La Universidad ha muerto, viva la Academia
Uno de los
hallazgos del Humanismo renacentista –alrededor de 1500– fue que la Universidad
era un muerto de cuerpo omnipresente. Una gusanera de dómines, rábulas y matasanos.
De pensamiento, nada. Poco a poco, al margen de la Escolástica, la apertura
intelectual propició una forma nueva de ver el mundo, con curiosidad científica
experimental e inductiva. La nueva ciencia procuró
evitar los claustros universitarios para respirar en ámbitos asociativos más
libres y espontáneos, las academias [1].
El siglo
XVII fue académico en Europa, con mecenazgo de reyes y príncipes. La Royal
Society de Londres fue emblemática, en este sentido, y sus brazos fueron
largos, gracias a su red de correspondientes extranjeros de muchos países.
El fenómeno
académico, salvo en lo literario, apenas cuajó en España. La Inquisición tal
vez tuvo parte de culpa. O también, una mentalidad de conquistadores a la
romana, más para la administración y explotación de las conquistas que para lo
especulativo o lo técnico (“que inventen ellos”) [2].
La Guerra de
Sucesión de España (1701-1714), con su carácter de guerra civil por las
opciones dinásticas enfrentadas, trajo a los Borbones. El reinado de Felipe V
coincide con el comienzo del Siglo de la Ilustración (o de las Luces),
de marchamo francés por su figura más representativa: Voltaire. Las monarquías ilustradas en Europa, todavía dentro del ‘Antiguo régimen’
absolutista, desarrollan una forma peculiar de gobierno conocida como ‘Despotismo
ilustrado’, resumido en el lema, «todo para el pueblo, sin el pueblo».
Academismo borbónico
Los primeros Borbones
supieron utilizar a la élite nobiliaria y burguesa ilustrada para fomentar el
academismo para-universitario. Diríase
que la Universidad se había vuelto irrecuperable, cuando un fray Benito J. Feijoo,
profesor de facultad, propugna (1750) «la erección de Academias científicas
debaxo de la protección Regia, por lo menos una en la Corte, a imitación de la
Real de las Ciencias de París. Ésta daría el tono a todo el Reyno en orden a la
elección de estudios útiles» [2].
«Estudios
útiles». La ‘utilidad’, tan cara a la Ilustración, era una virtud de proyección y desarrollo social,
no el provecho y medro de las prebendas y sinecuras, desiderátum y techo
intelectual para la masa universitaria. Casi la única excepción eran las facultades de Medicina menos malas, donde se refugiaba también algún cultivo de las Ciencias
Naturales y no pocas inquietudes humanísticas.
Todavía en
1771, a la propuesta del Consejo de Castilla para reformar los Planes de
Estudios, la Universidad de Salamanca respondía con una profesión de
inmovilismo, disimulando la pereza como gloria nacional [3]:
«Dixo que no se podia
apartar del sistema del Peripato; que los de Neuton, Gasendo, y Cartesio, no
simbolizan tanto con las verdades relevadas (sic), como los de
Aristóteles…¿Qué concepto podia hacer formar semejante modo de pensar en la
primera Universidad del Reyno? »
Salamanca, tras admitir su rémora
en los Estudios de Gramática (rémora ¡con respecto a Vives y el Brocense!), «no
reconoce igual atraso en la Facultad de Artes o curso de Filosofía; antes
declara por el contrario, que juzga precisa la continuación de este estudio como
estaba, en todas sus partes».
Y es que mal
podían enseñar lo que ignoraban, la nueva filosofía y física de autores que los
sonaban de oído, cuyos nombres ni sabían escribir, Newton, Gassendi, Descartes,
Hobbes, Locke… El texto, copiado por Sempere Guarinos, se hizo antológico [4]:
«“También,
dice, tenemos noticia de Tomás Hobes [hay quienes transcriben Obes], y
del inglés Juan Lochio, que contiene quatro libros: pero el primero es
muy obscuro, y el segundo sobre ser muy obscuro, se debe leer con mucha cautela…
Lo mismo juzgamos del nuevo Órgano de Bacon de Verulamio…”.»
Las Facultades de Derechos
(Civil y Canónico) abundan en el mismo oscurantismo y continuismo auto complacido,
ahora con el aderezo de una mini blasfemia (otra flor para la antología del
disparate universitario):
«“Nos
parece, Señor, que con todas las católicas, y particularmente con la nuestras,
hablan aquellas palabras: Non erit in te Deus recens, neque adorabis Deum
alienum. Si has de agradarme (dice Dios a la Universidad de Salamanca, en
quien está el principado de las católicas)…, no te me has de enamorar de algún
numen flamante, que pretenda acariciarte con la novedad… Ni nuestros
antepasados quisieron ser legisladores literarios, introduciendo gusto más
exquisito en las Ciencias, ni nosostros nos atrevemos a ser autores de nuevos
métodos”.»
