sábado, 14 de abril de 2012

Provincias Exentas (2)


La Universidad ha muerto, viva la Academia

Uno de los hallazgos del Humanismo renacentista –alrededor de 1500– fue que la Universidad era un muerto de cuerpo omnipresente. Una gusanera de dómines, rábulas y matasanos. De pensamiento, nada. Poco a poco, al margen de la Escolástica, la apertura intelectual propició una forma nueva de ver el mundo, con curiosidad científica experimental e inductiva. La nueva ciencia procuró evitar los claustros universitarios para respirar en ámbitos asociativos más libres y espontáneos, las academias [1].
El siglo XVII fue académico en Europa, con mecenazgo de reyes y príncipes. La Royal Society de Londres fue emblemática, en este sentido, y sus brazos fueron largos, gracias a su red de correspondientes extranjeros de muchos países.
El fenómeno académico, salvo en lo literario, apenas cuajó en España. La Inquisición tal vez tuvo parte de culpa. O también, una mentalidad de conquistadores a la romana, más para la administración y explotación de las conquistas que para lo especulativo o lo técnico (“que inventen ellos”) [2].
La Guerra de Sucesión de España (1701-1714), con su carácter de guerra civil por las opciones dinásticas enfrentadas, trajo a los Borbones. El reinado de Felipe V coincide con el comienzo del Siglo de la Ilustración (o de las Luces), de marchamo francés por su figura más representativa: Voltaire. Las monarquías ilustradas en Europa, todavía dentro del ‘Antiguo régimen’ absolutista, desarrollan una forma peculiar de gobierno conocida como ‘Despotismo ilustrado’, resumido en el lema, «todo para el pueblo, sin el pueblo».

Academismo borbónico
Los primeros Borbones supieron utilizar a la élite nobiliaria y burguesa ilustrada para fomentar el academismo  para-universitario. Diríase que la Universidad se había vuelto irrecuperable, cuando un fray Benito J. Feijoo, profesor de facultad, propugna (1750) «la erección de Academias científicas debaxo de la protección Regia, por lo menos una en la Corte, a imitación de la Real de las Ciencias de París. Ésta daría el tono a todo el Reyno en orden a la elección de estudios útiles» [2].
«Estudios útiles». La ‘utilidad’, tan cara a la Ilustración, era  una virtud de proyección y desarrollo social, no el provecho y medro de las prebendas y sinecuras, desiderátum y techo intelectual para la masa universitaria. Casi la única excepción eran las facultades de Medicina menos malas, donde se refugiaba también algún  cultivo de las Ciencias Naturales y no pocas inquietudes humanísticas.
Todavía en 1771, a la propuesta del Consejo de Castilla para reformar los Planes de Estudios, la Universidad de Salamanca respondía con una profesión de inmovilismo, disimulando la pereza como gloria nacional [3]:

«Dixo que no se podia apartar del sistema del Peripato; que los de Neuton, Gasendo, y Cartesio, no simbolizan tanto con las verdades relevadas (sic), como los de Aristóteles…¿Qué concepto podia hacer formar semejante modo de pensar en la primera Universidad del Reyno? »

Salamanca, tras admitir su rémora en los Estudios de Gramática (rémora ¡con respecto a Vives y el Brocense!), «no reconoce igual atraso en la Facultad de Artes o curso de Filosofía; antes declara por el contrario, que juzga precisa la continuación de este estudio como estaba, en todas sus partes».
Y es que mal podían enseñar lo que ignoraban, la nueva filosofía y física de autores que los sonaban de oído, cuyos nombres ni sabían escribir, Newton, Gassendi, Descartes, Hobbes, Locke… El texto, copiado por Sempere Guarinos, se hizo antológico [4]:

«“También, dice, tenemos noticia de Tomás Hobes [hay quienes transcriben Obes], y del inglés Juan Lochio, que contiene quatro libros: pero el primero es muy obscuro, y el segundo sobre ser muy obscuro, se debe leer con mucha cautela… Lo mismo juzgamos del nuevo Órgano de Bacon de Verulamio…”.»

Las Facultades de Derechos (Civil y Canónico) abundan en el mismo oscurantismo y continuismo auto complacido, ahora con el aderezo de una mini blasfemia (otra flor para la antología del disparate universitario):

«“Nos parece, Señor, que con todas las católicas, y particularmente con la nuestras, hablan aquellas palabras: Non erit in te Deus recens, neque adorabis Deum alienum. Si has de agradarme (dice Dios a la Universidad de Salamanca, en quien está el principado de las católicas)…, no te me has de enamorar de algún numen flamante, que pretenda acariciarte con la novedad… Ni nuestros antepasados quisieron ser legisladores literarios, introduciendo gusto más exquisito en las Ciencias, ni nosostros nos atrevemos a ser autores de nuevos métodos”.»

