Experiencia tan desconcertante como es visitar la Cartuja de Pavía puede llegar a herir la sensibilidad, y en todo caso requiere cierta preparación. Es la que se ofrece en esta página.
Si meterse cartujo es (o era) enterrarse en vida –como tanto se ha repetido–, henos aquí en un cementerio harto singular, de muertos muy mal enterrados, durmientes despiertos a todo placer imaginable de la vista. Si, por añadidura, a estos difuntos cartujos, a favor de viento, les daba en la nariz el aroma inconfundible de su destilería y bodega, más algún tufillo de la cocina y despensa…, vamos, que ni la trompeta del Juicio. Un esfuerzo más y evoquemos, adosado al convento, el palacio ducal repleto de caballeros y damas, perros, bufones, comediantes, músicos, en un sarao tras la ceremonia de un enlace familiar, o después de una cacería por el Barcho, como se decía en dialecto el Parque de los Visconti. Porque en este yermo cartujano tan especial, el mundo-demonio-carne vivía pared de por medio del claustro grande, donde se alineaban las casitas de los monjes, que si por regla no tenían trato personal con las Musas, tampoco podían excusar lo que se les entraba por los oídos en forma de madrigales y sinfonías profanas.
En efecto, la Cartuja de Pavía es una paradoja; lo mismo que la de Nápoles y algunas otras cartujas italianas: ascetas de la orden contemplativa más rigurosa de la cristiandad, alojados en un edificio de lujo y distracción. Los propios monjes eran conscientes. Así Dom Bartolomé de Sena, primer historiador de esta casa, en los capítulos que dedica a describirla agota el repertorio de la hipérbole [1]:
«Obra suntuosísima por su ingente tamaño… Pilastras a modo de columnas de sillería, de magnitud casi demencial… Paredes que, lejos de cerrar, abren el espacio, formando a uno y otro lado capillas de ornato maravilloso ... Superficies y bóvedas cubiertas de colores, que con santas figuras nos mueven a devoción, o con elegante decorado nos arrebatan en admiración… Hacia la mitad del templo, un hemisferio o cúpula se eleva en altura sorprendente, desde cuya cima –pues el cimborrio lleva triple corona de peristilos– se divisa la inmensidad de los campos a lo largo y ancho del curso del Tesino, que con hermosísima vista apacienta el alma del espectador, realzando a la vez por dentro de forma admirable el esplendor de todo el edificio, cuajado de pinturas variadas …»
Esto y mucho más escribía el religioso en 1626, y leyéndole cualquiera díría que la obra estaba acabada en todos sus detalles. Nada de eso: a lo largo de aquel siglo se reformarán las capillas del templo, se pintan frescos, se labran mármoles, se montan verjas de forja y bronce, y al gusto barroco se alinean las estatuas enormes de las naves laterales.
De la misma época es la obra en madera del refectorio: mesas, bancadas y espalderas. Unos pocos años antes de aquella publicación, se derribaba el viejo palacio de recreo que fue de los Visconti, para emprender el nuevo palacio, o sea la elegante hospedería barroca que hoy vemos, al lado derecho del Compás. Y por entonces se le daba vueltas y más vueltas al remate de la fachada de la iglesia, que desde mediados del XVI sigue inconclusa y chata, produciendo desazón al que la mira.
Y no sólo en la iglesia, el refectorio y capítulo, en los claustros o la gran sacristía nueva, se pintaba, labraba, decoraba: hasta los monjes en sus apartamentos–los que podían permitírselo– encargaban pinturas de su devoción.
Pero vamos a ver, ¿es que los cartujos no tenían visitadores celosos del rigor de la regla y de extirpar los abusos? Sí; pero en los tiempos en que se diseña y funda esta santa casa –a finales del siglo XIV– esos celadores no los enviaba la Gran Cartuja de Grenoble, pues corría el Gran Cisma de Occidente (1378-1417), y aquella casa matriz caía del lado del papa de Aviñón, al que Dom Bartolomé como italiano no se cansa de llamar ‘seudopapa’. La orden, como tantas otras, estaba dividida en dos obediencias, donde cada uno de ambos papas manejó el palo y la zanahoria: excomuniones para los de allende, privilegios y halagos para los míos.
