lunes, 12 de octubre de 2009

Programa doble: '¿Qué es la Verdad?'



El sábado por la noche, por pura casualidad, encendí el televisor justo a punto de comenzar una película que no conocía de nada. Rusa, con letreros en español, pronto advertí que era una obra nada vulgar.

La verdad, tenía ganas de ver cine. La misma tarde había ido a ver la recién estrenada Ágora, y tal vez por eso estaba dispuesto a encajar cualquier cosa aceptable. Y '12', gran película de Nikita Mijalkov, fue una compensación más que suficiente.

El cine es arte –al menos se le supone–, y en la apreciación estética lo último que cuenta es el precio. De todos modos, suelen llamarme la atención los buenos resultados artísticos conseguidos con parsimonia de medios materiales.

En este sentido, el cine-teatro de interior sale con ventaja, de modo que la tarea del director queda reducida a extraer de su equipo una obra de arte. Al revés que en las superproducciones, donde al rodaje se suele llegar con un trabajo excelente de documentalistas, diseñadores y técnicos, más la imposta musical, un guión depurado y un reparto de lujo, quedando todo ello a merced del director, para bien o para mal: para exprimir todo el jugo de una fruta en sazón, o para desgraciarla firmando una pomposa medianía, o un fracaso.

La obra del director ruso desafía otro riesgo, es un refrito rancio. O si la expresión parece grosera, es un cincuentenario, sí, el homenaje a un original en sus bodas de oro. Porque '12' (doce) es el número de los miembros de un jurado, los clásicos 'Twelve Angry Men'.

No es obra breve. De hecho, con sus 153 minutos, dura algo más que el filme de Amenábar. Con todo, y a pesar de lo avanzado de la hora, mi atención no decayó, tal vez porque el espectáculo de la tarde no me la cansó demasiado, como que me dio tiempo de dar algunas cabezadas. De principio a fin, todo en Ágora me pareció banal y soporífero. Hasta lo más ambicioso del filme, la encarecida perspectiva planetaria, se resuelve de modo trivial, ahora que todos en bata y zapatillas –aunque algunos todavía con un pálpito de admiración impenitente– es así como descendemos con Google desde las esferas armónicas a este suelo.

Mijalkov se permite el lujo de contar no una historia sino 12 historias más una, sin que le sobre ni le falte un minuto para hacerlo. La historia-pretexto es la de un joven checheno, acusado de apuñalar a muerte a su padrastro, un oficial ruso que le adoptó durante la guerra de independencia de Chechenia. Las otras historias son las de los jurados, relatos autobiográficos que van dando un vuelco a la inicial presunción de culpabilidad.

Como se ve, un encaje ajustado al modelo de Sidney Lumet. Ni siquiera se ha planteado turbar la cosmovisión exclusivamente masculina introduciendo a alguna dama 'jurada'. También el veredicto es el mismo, 'inocente', aunque el último de los jurados en intervenir (el propio director) aportará un punto de vista original y sorprendente. En el caso del joven checheno, la cárcel es más segura para él que la libertad. Y en la alternativa de dársela, como es de justicia, queda el deber moral de ayudarle a resolver su conflicto de forma correcta.

Con ritmo ágil, endiablado a ratos, con los respiros justos para dejar pensar, para dejar ver un álbum de instantáneas de la memoria. Los actores, estelares todos, 'actúan' en el pleno sentido del término, luciendo habilidades motrices. El acusado, el primero, en la danza chechena del puñal, ritualización de un estilo de vida. Y luego la actuación del jurado cirujano, blandiendo el mismo puñal con virtuosismo que parodia a la vez el de la danza y, humorísticamente, el del bisturí en el quirófano. Los actores actúan, con su punto de histrionismo, o no serían rusos. Pero todos cuentan, y no sobra nada.




