lunes, 18 de noviembre de 2013

A la política por la espeleología (3)

Culturas en contraste

[Toda utopía es un ensayo de sociología experimental. El investigador, en vez de teorizar su sistema, lo ‘pone a prueba’. Pero lo hace en un experimento imaginario. Esa es la gran ventaja de la utopía, si se la compara con un manifiesto reformista o revolucionario, o con los programas y proclamas de los partidos políticos.
Hay utopías que trabajan con seres humanos, y éstas serían las más indicadas para estudiar las posibilidades de reforma social de nuestra especie, las raíces de las diferencias culturales y los caminos hacia mayor prosperidad o hacia la barbarie autodestructiva.
Otras utopías tratan de alienígenas no humanos. Su análisis sociológico puede ir más lejos que el de las utopías humanas; por ejemplo, relacionando las propiedades positivas y negativas del ser sociable, con sus posibilidades de desarrollo o regresión  cultural.  
La utopía de Holberg  en su primera parte, situada en el planeta subterráneo Nazar, con su Principado de Potu, constituido por seres arboriformes semovientes e inteligentes, a primera vista pertenecería al género ‘no humano’.
Sin embargo, en el Viaje de Klim, la cultura del planeta Nazar es similar a la nuestra. De hecho, los propios habitantes son esencialmente humanos, por más que se revistan de rara apariencia. Discurren como nosotros, con nuestra misma lógica, para llegar a conclusiones diferentes o contrarias. De ahí el efecto cómico de su alteridad, subordinado al análisis sociológico comparativo.
La idea de Holberg es como que hubiese unos principios naturales universales y generales, aplicables a cualquier sociedad propiamente tal. De esos principios, los más importantes son los que relacionan las posibilidades y limitaciones individuales con las estrategias para optimizar el rendimiento de la máquina social.
Entran aquí, como notas negativas: limitación de la libertad e iniciativa personal, utilitarismo craso, infantilismo individual y colectivo. En lo positivo: rectitud, objetividad, conservación.
Pero la novela utópica –otra ventaja sobre la literatura de los partidos políticos– procura instruir deleitando. Lo hace en el Siglo de las Luces (al que pertenece Holberg) como literatura de evasión, risa o miedo. Incluso como ‘sueño de la razón’, cuyos monstruos –y diga lo que quiera don Francisco de Goya– no son necesariamente de pesadilla.]

IV. La ciudad de Keba
En aquel mi primer curso de aprendizaje, mi hospedador me llevaba a recorrer la ciudad, por mostrarme lo más curioso y notable de ella. Caminábamos sin estorbo, y lo que más me sorprendía, sin llamar la atención de los habitantes: al revés de aquí entre nosotros, donde cualquier cosa que se salga de lo común atrae corrillos. La gente de aquel planeta no es curiosa, y sólo prestan atención a cosas de fuste.
La ciudad se llama Keba, segunda en importancia del reino de Potu. Sus habitantes son tan graves y prudentes, que allí cada ciudadano diríase un concejal.
Excelente residencia para ancianos [*].  En ningún otro sitio se honra tanto la edad y ancianidad, no sólo escuchada, sino obedecida.

[*]   Expresión tomada de Cicerón, que la aplicó a los espartanos, muy considerados para con su gente mayor (Sobre la Ley Agraria, 2, 35). Recordemos, antes (cap. 2) el reino de Potu recibió el epíteto de «esta Esparta», lo que plantea un paralelo antitético: Atenas/Europa vs. Esparta/Potu.

