A los queridos amigos
Xabier
Orue-Etxebarria
y
Estibaliz Apellániz,
buscadores
de ferrerías eólicas
en
el viento melancólico del País Vasco
Los experimentos
imaginarios son los que mejor funcionan. En ciencias, por supuesto. En política
o economía, para nada.
En Física y Cosmología,
fue la imaginación de Galileo, la misma de Kepler, Newton y Einstein, con sus
experimentos ideales impecables, la que dictó esas fórmulas matemáticas, bellas
y verdaderas (por ese orden o cualquier otro), que como una revelación bíblica
nos abren ese mundo a nuevas fantasías.
A un buen experimento
imaginario, lo que más se le aproxima es el experimento real bien retocado y ajustado.
Como las cuentas de la vieja que sacaba Mendel
con sus guisantes; o como la doble hélice de juguete que terminaron montándose Watson
y Crick para figurar el ADN. Esos experimentos reales, de los que se dice con
cinismo: «Si te sale bien, no lo repitas. Sobre todo, si es a la primera.»
Esta divagación viene a
cuento de que el empirismo fantástico también funciona en cosas más triviales, como es mirar arte visual. Valga este ejemplo:
Tomo un conjunto de diez
observadores creados por mí, y les pido que se concentren un minuto en la imagen
de cabecera. Resultado: De los diez, sólo uno se limita a decirme escuetamente
que se trata de una pintura atribuida a Piero di Cosimo, titulada ‘Construcción
de un palacio’ (de hacia 1515-1520), hoy en un museo de los Estados Unidos.
Mis otros nueve
observadores a lo mejor no saben eso; pero todos coinciden entre sí –y con el
experimentador, por supuesto– en que ese cuadro, o lo que sea, les ha hecho ‘recordar’
de pronto algo visto en películas del Oeste. Las figuras alineadas en la
veranda recuerdan a primera vista individuos con arma larga, listos para
acribillar a los dos forasteros que cabalgan hacia el ‘Saloon’. Hasta el
tinglado junto a una columna a la derecha les ha parecido un equipo de obreros erigiendo
un poste del tendido del telégrafo.
¿Construcción de un
palacio renacentista? Pues vaya, algo así es como dicen que nacieron muchas
ciudades en descampados de América. Y eso explica sin lugar a dudas por qué un millonario
americano, un nuevo rico, pujó por esta tabla en una subasta, sin tener ni idea
de quién la pintó, ni quién fue Piero di Cósimo: sólo porque le evocaba el
ajetreo cansino de las nuevas poblaciones vistas a lo largo del ferrocarril,
cuando en vagones enteros, primero alquilados, luego propios, Mr. John Ringling
transportaba de mar a mar “el Mayor Espectáculo del Mundo”: su Circo Ringling. (Luego
‘Ringling, Barnum & Bayle Circus’.)
De Circo a Museo. Tal
vez el salto no sea tan mortal como lo parece. Y menos aquí, en Sarasota,
Florida, donde la visita al Ringling Museum of Art se completa con la del anejo
Museo del Circo.
Volviendo en mí. Los
nueve observadores imaginativos de mi experimento son criaturas mías. El otro, el de la
respuesta objetiva y pedestre, debe de ser más bien algún alumno de un profesor de Arte que, describiendo la misma pintura, no ve nada que no esté
en ella, y habla, por ejemplo, de dos personajes –primer plano, a la derecha– «cabalgando
sobre un caballo», más objetivo imposible.
No estoy criticando. Tengo
abierto el Catálogo de una exposición muy digna de verse en Madrid, ‘Arquitecturas
pintadas’. Hace la introducción el primer comisario, con un artículo de rigor sobre ‘Arquitectura y ciudades pintadas’. Allí es donde sale el Di Cosimo [1].
En un tema tan trillado, la bibliografía es descomunal. La del Catálogo, aunque restringida y
orientativa, ofrece rico elenco de autoridades, –más de medio millar, por mi
cuenta–, con cerca del millar de referencias. De esas autoridades, Delfín Rodríguez
Ruiz lleva la palma con 27 títulos, frente
a uno solo de Gombrich y otro de Panofsky, por ejemplo.
No estoy criticando. En
una bibliografia no debe incluirse más que lo que venga a cuento, y para algo es uno comisario. Pero es que
Erwin Panfosky fue para mí el mistagogo que me inició en secretos, no para ver
lo que está en un cuadro, lo que ve cualquiera, sino lo que flota entre el
cuadro y tú; eso que sólo se ve con gafas Panofsky.
Con Panofsky me pasó
como antes con Ernst Cassirer: eruditos apabullantes que te dejan desnudo en tu
inopia, para luego piadosamente cubrirte con el manto de su saber, de modo
que te ves más leído de lo que eres. Vamos, como el rey de la fábula.
Mi primera panofskiada fue aquel chismorreo delicioso que se trajeron Mr. & Mrs.