La Facultad de Teología no iba a ser menos, sesteando en «los IV Libros del Maestro de las Sentencias, comentados por la Suma del Angélico Doctor Santo Tomás», es decir, en las preocupaciones de la Edad Media. Tan bajo había puesto el listón el faro salmantino, que su rival la Complutense casi salía airosa, siempre sin perder de vista que la matrícula estudiantil tenía objetivos muy pedestres.

Un colegial ilustrado
El sistema universitario incluía los colegios menores y mayores. Pues bien, en ‘el Viejo’, o sea el salmantino Colegio Mayor de San Bartolomé residió (1729-1740) un colegial alavés ilustrado, Tiburcio de Aguirre Ayanz, matriculado en Derecho, pero adepto vocacional de la nueva ciencia ultra pirenaica. Era un segundón, hermano de Francisco Tomás de Aguirre, III Marqués de Montehermoso, y destinado en principio a Iglesia.
De modo que a la sombra más oscura de la Alma Mater vivió tranquilamente once años un colegial clérigo ilustrado (y no sería el único), bien avenido con la ciencia moderna estudiada y practicada por libre. En efecto, había convertido su celda en auténtico museo y gabinete científico y experimental, donde organizaba reuniones al estilo de las academias extranjeras. Así pasó don Tiburcio a la Historia del Colegio, tal como lo pintó su amigo el I Marqués de Alventos [5]:


 Fijémonos en lo enmarcado en rojo. Ni el herbario, ni los coleópteros o las mariposas; la sección estrella son las conchas, al ser sus fósiles indicadores principales de estratos de interés geológico minero.
A este varón docto y ya muy bien situado, Capellán mayor de las Descalzas Reales y cortesano de confianza de Fernando VI, se presenta en Madrid en 1758-59 el Conde de Peñaflorida, Javier Munibe. Le acompañaría, es muy probable, un pariente y amigo de su misma edad, Javier de Aguirre, sobrino de don Tiburcio y muy pronto IV Marqués de Montehermoso, si es que ya no lo era [6]. Los dos compartían con el sacerdote la afición a las Ciencias, a la Física experimental. Javier Aguirre era además fuerte en Matemáticas.
Montehermoso, Peñaflorida, Aventos etc., título nuevos en la burguesía y pequeña nobleza ilustrada, que sin desdeñar la cultura, rompiendo la tradición nobiliaria española de horror al trabajo, se aplicaba a actividades empresariales y mercantiles.
Pero también a la nobleza antigua, a todos los niveles, llegaba algo del espíritu nuevo. Mucho antes y mucho más que los citados se había distinguido en amplios saberes un Grande de España, Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga, VIII Marqués de Villena (1650-1725), «muy conocido fuera de la Península por su relación con la Academia de las Ciencias de París, de la que era individuo, y por su comunicación con muchos sabios de Europa».
Para más de un barbero, don Juan era la reencarnación de su ancestro el mítico don Enrique de Villena (m. 1434); y a más de un cura, en efecto, le recordaría al ‘Nigromante’, aunque ya en los tiempos que corrían los tratos con el diablo eran más por forma de carteo con sabios extranjeros nada católicos. Un poco en esa vena de habladuría popular, Sempere –que le dedica su obra– recuerda que «en Escalona, pueblo de sus estados, hay una torre que llaman de la Chímica… y se conservan en ella todavía muchas hornillas y varios instrumentos…».
Pero a lo nuestro: Villena fue el promotor y primer director de la Real Academia Española de la Lengua (1713/1714). Y aun tuvo otro proyecto más ambicioso de una Academia General de Ciencias y Artes, que no fue ninguna veleidad, aunque era prematura [7]. La segunda real sería, pues, la Academia de la Historia, autorizada por el mismo Felipe V (1730) y formalizada bajo Fernando VI. Este mismo rey finalmente erigió en Real Academia la de Bellas Artes de San Fernando (1752), delegando el regio protectorado honorífico en don Ricardo Wall, y dando el cargo efectivo de ‘viceprotector’ a su bien amado don Tiburcio de Aguirre.