Diversiones y espectáculos: Discutir como deporte
Por eso me maravilló que gente tan mesurada y sobria fuese tan aficionada a certámenes burlescos, comedias y espectáculos, cosas poco compatibles con su seriedad. Al notarlo mi patrón me dijo: «en todo nuestro principado se alternan lo serio y lo jocoso»:
Con nuestro humor Jovial rompemos al triste Saturno (Persio).
[ ... ]
No sin disgusto, observo cómo los espectáculos y comedias incluían ejercicios disputatorios. En determinadas fechas cada año, hechas las apuestas, depositadas las fianzas,  fijados los premios, salían a la palestra, en vez de gladiadores, parejas de disputadores, casi con las mismas reglas que entre nosotros rigen las peleas de gallos o de fieras semejantes.
Los ricos acostumbraban mantener disputadores, como en nuestro mundo los perros de caza, entrenándolos en el arte disputatoria (o dialéctica), para tenerlos en forma y labia  para los certámenes anuales.
Así un potentado llamado Henoc, en espacio de tres años hizo una fortuna, por valor de 4000 ricatus, sólo de los trofeos de un disputador que mantenía a dicho fin. Más de una vez el amo recibió ofertas enormes de otros dedicados al mismo negocio, claro que él se negaba a vender un tesoro que cada año le producía tal renta. Dotado de locuacidad admirable, el tal disputador destruía y construía, hacía lo cuadrado redondo, restallaba el látigo de los silogismos y trucos dialécticos, y a golpe de ‘distingo, subsumo, limito’, lo mismo se zafaba del oponente que lo reducía a silencio.
Un par de veces asistí a semejantes espectáculos, con aburrimiento mortal. Me parecía un sacrilegio y falta de respeto convertir  ejercicios tan augustos, ornato de nuestros gimnasios, en sainetes. Sólo de recordar las tres veces que yo disputé con aplauso cerrado del público, y cómo aquello me valió la láurea, se me saltaban las lágrimas.
Pero es que, además, no era tanto el acto en sí , sino el modo de disputar, lo que me revolvía el estómago. Pues intervenían ciertos animadores contratados, los que llamaban cabalcos, que si veían desfallecer el ímpetu de los disputadores, les pinchaban los costados con punzones para recalentarles y avivarles las fuerzas. Callo otras cosas que me da pudor recordarlas, y que yo censuraba en gente tan civilizada.
A más de dichos disputadores, que los subterráneos llaman masbakos, es decir, ‘polemistas actores’, había otras luchas entre cuadrúpedos tanto fieros como mansos, así como aves ferocísimas, que se exhibián como espectáculo de pago.
Preguntaba al patrón, cómo era posible, que gente tan juiciosa redujera a juegos de circo unos ejercicios tan nobles, que desarrollan la elocuencia, descubren la verdad y aguzan el ingenio. Me respondió que antiguamente, en siglos bárbaros, aquellos certámenes se apreciaban mucho, pero cuando aprendieron por experiencia que las disputas más bien ahogan la verdad, vuelven procaz a la juventud, con resultado de alborotos, y es como poner grilletes a los estudios sólidos, dichos ejercicios pasaron de las academias a los circos. El efecto probó que con silencio, lectura y meditación, los aprendices se hacían más pronto maestros. Respuesta especiosa, pero que no acabó de convencerme.
Una promoción de grado
Había en la ciudad una Academia o Gimnasio donde enseñaban bastante bien y con rigor las Artes liberales. Al auditorio de dicha escuela me llevó mi patrón un día especial, en que se creaba un madic o Doctor en Filosofía. El acto se celebró sin ninguna ceremonia, salvo que el candidato disertó docta y elegantemente sobre cierto problema físico. Concluido el ejercicio, los presidentes del gimnasio le inscribieron sin más en el álbum de los licenciados, con derecho a enseñar en público.
Me pregunta el patrón si aquel acto había sido de mi gusto. Le respondí que lo veía muy a palo seco, al lado de nuestras promociones. Le explico cómo se suelen crear entre nosotros los maestros y doctores, a saber, previos piques disputatorios. Aquí mi hombre arruga la frente y me pregunta cómo eran las tales disputaciones, o en qué diferían de las subterráneas. Mi respuesta fue, que normalmente tratan de temas muy doctos y curiosos, en especial sobre costumbres, lenguas y vestidos de dos pueblos antiguos, los más florecientes que hubo en Europa; y le hice saber que yo mismo, en tres disputaciones eruditas, había comentado sobre el calzado de dichas gentes.
La carcajada que soltó hizo retumbar toda la casa. Sobresaltada por el estrépito acude volando su mujer, a qué tanta risa. Yo estaba tan irritado que no me digné responder, pareciéndome impropio que cosas tan graves y serias se tomasen a burla y chacota. Al fin hubo de ser el marido quien la informó del asunto, lo que la hizo reír igualmente. En breve corrió la noticia, siendo el hazmerreír de toda la ciudad. La señora de un concejal, mujer de risa fácil, cuando se lo contaron por poco echa las tripas a carcajadas. Y como quiera que de allí a poco le dio una fiebre y se murió, el desenlace se achacó a la risa, que le había sacudido en exceso los pulmones. Menos mal, no hubo pruebas concluyentes sobre la verdadera causa de la muerte, sólo habladurías.