Gran parte de lo que se llamó el ‘Maremágnum’ –la colección enorme de bulas y breves que exhibían los frailes mendicantes, con exenciones, dispensas, facultades, indulgencias y demás favores–, provenía precisamente de aquellos tiempos. Y el Gran Cisma que, como la Gran Peste, para las religiones fue ocasión de anchar la manga, en las más austeras se notaba más, y en los cartujos sobre todo. Para los cartujos meridionales era el momento de demostrar a sus hermanos nórdicos que el arte casa bien con la contemplación. Al menos, con la contemplación del arte.
Ea, no nos enredemos, y volvamos a Dom Bartolo. Él vivió esta cartuja de Pavía en su apogeo. Apogeo al menos en lo económico y lo artístico (lo místico no nos concierne), que se traducía en obras de capricho muy costosas. Y esto no va de crítica, si añadimos que aquí todo el material constructivo llegaba en bruto –piedras, maderas, metales–, para ser trabajado a pie de obra por artesanos del país. Aquí venían los artistas con sus ideas, bien advertidos de no traer consigo maestros, oficiales ni obreros, que entre monjes y paisanos, la Cartuja los tenía suficientes en todos los oficios. Sencillamente, todo el derroche de estos cartujos, buenos gestores de su hacienda, representaba salarios para una mano de obra que no conocía el paro, salvo en tiempos de peste o calamidad general. Lo cual visto así, tal vez nos dé una idea más positiva del fenómeno, si el historiador no se mete a moralista progre, zapatero a sus zapatos.
El mismo libro de Dom Bartolomé incluye un grabado de la Cartuja, de lo mejor que he visto para entenderla en sus buenos tiempos. Su relación con el cuadro de la entrada anterior salta a la vista. Salvando el convencionalismo y lo imaginativo del remate de la fachada, da buena cuenta de la lógica funcional del edificio.
El eje es el templo, precedido de un atrio o compás rectangular. A la izquierda, los servicios y los talleres de la fábrica, con la administración de la finca agrícola. Al frente, el portón de ingreso, con el jardín de plantas medicinales, el hostal de peregrinos a la izquierda, y a la derecha la farmacia, abierta al público. Los cartujos tenían fama de herbolarios, poseedores de fórmulas secretas de elixir de vida, que ellos mismos tenían experimentadas en sus personas, y así presumían de longevos.
Toda la parte derecha del edificio es conventual. Entendiendo por tal no sólo las dependencias monásticas, sino también la hospedería, e incluso la cárcel, aneja al palacete del padre Prior. En esta parte, el grabado como la pintura no indican nada parecido a un palacio de los Visconti. Al parecer, la relación con la familia se deterioró, y para entonces aquellas estancias tenían otros usos. Uno de ellos, la Procuradoría. En las cartujas, el padre procurador era lo que el contramaestre en un barco. Él dirigía la actividad de los hermanos legos y donados, y mediante ellos el de la servidumbre y mano de obra seglar. La procuraduría cuidaba las bases económicas de una pobreza monástica cara.
Va de anécdota
La mayoría de los conventos religiosos lleva nombre santoral, predominando con mucho los dedicados a Santa María. Algunas órdenes son muy marianas, también la Cartuja. Sin embargo, en los conventos cartujanos nuestra Señora se disfraza debajo de figuras místicas, como Palacio de Dios (Aula Dei), Escalera de Dios (Scala Dei), Puerta del Cielo (Porta Coeli) etc., que no se sabe bien si es la Virgen o la propia cartuja. En esta de Pavía vemos repetida la cifra: GRA CAR. Quiere decir Cartuja de (Santa María de) las Gracias. Veamos por qué.
