Alumbradismo y dejadismo
Es bien sabido que Loyola estuvo procesado por la Inquisición. Procesado o investigado, no una, sino varias veces y por muy diversos tribunales. Primero fue en Alcalá (1526) y Salamanca (1527); luego en París (1535), en Venecia y Vicenza (1536) y por último en Roma (1538).
Un proceso inquisitorial, en aquellos tiempos, no era cosa grave de necesidad. Cualquiera podía ser víctima de un malentendido, una malquerencia, o merecer un rapapolvo de laevi por salirse de norma. Pero repetir proceso, y hacerse uno investigar con aparato de testigos, requería cierta vocación de notoriedad y victimismo persecutorio. Sobre todo, cuando uno siempre salía absuelto, y luego misteriosamente desaparecían las actas, o la sustancia de ellas.
Victimismo no del todo aprensivo, ya que los críticos de Íñigo/Ignacio tuvieron nombre y apellido; pongamos, el dominico Melchor Cano (1509-1560). Sólo que crearse enemigos así, tan ruidosos y tan tercos como ineficaces, también es un arte.
La verdad es que a Ignacio en Roma el juego llegó a cansarle, porque sin añadir lustre a su persona, perjudicaba a su negocio de la Compañía. Desde entonces, más de una vez él mismo pasó a la contraofensiva exigiendo depuración de cargos, frente a sus ‘perseguidores’.
¿De qué desviaciones se acusó a Loyola? La más persistente, ser de la ‘secta de los alumbrados’. ¿Secta? Fea palabra. Las sectas muchas veces sólo existen desde fuera, las crean sus enemigos. Y los enemigos de los alumbrados fueron inquisidores ‘contra la herética pravedad’.
Los alumbrados fueron ante todo gente que trataba de convencerse a sí misma de que, por la vía contemplativa, sin trabajo del entendimiento, el espíritu bien dispuesto es capaz de recibir iluminación, uniéndose a la divinidad hasta asimilarse a ella más y más, tal vez hasta la identificación panteística. Aquí ya se traspasaba la frontera de la heterodoxia.
Obviamente esta unión ontológica iba acompañada de otros dones, en especial la penetración intuitiva en los misterios de la fe, como también el don profético, extasis y arrobos, levitaciones y otros fenómenos paranormales.
Tanta ciencia infusa solía ser compatible con una ignorancia olímpica del método expositivo escolástico, y al mismo tiempo con una tendencia compulsiva a la comunicación restringida, al cenáculo, donde las beatas y monjas alumbradas eran reinas del salón.
No pensemos en mujeres bobas ni simples. Muy al contrario, las más influyentes fueron lúcidas y de fuerte personalidad. Un prototipo en tiempos de Loyola era la ‘Beata del Barco de Ávila’, sor María de Santo Domingo, admirada hasta la chochez por varones tan inteligentes como el cardenal Cisneros o el cardenal Adriano de Utrecht, luego papa Adriano VI. Para otros, como don Prudencio de Sandoval, la beata del Barco «fue una embustera notable» [1].
Cuenta Garibay cómo en diciembre de 1515 , con ocasión de la boda de doña Ana de Aragón, nieta de Fernando el Católico e hija del Arzobispo de Zaragoza, su bastardo, con el Duque de Medina Sidonia, enfermo de muerte el rey en Plasencia, «uno del Consejo vino a verse con la Beata del Barco, cuyas cosas en este tiempo eran tenidas en Castilla y en toda España por muchas gentes en grande santimonia y veneración, y dixo al Rey de parte de ella, que no había de morir hasta conquistar a Jerusalén. Pero como las cosas por venir reservó Dios para sí solo, assí esta Beata y su falso oráculo erraron, como presto veremos» [2].
Y tan presto: el 23 de enero siguiente fallecía don Fernando en Madrigalejo; tan fiado en la palabra de la beata, que por poco no se dejó morir sin sacramentos. Al parecer, tras abusar de la cantárida como afrodisíaco, ansioso de descendencia en doña Germana de Foix, para remate le sentó mal un guiso de criadillas de toro, con el mismo objeto.
Lo curioso era la variedad de rasero que se aplicaba a beatas alumbradas, como ésta del Barco, María de Cazalla, Isabel de la Cruz, Francisca Hernández etc., en comparación con visionarias ‘ortodoxas’, como santa Catalina de Sena o la sueca Santa Brígida.