Muy otro el espectáculo de la tarde. Si Amenábar quería contar una historia, parece que nada le ha faltado para hacerlo, salvo la propia historia. En la narrativa (lo mismo en novela que en teatro y cine), una historia no se suple con anécdotas, y menos con tesis, qué digo tesis, consignas, consejos y consejas. La narrativa 'histórica' tiene sus licencias, y a nadie le escandaliza que Hipatía salga a escena encarnada en una actriz joven y sin aquella voz hombruna de bajo, que al parecer llamaba la atención. Aun así, parece que el autor-director ha querido hacer constar que la película es de ficción. Asombroso. ¿A quién se lo cuenta? Porque mira por dónde, la impresión es la contraria: que Amenábar ha hecho un descubrimiento histórico trascendental, algo así como sorprender in fraganti la escena del Pecado Original de nuestra cultura.

Pero una cosa así, o es cierta y se cuenta como tal, o es gratuita y vana. A menos que sea lo que parece ser, otra cosa diferente: un personal ajuste de cuentas.

Muchas personas tienen, tenemos, la convicción de que la historia del Cristianismo no es ejemplar. Si algunos quieren hacer fama y dinero demostrándolo, reconozcan al menos que hay poco juego para lo originalidad; y luego pasen a la acción, demostrando ante todo que saben su oficio. Todo está permitido, salvo hacer trampas. Ahí está, por ejemplo, La Vida de Brian, parodia genial del 'Cristo de la Historia', y a la vez educada y respetuosa con el 'Cristo de la Fe'.

Educados nosotros en una cultura y fe concreta, podemos tener experiencias traumáticas con ella, y cualquiera tiene derecho a su ajuste de cuentas. ¿Que uno quiere hacer el suyo? ¿como escritor, como cineasta? Muy fácil: cuente su caso. Hágalo con realismo autobiográfico –como lo hacen 'los doce' del jurado–; o si prefiere, salga a escena personatus, larvatus, en parábola. Pero cuente su historia. Por ejemplo, la del joven Alejandro Amenábar en un colegio religioso. Sin peplo y coturno, sin colar como alejandrinas sus milongas amenabarinas.

Si aun así insiste en descubrirnos el Mediterráneo y el Faro de Alejandría que lo alumbró, no sea al menos tan elemental y tan tosco, como para un público infantil y de cortas luces. No basta con un 'power point' a todo lujo, mostrando la ubicación de dicho mar en el globo gugueliano, o la reconstrucción arqueológica exacta 3D de dicho faro, o unos maniquíes vestidos con trajes de museo. Que tampoco es eso. Porque para eso, mejor una serie a lo Yo Claudio. ¿Qué tal Yo Hipatía? (Mejor que Yo Ágora, o Agora yo.)

Si fuese posible comparar lo incomparable, cabría señalar cierta semejanza entre ambos directores, como signos de contradicción. Los dos son 'divinos', los dos reconocidos en su oficio y controvertidos en su ideología. Mijalkov es para muchos rusos una bestia negra, y su película una Apología de Putin (Zoya Svetova dixit, 0ctubre 2007).

Desde nuestras coordenadas, ciertos ruidos del tráfico ruso apenas se oyen, y nada nos estorban para meternos en la obra como un jurado más, mejor que como el soñoliento agente de la policía judicial. Pues bien, el comprometido y controvertido director ruso se atreve con un tema candente de actualidad nacional, como es el conflicto ruso-checheno, como pivote de un tiovivo de caracteres todos diferentes, uno por uno intentando dar, de una misma realidad, una versión necesariamente distinta, porque es la propia subjetividad de cada cual.

Con Amenábar, no sé si por demasiado próximo, creo que sobra ruido para pocas nueces. Por decirlo en una sola frase: la próxima (si ¡ay! hay próxima) intente algo como Golfus de Roma. Era más inteligente, más instructivo y nada aburrido.



1 comentario:

  1. Anoche reponían '12 Angry Men' de Sidney Lumet (1957). Obra maestra, muy de su tiempo. Magníficos planos de despedida, angulares del Palacio de Justicia sostenido por aquellas columnas enormes y solemnes, símbolo de la Ley, en contraste con el cuchitril asfixiante donde se ha debatido un jurado de seres humanos, entre la dignidad y el esperpento.
    Contraste, sobre todo, con el escenario de Mijalkov. El gimnasio destartalado de una escuela de post guerra es amplio y da juego para una reconstrucción más plástica de la obra. Todo un homenaje cincuentenario que no desmerece del modelo.
    Una suerte haber visto las dos películas tan juntas.

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