Según la tradición, esta cartuja nace de un voto de Catalina Visconti (1390), prima-hermana y segunda mujer de Juan Galeazo I Visconti. Un voto que, años después, el marido hará efectivo. Para entonces, él será ya primer Duque de Milán, por la gracia del emperador Wenceslao de Luxemburgo, contra pago de fuerte suma (1395). Una operación ‘simoníaca’, que al perceptor le costará el imperio, mientras que para el Visconti será gran salto hacia su meta de llamarse algún día rey de Italia.
Juan G. Visconti estuvo casado con una Valois (1348-1372), pero los tres varones que tuvieron se han ido muriendo, alabado sea Dios. Ahora es el turno de Catalina, y su primer embarazo, una niña, nace para poco en un mal parto que por poco no se lleva a la madre. Ella vuelve a hacerse preñada, y para que no se repita el percance recurre a Nuestra Señora de las Gracias, devoción nueva en Milán. Si la Virgen le salva la vida con la criatura, Catalina le promete una cartuja para doce monjes en el Parque de Pavía. La Virgen cumple, y la madre notifica al esposo su voto. Él lo hace suyo con entusiasmo, y una vez duque, qué mejor ocasión para levantar a la Virgen, y de paso a sí mismo, a Juan Galeazo Visconti, un monumento que pasme al mundo. Y en él estamos, con el pasmo de rigor.
Pasmo, porque el mecenas de la perilla que vemos arrodillado, ofreciendo la maqueta de esta octava maravilla, fue una de las figuras más típicas del Renacimiento italiano, también en sus aspectos más sombríos.
Por ejemplo, él quitó el señorío de Milán a su tío Bernabé, el padre de Catalina (1385), encerrándole junto con sus dos hijos en un castillo, donde los tres infelices se dieron tanta prisa en morir, y con tanta coincidencia, que todo el mundo lo achacó al veneno. Y lo más cínico del caso es que Juan Galeazo dio aquel golpe de mano contra sus parientes tomando como pretexto hacer una peregrinación a la Virgen. Pero no a la de las Gracias, sino a la de Velate, cerca de Varese, a pedirle –él, no Catalina– un descendiente varón. Un episodio como otros en la historia siniestra de la familia.
Los cartujos, bien entendido, no entraban en esos particulares, ellos a lo suyo, rezar por sus bienhechores. En esto la orden estaba muy de moda, por su fama de mutismo perpetuo y más horas que nadie de resistencia en el coro y el retiro. La probabilidad de sortear el infierno un pecador tan canalla como el Visconti, y salir antes del purgatorio, era mucho mayor dejando el negocio en manos de cartujos que, por ejemplo, de franciscanos o cualquiera otra de las religiones atentas al medro, más que al culto divino.
Hasta aquí la anécdota.
Va también de historia
Sazonemos ahora lo anecdótico con un poco de salsa documental. De entrada, el matrimonio Visconti-Visconti entre Juan Galeazo y Catalina fue un desastre. Nunca se quisieron y vivían cada uno por su lado, él con su querida estable y otras de recambio; ella a su despecho de mujer despreciada, aliviado por vía devocional.
En estas se le aparece a Catalina una especie de santón cartujo: el ‘beato’ Esteban Macone, recién venido a Milán a supervisar las obras de su nueva cartuja de Garegnano. Estancia que el monje aprovechó para propagar una devoción importada de Oriente: Nuestra Señora de las Gracias, patrocinada e indulgenciada por el papa Urbano VI.
No era un cartujo cualquiera. En la coyuntura del Gran Cisma de Occidente (1378-1417), Dom Macone era el Prior General de la Orden en su rama de obediencia ‘urbanista’, o romana. En el otro bando, el de Aviñón y su papa Benedicto XIII (Pedro de Luna), el Prior General de la Gran Cartuja era Dom Bonifacio Ferrer, valenciano, hermano del dominico san Vicente Ferrer, que era uno de los hombres más influyentes de la Iglesia, militando los dos en el bando equivocado.
Dom Ferrer, viudo y padre de familia numerosa víctima de la peste, fue persona muy respetada por su ecuanimidad. Amigo del Papa Luna, le dolía el cisma de la Iglesia y de la Orden, y buscando remedio acudió al Concilio de Pisa. Allí coincidió con Dom Macone, renunciando los dos a su cargo para dar ejemplo, aunque de nada sirvió (1410).