Panofsky con La Caja de Pandora –que de entrada no era tal caja, sino πίθος,
una tinaja o tonel–, en alucinante viaje literario e iconológico cuodlibetal, de
omni re scibili, lo sabido y por saber. Ahora bien, ya en ese libro, que merqué
de viejo en un viaje a Santiago de Compostela, había una referencia a un, para
mí desconocido, Piero di Cosimo [2].
A Panofsky le debo el
interés por ese artista, desigual y a hasta mediocre a veces como pintor, pero inquietante
siempre, original y misterioso. Esa
investigación suya de los orígenes animales del hombre, los primeros ensayos de
vida social, técnica, racional [3].
De sus intuiciones subyugantes,
me quedo con el ‘Vulcano y Eolo’ (1500-1505). ¿Por qué eso ahora? Porque de nuevo me hace ‘recordar’ lo
imaginario que nunca vi. Porque del mismo modo que en el Cosimo de los Ringling
creí estar viendo el viejo Oeste, en el cuadro de la National Gallery de
Ottawa asisto al nacimiento de la forja en mi propia tierra. De la mano de Panofsky me metí en ese escenario. Luego, ya por mi cuenta, me topé con el viejo Esteban
de Garibay.
Garibay, como historiador vasco-español, fue sin duda el primero que llamó la atención y entendió el significado de los escoriales dispersos por las cumbres de nuestra geografía. Con rara sensibilidad antropológica (que ya advirtió Caro Baroja), nuestro guipuzcoano, que compartía con Di Cosimo la misma preocupación por los principios de las cosas, se dio cuenta de que aquellos vestigios no estaban allí porque alguien los hubiese llevado, sino porque allí estuvieron las primeras ferrerías y fraguas, las ‘de aire’, o de altura, muy anteriores a las hidráulicas. Aquellos desperdicios aparecen a veces junto con otros restos de industria humana asociada, o vestigios de albergues temporales, como esa choza en construcción que pinta Piero [4]:
Garibay, como historiador vasco-español, fue sin duda el primero que llamó la atención y entendió el significado de los escoriales dispersos por las cumbres de nuestra geografía. Con rara sensibilidad antropológica (que ya advirtió Caro Baroja), nuestro guipuzcoano, que compartía con Di Cosimo la misma preocupación por los principios de las cosas, se dio cuenta de que aquellos vestigios no estaban allí porque alguien los hubiese llevado, sino porque allí estuvieron las primeras ferrerías y fraguas, las ‘de aire’, o de altura, muy anteriores a las hidráulicas. Aquellos desperdicios aparecen a veces junto con otros restos de industria humana asociada, o vestigios de albergues temporales, como esa choza en construcción que pinta Piero [4]:
«No dudo en haber sido las primeras herrerías en
alturas destas mesmas montañas, y que a fuerza de brazos y soplando, y no con
instrumento y ruedas del agua, comenzaron las primeras fundiciones. Y muévome a
escribir esto, porque hoy día se ven en muchas alturas de Cantabria montones de
heces y escorias…, y otras cosas de las fraguas antiguas. »
La verdad es que no
conozco mejor ilustración para ese texto imaginativo de Garibay que la fantasía de Piero di Cosimo,
con el maestro Vulcano inventando la primera herradura, mientras Eolo con su
par de fuelles aviva el fuego.
Buscando fuentes de
inspiración, se cita en primer lugar la Genealogía de los Dioses gentílicos de Boccaccio (1472). Yo pondría también a
Polidoro Virgilio (m. 1555) y su ensayo sobre Los inventores de las cosas (1499),
una obra que también Garibay pudo conocer, y que por hablar con demasiada franqueza sobre el origen de algunas
cosas y costumbres cristianas entró en el Índice de autores y libros prohibidos,
hasta que lo expurgaron.
Pero fuera de esos
textos de común alcance, sería más interesante conocer los círculos de interés
en que pudo moverse un artista introvertido y algo huraño, aunque no fuese el
misántropo medio loco que nos dejó Vasari [5].
Piero di Lorenzo
prefirió apellidarse di Cosimo en honor de su maestro Cosme Roselli. Seguro que un joven reflexivo como él sabía prescindir
del palique: «tan amigo de la soledad, que sólo disfrutaba cuando, a solas con
sus pensamientos, se perdían fantaseando y construyendo sus castillos en el
aire». Una tendencia que, según el biógrafo, fue a más al quedarse huérfano de
Roselli. Desde entonces,
«vivía encerrado, sin dejarse ver trabajando, haciendo
vida más bestial que humana, comiendo cuando le daba el hambre… El que para
alimentarse del huerto nunca quiso distinguir entre hortalizas y yerbajos…, más
tarde enamorado del arte, y olvidado de toda comodidad, se redujo a comer sólo
huevos duros, que por ahorrar lumbre cocía en el mismo caldero de la cola; y no
seis ni ocho cada vez, sino en lotes de cincuenta, que luego consumía poco a
poco…
Ya enfermo de puro viejo, con casi 80 años (¡!),
prácticamente inválido, rehusaba con brusquedad toda ayuda… Quería trabajar, mas
por la parálisis no podía, y le daba tanta cólera que quería desgarrarse las
manos, que las tenía tiesas. El tiento se le caía al suelo, y hasta los
pinceles, que era una lástima. Se irritaba con las moscas y le enfadaba hasta
su sombra.
