martes, 15 de noviembre de 2011

Imaginar a Di Cosimo


A los queridos amigos
Xabier Orue-Etxebarria
y Estibaliz Apellániz,
buscadores de ferrerías eólicas
en el viento melancólico del País Vasco


Los experimentos imaginarios son los que mejor funcionan. En ciencias, por supuesto. En política o economía, para nada.
En Física y Cosmología, fue la imaginación de Galileo, la misma de Kepler, Newton y Einstein, con sus experimentos ideales impecables, la que dictó esas fórmulas matemáticas, bellas y verdaderas (por ese orden o cualquier otro), que como una revelación bíblica nos abren ese mundo a nuevas fantasías.  
A un buen experimento imaginario, lo que más se le aproxima es el experimento real bien retocado y ajustado.   Como las cuentas de la vieja que sacaba Mendel con sus guisantes; o como la doble hélice de juguete que terminaron montándose Watson y Crick para figurar el ADN. Esos experimentos reales, de los que se dice con cinismo: «Si te sale bien, no lo repitas. Sobre todo, si es a la primera.»

Esta divagación viene a cuento de que el empirismo fantástico también funciona en cosas más triviales, como es mirar arte visual. Valga este ejemplo:
Tomo un conjunto de diez observadores creados por mí, y les pido que se concentren un minuto en la imagen de cabecera. Resultado: De los diez, sólo uno se limita a decirme escuetamente que se trata de una pintura atribuida a Piero di Cosimo, titulada ‘Construcción de un palacio’ (de hacia 1515-1520), hoy en un museo de los Estados Unidos.
Mis otros nueve observadores a lo mejor no saben eso; pero todos coinciden entre sí –y con el experimentador, por supuesto– en que ese cuadro, o lo que sea, les ha hecho ‘recordar’ de pronto algo visto en películas del Oeste. Las figuras alineadas en la veranda recuerdan a primera vista individuos con arma larga, listos para acribillar a los dos forasteros que cabalgan hacia el ‘Saloon’. Hasta el tinglado junto a una columna a la derecha les ha parecido un equipo de obreros erigiendo un poste del tendido del telégrafo.
¿Construcción de un palacio renacentista? Pues vaya, algo así es como dicen que nacieron muchas ciudades en descampados de América. Y eso explica sin lugar a dudas por qué un millonario americano, un nuevo rico, pujó por esta tabla en una subasta, sin tener ni idea de quién la pintó, ni quién fue Piero di Cósimo: sólo porque le evocaba el ajetreo cansino de las nuevas poblaciones vistas a lo largo del ferrocarril, cuando en vagones enteros, primero alquilados, luego propios, Mr. John Ringling transportaba de mar a mar “el Mayor Espectáculo del Mundo”: su Circo Ringling. (Luego ‘Ringling, Barnum & Bayle Circus’.)
De Circo a Museo. Tal vez el salto no sea tan mortal como lo parece. Y menos aquí, en Sarasota, Florida, donde la visita al Ringling Museum of Art se completa con la del anejo Museo del Circo.