La Facultad
de Teología no iba a ser menos, sesteando en «los IV Libros del Maestro de
las Sentencias, comentados por la Suma del Angélico Doctor Santo Tomás», es
decir, en las preocupaciones de la Edad Media. Tan bajo
había puesto el listón el faro salmantino, que su rival la Complutense casi
salía airosa, siempre sin perder de vista que la matrícula estudiantil tenía
objetivos muy pedestres.
Un colegial ilustrado
El sistema universitario
incluía los colegios menores y mayores. Pues bien, en ‘el Viejo’, o sea el
salmantino Colegio Mayor de San Bartolomé residió (1729-1740) un colegial alavés
ilustrado, Tiburcio de Aguirre Ayanz, matriculado en Derecho, pero
adepto vocacional de la nueva ciencia ultra pirenaica. Era un segundón,
hermano de Francisco Tomás de Aguirre, III Marqués de Montehermoso, y destinado
en principio a Iglesia.
De modo que a la sombra más
oscura de la Alma Mater vivió tranquilamente once años un colegial clérigo
ilustrado (y no sería el único), bien avenido con la ciencia moderna estudiada
y practicada por libre. En efecto, había convertido su celda en auténtico
museo y gabinete científico y experimental, donde organizaba reuniones al
estilo de las academias extranjeras. Así pasó don Tiburcio a la Historia del
Colegio, tal como lo pintó su amigo el I Marqués de Alventos [5]:
Fijémonos en lo enmarcado en rojo. Ni el herbario, ni los coleópteros o las mariposas; la sección estrella son las conchas, al ser sus fósiles indicadores principales de estratos de interés geológico minero.
A este varón
docto y ya muy bien situado, Capellán mayor de las Descalzas Reales y cortesano
de confianza de Fernando VI, se presenta en Madrid en 1758-59 el Conde de
Peñaflorida, Javier Munibe. Le acompañaría, es muy probable, un pariente y amigo
de su misma edad, Javier de Aguirre, sobrino de don Tiburcio y muy pronto IV Marqués
de Montehermoso, si es que ya no lo era [6]. Los dos
compartían con el sacerdote la afición a las Ciencias, a la Física experimental.
Javier Aguirre era además fuerte en Matemáticas.
Montehermoso,
Peñaflorida, Aventos etc., título nuevos en la burguesía y pequeña nobleza ilustrada,
que sin desdeñar la cultura, rompiendo la tradición nobiliaria española de horror
al trabajo, se aplicaba a actividades empresariales y mercantiles.
Pero también
a la nobleza antigua, a todos los niveles, llegaba algo del espíritu nuevo. Mucho
antes y mucho más que los citados se había distinguido en amplios saberes un
Grande de España, Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga, VIII Marqués de
Villena (1650-1725), «muy conocido fuera de la Península por su relación con
la Academia de las Ciencias de París, de la que era individuo, y por su
comunicación con muchos sabios de Europa».
Para más de un barbero, don
Juan era la reencarnación de su ancestro el mítico don Enrique de Villena (m.
1434); y a más de un cura, en efecto, le recordaría al ‘Nigromante’,
aunque ya en los tiempos que corrían los tratos con el diablo eran más por
forma de carteo con sabios extranjeros nada católicos. Un poco en esa vena de habladuría
popular, Sempere –que le dedica su obra– recuerda que «en Escalona, pueblo
de sus estados, hay una torre que llaman de la Chímica… y se conservan
en ella todavía muchas hornillas y varios instrumentos…».
Pero a lo
nuestro: Villena fue el promotor y primer director de la Real Academia Española
de la Lengua (1713/1714). Y aun tuvo otro proyecto más
ambicioso de una Academia General de Ciencias y Artes, que no fue ninguna
veleidad, aunque era prematura [7]. La segunda real sería, pues, la Academia
de la Historia, autorizada por el mismo Felipe V (1730) y formalizada bajo
Fernando VI. Este mismo rey finalmente erigió en Real Academia la de Bellas
Artes de San Fernando (1752), delegando el regio protectorado honorífico en
don Ricardo Wall, y dando el cargo efectivo de ‘viceprotector’ a su bien amado
don Tiburcio de Aguirre.
Asuntos de Guipúzcoa, asuntos propios…
Bien, ¿y qué
se le ofrecía al Munibe con don Tiburcio?
En realidad, el Conde de
Peñaflorida se encontraba de residencia en Madrid, junto con otro socio, como diputados en Corte por la
Provincia de Guipúzcoa, para graves asuntos en relación con la salvaguarda
foral. Dicho en expresión prosaica, un conflicto con Hacienda, que venía a
ser el huevo de aquel fuero.
Este tipo de
gestiones en el Antiguo Régimen ilustrado implicaba meterse en un laberinto-máquina
burocrático, empeño imposible sin contactos, máxime si de lo que se trataba era
de sortear engranajes y palancas para ir derecho al Rey. Y para eso don
Tiburcio era el hombre ideal. Mejor dicho, lo había sido,
porque la embajada de Munibe coincidió con el ocaso y desaparición de Fernando
VI (1759) y la entrada de su medio hermano Carlos III.