Funerales, exequias y discursos fúnebres
Tratábase por lo demás de una matrona ilustre y valiente madre de familia, pues ostentaba siete ramas, cosa rara en su sexo. El sepelio tuvo lugar a altas horas de la noche, en un campo extra muros, vistiendo la difunta la misma ropa con que la hallaron muerta. Está legislado que a nadie se entierre en la ciudad, pues creen que los efluvios cadavéricos contaminan el aire. Como también está provisto que los funerales se hagan sin séquito notable ni mortaja espléndida, que luego va a ser pasto de gusanos. Todo lo cual me pareció bastante razonable.
Igual que nosotros, tienen ellos sus exequias parentales, con oraciones fúnebres; pero éstas se reducen a una exhortación a bien vivir, representando al auditorio la imagen de la mortalidad. A ellas han de asistir censores que tomen nota, si el orador se queda corto o se pasa en recordar los méritos del muerto. De ahí que los oradores subterráneos sean parcísimos en elogios, pues alabar en demasía está penado.
Estima de la agricultura
No mucho después, asistiendo a uno de estos funerales, pregunté a mi patrón qué tal persona fue el difunto. Me dijo que era un labrador, fallecido por el camino cuando se dirigía a la ciudad. Fue mi turno de reírme a gusto, como los subterráneos se habían reído a mi cuenta, y les devolví los dardos que habían lanzado contra nosotros europeos:
– «Pues qué, los bueyes y los toros, compañeros y conmilitones de los campesinos, ¿no hay también para ellos elogio público? Después de todo, como materia oratoria, su trabajo allá se va con el de los del azadón.»
Pero el patrón me ordenó templar la risa, porque en estas tierras los agricultores merecen todos los honores, por la distinción de su servicio, pues no hay profesión más honorable aquí que la agricultura. A cualquier rústico honrado y buen padre de familia se le saluda como alimentador y padrino de las gentes de ciudad. Y es tanto el respeto, que cuando a principio de otoño o més de la Palma, los labriegos con número ingente de carretas cargadas de grano se dirigen a la ciudad,  salen a recibirles afuera de las puertas las autoridades, y con trompetería a toda orquesta son introducidos en triunfo.
Aquel relato me dejó estupefacto, acordándome de la suerte de nuestro campesinos, gimiendo bajo fea servidumbre, cuyas tareas juzgamos sórdidas y viles, comparadas con las demás artes que sirven al placer: cocineros, sastres, perfumistas, bailarines etc. Todo esto se lo conté poco después a mi hospedador, bajo palabra de secreto, no fueran los subterràneos a formarse juicio demasiado desfavorable de los humanos. Así lo prometió, mientras me hacía acompañarle a un auditorio donde se iba a pronunciar una oración fúnebre.
Confieso no haber oído jamás nada más sólido, más veraz e inmune de toda especie de adulación. Una parentación modélica, a mi ver. Comenzó el orador pasando revista a las virtudes del difunto, enumerando luego sus defectos y puntos débiles, avisando a los oyentes que se guardaran de éstos.
Por meterse en Teología
De vuelta del sermón, nos topamos con un reo custodiado por tres guardias. El cual acababa de sufrir, por sentencia del juez, la ‘pena del brazo’ (como llaman al corte de vena), para llevarle luego al hospital público.
Pregunto el porqué de la condena, y me responden que había disputado en público sobre los atributos y la esencia de Dios: cosa prohibida en aquellas tierras, donde semejantes disputas curiosas se consideran tan temerarias y estúpidas, que no caben en cabeza sana. Por eso, a los tales disputadores sutiles les tienen por locos, y tras la flebotomía los encierran en la cárcel pública hasta que se les pasa el delirio.
Yo dije para mis adentros: – «¡Pues vaya! ¿qué harían aquí con nuestros teólogos? los que cada día vemos riñendo a cuenta de la calidad y atributos de la Divinidad, de la naturaleza de los espíritus y demás misterios por el estilo. ¿Qué suerte correrían nuestros metafísicos, orgullosos de sus estudios trascendentales, que se creen saber más que el vulgo y hasta casi dioses? A fe que aquí, en vez de los laureles, birretes y corros doctorales con que les distinguimos en nuestras tierras, su destino sería el calabozo o el manicomio.»
Esto y mucho más fui notando durante mi aprendizaje, cosas a cuál más extraña para mí. Llega al fin el momento fijado por el Rey para despedirme del Gimnasio para pasar con mi diploma a la Corte. Yo me prometía notas excelentes y bolas todas blancas, fiado tanto en mis propios méritos, cuando aprendí la lengua subterránea más pronto de lo esperado, como en el apoyo de mi patrón y la decantada integridad de los jueces.