Volviendo en mí. Los nueve observadores imaginativos de mi experimento  son criaturas mías. El otro, el de la respuesta objetiva y pedestre, debe de ser más bien algún alumno de un profesor de Arte que, describiendo la misma pintura, no ve nada que no esté en ella, y  habla,  por ejemplo, de dos personajes –primer plano, a la derecha «cabalgando sobre un caballo», más objetivo imposible.
No estoy criticando. Tengo abierto el Catálogo de una exposición muy digna de verse en Madrid, ‘Arquitecturas pintadas’. Hace la introducción el primer comisario, con un artículo de rigor sobre ‘Arquitectura y ciudades pintadas’. Allí es donde sale el Di Cosimo [1]. 
En un tema tan trillado, la bibliografía es descomunal. La del Catálogo, aunque restringida y orientativa, ofrece rico elenco de autoridades, –más de medio millar, por mi cuenta–, con cerca del millar de referencias. De esas autoridades, Delfín Rodríguez Ruiz lleva la palma con 27 títulos,  frente a uno solo de Gombrich y otro de Panofsky, por ejemplo.
No estoy criticando. En una bibliografia no debe incluirse más que lo que venga a cuento, y para algo es uno comisario. Pero es que Erwin Panfosky fue para mí el mistagogo que me inició en secretos, no para ver lo que está en un cuadro, lo que ve cualquiera, sino lo que flota entre el cuadro y tú; eso que sólo se ve con gafas Panofsky.
Con Panofsky me pasó como antes con Ernst Cassirer: eruditos apabullantes que te dejan desnudo en tu inopia, para luego piadosamente cubrirte con el manto de su saber, de modo que te ves más leído de lo que eres. Vamos, como el rey de la fábula.
Mi primera panofskiada fue aquel chismorreo delicioso que se trajeron Mr. & Mrs. Panofsky con La Caja de Pandora –que de entrada no era tal caja, sino πίθος, una tinaja o tonel–, en alucinante viaje literario e iconológico cuodlibetal, de omni re scibili, lo sabido y por saber. Ahora bien, ya en ese libro, que merqué de viejo en un viaje a Santiago de Compostela, había una referencia a un, para mí desconocido, Piero di Cosimo [2].
A Panofsky le debo el interés por ese artista, desigual y a hasta mediocre a veces como pintor, pero inquietante siempre, original y misterioso.  Esa investigación suya de los orígenes animales del hombre, los primeros ensayos de vida social, técnica, racional [3].
De sus intuiciones subyugantes, me quedo con el ‘Vulcano y Eolo’ (1500-1505). ¿Por qué eso ahora? Porque de nuevo me hace ‘recordar’ lo imaginario que nunca vi. Porque del mismo modo que en el Cosimo de los Ringling creí estar viendo el viejo Oeste, en el cuadro de la National Gallery de Ottawa asisto al nacimiento de la forja en mi propia tierra. De la mano de Panofsky me metí en ese escenario. Luego, ya por mi cuenta, me topé con el viejo Esteban de Garibay. 
       Garibay, como historiador vasco-español, fue sin duda el primero  que llamó la atención y entendió el significado de los escoriales dispersos por las cumbres de nuestra geografía. Con rara sensibilidad antropológica (que ya advirtió Caro Baroja), nuestro guipuzcoano, que  compartía con Di Cosimo la misma preocupación  por los principios de las cosas, se dio cuenta de que aquellos vestigios no estaban allí porque alguien los hubiese llevado, sino porque allí estuvieron las primeras ferrerías y fraguas, las ‘de aire’, o de altura, muy anteriores a las hidráulicas. Aquellos desperdicios aparecen a veces junto con otros restos de industria humana asociada, o vestigios de albergues temporales, como esa choza en construcción que pinta Piero [4]:

«No dudo en haber sido las primeras herrerías en alturas destas mesmas montañas, y que a fuerza de brazos y soplando, y no con instrumento y ruedas del agua, comenzaron las primeras fundiciones. Y muévome a escribir esto, porque hoy día se ven en muchas alturas de Cantabria montones de heces y escorias…, y otras cosas de las fraguas antiguas. »

La verdad es que no conozco mejor ilustración para ese texto imaginativo de Garibay que la fantasía de Piero di Cosimo, con el maestro Vulcano inventando la primera herradura, mientras Eolo con su par de fuelles aviva el fuego.
Buscando fuentes de inspiración, se cita en primer lugar la Genealogía de los Dioses gentílicos  de Boccaccio (1472). Yo pondría también a Polidoro Virgilio (m. 1555) y su ensayo sobre Los inventores de las cosas (1499), una obra que también Garibay pudo conocer, y que por hablar con demasiada franqueza sobre el origen de algunas cosas y costumbres cristianas entró en el Índice de autores y libros prohibidos, hasta que lo expurgaron.
Pero fuera de esos textos de común alcance, sería más interesante conocer los círculos de interés en que pudo moverse un artista introvertido y algo huraño, aunque no fuese el misántropo medio loco que nos dejó Vasari [5].
Piero di Lorenzo prefirió apellidarse di Cosimo en honor de su maestro Cosme Roselli.  Seguro que un joven reflexivo como él sabía prescindir del palique: «tan amigo de la soledad, que sólo disfrutaba cuando, a solas con sus pensamientos, se perdían fantaseando y construyendo sus castillos en el aire». Una tendencia que, según el biógrafo, fue a más al quedarse huérfano de Roselli.  Desde entonces,

