Querido maese Lemuel Gulliver:
Ya casi ni recuerdo cuándo quedamos en dedicar un último palique a la Cartuja de Pavía, en tanto que panteón familiar de la dinastía Visconti. Porque esto fue ese monasterio, en la idea del fundador Juan Galeazzo Visconti. De momento, como Duque de Milán, aunque pronto quién sabe si como Rey de Italia – quién era él, simple mortal, para poner coto a los designios divinos. Si pensamos que, en paralelo, el mismo duque lleva adelante su otra obra magna, el enorme Duomo de Milán, y alguna iglesia más, se preguntará usted como yo de dónde sacaba para tanto gasto en devociones de lujo. Un cóctel de vanagloria. miedo al infierno y amor al arte hacían esos milagros con el botín de guerra de un aventurero renacentista con suerte.
En octubre de 1401 el Duque deja todo el cuidado de las obras de la Cartuja en manos del prior, con la iglesia todavía a ras de tierra. Él tiene otras cosas en qué pensar. Tiene a Florencia al alcance de la mano, se ve amo de Italia, y hasta se ha encargado una corona real a medida, cetro y anillo, con el manto y alhajas para tales trances. Cuando de pronto, todo aquel castillo de ilusión se viene abajo. En Pavía se declara la peste. Él huye al campo, a la aldea de Melegnano, pero va tocado y muere allí, el 3 de septiembre de 1402.
Posturas para la eternidad
Se abre el testamento que había dictado en 1397. Allí, entre profesiones de fe, encargos de sufragios y últimas voluntades, dejaba su corazón para la basílica de San Miguel de Pavía, las entrañas a San Antón Abad en Milán, y el resto de su cuerpo iría a su Cartuja de las Gracias. En esta iglesia mandaba hacer un monumento sobre siete gradas donde se pondría su sarcófago, y encima él mismo en estatua sedente en un trono con las insignias ducales, gorro y manto, detrás del altar mayor para no perderse una misa hasta el Día del Juicio.
La verdad, estos mausoleos en los templos serán obras de arte, pero también estorbos, no sé usted cómo lo verá. Usted sabe, en la Cartuja de Miraflores (Burgos), Isabel la Católica plantó al pie del altar la tumba de sus padres con las estatuas yacentes, que no quitan la vista. Pues aun así, recuerdo una vez, hablando con el prior Dom Agustín (Juvencio) Hospital sobre el estropicio que hicieron los franceses profanadores de tumbas reales, entre bromas y veras dijo (era guasón el buen padre) que ojalá se lo hubiesen llevado a Francia a pedazos, por el estorbo que hace allí el catafalco para la liturgia. Ahora imagine usted, mi señor Gulliver, a un bribón como el duque Galeazzo de cara al público, por encima del altar mayor, sentado y cubierto presidiendo todas las ceremonias. Imagínelo aunque sólo sea de tamaño natural; porque si llega a ser como los colosos que usted conoció en su viaje americano del Adventure –o sin ir tan lejos, como los santones que hay plantados en esta misma iglesia–, ni le digo.
Se preguntará usted: «¿Llegó a ser realidad la idea del Visconti?» Pues verá. La cosa llevó su tiempo, porque la iglesia se levantó despacio; pero en fin, 72 años después, o sea en 1474, ya estaba en condiciones de recibir el cuerpo del fundador. Ahora bien, ¿de veras, su cuerpo? Juan Galeazzo murió apestado, y varios días lo tuvieron sin enterrar y sin dar la noticia. Finalmente se le hizo el funeral en la catedral de Milán, pero el difunto, por las nuevas normas de higiene pública, no estaba en condiciones de asistir de cuerpo presente. La verdad oficial es que lo trasladaron a no sé qué abadía, y allí se pierde la pista segura del cadáver del duque..., o de quien hizo sus veces. Porque también se dijo que por pavor del contagio habían quemado el cadáver, y para las ceremonias se agenció otro muerto [1].
El destino del cuerpo era la Cartuja de Pavía, pero entre tanto anduvo primero a la catedral, y de allí a la cripta de San Pedro en Cielo de Oro, junto al filósofo Boecio y el rey godo Luitprando, pero sobre todo al lado de su padre Galeazzo II, que fue señor de Milán y fue quien le lanzó a la política. En aquellos siglos las iglesias se disputaban estos cadáveres exquisitos, fuente de aniversarios y limosnas. Por eso, cuando el prior de la Cartuja con el testamento en la mano reclamó lo suyo, los agustinos de San Pedro se hicieron los tontos. Finalmente en 1474 se exhumaron los restos para su traslado, con un cortejo de más de 4.000 personas, que en la cartuja fueron obsequiadas por el prior y monjes con almuerzo todavía recordado.