Bien, pero ¿qué tenía todo eso que ver con el peligro puerperal de Catalina? En verdad, no mucho; pero si la nueva Virgen era de las Gracias, en plural y en general, bien podía echar una mano también en esto. En realidad lo que al santo varón le importaba era multiplicar las casas de su orden en Italia. Y así como la catedral de Milán, emprendida por el nuevo Duque, sería el tercer templo más grande de la cristiandad, la Cartuja de las Gracias debía ser lo más parecido al Paraíso en la tierra [2].
Una lectura más detenida de ambos testamentos, el de Catalina y el de Juan Galeazzo deja en el aire toda la historia del embarazo y el voto de fundar la Cartuja. El único voto cierto que el matrimonio hizo conjuntamente a la Virgen fue de poner el nombre de María a toda la prole que les naciese.
Catalina Visconti, «bajo forma de testamento ordenó que en una quinta del Pavés, donde ella iba a menudo, se fabricase un monasterio de cartujos con doce frailes, y en caso de morir de parto rogaba al marido que cumpliese el encargo» [3]
Hemos visto cómo su marido cumplió, y con creces. Pero las prisas y expensas de Juan Galeazo por auto glorificarse en vida no hicieron mella en el Destino, de modo que a su muerte, en septiembre de 1492 –Cristóbal Colón rumbo al Nuevo Mundo–, la iglesia de su Cartuja estaba a ras del suelo.
Años atrás (1397) el duque había hecho testamento, dotando a la fundación con 10.000 florines para proseguir las obras. Ya a punto de morir otorga un codicilo ratificando lo anterior; y temiendo sin duda no le ocurriese como al hombre de la parábola, hazmerreír del vecindario porque «empezó a levantar casa y no pudo acabarla», procuró asegurar fondos para la continuación de sus dos grandes empresas constructivas: la formidable catedral de Milán y esta Cartuja. La catedral era la ostentación de su poderío como patricio en vida, mientras que la cartuja sería su mausoleo. Un proyecto –aseguró el Duque– que le vino directamente «por inspiración divina» (se dixit divino afflatum numine). Del voto de su mujer, ni se acuerda.
Juan Galeazo Visconti y sus hijos presentan la Cartuja a la Madonna (Fresco del Bergognone) |
Lo más notable de la última voluntad del Visconti fue la obligación impuesta al prior de la Cartuja, como administrador y albacea, de dedicar cada año la suma convenida para proseguir las obras hasta su total remate. Sólo a partir de ahí dicha renta se repartiría en limosnas, «para remedio de nuestra ánima y las de nuestros predecesores y sucesores». Era en cierto modo como condenarse a las penas del purgatorio mientras no se acabase el monumento. Así se lo tomó la opinión popular,
«justificando la sospecha de que tanta munificencia no era expresión de sentimiento religioso, sino pura y simplemente el desahogo de un conciencia atormentada por los remordimientos. Y lo confirma el hecho de que las posesiones donadas al monasterio eran en buena parte bienes expoliados y confiscados a familias patricias de Milán, mal vistas y perseguidas por los Visconti» [4].
De hecho, nada más morir Juan Galeazzo víctima de la peste empezaron las reclamaciones a los cartujos de Las Gracias, porque aquellas propiedades tenían dueño. Por otra parte, su propio hijo y sucesor el duque Juan María Visconti distraía porciones de aquel patrimonio para sus compromisos y esplendideces. Quiere decir que para aquellos cartujos no todo eran rezos y contemplaciones, si tenían que sacar tiempo también para resolver rompecabezas y lidiar con pleitos. Así las obras se fueron alargando, y en particular pasarían más de 70 años antes de que el fundador viese cumplido su deseo de reposar en su sepulcro definitivo.