La embajada
de Peñaflorida en Corte (agosto 1758 - julio 1761) de suyo era incompatible con cualquier otra actividad.
Bien es verdad que el rigor se había relajado, y los señores diputados tampoco
descuidaban los asuntos propios. Máxime si, como ocurría esta vez, entre reales
exequias y reales entradas, el real horno no estaba para bollos provincianos.
No nos
escandaliza, pues, saber que a nuestro hombre la sobró tiempo para ocuparse de
negocios relacionados con su hacienda y casa. Incluso se lo perdonamos en
gracia de esta otra noticia: Munibe traía bajo el brazo otro negocio de
utilidad pública, algo así como una academia que, siendo guipuzcoana o
vascongada, fuese también de protección real. La quería parigual
de las Tres Grandes, con sus privilegios y franquicias; sólo que, en vez de
nacional, provinciana. ¿Academia, de qué? Pues de lo que faltaba. Más o menos, lo que ya tuvo pensado el de Villena, pero perfeccionado y
puesto al día. Una Real Academia Bascongada de Conocimientos Útiles
aplicados a la Agricultura, la Industria, el Comercio…
Por muy bien que viera don
Tiburcio un proyecto así, no se le ocultaba lo que tenía de quimérico. El
Antiguo Régimen no conocía la libertad de asociación, y tanto la burocracia
como la etiqueta se complicaban con formalismos, más que barrocos, churriguerescos.
Por eso resulta admirable el
acierto de aquella conjunción, Aguirre-Munibe, para interesar personalmente a
Carlos III en una empresa tan escabrosa. Un desafío más indicado para suscitar
recelo y hostilidad, incluso alarma, que el favor entusiasta que tuvo en
principio.
Han pasado 250 años. Aunque
sobre la Bascongada se ha investigado y escrito muchísimo, el cerebro de aquel
Munibe sigue siendo una caja de sorpresas. Insisto, no he hecho investigación
personal alguna, ni siquiera conozco bien los estudios ajenos. Lo
que para mí son puntos oscuros pueden ser simples lagunas de ignorancia, y no
es falsa modestia.
Hay un punto en particular
que me intriga y me gustaría ver más claro. Que la Real
Sociedad Bascongada tuvo en su proyecto y gestación una intencionalidad
política, es algo que parece fuera de duda, y pronto se hizo sospechoso. Más problemático es determinar el verdadero alcance de lo político en una
empresa de suyo cultural. ¿Hasta qué extremo la ambigüedad resultó
contraproducente? Y dadas las circunstancias históricas, ¿en que medida pudo
ser determinante de fracaso?
(Continuará)
__________________________
[1] Es el ritornelo de las Epistolae Obscurorum Virorum (‘Cartas de Desconocidos’, en la edición y versión española – Jesús Moya, Univ. de Málaga, 2008). La situación de los países del alemán era representativa. Erasmo sólo usó la institución universitaria para sacar título, sin comprometerse con ella, declinando invitaciones como la de Alcalá, con todos los honores y muy bien pagados.
[2] Cartas eruditas t. 3 (1750), carta 31, 85.
[3] Juan Sempere y Guarinos, Ensayo de una Biblioteca Española… del
Reynado de Carlos III. Madrid, Imprenta Real, t. 4 (1787), s. v. ‘Planes de
Estudios’, pp. 207 y ss.
[4] Ibíd., p. 211.
[5] Joseh (sic) de Roxas y Contreras (Marqués de Alventos), Historia
del Colegio Viejo de S. Bartholomé, Mayor de la celebre Universidad de
Salamanca. II Parte., t. 1 (Madrid, 1768), pág. 776. No confundir a nuestro
personaje con su homónimo tío don Felipe Tiburcio de Aguirre y Salcedo, que también
fue Colegial en el Viejo y que fue académico de la Española, honorario desde
1735 y supernumerario en marzo de 1737; cfr. Diccionario ‘de Autoridades’,
t. 6 (1739), relación de Académicos.
[6] Su padre, el III Marqués, murió de repente y sin testar el 20 de
mayo 1759.
[7] «He tenido el gusto de ver algunos apuntamientos escritos de su
mano sobre este utilísimo pensamiento»; Sempere y Guarinos, o. cit.,
‘Discurso preliminar’, t. 1, págs. 12-13.
Qué serie apasionante, Belosticalle, ¡y qué arte en el suspensse!
ResponderEliminarEl tiempo al que mira está tan lleno de cosas novedosas, bulliciosas e interesantes, incluso en España (incluso en las Provincias Exentas), donde las luces parece que no deslumbran, aunque no se puede negar que hubo aquí un hermoso siglo de Luciérnagas. Y el primer epígrafe es muy actual, teniendo en cuenta la comisión que acaba de nombrar Wert: Espero que su diagnóstico sobre la Universidad no sea tan definitivo; en cualquier caso, ¡viva la (Real) Academia!