Un diploma poco lucido
Por último, recibo el diploma. Lo abro temblando de gozo, ávido de leer mis alabanzas y por ahí conocer mi futuro destino. Mas lo que leí fue de montar en cólera y hundirme  en la desesperación. He aquí el tenor de la Carta comendaticia:
«Obedeciendo el mandato de Vuestra Serenidad, instruido solícitamente en nuestro Gimnasio, licenciamos al animal llegado no hace mucho a nosotros de otro orbe, y que se llama hombre.
Examinado a fondo su ingenio y exploradas sus costumbres, le hemos hallado bastante dócil y de percepción agilísima, pero de juicio tan sesgado, que por su precocidad excesiva apenas tiene entrada entre las criaturas racionales, ni se le puede admitir a oficio alguno de cierta importancia.
No obstante, como en agilidad de pies nos supera a todos nosotros, podría desempeñar a la perfección el cargo de correo real.
Dado en el Seminario de Keba, el mes del Espino, por los de Vuestra Serenidad servidores humildísimos,
Nehec. Iochtan. Rapasi. Chilac.»
Lloroso me dirijo a mi hospedador, rogándole muy humildemente que interponga su autoridad para exigir a los karattis un certificado más benévolo; incluso mostrándoles el mío académico, donde se me declara ciudadano capaz y sobresaliente. Replica que bien estaba allá para nuestro mundo, donde posiblemente cuenta más la sombra que el cuerpo, la corteza que el meollo. Pero eso aquí no vale, donde van siempre al fondo de las cosas. Me exhortó, pues, a conformarme con mi suerte. Máxime siendo el certificado irrescindible e inmutable, pues no hay aquí delito más grave que la exageración de méritos.  [...]
El mismo patrón se sinceró conmigo, confesándome que desde muy pronto tuvo constancia de mi debilidad mental, pues viéndo mi memorión y comprensión rápida, al punto cayó en la cuenta de no ser yo ningún árbol del que se pudiese sacar un Mercurio [**]; y que con tal carencia de sentido común no haría gran carrera. [...]
[**] Alusión al refrán, «no de cualquier leño se saca un Mercurio» (recogido por Erasmo y otros refraneros).
[ … ]
Viaje a la Corte
Me pongo, pues, en camino, en compañía de unos cuantos arbolillos salidos como yo del seminario, con destino a la Corte. Guiaba la comitiva un anciano del número de los karattis o supervisores, que por andar mal de los pies a causa de la edad viajaba montado en un buey. Aquí la gente no usa vehículos, salvo privilegio de viejos decrépitos o de enfermos. Y eso que los habitantes de este planeta tendrían más excusa que nosotros, por su torpe y lento andar.
Recuerdo una vez, describiéndoles yo nuestros medios de transporte, caballos, tiros de carros, y los coches que nos llevan por la ciudad apretujados como paquetes, los subterráneos se sonrieron, sobre todo al oírme que no es costumbre visitar un vecino a otro, si no es metido en carricoche tirado por dos cuadrúpedos briosísimos a través de callejas y plazas.
Dada la lentitud que aqueja a estos árboles racionales, aunque Keba dista de la capital apenas cuatro millas, el viaje nos llevó tres jornadas. De haber ido yo sólo, en una lo habría despachado. Yo estaba ufano de mis pies mucho mejores que los subterráneos, pero a la vez me dolía que esa ventaja me relegase a un servicio tan vil y abyecto.
– «Cuánto más quisiera, dije, tener tan malos pies como los subterráneos, si ello me librara de aquel destino innoble.»
Al oírlo nuestro guía responde:
– «Si la naturaleza no hubiese compensado con esa ventaja tuya corporal tu falta de talento, aquí todos te tendríamos por un fardo inútil. La rapidez de comprensión sólo te alcanza la corteza de las cosas, no su núcleo, y con sólo ese par de ramas, para cualquier trabajo manual vales mucho menos que los subterráneos.»
Oído esto, di gracias a Dios por la ventaja de mis pies, pues sin esta virtud apenas tendría cabida entre las criaturas racionales.
[...]
Recorrimos muchas y hermosas aldeas, tan seguidas que dan la impresión de un suburbio de nunca acabar, siempre lo mismo.
Una poqueña molestia del viaje eran los asaltos de ciertos monos salvajes errantes a cada paso por los caminos; los cuales, por la semejanza de forma, creyéndome de la familia, no paraban de saltarme encima a pellizcarme. Fui incapaz de dominar mi enfado, sobre todo al ver que la escena daba de qué reír a los árboles. Porque por orden del Rey, me llevaban a la corte en el mismo avío que traje a este planeta, incluido el garfio en la diestra, pues deseaba ver cómo nos vestimos. Bien me vino entonces el garfio para intentar espantar a los monos, aunque en vano, pues si unos huían otros les sucedían en mayor número, de modo que en todo momento me vi obligado a hacer papel de combatiente.


