martes, 27 de septiembre de 2011

Dos siglos de revolución vasca (y 3)



«Los fueros particulares de las provincias de Navarra, Vizcaya, Guipúzcoa y Álava se examinarán en las primeras Cortes, para determinar lo que se juzgue más conveniente al interés de las mismas provincias y al de la nación.»
                     (Constitución de Bayona, 1808, Art. 144)

¿Mucho, poco?... Desde luego, más que lo conseguido en Cádiz, 1812, que fue nada. Suelen darse las fechas de 1841 y sobre todo 1876 para la abolición de los fueros. En 1812 ya quedaron abolidos por la callada. Fernando VII los recuperó con su fórmula, «vuelva todo al ser y estado que tenía en 1808» (Valencia, 4 de mayo 1814).
Volviendo a Bayona. Aquella Constitución o Estatuto –galgo, o podenco– remitía la cuestión vasca a «las primeras Cortes». ¿Y eso? Pues que jamás hubo Cortes. Las previstas se juntarían  «a lo menos una vez cada tres años». Aun así, su poder era muy restringido, y puestos en lo mejor, un visto bueno a la foralidad no habría surtido efecto antes de 1821: «Todas las adiciones, modificaciones y mejoras que se haya creído conveniente hacer en esta Constitución, se presentarán de orden del Rey al examen y deliberación de las Cortes, en las primeras que se celebren después del año 1820» (Art. 146).
A pesar del ‘largo me lo fiáis’, el viejo sistema siguió funcionando en precario hasta la reforma radical de febrero de 1810, primer paso hacia la anexión del País Transpirenaico a Francia, desvelada el mismo mes.
¿Reacción? Lo único cierto es que nada era cierto, salvo que la guerra tendría fin y tras la paz nada sería como antes. Al parecer hubo gente para todo, y la idea de anexión a Francia no era nueva. Ya en 1795 Guipúzcoa la había negociado con la Convención republicana, «a cambio del respeto de los Fueros y la libre pesca en Terranova» [1]. Y antes todavía, en 1719, la provincia de Álava había dirigido al Duque de Berwick un Memorial sobre lo mismo, si la Corona Francesa le garantizaba sus «fueros, privilegios, exenciones, libertades y lo demás referido» [2]; cosa que también hizo Guipúzcoa.

Menos que en Bayona
La victoria de Bailén (18 de julio 1808) abrió los ojos de muchos a otras perspectivas posibles, otras ‘lealtades alternativas’. Uno de los primeros fue el capitán de fragata Miguel Ricardo Álava, que de Bayona pasa derecho a ponerse a las órdenes del general Castaños [3]. Álava ascendió por méritos de guerra hasta el grado de Mariscal de Campo (1812), aunque se le conoce más como ‘general Álava’. Fue de los pocos amigos que tuvo Wellington, el comandante en jefe de los tres ejércitos aliados, español, británico y portugués; el cual le nombró edecán suyo hacia el final de la guerra.
En enero de 1810 se pone en marcha la máquina constituyente. No se mire con lupa, dadas las circunstancias, la representatividad de aquellas Cortes. De vascos, lo que más hubo fue guipuzcoanos: 111 (en proporción de 1:4 respecto a madrileños); vizcaínos, 76; navarros, 44; alaveses, 25. Este último bajo número fue compensado en parte por la acción a distancia del alavés Trifón Ortiz de Pinedo, personaje correoso y pintoresco en sus reclamaciones. Pinedo lamentaba la falta de rigor estamental demostrado con limpieza de sangre. Era también uno de los muchos que a los Fueros llamaban ahora la Constitución de Álava [4]
Uno de los vascos más activos en Cádiz fue el funcionario Manuel Aróstegi. Aunque muy reñido con don Trifón, no era menos alavés que él: «Su discurso es una afirmación de alavesismo nítida… Álava siempre “ha sido considerada como tal por sí sola, e independiente de las demás provincias… Pero Álava, Señor, se ha distinguido de las otras dos, como ellas se diferencian también por muchas leyes peculiares de su Constitución» [5].
Aróstegui con el guipuzcoano Miguel A. de Zumalacárregui fueron los únicos vascos que se opusieron a la fusión de las tres Diputaciones vascas en una sola. Esfuerzo tan baldío como la misma fusión, decretada sobre el papel y nunca aplicada [6].
Respecto a los fueros, la idea dominante en Cádiz era suprimirlos, también en Navarra y no resucitar los de Aragón. Curiosamente, el sistema foral tuvo un abogado ferviente en el asturiano Agustín de Argüelles, ‘el Divino’.
El tratamiento de la cuestión foral en las Cortes fue paradójico, rocambolesco:

«Las menciones a los fueros incidieron sobre todo en los referidos a fueros y privilegios de grupos sociales, más que geográficos.
Si bien el principio que presidía el liberalismo era el de igualación, y por la tanto propendía a su desaparición, los discursos trataban de glorificarlos como un elemento de libertad, que quedaba superado por el nuevo texto.
Las citas de los mismos les resultaban útiles a los liberales, para alejar las críticas de que se importaba un modelo político… Todo lo contrario, proponían una vuelta a los orígenes, muy acorde con los principios contrarrevolucionarios que les servían de cobertura.» [7]

Acatamiento y jura de la Constitución
En este punto, J. R. Urquijo es conciso (págs. 183-186), y hay que abrir de nuevo  el capítulo de Ortiz de Orruño (págs. 118 y sigs.).
No hubo oposición abierta en Navarra ni en las Vascongadas, aunque sí una «deriva fuerista» en todas ellas, empañando las juras respectivas de la Constitución y abriendo una etapa tristemente crónica de reproches e insultos cruzados, expresión de una división irreconciliable que llevará a las Guerras Carlistas. Pero no en bloque los vascos frente a España, como lo pinta la versión nacionalista, sino divididos y enfrentados por intereses de clase y por ideología los propios vascos en cada provincia. Sólo la perspectiva de perder los fueros obraba el milagro de unirles por interés.
Cierto que se terminó jurando la ‘Pepa’, qué remedio. La mayoría lo hizo sin convicción o a regañadientes, algunos mirando de meter el vino nuevo constitucional en los viejos odres forales (más que viceversa).
Lo mismo que aquel don Trifón, tan amigo del fuero alavés y de la Religión como enemigo de la libertad de pensamiento y de imprenta, el presbítero vizcaíno don Miguel de Antuñano es ilustrativo de una típica  conjunción foralismo-integrismo antiliberal, compatible con una ejecutoria colaboracionista afrancesada.
Reunidas las Juntas de Vizcaya en San Nicolás de Bari de Bilbao (18 de octubre 1812), tras el primer tribuno Ildefonso Sancho, liberal constitucionalista, don Miguel puso paño al púlpito, y su oratoria fue arteramente eficaz ‘contra’ una Constitución que de boquilla reconoció «útil y ventajosa a todo el Reino», pero antes de invitar a obedecerla se volcó en un canto lírico al sistema foral, que arrancó los aplausos del auditorio.
Así puso en teatral evidencia que los constitucionalistas eran minoría. Hubo cruce de reproches e insultos. Al sacerdote y a otros de su cuerda se les echó en cara su colaboracionismo, y el estar todavía calientes las sillas que ocuparon en cargos públicos bajo el enemigo. Su réplica fue enjaretar a los otros la descalificación equívoca de ‘malos patriotas y malos vizcaínos’ –otra vez la ‘doble lealtad’–, a los constitucionalistas liberales, como el buen Sancho.