«vivía encerrado, sin dejarse ver trabajando, haciendo vida más bestial que humana, comiendo cuando le daba el hambre… El que para alimentarse del huerto nunca quiso distinguir entre hortalizas y yerbajos…, más tarde enamorado del arte, y olvidado de toda comodidad, se redujo a comer sólo huevos duros, que por ahorrar lumbre cocía en el mismo caldero de la cola; y no seis ni ocho cada vez, sino en lotes de cincuenta, que luego consumía poco a poco…
Ya enfermo de puro viejo, con casi 80 años (¡!), prácticamente inválido, rehusaba con brusquedad toda ayuda… Quería trabajar, mas por la parálisis no podía, y le daba tanta cólera que quería desgarrarse las manos, que las tenía tiesas. El tiento se le caía al suelo, y hasta los pinceles, que era una lástima. Se irritaba con las moscas y le enfadaba hasta su sombra.
Algún amigo que iba a visitarle le animaba a reconciliarse con Dios. Pero él nunca pensaba en morirse. Y no es que no fuese buen creyente, pues era observantísimo, aun viviendo como un animal…
Maldecía de los médicos, de los boticarios, de los que cuidan enfermos matándoles de hambre. La mejor de las muertes, según él, la del ajusticiado, con tanto ambiente y tanto golpe de público ofreciéndote refrescos y animándote con buenas palabras, con el cura y la gente rezando por ti, los ángeles a la espera para llevarte al paraíso, y con un poco de suerte la palmas de golpe, que ni te enteras.
En suma, que viviendo él a su aire de forma tan extraña, al cabo una mañana le hallaron muerto al pie de una escalera.» 

Vaya con el Vasari. La verdad más verdadera es que el buen Piero, nacido el 2 de enero de 1462, murió de peste el 12 de abril de 1522, con 60 años cumplidos. El gran número de discípulos que tuvo tampoco casa bien con una vida de total aislamiento, cuando por otra parte se habla de su popularidad entre la juventud de Florencia, entusiasmada con las máscaras y carrozas carnavalescas que brotaban de la fantasía del maestro.
Así pues, aunque  con el Di Cosimo me haya salido bien el primer experimento imaginario, pienso repetirlo con los otros cuadros de la serie, buscando las raíces identitarias que a todos nos unen en lo humano.


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[1] Arquitecturas pintadas. Del Renacimiento al siglo XVIII. Museo Thyssen-Bornemisza / Fundación Caja Madrid (18 octubre 2011 – 22 enero 2012). Madrid, 2011, 436 págs.
[2] Erwin y Dora Panofsky, La Caja de Pandora. Aspectos cambiantes de un símbolo mítico. Barcelona, Barral, 1974, pág. 41 (nota).
[3] Panofsky, “La historia primitiva del hombre en dos ciclos de pinturas de Piero di Cosimo”, cap. 2 de Estudios sobre Iconología. Madrid, Alianza, 31979, págs. 45-92
[4] Esteban de Garibay, Compendio Historial, libro 4, cap. 26, sobre todo.
       [5] Giorgio Vasari, Le Vite (ed. G. Innamorati), Milano, Rizzoli, 2: 641-655.





3 comentarios:

  1. Recordar, que es despertar. Por favor, no deje de repetir.
    (Elefante de Guerra del maestro de Berlanga, maestro en recordar lo imaginado).

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  2. En efecto: Recuerde el alma adormida, / avive el seso y despierte

    «Recordar: despertar el que duerme, o bolver en acuerdo…» (Covarrubias).

    Paradoja platónica, sobre la posibilidad de concimiento que no sea memoria.

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  3. No me atrevo a describir lo que vi yo. Tiene que ver, en primer lugar, con el protagonista del encargo. Tal vez tuvo que emigrar o arrostrar retos intimidantes para reunir la fortuna que le permitió hacer realidad un sueño de revancha, concebido en tiempos de penuria, materializado en un palacio que debía dejar boquiabiertos a sus coetáneos y rendirse a sus pies.

    Pienso también en el cantero, tal vez atribulado ante una fase de caída en la demanda de sus servicios, que sobrevive con encargos menores y, de repente, le llega el milagro de un encargo que le proporcionará un volumen de ingresos sobrados para asegurar su vejez.

    Cada vez que veo una casa en ruinas cuyo porte estructural y los sillares que devora la hiedra y las malas hierbas como símbolos de la depredación de una herencia mal resuelta, miro las paredes con compasión, pensando en las renuncias, los sacrificios, incluso los padecimientos de quien hizo un encargo arquitectónico llamado a evidenciar ante los vecinos su poderío y su éxito. No me cuesta imaginar la alegría y el orgullo que sintieron los propietarios cuando vieron su sueño cumplido y el valor inmenso que tenía para ellos esa mansión (o esa casa llamativa en su entorno y lloro con ellos por el destino al que la condenó la mezquindad de sus herederos.

    Toda ruina es la plasmación de una concepción artística. El poderoso devenido o de cuna, primero construye la casa, casona o palacio y luego encarga los ornamentos más codiciados para adornarla, en el ámbito de sus posibilidades. Gracias a ello, disponemos de obras pictóricas y esculturales excelsas.

    Quedo a la espera de otras entradas llamadas a continuar la serie.

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