El hecho es que en los primeros tiempos de la reforma luterana florecen en España capillas de alumbrados, que para contarse unos a otros sus experiencias hablan más que escriben, lo que complica precisar cuál era exactamente su ideario.
Muchos eran aficionados a Erasmo de Rotterdam. Solían ser las personas más cultas, y por ende las menos ‘alumbradas’.
La intelectualidad conocía a Erasmo más por su vena satírica, cuyo exponente es el Elogio de la Necedad (1511). Esta obra y la colección de Coloquios familiares, con piezas no menos corrosivas, eclipsaron su faceta religiosa, representada por el Enquiridio del Soldado Cristiano (desde 1503).
Esta obrita ascético-mística, hoy del todo olvidada, fue de lo más leído de Erasmo. Muy discutida por su enfoque naturalista y liberal del fenómeno religioso, circuló en ediciones y traducciones, casi todas expurgadas o censuradas, aunque por las muestras que han quedado se ve que no era tan fácil pillar al holandés en renuncio.
El artículo de A. Márquez, ‘Alumbrados’ [3] habla de estos grupúsculos, a menudo palaciegos al amparo de nobles devotos, títulos y Grandes de España, que les daban cobijo. Por donde se ve que no poca gente, más lista que preparada, se había hecho del alumbradismo un medio de vida. Y en el gremio no podía faltar nuestro Íñigo, el perseguido de Alcalá y de Salamanca.
El Íñigo procesado en España alguna idea tenía de Erasmo, aun sin conocer bien el Enquiridio, que no se publicó en castellano hasta 1528. Y cosa rara:
Según el jesuita Ribadeneira, cuando Loyola estudiaba rudimentos de gramática latina en Barcelona, en 1524, varias personas le recomendaron (y entre ellas su confesor) hincarle el diente al Enquiridio en latín, como lectura de provecho espiritual y modelo de estilo. Así lo hizo —tal vez con ayuda de alguna traducción manuscrita castellana, sugiere EGH (pág. 151)—, siempre según su método de sacar apuntes para más fijar la atención.
«Pero advirtió una cosa muy nueva y muy maravillosa» (prosigue el biógrafo), y es que nada más abrir el libro y ponerse a leer se le enfriaba la devoción, y cuanto más leía más se enfriaba. Total, que «a la fin echó el libro de sí, y cobró con él y con las demás obras de este autor [Erasmo] tan grande ojeriza y aborrecimiento, que después jamás no quiso leerlas él, ni consintió que en nuestra Compañía se leyesen, sino con mucho delecto y mucha cautela».
Tome cada uno como le parezca la extraña noticia de este antierasmismo institivo y visceral, cuando el modelo de ‘soldado cristiano’ que propone Erasmo no tenía por qué chocar para nada a Loyola.
Erasmo, por Erasmo |
La tradición jesuítica en general minimizó el influjo de su aborrecido burlón –el ‘Luciano Holandés’ le llamaban–, y aquí la conseja biográfica anticipa una situación muy posterior, cuando el descrédito de Erasmo le vino bien a la Compañía para alzarse ellos con buena parte de los despojos.
Curiosamente, el verdadero manual ascético de Íñigo desde la etapa de Barcelona —siempre según Ribadeneira— fue La Imitación de Cristo (atribuida a Tomás de Kempis), «cuyo espíritu se le embebió y pegó a las entrañas». Curioso, sí, porque da la casualidad de que Erasmo se formó precisamente entre los Hermanos de la Vida Común, donde floreció Kempis y la Imitación.
Por lo demás, si se comparan las influencias respectivas del Soldado Cristiano y de los Ejercicios, aquí san Ignacio vence en toda la línea, entre otras cosas porque a Erasmo no le interesó el control de las personas, clave de la estrategia del jesuita.
Para cerrar esta idea sumaria y necesariamente confusa del alumbradismo, recojo la referencia de Márquez al Edicto de Toledo de 1525, que fue como un primer clarinazo sobre la existencia de un ola de errores de nuevo cuño. Lo malo es que los redactores del mismo se embarullan en su lista de 48 proposiciones, la mayoría heréticas según ellos, aunque sólo dos luteranas y otras dos como ‘begardas’ (?), el resto vaya usted a saber.
¿Y el dejadismo? Era consecuencia lógica de un alumbradismo radical. Si el alma iluminada es poseída por la divina gracia, cada vez le será más difícil pecar. No digamos, si realmente se llega a la unión transformante, porque entonces el pecado se convierte en un imposible metafísico.