Dentro, nada de fotos
No voy a describir lo que pudimos ver del monumento. Tras una mañana lluviosa, la tarde del 19 de octubre, miércoles, era de un gris plano. Como la puerta de entrada vuelve la espalda a la estación de tren ‘Certosa di Pavia’, tuvimos que rodear toda la tapia de la finca, con la ventaja de entender algo mejor el paisaje de la batalla famosa. Cruzado por fin el portón, nos plantamos en el compás de la Cartuja.
La fachada de la Cartuja de Pavía está tan vista en fotos y reportajes, en conjunto y en sus detalles, que cuando se la ve por primera vez resulta familiar. Con los interiores es distinto, porque ahí juega la experiencia del espacio envolvente. De todas formas, los artificios de realidad virtual total están cambiando todo esto.
Ciertamente la luz era la peor imaginable para una fachada como esta: un postizo descomunal, de mucha labor, liso y sin terminar por arriba, exagerando la horizontalidad y el aspecto de tablero poseído por un horror vacui que agobia.
La parte baja o zócalo es la más historiada con medallones y relieves, pero como documento, el intradós de la portada. Cierto que son sólo copias de los originales, retirados al museo de la Cartuja. Qué más da.
Allí se ve la colocación de la primera piedra de este edificio, el 27 de agosto de 1396. Consta de dos niveles. Arriba, al nivel del suelo, está la comparsa de cortesanos invitados, con los caballos y perros de caza, mientras dos individuos portan en andas una gran maqueta de la futura iglesia para que todos la contemplen. En primer plano, al borde mismo de la zanja abierta, el hombre del palo cuida de que nadie se arrime demasiado y pueda caerse. Al fondo se divisa la ciudad de Pavía erizada de torres.
Allí se ve la colocación de la primera piedra de este edificio, el 27 de agosto de 1396. Consta de dos niveles. Arriba, al nivel del suelo, está la comparsa de cortesanos invitados, con los caballos y perros de caza, mientras dos individuos portan en andas una gran maqueta de la futura iglesia para que todos la contemplen. En primer plano, al borde mismo de la zanja abierta, el hombre del palo cuida de que nadie se arrime demasiado y pueda caerse. Al fondo se divisa la ciudad de Pavía erizada de torres.
En la parte inferior están los protagonistas del acto. En medio, el Duque y el mayor de sus hijos, depositando la primera de las cuatro piedras conmemorativas, bajo la mirada atenta de otros personajes y comitiva. Por una escalera de mano han bajado al fondo de los cimientos (o les han bajado, no se dice cómo): un obispo de pontifical y clérigos, varios cartujos, un prócer seglar, más otro hijo del Visconti, comparsas… Hasta un ave en su nido. Y cosa notable: de la duquesa Catalina y el hijo pequeño, Felipe María, ni rastro. La misma ausencia reflejan las crónicas. Es decir, que la supuesta fundadora de esta cartuja ni siquiera fue invitada por su señor marido al estreno.
Nadie puede discutir que esta iglesia es muy hermosa, pero cada elemento por su parte: fachada, exterior e interior. Porque la iglesia, sin su fachada renacentista de pegote, vista por fuera es como románica, mientras que por dentro es gótica. Todo lo lombardo que se quiera, eso sí. Por suerte, es imposible verla por fuera y por dentro de golpe. Por separado, la discordancia se nota menos. Es el Renacimiento todavía sin madurar.
Una vez dentro, en lo gótico, se aprecia el estilo ‘germánico’ de la catedral de Milán, aunque no es traza del mismo arquitecto. Lo más sorprendente sin duda es el crucero o travesaño, de una nave amplísima que ella sola vale por otra iglesia, llena de luz y color gracias a las vidrieras y el altísimo cimborrio. Y desde el centro, hacia el ábside, es como entrar en una tercera iglesia más reducida, que es el coro de los monjes y el presbiterio.
Sitiales de tarecea de la sileería del coro |
A todo esto, buena parte del tiempo que dedicamos a la iglesia se nos fue en el juego del ratón y el gato, con un celador que no nos quitaba ojo, porque tienen prohibido hacer fotos. Ni siquiera sin flash, qué manía. La Cartuja es propiedad del Estado italiano, cedida en parte al uso de monjes del Císter, no cartujos. La prohibición será del patronato, supongo, porque el monje que nos guió luego por los claustros no reparó en el uso de cámaras y móviles.