«O sea, que ahora sí...». Pues agárrese, amigo Gulliver, que aquí le traigo a un turista que visitó el lugar 20 años después y cuenta lo que vio. Se trata del caballero flamenco Felipe de Commynes, diplomático flamenco al servicio del rey de Francia, y vea lo que dice en sus Memorias sobre nuestro Juan Galeazzo [2]:
«El primero de este nombre en la casa de Milán, un tirano malvado de marca mayor, aunque honorable. Su cuerpo sigue siempre en los Cartujos de Pavía, cerca del Parque, más alto que el altar mayor. Tanto él como su caballo sobresalían por arriba del altar, tallados en piedra, y su cuerpo estaba debajo de las patas del caballo. Los cartujos me lo han mostrado, o a lo menos sus huesos (a los que se llega por una escalera de mano), que olían como manda naturaleza.
Uno de los monjes, natural de Bourges, me lo trató de‘santo’. Hablándole a la oreja, le pregunto por qué le llamaba santo, si alrededor de él podía ver pintados los escudos de tantas ciudades que usurpó, donde no tenía ningún derecho. Me respondió en voz baja:
–Es que aquí llamamos ‘santos’ a todos los que nos hacen bien.
Él fue quien hizo esta hermosa iglesia de los Cartujos, en verdad la más hermosa que jamás he visto, toda ella de hermoso mármol.»
¿Con que nos parecía mal el difunto sentado? Pues ahí lo tiene usted, a caballo. Y no nos digan que es frecuente en el arte sepulcral de entonces poner el personaje a caballo encima del sarcófago. Cierto, pero no encima como quien dice del altar mayor. De todas formas, los monjes no lo querían allí, a caballo ni a pie o sentado, ni siquiera de rodillas. Un ‘santo’ de aquellas hechuras como mejor estaba en la iglesia era haciendo el muerto en un rincón. Así que le encargaron el monumento definitivo que vemos en el extremo derecho del transepto, discretamente colocado. Obra acabada por Cristóbal Romano y otros en 1498. Su estreno coincidió con la consagración de la iglesia por el extremeño don Bernardino López de Carvajal, cardenal y legado pontificio, en solemne ceremonia figurada en un relieve en la puerta. Esta celebración dio lugar a otro banquetazo que ofrecieron los cartujos. El arca de Juan Galeazzo es una de las maravillas de la Cartuja de Pavía, y como monumento funerario, modelo en su género.
Pero a todo esto, repare usted que es el único sepulcro en toda la iglesia. Poca tumba para tanto panteón ‘familiar’, y más tratándose de un hombre que tuvo, además de las amantes, dos mujeres legítimas. Así lo vio también años más tarde el rey de Francia (1506), quien exigió el traslado de la primera esposa, Isabel de Valois, muerta en 1473 a sus 23 años, que al no haber dejado hijo varón superviviente al padre estaba la pobre olvidada en San Francisco de Pavía. Remolonearon los milaneses, por el gasto, pero al fin la trajeron en 1570. Y ya se sabe, a estos entierros (como se decía aquí en Bilbao) se apuntaba hasta Pitarque, por el refrigerio. Nuevamente anfitriones, los cartujos estuvieron a la altura ofreciendo, «con lujo inaudito», un triduo de banqueteo en varias salas, separados los comensales según categorías, iluminadas las noches por una turba de mendigos provistos de hachas de viento, cada uno con su espuerta para recoger las sobras.
Una situación delicada se creó al pretender las damas entrar en la clausura, privilegio reservado a reinas, princesas y similares. Como usted habrá imaginado bien, ellas se salieron con la suya, fisgando por toda la casa, como séquito multitudinario de la Prima Donna, que sería (supongo) doña Juana de la Lama, mujer del gobernador español Gabriel de la Cueva. Y los monjes a rezongar su disgusto, aunque no sé si sería sólo por esto, o por los 3.000 ducados de oro que dicen les costó la broma. Si le interesa, lo busco; como también le busco dónde pusieron a la nueva inquilina difunta, que yo no lo vi, y desde luego, en la cama de Juan Galeazzo no hay sitio para dos.