Por descontado, la carne mortal sigue siendo débil, sujeta a los dictados de la concupiscencia. Pero al alma dichosa ya todo eso no debe importarle, porque no va con ella. Lo que tiene que hacer el místico (o la mística) es abandonarse, ‘dejarse’, pues en su estado impecable hasta los movimientos del apetito carnal contribuyen al desposorio con Dios.
Por aquí ya nos metemos en un auténtico jardín. Jardín incluso de delicias, cuya estética escapaba por completo a la idiosincrasia de los inquisidores, siempre proclives a ver lo más oscuro de la condición humana.
Pero dejémonos de teoría y vamos a lo práctico: ¿Fue Loyola un alumbrado? Y de haberlo sido, ¿se le pudo acusar de dejadismo?
La Iñigología jesuítica jamás admitió lo primero, y es novedoso que EGH le dedique todo un capítulo, aunque escriba vida «alumbrada» entre comillas.
«Ignacio habla de alumbrados en carta escrita en 1545 al rey portugués Juan III, pero para negar todo contacto con ellos» (pág. 17). Dicho así, es una licencia retórica muy generosa, porque «en sus años cortesanos en Arévalo y Nájera (1506-1521)… y luego en Manresa (1522), trabó conocimiento y se relacionó con personas que más tarde fueron acusadas de alumbradismo o simpatizaban con esa tendencia… » (págs. 18-19).
Licencia retórica, que además es indemostrable, porque como queda dicho, la documentación procesal falta. Y falta porque se hizo desaparecer; porque el confidente jesuita padre Nadal aseguró que él disponía de las actas de Alcalá y Salamanca (pág. 18).
Pero no sólo han desaparecido papeles procesales. En vida de Ignacio, sus compañeros compilaron sinfín de apuntes sobre su persona: Nadal, Laínez, Polanco, Ribadeneira, Cámara, etc., incluso la amiga de Ignacio Isabel Roser. Muchos de aquellos papeles se escribieron al dictado del fundador.
Pues bien, cuando Francisco de Borja se hace con la Compañía, como 3º General de ella, su primera preocupación es retirar tanto manuscrito, mientras Ribadeneira escribía la única biografía oficial. «El propio Borja exigió a Nadal que entregara sus papeles, pero la respuesta de éste fue bien dura: no daría nada, hasta que se publicara la biografía por Ribadeneira» (EGH, pág. 19).
De todo aquel acervo biográfico, ¿adivinamos qué manuscritos fueron los más recogidos y censurados? ¡Exacto! Los de la Autobiografía ignaciana. De hecho, Ribadeneira fue alargando y alargando su trabajo, hasta que prácticamente todo lo ajeno se retiró de circulación. Y como Ribadeneira gozó de una longevidad matusalénica, al final se quedo él solo con la última palabra.
El testimonio de Melchor Cano. Uno de los adversarios más enconados de Ignacio fue el teólogo dominico y obispo dimisionario de Canarias, Melchor Cano. Sin que sepamos bien sus motivos profundos, el hombre se tomo en serio seguir los pasos del vasco para desmitificar la hagiografía que se le estaba escribiendo en vida.
«En 1554 declaró públicamente que la Compañía era “la Orden de los Alumbrados”.» «De Íñigo sé cierto –escribió a un amigo– que se fue huyendo de España y le habían empezado a hacer procesos cuando lo de los alumbrados.» (Págs. 22-23). Y en fin, metiendo en el mismo saco a gentes que solían andar entonces bastante juntas, anotó: «A esta Orden se llega gente ambiciosa, a saber, judíos o vizcaínos, los cuales en esta orden se han amigado».
No tomo partido por Cano, tampoco defiendo a sus contrarios. Descalificaciones aparte, en el año de Manresa (1522-1523), bajo el influjo de la ‘Beata del Barco’, Íñigo tuvo una crisis de escrúpulos, dudas y desesperación, con obsesiones de suicidio. Otras veces tenía visiones consoladoras, que le ilustraban los misterios de la fe mediante formas geométricas y resplandores, muy en la línea alumbrada, es decir, incomunicable. Por eso, aunque tuvo un alumbramiento sobre la Trinidad, tan rico que hasta se puso a escribir un libro, San Agustín y los demás doctores trinitarios no tienen nada que temer de Ignacio: la obra se quedó en proyecto. Y es que mirando mandalas no se resuelven los enigmas teológicos.