V. En la Corte de Potu
Llegamos finalmente a la Ciudad Real de Potu. Magnífica y hermosa. Los edificios más amplios que los de Keba, las calles más anchas y cómodas.
Nuestro primer destino fue la plaza mayor, poblada de mercaderes y artesanos, rodeada de tiendas por todos lados.
Propuesta de nuevas leyes: un deporte de riesgo
Atónito quedé viendo en medio de la plaza un reo de pie, metido el cuello en un lazo, en medio de un gran corro de áboles gravísimos. Pregunto de qué se trata, y por qué delito le van a ahorcar, empezando porque en aquellas tierras no existe la pena capital. Me responden que era un innovador (Project-Macher, un ‘proyectista’), que había aconsejado abrogar no sé qué vieja costumbre, y que los del corro eran jurisconsultos y senadores, dispuesto a examinar, como se hace siempre, aquella propuesta nueva. Si resultaba bien razonada y de provecho a la república, el reo no sólo saldría absuelto, sino remunerado. Si por el contrario era dañoso al común, o si el innovador tramaba el cambio legal en provecho propio, le partirían el cuello en la horca como a perturbador de la cosa pública.
Esta es la causa de que pocos se la jueguen a eso ni se atrevan a aconsejar la abolición de un ley, a menos que la cosa sea tan clara que no deje lugar a dudas [*].
[*] En esto los potuanos coincidían con la constitución de Carondas a los Locrenses: el proponente de una ley nueva se jugaba la cabeza, según Diodoro Sículo (v. también Demóstenes, Contra Timócrates).
[...]
Por último se nos introduce a una casa espaciosa, donde se recibe a los que salen de los seminarios de todo el reino. De dicha casa salen para comparecer ante el Rey. Nuestro guía o karatti nos manda estar preparados, mientras él va a anunciar al Rey nuestra llegada.
No bien había salido, hiere nuestros oídos un clamoreo como de vítores, seguido de música de flautas y estrépito de tambores. Incitados por el ruido salimos afuera y vemos a cierto árbol que avanza con acompañamiento grandioso, coronada la cabeza con diadema de flores. Al punto se vio que era el mismo ciudadamos que habíamos visto con la soga al cuello en la plaza. La causa de la ovación era haberse aprobado su ley, propuesta a riesgo capital.
Con qué argumentos había impugnado la ley vieja, eso nunca lo supe ni jamás vino a mi conocimiento, por no hablar de ello los habitantes. De ahí que nada, ni lo más insignificante tocante al estado público, o que se ventila en el senado, absolutamente nada trasciende al pueblo. Al revés que entre nosotros, donde los proyectos de ley y las conclusiones de los consejos al día siguiente por trivios y tabernas ya circulan, se discuten y critican.
El fenómeno Klim, en pliegos de cordel
Al cabo de una hora retorna el karatti y nos manda seguirle. Así lo hacemos. Por el camino, nos salen a cada paso arbolillos ofreciendo folletos impresos de cosas curiosas y memorables. En aquel montón de papeles veo por casualidad un opúsculo titulado:
‘El nuevo e insólito Fenómeno,
o Dragón volador,
aparecido el año pasado’
Allí que me veo a mí mismo, tal cual era, con mi garfio y mi cabo de cuerda dando vueltas en torno al planeta, grabado en cobre. Apenas pude contener la risa, y dije para mis adentros: «A tal cara, tal retrato.»
Con todo, compré el librito por tres kilac, que viene a ser dos sueldos de nuestra moneda, y aguantando la risa seguí en silencio mi camino a palacio.
[...]
(Continuaremos)


