miércoles, 14 de octubre de 2009

Miret





Al conocer la noticia de la muerte de Enrique Miret Magdalena me ha venido a la memoria la primera acepción de eutanasia (buena muerte), en boca del emperador Augusto:

Nam fere quotiens audisset cito ac nullo cruciatu defunctum quempiam, sibi et suis euthanasian similem (hoc enim et verbo uti solebat) precabatur.

«Cada vez que oía de alguien haber fallecido con rapidez y sin dolores, pedía para sí y los suyos una eutanasia semejante (incluso solía emplear esa misma palabra).»

(Suetonio, Augusto, 99)

Enrique Miret ha muerto «tras larga enfermedad» y eso implica sufrimiento físico. Pero no estoy pensando tanto en una vulgar eutanasia física. Ni me refiero tampoco al yogui autoeducado en la disciplina de la meditación, con su panoplia de endorfinas de efecto psicosomático. Hablo de un hombre de 95 años lúcidos, que deja una vida plena y una obra cumplida.

A nadie le sorprende que se muera un anciano de casi un siglo. Y menos que nadie, al propio difunto. Aunque quién sabe, conociendo a Enrique, tal vez le sorprendió saber que se moría. O, si no sorpresa, al menos habrá sentido curiosidad, quien tardó en sentirse viejo, por no acabar de creerse la edad que le imputaba su partida de nacimiento.

Yo he sido amigo de Enrique Miret desde que nos conocimos, o sea hace 40 años. Amigo esporádico, porque nuestros encuentros no han sido frecuentes, aunque eso sí, bien aprovechados. Le conocí en la redacción de Triunfo, como a Luis Carandell y, por supuesto, a Eduardo Haro, y la primera relación fue profesional, ya que esos nombres vivían de su pluma, aunque Miret era también hombre de empresa.

No voy a contarme aquí a mí mismo su obituario. No le voy a honrar con nada. Voy a honrarme y felicitarme a mí mismo de haber tratado a este hombre ejemplar, cuya honestidad venía realzada por una gran cortesía. Podía hacerte esperar un rato, si por casualidad le pillabas en su ejercicio de yoga y meditación zen; pero ni un minuto más, el resto era todo disponibilidad y diálogo.

No voy a repetirme tampoco las cosas buenas ni malas que se han dicho y dicen de Miret. Sólo por excepción, esta murmuración contra él, por lo que tiene de simplona. Leo en alguna parte:

«(P.S.: Ha muerto Enrique Miret Magdalena. Solo una persona capaz de definirse como católico agnóstico ha podido tener tantísimo espacio para publicitar sus simplezas de supuesto heterodoxo en el diario El País. De él, quedará eso.)»

No sé si existen heterodoxos 'supuestos'. Al menos yo no sé distinguirlos de los reales; lo que me lleva a sospechar que tal vez los heterodoxos ni existen. No voy a mejorar al clérigo del chiste (atribuido al obispo anglicano Berkeley): «Orthodoxy is my own doxy; heterodoxy is another man's doxy» («Ortodoxia es mi propia doxia; heterodoxia es la doxia ajena»). ¿Y que dice el IX Mandamiento del Decálogo? «No desearás la Doxy de tu prójimo.» Pues eso, todos ortodoxos. Inquisidores del mundo: disolveos.

Aunque Enrique me habló a menudo de su Doxy, nunca llegó a presentármela, ni siquiera vestida. Por mi parte, desde el principio le expliqué que era soltero y sin compromiso. No puedo decir si Miret profesaba el Credo Niceno en sus XII Artículos. Si se declaraba católico, es de suponer que era creyente, aunque lo fuese desde el agnosticismo, o sea lo opuesto o ajeno a todo gnosticismo. (Y recuérdelo el murmurador: ciertas formas de gnosticismo se consideran heréticas.)
Toda teología es gnosticismo, especulación sobre el misterio trascendente. Miret está encasillado como 'teólogo'. Teólogo reconocido y habilitado en la docencia universitaria. Con todo, por alguna razón él mismo se declaró antiteólogo. Como quien dice 'antignóstico'. ¿Por qué? Precisemos lo de teólogo: fue teólogo autodidacta. Un diletante, un 'aficionado teólogo', con todo lo que eso marca al rojo vivo como estigma académico. Tal vez por sentirse así él mismo, se declaró 'antiteólogo'. (Ateólogo habría sido una palabra equívoca, que seguramente se habría vuelto contra él. De hecho no faltan quienes le tienen por ateo.)


En ese sentido, Miret se encuadra, pienso yo, en la escuela de pensadores a lo Erasmo, otro autodidacta teólogo sin grado facultativo, que ponía enfermos a los teólogos e inquisidores de su tiempo con sus simplificaciones y sus apotegmas. Como aquel demoledor: Quae supra nos, nihil ad nos. Una frase que va desde el agnosticismo puro y duro («lo que nos supera no nos importa nada») hasta el sano agnosticismo anti-teológico («lo que nos supera no nos incumbe»). Erasmo, Miret, son de los que piensan que la doctrina original de Cristo se ha ido complicando a la moda bizantina, en lo dogmático y lo moral, el derecho, las instituciones y demás parafernalia.

Desconozco, repito, el credo completo de Enrique. Lo que puedo asegurar es que siempre que hablamos escuche a un pensador preocupado por la sencillez. Sencillez, o simplicidad; que no las simplezas que el murmurador critica. Pero una sencillez despierta y abierta, precisamente porque lo poco que se sabe por la fe se enfrenta a una realidad muy compleja, donde la razón tiene la responsabilidad y la palabra.

¿Retorno al catecismo? Despacio. Volver al Catecismo desde una Teología, como quien trata de meter toda la Suma Teológica en el Astete, eso sí que es una simpleza. De hecho, a Miret le intrigaba ese mundo de los catecismos, objetos de colección, y alguna vez en su casa me mostró la suya muy notable, señalando algunas ejemplares realmente curiosos y raros (y me refiero a contenidos, no a las ediciones o rareza bibliográfica).

Sin emular ni de lejos toda una vida plena como la de Enrique Miret, por lo menos llegar a término con su lucidez, serenidad y equilibrio, lo más tarde posible: esa es la eutanasia que para mí deseo.

En paz descanses, amigo y hermano Enrique.

2 comentarios:

  1. Leer su comentario, amigo BELOSTI, ha sido como beber un vaso de agua fresca en medio de una calorina. La glosa de la figura de su amigo me ha recordado la de otro sabio con no poca zumba en su pensamiento, Alan Watts, que decía que las religiones las originaban poetas, pero que a su desaparición tomaban las riendas los legisladores; por eso las iglesias se parecen tanto a los tribunales.
    Creo que el señor Miret, por encima de cualquier otra consideración, fue un hombre libre.

    ResponderEliminar
  2. «Miret, por encima de cualquier otra consideración, fue un hombre libre.»

    Libre, libertad… Veo (con cierta sorpresa) que no he usado la palabra, siendo así que la idea no me ha dejado ni un momento mientras escribía.
    Usted ha suplido esa falta, como se dice, con broche de oro.

    ResponderEliminar