que alguien tenga por Savater, una tontería es una tontería. Y cuanto más a huevo está comprobarla, más difícil resulta de disculpar. Si encima se ríe de la ignorancia de quien no tenía ninguna, sin tomarse el trabajo de reducir la propia ... Pero ya se sabe que los dinosaurios desprecian internet.
ResponderEliminarEn fin, yo también a la espera de la continuación.
Nada que objetar, estimado plazaeme, no siendo yo testigo savateriano, como tampoco fiscal ni abogado de oficio.
EliminarAparte de que llegaríamos un poco tarde. Acabo de leer (y usted también, supongo) al escritor declarando que se corta la coleta como pensador académico o filósofo, porque «para bien o para mal, las cosas que podía decir ya están dichas».
Cada cual es libre de encuadrarse como prefiera, aunque pasarse de golpe de la filosofía a la ficción, coincidiendo con haber recibido un premio de novela, suena a boutade promocional y a salida de enfant terrible.
Los comentarios a la noticia ponen de manifiesto que Fernando Savater no sólo tiene fans. De lo que dice en la entrevista, para lo que aquí importa, recorto:
– Carga las tintas contra la adoración de la gastronomía.
– Esta especie de ‘gastrolatría’ que equipara a un cocinero con un nuevo Leonardo da Vinci me parece una imbecilidad.
No, no lo sabía. Ni sigo al personaje, ni sigo la prensa de una manera convencional (leyendo periódicos). La leo filtrada, de forma que los que saben de unas cosas me sirven en bandeja las noticias interesantes (a su criterio) sobre lo que dominan, y yo colaboro modestamente con el sistema. Un error, porque me pierdo los asuntos de, yo qué se, Belen Esteban, a la que ni siquiera pongo cara ni ocupación. También parece que no caen en las redes que tengo tendidas los avatares de las coletas de los maestros. Nadie es perfecto.
EliminarDe lo que nos trae de Savater, estoy bastante de acuerdo (suele ocurrir), y me parece exagerado (también suele ocurrir). No he visto a nadie equiparar a un cocinero con Leonardo. Yo creo que porque la mayor parte de los adoradores de cocineros no suelen saber mucho de Leonardo, ni les interesa. A mi, Savater me parece muy brillante. El problema es que el brillo y la profundidad suelen ir reñidos. Y la "gastrolatría" me parece un fenómeno mucho más digno de estudio que una posible imbecilidad. Apuesto a que un Ortega y Gasset lo relacionaría, como síntoma, con su concepto del hombre-masa. Y le sacaría un buen partido. Partido de hacer pensar, y de ayudar a comprender el mundo - quiero decir. No partido de frase altisonante, por la que nos enteramos de las fuertes opiniones y gustos de su emisor, y de cómo debería ser, según su interesantísima opinión, el mundo.
¡Huy, huy!, ya me he enrollado. Perdón.
«No he visto a nadie equiparar a un cocinero con Leonardo. Yo creo que porque la mayor parte de los adoradores de cocineros no suelen saber mucho de Leonardo, ni les interesa.»
EliminarBueno, bueno, amigo plazaeme, no lo ponga usted tan difícil, que es muy duro negar la mayor.
Tan cocinero fue Leonardo, que hasta tuvo figón propio (con Botticelli), y toda su vida fue un curioso de la mesa.
Esa fama dio pie hace años a una broma: un librito de humor del matrimonio Shelagh y Jonathan Routh, Leonardo’s Kitchen Note Books (1998), como supuesta edición de un imaginario vinciano Codex Romanoff del ‘Ermitage’.
Traducido al italiano, como también al español (Notas de cocina de Leonardo de Vinci. Temas de Hoy, 1999), yo fui de los que picaron; aunque abierto el libro era todo él una gazapera de lo más divertida.
Aquí, una nota del director editorial, J. C. Capel.
Y aquí, una reseña en serio del libro, y un artículo sabidillo sobre el tema.
Con todo, Leonardo fue cocinero, incluso antes que pintor.