Este monje es abisinio, conoce muy bien su oficio y habla perfecto italiano. Mostró primero el mausoleo del Visconti, luego la Sacristía grande y el Claustro pequeño, donde están los ángulos más vistosos de toda la cartuja, al crucero con el cimborrio y a las naves. No estaba visible el refectorio, en restauración.
En el claustro grande, en torno a un césped del tamaño de un campo de fútbol, se puede curiosear una de las casas o ermitas cartujanas individuales adosadas –23 en total–, cada una con su estudio, oratorio, catre, tallar, jardín y lo demás. Como para enterrarse uno allí en vida, con un montón de libros, y esperar a que te pasen por una taquilla la comida caliente.
Queda por comentar lo que fue razón de ser de esta casa, su destino funerario, como mausoleo de los Duques de Milán. Historias rocambolescas para otro palique.
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[1] Bartolomé de Sena, De vita et moribus beati Stephani Maconi (‘Vida y costumbres del beato Esteban Maconi. 1625, pág. 121.
[2] Ver el sabroso texto de mi buena amiga Maria Grazia Tolfo, especialista en temas de historia milanesa, ‘Caterina Visconti, Duchessa di Milano’.
[4] Beltrami, o. cit. pág. 30.
Gracias por esta nueva entrada. y un nuevo disfrute, Querido Profesor .
ResponderEliminarHe estado esperando , y esperando, que no quería ser la primera en comentar, que quedo menos disimulada, pero no me queda ya paciencia...
Decir que me han encantado el texto y las ilustraciones, sobre todo la de la iglesia por dentro. Porque se veía hacia arriba, y me ha recordado la primera visita que hicimos a la catedral de Nantes, que estaba en plena restauración, y la habían vaciado de altares laterales, de bancos, de confesionarios... Era todo piedra blanca, y la vista se iba hacia arriba, donde entraba la luz...
De esa visita han pasado casi 50 años, y he visitado catedrales, palacios, castillos, pero ninguno ha conseguido borrar de mi memoria aquella catedral blanca y vacía...
Mil Gracias de nuevo, Pues.
Mi Doña Viejecita, por favor, no se corte, y sea la primera (si le place) en acusar recibo de estas hojas al viento.
EliminarLo que cuenta de su experiencia en la catedral de Nantes es de lo más oportuno. Si toda restauración implica falsificación, hágase idea: esa foto que tanto le ha gustado de las bóvedas de la Cartuja de Pavía tampoco es trigo limpio. Cuando un monumento antiguo parece como recién hecho, no le quepa a usted duda: es recién rehecho.
En la II-GM, la Cartuja de Pavía no fue arrasada por por el ‘fuego amigo’ aliado, como lo fue Montecasino, o la pobre Nantes con su catedral. Ésta última fue reconstruida, no restaurada. La iglesia de la Cartuja en cambio, muy deteriorada por el saqueo napoleónico del plomo de sus cubiertas y mucho más, y por el abandono, últimamente se ha restaurado de las ‘restauraciones’ anteriores, que en el siglo XIX y principios del XX solían ser temibles.
Pero bueno, es lo que hay. Para eso nos queda la imaginación.
Un saludo.
Veo que, con lo de las "restauraciones" pasa lo mismo que con las traducciones. Que habría que tener el texto en V.O. al lado de la traducción, y un buen diccionario, para hacerse una idea de hasta qué punto el "traduttore" había sido "traditore", ( seguro que lo he escrito mal ). Y así, de paso una iría aprendiendo a leer en idiomas que de entrada no conociera ...
EliminarQuerido Don Belosti, con usted las segundas partes son igual de buenas que las primeras. He pasado un rato estupendo disfrutando de su palique.
ResponderEliminarBravo maese Lemuel, gracias por su aliento.
EliminarTentaré al Fastidio con otro palique, y no rompo más el silencio cartujano.
Va por usted, que se lo ha buscado.
Muy honrado, Don Belosti
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