5 comentarios:

  1. Querido Profesor Belosticalle

    Sigue siendo divertidísimo.
    Un reino sin teólogos, sin metafísicos pontificando, y con las polémicas en plan deporte / espectáculo de circo. ( Y con los atletas de la polémica dopados , y con todas las bendiciones ).
    ...pero cuando aprendieron por experiencia que las disputas más bien ahogan la verdad, vuelven procaz a la juventud, con resultado de alborotos, y es como poner grilletes a los estudios sólidos, dichos ejercicios pasaron de las academias a los circos…
    Me parece estupendo. Y me gusta que los doctores lo fueran sobre temas físicos … Espero que las matemáticas también estuvieran incluidas , porque son un lenguaje imprescindible para poder estudiar la física…

    Pero tengo curiosidad por ver, en algún capítulo posterior que pasaba con el arte plástico, con la música, y con la escritura narrativa , tipo novela o relato imaginario. Supongo que la poesía , el teatro , y la música estarían destinados al circo, pero ¿ y la novela ?.
    A ver si lo explican más adelante. Porque un mundo sin leyendas inventadas, sin relatos o sin novelas que leer y con los que poderse escapar de la realidad diaria, me parece muy poco apetecible...

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    1. A ver si el libro lo explica más adelante.
      Ya siento

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    2. Eso forma parte de la intriga, mi valiente Viejecita.

      Pero aunque no lo puedo ni debo revelar, creo haber dado una pista en mi pequeña introducción de hoy.

      La gran enseñanza de las utopías es que no hay sociedad ideal perfecta. Todo tiene precio, y si quieres A + B has de renunciar a C + D + E.
      Y es más, en algunas sociedades reales que pasaron por cuasi-utópicas (como Esparta), el mito de su buen rollo implicaba limitaciones gravísimas, una tiranía. Demasiado caro para nuestra tarifa de valores.

      El mismo Platón para su ‘República’ no vio recomendable el cultivo del arte por el arte, la poesía de los mitos o la literatura de ficción. (Pero, como dijo Luciano de Samósata: quita a las letras griegas lo fabuloso, y no queda prácticamente nada.)

      ¿Y qué digo Platón? ¿Qué se nos ha perdido en Grecia? Aquí mismo, nuestro visionario Sabino Arana, para su utópica Euskadi de JEL, excluía la música, la poesía, la literatura, la pintura y el arte en general, salvo como instrumentos utilitarios de propaganda y pedagogía política. ‘Sólo JEL basta’. La Historia era para reescribirla, la Tradición, para inventarla, y hasta la Religión perdía sentido sin Euskadi, y viceversa.

      Ni una palabra más, y aun temo haber dicho demasiado.

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    3. ¡ Me ha llamado valiente ! ¡ Que ilusión !
      Muchas Gracias

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  2. Estos arbóreos parecen valorar más el orden y la estabilidad que la innovación frívola. No esta mal. Desgraciadamente en el camino parece caerse también la libertad de pensamiento. Interesantísimo relato Don Belosti.

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