En cuanto a la otra esposa, Catalina Visconti, fue nada menos que la inspiradora de esta cartuja, pero ya vimos cómo el marido la dejó de lado. Lo de Catalina Visconti es de tragedia griega. Era prima hermana de su marido, el que por sospechas encerró al padre de ella, Bernabé Visconti, en el castillo de Monza, donde le hizo envenenar. La historia se repite en la hija, que al quedar viuda de Juan Galeazzo (1402) toma la regencia de Milán por su primogénito Juan Maria. Pero el mozalbete presta oídos a un intrigante cortesano, y acusando a la propia madre de traición la encierra en Monza. El resto se imagina. Juan María Visconti salió un degenerado sanguinario, que finalmente murió asesinado en Pavía, en una conjura. Si Catalina en vida nunca fue invitada a los fastos de su Cartuja, tampoco era de esperar que se trajese su cadáver perdido en Monza.
Ludovico el Moro y Beatriz de Este
Miremos ahora al otro extremo del transepto, que él sólo vale por una gran iglesia. Allí parece haber un sepulcro. Son las estatuas yacentes de Ludovico Sforza, duque de Milán, y su mujer Beatriz de Este. La sustitución de los Visconti por los Sforza empezó por matrimonio del condottiero Francisco Sforza con una Visconti propietaria, y fue un proceso tan siniestro como toda la historia del ducado en general, que mejor ni recordarla para no amargar la visita. Baste decir que el hijo y V Duque (1466-1476) Galeazzo María Sforza, vivió como un sádico y murió acuchillado en una iglesia, dejando un heredero de siete años, Juan Galeazzo Sforza (1476-1494), a cargo de su tío Ludovico, hermano del padre. El regente lo tuvo claro desde el principio: puso al joven duque en la senda del placer, mientras él gobernaba de hecho, y cuando a Juan Galeazzo le nació su primer hijo en 1491 su suerte estuvo echada, porque a la temprana edad de 25 años falleció sin previo aviso. Tío Ludovico hizo correr que el abuso del coito llevó al joven duque a la tumba. Los médicos sin embargo se hicieron otra idea, pues el difunto gozaba de buena salud. La gente es mal pensada, y peor lo fue cuando Ludovico tomó para sí las insignias de un gobierno que ya ejercía. El cui prodest, ya sabe.
Si la formación moral de Ludovico era manifiestamente mejorable, en cambio su formación cultural, económica y política no eran malas. Experto en arte, se interesó de modo especial por la Cartuja de Pavía, de tal modo que no es disparate decir que toda esta parte cabecera de la iglesia, tal como la vemos, fue idea suya. Así, como segundo fundador, el Sforza se hizo pintar en la pared con su padre Francisco, los dos rezando delante de la Coronación de la Virgen, justo enfrente del Visconti que vimos con sus hijos ofreciendo la maqueta del templo a la Madonna.
Pero no nos engañemos. El monumento funerario que hay debajo de la pintura no corresponde a ninguna tumba, es un cenotafio. Ludovico Sforza, llamado ‘el Moro’, murió en Loches (Francia) cautivo de Luis XII (1508) y su cuerpo fue trasladado a Santa María de las Gracias de Milán, junto al de Beatriz.
En 1564 se trajeron de allí las estatuas, pero no los cuerpos, y no sabiendo bien donde ponerlas, estuvieron incluso de plantón incrustadas en la pared, detrás del arca del Visconti. Finalmente, en 1891 se montó el cenotafio disparejo tal y donde lo vemos. Mejor así, como lo piden los rostros y el gesto corporal, y como luce mejor la orgía de pliegues (los de él sobre todo). Lo que no hay modo de disimular es la diferencia de estatura, y los chapines de medio palmo que se calza la hermosa Beatriz más bien la exageran.
El impulso del Moro a las obras de la Cartuja no se detuvo durante su cautiverio, pues los reverendos padres habían contraído el ‘mal de piedra’. Todavía vivía aquél en su prisión –ahora más severa, desde que intentó fugarse–, cuando una ruidosa república de artistas y obreros en plena faena recibía, en el otoño de 1506, la visita de otro personaje. Esta vez era un holandés, que por cierto no mostró especial aprecio al arte, ni siquiera en su versión italiana. Se hacía llamar Erasmo de Rotterdam, y venía de Turín, donde se había recibido de Doctor en Teología. A decir verdad, no hacía mucho caso de semejante título, pero lo necesitaba para tapar la boca a la clerigalla que le denunciaba por intrusismo, cuando era simple maestro en Artes. Iba de paso para Bolonia, donde finalmente vería un espectáculo singular: la entrada del papa Julio II con la armadura de general bajo el manto de pontífice al frente de su tropa. Aquella imagen absurda nunca se le borró de la memoria, y a la muerte del papa circuló un panfleto anónimo con una estampa y texto, poniendo en ridículo al difunto que en la misma guisa militar quería ahora asaltar el cielo. ‘Julio excluido del Paraíso’, se titulaba la parodia.