También veía a menudo, a su manera abstracta, a Cristo en la Eucaristía y de otras formas; visiones que, según EGH, le «fueron inspiradas y sugestionadas por la Beata». (Pág. 128). En fin, por si fuese menester más prueba de alumbradismo, he aquí dos perlas, sobre tales visiones e iluminaciones:
Una es del propio Ignacio en la Autobiografía: «Si no hubiese Escritura que nos enseñase estas cosas de la fe, él se determinaría a morir por ellas, solamente por lo que ha visto». La frase, de corte alumbrado impecable, podía valer por un desafío al Edicto de 1525 contra los alumbrados. Pero no fue ocurrencia pasajera, pues muchos años después seguía en lo mismo, según Laínez, su sucesor en el Generalato:
«Acuérdome de haberlo oído decir al Padre Maestro Ignacio, hablando de los dones que que nuestro Señor allí le hizo en Manresa, que le parece que, si por imposible, se perdiesen las Escrituras y los otros documentos de la fe, le bastarían para todo lo que toca a la salvación la noticia y la impresión de las cosas que Nuestro Señor en Manresa le había comunicado».
Pero dado que estas experiencias siempre tienden a más, hizo falta una revelación suprema –la Eximia illustración, como la llamó el padre Nadal–. Un día de agosto de 1522 a orillas del Cardoner, un Íñigo exhausto, inestable y a punto de enfermar gravemente, padece «una ilustración tan grande, que le parecían todas las cosas nuevas…, como si fuese otro hombre y tuviese otro intelecto».
Así lo comunicó él a sus ‘íñigas’, encantadas ellas. Años más tarde también se lo contará a sus jesuitas. Los cuales, en su peculiar exégesis, entenderán el fenómeno psíquico como la revelación por Dios a Ignacio de las dos cosas más importantes «desde que los Apóstoles anduvieron por el mundo hasta hoy» –por usar una expresión de Garibay–, a saber: la Compañía de Jesús y los Ejercicios espirituales.
(Continuará)
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[1] Historia del Emperador Carlos V, Amberes, 1681, parte I, pág. 35; Lib. I, % 59.
[2] Compendio Historial, Barcelona, 1628, t. II, pág. 804, lib. 20, c. 23.
[3] En la Enciclopedia de Historia Eclesiástica de España, EDHEE (Q. Aldea & al., dirs.). Madrid, CSIC, 1972, 1: 47-50.
EGH: Enrique García Herrán, Ignacio de Loyola, Taurus, 2013.
EGH: Enrique García Herrán, Ignacio de Loyola, Taurus, 2013.
Maestro Belosti, me ha encantado esta segunda entrega, que ilustra muy bien el ambiente de pirados, (piradas mayormente)que reinaba en la época. Y curiosamente se repite, en otro contexto pero incluso en el mismo en la actualidad. En general nigromantes y magas son aceptados por la ciudadanía como gentes honradas y creíbles. Pero lo que me asombra es que hace unos días se celebró en la mismísima Basílica de san Ignacio de Loyola un encuentro de sacerdotes con una monja a la que se le atribuían poderes de sanación. La noticia venía ilustrada con fotografía de docenas de sacerdotes rodeando a la milagrosa señora. Hay que fastidiarse.
ResponderEliminarLo estoy buscando en el internet pero no lo encuentro. A veces se suelen eliminar estas noticias tan incómodas. A ver si algún lector lo encuentra.
Maestro Belosticalle, suya lectora siempre y con toda la boca abierta.
ResponderEliminar***
Estimada Pussycat, seguramente se refería la hermana Briege:
http://www.diariovasco.com/v/20130710/al-dia-local/hermana-briege-trae-loyola-20130710.html
Querido Profesor Belosticalle
ResponderEliminarSigo encantada con el libro de García Herran, aunque , ahora que voy mucho más adelantada, hay tantos nombres de clérigos y de obispos que no conocía de antes, que me está costando más trabajo ... Y San Ignacio me sigue cayendo estupendamente, a pesar de verle tan "mundano ", y tan "de apellidos probados".
Desde luego, me parece que para entender y amar a "Dios", son mucho más útiles una iluminación, una revelación, o una "visión" personal que todas las razones teológicas habidas y por haber.
Que pretender llegar a la Naturaleza de Dios a partir de la razón tipo el pesado de Santo Tomás, me parece un contrasentido. Como me lo parece también el negar categóricamente la posibilidad de la existencia de Dios, por medio de la ciencia y la razón.