Asuntos de Guipúzcoa, asuntos propios…
Bien, ¿y qué se le ofrecía al Munibe con don Tiburcio?
En realidad, el Conde de Peñaflorida se encontraba de residencia en Madrid, junto con otro socio, como diputados en Corte por la Provincia de Guipúzcoa, para graves asuntos en relación con la salvaguarda foral. Dicho en expresión prosaica, un conflicto con Hacienda, que venía a ser el huevo de aquel fuero. 
Este tipo de gestiones en el Antiguo Régimen ilustrado implicaba meterse en un laberinto-máquina burocrático, empeño imposible sin contactos, máxime si de lo que se trataba era de sortear engranajes y palancas para ir derecho al Rey. Y para eso don Tiburcio era el hombre ideal. Mejor dicho, lo había sido, porque la embajada de Munibe coincidió con el ocaso y desaparición de Fernando VI (1759) y la entrada de su medio hermano Carlos III.
La embajada de Peñaflorida en Corte (agosto 1758 - julio 1761)  de suyo era incompatible con cualquier otra actividad. Bien es verdad que el rigor se había relajado, y los señores diputados tampoco descuidaban los asuntos propios. Máxime si, como ocurría esta vez, entre reales exequias y reales entradas, el real horno no estaba para bollos provincianos.
No nos escandaliza, pues, saber que a nuestro hombre la sobró tiempo para ocuparse de negocios relacionados con su hacienda y casa. Incluso se lo perdonamos en gracia de esta otra noticia: Munibe traía bajo el brazo otro negocio de utilidad pública, algo así como una academia que, siendo guipuzcoana o vascongada, fuese también de protección real. La quería parigual de las Tres Grandes, con sus privilegios y franquicias; sólo que, en vez de nacional, provinciana. ¿Academia, de qué? Pues de lo que faltaba. Más o menos, lo que ya tuvo pensado el de Villena, pero perfeccionado y puesto al día. Una Real Academia Bascongada de Conocimientos Útiles aplicados a la Agricultura, la Industria, el Comercio…
Por muy bien que viera don Tiburcio un proyecto así, no se le ocultaba lo que tenía de quimérico. El Antiguo Régimen no conocía la libertad de asociación, y tanto la burocracia como la etiqueta se complicaban con formalismos, más que barrocos, churriguerescos.
Por eso resulta admirable el acierto de aquella conjunción, Aguirre-Munibe, para interesar personalmente a Carlos III en una empresa tan escabrosa. Un desafío más indicado para suscitar recelo y hostilidad, incluso alarma, que el favor entusiasta que tuvo en principio.
Han pasado 250 años. Aunque sobre la Bascongada se ha investigado y escrito muchísimo, el cerebro de aquel Munibe sigue siendo una caja de sorpresas. Insisto, no he hecho investigación personal alguna, ni siquiera conozco bien los estudios ajenos. Lo que para mí son puntos oscuros pueden ser simples lagunas de ignorancia, y no es falsa modestia.
Hay un punto en particular que me intriga y me gustaría ver más claro. Que la Real Sociedad Bascongada tuvo en su proyecto y gestación una intencionalidad política, es algo que parece fuera de duda, y pronto se hizo sospechoso. Más problemático es determinar el verdadero alcance de lo político en una empresa de suyo cultural. ¿Hasta qué extremo la ambigüedad resultó contraproducente? Y dadas las circunstancias históricas, ¿en que medida pudo ser determinante de fracaso?

(Continuará)
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[1] Es el ritornelo de las Epistolae Obscurorum Virorum (‘Cartas de Desconocidos’, en la edición y versión española – Jesús Moya, Univ. de Málaga, 2008). La situación de los países del alemán era representativa. Erasmo sólo usó la institución universitaria para sacar título, sin comprometerse con ella, declinando invitaciones como la de Alcalá, con todos los honores y muy bien pagados.
[2] Cartas eruditas  t. 3 (1750), carta 31, 85
[3] Juan Sempere y Guarinos, Ensayo de una Biblioteca Española… del Reynado de Carlos III. Madrid, Imprenta Real, t. 4 (1787), s. v. ‘Planes de Estudios’, pp. 207 y ss.
[4] Ibíd., p. 211.
[5] Joseh (sic) de Roxas y Contreras (Marqués de Alventos), Historia del Colegio Viejo de S. Bartholomé, Mayor de la celebre Universidad de Salamanca. II Parte., t. 1 (Madrid, 1768), pág. 776. No confundir a nuestro personaje con su homónimo tío don Felipe Tiburcio de Aguirre y Salcedo, que también fue Colegial en el Viejo y que fue académico de la Española, honorario desde 1735 y supernumerario en marzo de 1737; cfr. Diccionario ‘de Autoridades’, t. 6 (1739), relación de Académicos.
[6] Su padre, el III Marqués, murió de repente y sin testar el 20 de mayo 1759.
[7] «He tenido el gusto de ver algunos apuntamientos escritos de su mano sobre este utilísimo pensamiento»; Sempere y Guarinos, o. cit., ‘Discurso preliminar’, t. 1, págs. 12-13.



1 comentario:

  1. Qué serie apasionante, Belosticalle, ¡y qué arte en el suspensse!
    El tiempo al que mira está tan lleno de cosas novedosas, bulliciosas e interesantes, incluso en España (incluso en las Provincias Exentas), donde las luces parece que no deslumbran, aunque no se puede negar que hubo aquí un hermoso siglo de Luciérnagas. Y el primer epígrafe es muy actual, teniendo en cuenta la comisión que acaba de nombrar Wert: Espero que su diagnóstico sobre la Universidad no sea tan definitivo; en cualquier caso, ¡viva la (Real) Academia!

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