Pues, como le digo, Erasmo vino, vio, y he aquí lo que comentó en uno de sus diálogos (y con ello no le aburro más, mi sufrido amigo) [3]:
«Cuando estuve en Lombardía vi cierto monasterio de la orden de los cartujos, no lejos de Pavía. Tiene la iglesia toda de mármol blanco, por dentro y por fuera, de abajo arriba, y casi todo lo que contiene es de mármol: los altares, las columnas, las tumbas. ¿Qué sentido tenía, gastar tanto dinero para que unos pocos monjes solitarios cantaran en un templo marmóreo? Un templo que para ellos es una carga inútil, invadida un día sí y otro también por huéspedes que no van allí a otra cosa que a contemplar aquel templo de mármol. Allí me enteré de algo más necio todavía, y es que para la construcción del monasterio disponen de un legado de 3.000 ducados de renta anual. Y algunos piensan que no hay derecho a desviar ese dinero para usos piadosos, contra lo mandado por el testador, de modo que prefieren derribar para reconstruir, antes que parar las obras. Es un caso singular, y por eso lo traigo a cuento, pero en nuestro templos se dan constantemente ejemplos parecidos. A mí esto me parece ambición, no limosna. Los ricos desean para sí un monumento en los templos, donde antiguamente no había lugar ni para los santos. Con esos trastos ocupan buena parte del espacio, y a este paso acabarán pidiendo que sus cadáveres se coloquen encima de los altares.»
Como ve, maese Lemuel, es este un debate abierto, y no espere usted que el pobre Belosti con sus cortos alcances se meta en camisa de tantas varas. Usted, que es tan viajado, seguro que ha conocido en alguna ínsula o semipenínsula no descrita en los mapas cómo piensan de nuestra rareza gentes que a nosotros se nos antojan raras. La Razón es como una verja recta que separa un mundo sano de un manicomio: el problema es, de qué lado cae lo uno y lo otro, pues desde ambos la gente señala a los de enfrente. Y baste de palique.
Sin otro particular, reciba todo el aprecio de su buen amigo y s. s.,
____________________________________
[1] La peste por excelencia era la negra o bubónica. Pero, por el miedo que ésta producía, cualquier epidemia era ‘peste’. De qué murió G. G. Visconti, no se sabe.
[2] Mémoires de Philippe de Commynes. París, Jules Renouard et Cie, 1843, Libro 7, cap. 9. Tomo 2, págs. 352-353. La historia parece cierta, y la confirma el detalle de los escudos de ciudades ‘usurpadas’, es decir, conquistadas, pues consta que ya antes de traer aquí el ataúd estuvo cubierto de rico paño con los escudos de ellas.
[3] Coloquios de Erasmo. ‘El convite religioso’.
Muy honrado por su dedicatoria, querido Maestro.
ResponderEliminarMe ha encantado su colofón a la serie cartujana. Estoy, literalmente, como un niño con palique nuevo.
Deliciosa la cita de Felipe de Commynes sobre Juan Galeazo: -“Es que aquí llamamos ‘santos’ a todos los que nos hacen bien”. No andará muy lejos la opinión que tenían sobre sus patrones las personas que habitaban cerca de los entornos de Al Capone o Pablo Escobar.
En cuanto a la ubicación del difunto sentado sobre el sarcófago o la posterior solución, sobre un caballo, asistiendo en el altar mayor de esa guisa a todas las liturgias hasta el día del Juicio Final, ¿qué quiere que le diga?. Creo que en alguna ocasión le he comentado mis raíces parcialmente seguntinas. No sé si por sobriedad, por falta de valor o por carencia de sentido teatral, los castellanos del último Medievo y del primer Renacimiento no despegaban de la tapa de piedra de sus sepulcros ni a las estatuas de los Reyes, Obispos y nobles, ni a las espadas o báculos de éstos. Así lo hicieron al menos en la catedral de Sigüenza.
La única estatua que se atrevieron a incorporar y que parecía estar en condiciones de seguir hasta el día del Juicio Final las misas y oficios que se celebraban en su capilla familiar, la del Doncel Martín Vázquez de Arce, la colocaron recostada con un libro en las manos.
Aunque la verdad nadie sabe si este libro era religioso o profano y si el buen Martín habrá seguido devotamente los cientos de misas allí celebradas, quizá meditando algun verso de Jorge Manrique, o se habrá evadido de las formales liturgias deleitándose con la lectura de Juan de Mena o el Marqués de Santillana
Le reitero de todo corazón las gracias por su dedicatoria. Un gran abrazo
¡El Doncel de Sigüenza! Le diré una cosa, y no exagero: si en una aniquilación universal de estatuas fúnebres, menos una, fuese yo juez para elegirla, mi sentencia la tengo dictada desde que la vi. Le felicito por lo que tenga que ver con ella, y con Sigüenza: un modelo de catedral intimista.