Algún amigo que iba a visitarle le animaba a
reconciliarse con Dios. Pero él nunca pensaba en morirse. Y no es que no fuese
buen creyente, pues era observantísimo, aun viviendo como un animal…
Maldecía de los médicos, de los boticarios, de
los que cuidan enfermos matándoles de hambre. La mejor de las muertes, según
él, la del ajusticiado, con tanto ambiente y tanto golpe de público
ofreciéndote refrescos y animándote con buenas palabras, con el cura y la gente
rezando por ti, los ángeles a la espera para llevarte al paraíso, y con un poco
de suerte la palmas de golpe, que ni te enteras.
En suma, que viviendo él a su aire de forma tan
extraña, al cabo una mañana le hallaron muerto al pie de una escalera.»
Vaya con el Vasari. La
verdad más verdadera es que el buen Piero, nacido el 2 de enero de 1462, murió
de peste el 12 de abril de 1522, con 60 años cumplidos. El gran número de discípulos que tuvo tampoco casa bien con una vida de total aislamiento, cuando por otra
parte se habla de su popularidad entre la juventud de Florencia, entusiasmada
con las máscaras y carrozas carnavalescas que brotaban de la fantasía del maestro.
Así pues, aunque con el Di Cosimo me haya salido bien el
primer experimento imaginario, pienso repetirlo con los otros cuadros de la
serie, buscando las raíces identitarias que a todos nos unen en lo humano.
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[1] Arquitecturas
pintadas. Del Renacimiento al siglo XVIII. Museo Thyssen-Bornemisza / Fundación
Caja Madrid (18 octubre 2011 – 22 enero 2012). Madrid, 2011, 436 págs.
[2] Erwin y Dora
Panofsky, La Caja de Pandora. Aspectos cambiantes de un símbolo mítico. Barcelona,
Barral, 1974, pág. 41 (nota).
[3] Panofsky, “La
historia primitiva del hombre en dos ciclos de pinturas de Piero di Cosimo”, cap.
2 de Estudios sobre Iconología. Madrid, Alianza, 31979, págs. 45-92
[4] Esteban de Garibay, Compendio
Historial, libro 4, cap. 26, sobre todo.
[5] Giorgio Vasari, Le Vite (ed. G. Innamorati), Milano, Rizzoli, 2: 641-655.
Recordar, que es despertar. Por favor, no deje de repetir.
ResponderEliminar(Elefante de Guerra del maestro de Berlanga, maestro en recordar lo imaginado).
En efecto: Recuerde el alma adormida, / avive el seso y despierte…
ResponderEliminar«Recordar: despertar el que duerme, o bolver en acuerdo…» (Covarrubias).
Paradoja platónica, sobre la posibilidad de concimiento que no sea memoria.
No me atrevo a describir lo que vi yo. Tiene que ver, en primer lugar, con el protagonista del encargo. Tal vez tuvo que emigrar o arrostrar retos intimidantes para reunir la fortuna que le permitió hacer realidad un sueño de revancha, concebido en tiempos de penuria, materializado en un palacio que debía dejar boquiabiertos a sus coetáneos y rendirse a sus pies.
ResponderEliminarPienso también en el cantero, tal vez atribulado ante una fase de caída en la demanda de sus servicios, que sobrevive con encargos menores y, de repente, le llega el milagro de un encargo que le proporcionará un volumen de ingresos sobrados para asegurar su vejez.
Cada vez que veo una casa en ruinas cuyo porte estructural y los sillares que devora la hiedra y las malas hierbas como símbolos de la depredación de una herencia mal resuelta, miro las paredes con compasión, pensando en las renuncias, los sacrificios, incluso los padecimientos de quien hizo un encargo arquitectónico llamado a evidenciar ante los vecinos su poderío y su éxito. No me cuesta imaginar la alegría y el orgullo que sintieron los propietarios cuando vieron su sueño cumplido y el valor inmenso que tenía para ellos esa mansión (o esa casa llamativa en su entorno y lloro con ellos por el destino al que la condenó la mezquindad de sus herederos.
Toda ruina es la plasmación de una concepción artística. El poderoso devenido o de cuna, primero construye la casa, casona o palacio y luego encarga los ornamentos más codiciados para adornarla, en el ámbito de sus posibilidades. Gracias a ello, disponemos de obras pictóricas y esculturales excelsas.
Quedo a la espera de otras entradas llamadas a continuar la serie.