A mí al menos, esos razonamientos no me convencen ni en un sentido ni en el contrario.
Lo que a mí me emociona es la ética, o moral, o reglas de conducta de los valientes de la época de Homero. Que iban a la muerte sabiendo que lo que les esperaba eran las tinieblas y su destrucción total, que al Elíseo sólo se iba por enchufe, y sin embargo iban al sacrificio cumpliendo con su deber, y a su destrucción , con orgullo, incluso sabiendo, como sabía Antígona, que los intentos de ritos funerarios por sus hermanos no iban a servir de nada...
Pero claro, en una ocasión me echaron en cara que esos ideales míos son aristocráticos, y que en nuestra época de masas no sirven...
Gracias, Elefante en Guerra, buen nick, ¿porqué no se me ocurriría a mí antes?
ResponderEliminarPongo el enlace que usted tan amablemente ha traído para abrirlo en directo. Espero:
La hermana Briege trae a Loyola palabras de fe para sacerdotes
Viejecita, al hilo de su intervención, voy a contarles un chiste gráfico publicado hace bastantes años en la prensa. Están un matrimonio en la sala de su casa sentados en el sillón viendo la tele, detrás, en segundo plano se ve a la Virgen, con toda su parafernalia. Y entonces le dice el marido a la mujer: Sí,ya la he visto, pero de esto, ni una palabra a los amigos.
ResponderEliminar__________________
Si los descreídos no creemos con los aburridos y sesudos razonamientos de Aquino, como para creer con un buen milagro por muy vistoso que sea.
Y casualmente estoy leyendo la autobiografía de Charles Darwin, un librito publicado con la censura que le infringió su viuda e incluso alguno de sus hijos y que ahora finalmente ha visto la luz entero, con la ventaja de que las frases censuradas estan en negrita. Pues bien, es asombroso el poder que ejercía en la gente la idea generalizada de la existencia de Dios, habiéndose creado un tabú fortísimo por el cual se llevaba como vergonzoso secreto no ya el ateismo, sino la simple postura agnóstica.Y esto como quien dice ya en la modernidad. ¡Que sería en Azpeitia, cuando nació Ignacio!
Pussy Cat
ResponderEliminarYo no veo por qué los milagros ,( que haberlos haylos ), tengan que demostrar la existencia de un Dios infinitamente Bueno, Justo, Sabio y Poderoso, Creador del cielo y de la tierra y de Todo lo Finito y lo Infinito...
Así que, por mi parte, decidí hace más de 45 años prescindir y cortarle el saludo. Porque no me creo que si es tan Bueno, tan Sabio, y tan Justo, y si nos ha hecho a su imagen y semejanza, pretenda que renunciemos a nuestra razón, a nuestra libertad, y a nuestro sentido de la justicia y nuestra responsabilidad y aceptemos lo que sus representantes nos impongan en Su Nombre, aunque no nos convenza.
Y pienso que probablemente, cuando me muera, antes de que mi cuerpo deje de funcionar, mi "alma" habrá dejado de existir ( esto se lo decía Zatatustra a un condenado a muerte , sólo que bien dicho , no es mío ), pero que, si por otro lado, resultase que SÍ había Dios, y me lo encontrase frente a frente, le iba a cantar las cuarenta por todo esto que digo. Y luego me iba a bajar al infierno más a gusto que no sé.
Zarathustra ( dichoso corrector )
Eliminar¡Ya siento!
Genial, Viejecita. A todo que sí, es usted un cielo...
ResponderEliminarMe hace saber mi santo cuyo nick "Lindo Gatito" y ordenador le rechaza siempre todo intento de publicar en este formidable blog, que la alumbrada "María de Cazalla" estaba predestinada por su nombre a tener todos los milagros y desafueros que se podría uno imaginar ya en aquellos tiempos.
ResponderEliminarY servidora donde escribió infringió quiso decir infligió, cogno.
Apasionante el relato de Íñigo y del ambiente de época. Quedo a la espera de la nueva entrega. Como siempre...
ResponderEliminarDonde digo relato Diego retrato. Vale.
ResponderEliminarEsto también está lleno de iñigas
ResponderEliminarAgudo Anónimo.
ResponderEliminar(¿O será aguda Su Merced?)
Señoras, tomen nota del aviso.
O procuramos igualdad de género, o cualquier día nos echan el Santo Oficio.