EliminarEn efecto, es ‘tradición’ (?) que el Doncel lee las Coplas de Manrique. Yo creo que mira su libro de horas. Porque los buenos libros de horas eran para mirar, no para leer. Rezar mirando.
Pero a lo que iba: yacente incorporado. Compare usted a su incorporado don Martín, de artista anónimo, con otro incorporado de firma Michelangelo: el papa Julio II en su monumento, encima del Moisés, y dígame si este mamarracho no le recuerda un poco a la Bicha de Balazote. No es tan sencillo incorporar a un difunto. Y menos si el retratista le desprecia.
El ‘Doncel’ de Sigüenza debió dejar embelesado a su señor padre que lo encargó. ¿Arte puro? Dejémoslo en arte, y leamos lo que hizo escribir en el cartel, por si acaso y para que nadie se equivoque (la puntuación, a mi cuenta):
Aquí yaze Martin Vazquez de Arze, / Cavallero de la Orden de Sanctiago, / que mataron los moros, socor / riendo el muy ilustre señor / duque del Infantadgo, su señor, a / cierta gente de Jahén, a la acequia / gorda en la Vega de Granada. / Cobró en la hora su cuerpo / Fernando de Arce, su padre, /y sepultolo en esta su capilla, / año MºCCCCºlXXXVI. Este año se / tomaron la ciudad de Loxa, las / villas de Illora, Moclin (?) y Monte / Frio, por cercos en que padre y / hijo se allaron.
Servicios prestados, efectos retroactivos, etc. etc. Y la gloria, por supuesto. Lo bello no quita para nada lo útil, incluso en ‘El Doncel’.
Un cuento de Paloma Díaz-Mas dice que, al llegar el fin de los tiempos, cuando los ángeles procedieron al recuento de los santos que poblaban las tumbas en cementerios e iglesias, faltaba uno, el Doncel.
EliminarCuatro ángeles fueron a buscarlo y finalmente lo lograron encontrar recostado sobre su propio sepulcro y "tan absorto en la lectura que fue muy difícil sacarlo de su ensimismamiento y convencerle para que cerrase el libro, se pusiese en pie, tomase en sus manos la palma de la gloria y empezase a dar loores al Señor, porque había llegado el día de la Resurreccción de la Carne"
Hay un bello poema de Andrés Trapiello sobre el Doncel que dice
Eliminar"... Leer, soñar, dejar que el tiempo pase
y el pensamiento corra igual que el agua.
Esa es la eternidad. Vivir no estando vivo.
Morir no estando muerto y escuchar
a lo lejos, como temblor del tiempo,
sonajas de los álamos sombríos
y un arroyo entre juncos"
De verdad hermosos, el cuento y el poema.
EliminarY una coda.
ResponderEliminarRecordando esos extraños Viajes que realicé hace tiempo, mi querido Don Belosti, concluyo que los Visconti y Sforza nada tenían que ver con la forma de proceder en sus entierros de los admirables houyhnhnms, que me da a mí que eran bastante “erasmistas”:
“… si aciertan a evitar los accidentes, mueren sólo de viejos, y son enterrados en los sitios más apartados y obscuros que pueden encontrarse. Los amigos y parientes no manifiestan alegría ni dolor por el fallecimiento, ni el individuo agonizante deja ver en el punto de dejar el mundo la más pequeña inquietud; no más que si estuviese para regresar a su casa después de visitar a uno de sus vecinos. Recuerdo que una vez, estando citado mi amo en su propia casa con un amigo y su familia para tratar cierto asunto de importancia, llegaron el día señalado la señora y sus dos hijos con gran retraso. Presentó ella dos excusas: una, por la ausencia de su marido, a quien, según dijo, le había acontecido lhnuwnh aquella misma mañana. La palabra es enérgicamente expresiva en su idioma, pero difícilmente traducible al inglés; viene a significar retirarse a su primera madre. La excusa por no haber ido más temprano fue que su esposo había muerto avanzada la mañana, y ella había tenido que pasar un buen rato consultando con los criados acerca del sitio conveniente para depositar el cuerpo. Y pude observar que se condujo ella en nuestra casa tan alegremente como los demás. Murió unos tres meses después"
Desde luego, viniendo a leer aquí, entre los viajes del Querido Profesor y los de Don .Gulliver no se necesita salir de casa para viajar por el mundo; tanto el mundo antiguo, como el exótico.
ResponderEliminar¡ Qué Gozada !