«Empezaba un nuevo combate contrarrevolucionario que se alargó durante varias décadas. Sancho no pedía explícitamente la abolición foral, sino simplemente la implantación del sistema constitucional, y si se considerase oportuno, la convivencia entre ambos sistemas[8]

Una historia de dos ciudades
El final de la francesada para el País Vasco y casi toda España se decidió en la batalla de Vitoria (21 de junio 1813); como también se manchó con la tragedia de San Sebastián (31 de agosto siguiente; el mismo día de la batalla de San Marcial, Irún).
Pardo de Santayana en su capítulo se extiende más en describir la acción de Vitoria que en explicar el crimen de guerra cometido en San Sebastián. ¿Se sabe al menos si fue un imprevisto, o un crimen de diseño?
Sin permitirme yo ni siquiera opinar sobre ello, digamos que la cosa se veía venir. Se sabe, por ejemplo, de unos vecinos que en vísperas del asalto escriben desde Pasajes a Wellington, a través de su edecán Álava, rogando con todo candor «se trate a los habitantes con la humanidad y dulzura que forman el carácter de V. E.  y el de las valerosas tropas que sitian la plaza
Álava, que para ocasión tan gloriosa se había puesto oportunamente enfermo, responde personalmente a la buena gente asegurándola que el inglés «tomará y habrá tomado cuantas determinaciones sean posibles con el fin de evitar cualquier desorden. Pero ni S. E. ni el primer general del mundo pueden asegurar esto, si el asalto es de noche, ni tampoco si siendo de día hay mucha resistencia en la brecha. Cuantos saben lo que es una plaza tomada por asalto, y cuantos han sido testigos de semejante operación, están convencidos de esa verdad, sin que hasta ahora se haya hallado un remedio para este mal en cuantos ejércitos tiene la Europa».
Dicho y hecho, hubo saqueo, abusos de todo tipo contra la población civil, incendio y ruina de casi toda la ciudad.
La Regencia puso cierta sordina al hecho mismo. Un primer reportaje decía: «Mientras las armas españolas se inmortalizaban en la parte de Irún, los aliados derramaron su preciosa sangre en el asalto de la plaza de San Sebastián» (‘La Gazeta extraordinaria’, 7 de septiembre). Dos días después, el parte era algo más explícito: «La desgraciada ciudad de San Sebastián padeció extraordinariamente: la mayor parte de ella fue saqueada y entregada a las llamas» (‘La Gazeta de Madrid’, 9 de septiembre).
Tal laconismo sería suplido –a casi un mes de la tragedia, cuando todo el mundo estaba al corriente–, por el periódico gaditano ‘El Duende de los Cafés’ (27 de septiembre: «La ciudad ha sido incendiada metódicamente y a medida que se hacía la limpieza interior de las casas». (Terrible ironía, lo de ‘limpieza interior’). Sólo se salvó de la quema la acera de casas calle de la Trinidad, que era el cuartel de los oficiales británicos.
Todavía se sigue discutiendo el reparto de responsabilidades. Una de las más peregrinas es la que carga el mochuelo al héroe de Bailén, el general Castaños, en represalia por haber sido la ciudad tan afrancesada. Curiosamente, esta opinión resulta atractiva a ciertos reconstructores del episodio desde perspectiva nacionalista.

Victoria en Vitoria
Este bonito calembour se me va al traste, por la manía anacrónica de los que hablan de la Batalla de Gasteiz, o incluso de una pieza que compuso Beethoven ‘A la Batalla de Gasteiz’.
Si el general Álava puso siempre la mano en el fuego por el honor de Wellington, esta vez tratándose de Vitoria, su patria chica, don Miguel, una vez ganada la batalla frente a la ciudad, tomó la precaución de ocuparla personalmente. De ese modo los vitorianos no fueron saqueados, sí en cambio saqueadores del fugitivo rey José.
Los franceses se dieron cuenta de que su salvación dependía de ir soltando lastre, para distraer. Aquel tren de preciosidades y tesoros exportados a Francia fue para mucha gente la oportunidad de su vida. Hasta las tropas británicas, rompiendo el molde tan repetido en las biografías hagiográficas de Wellington, se desmandaron y abandonaron la persecución del enemigo para aplicarse al botín. Fue entonces cuando Sir Arthur, perdida la flema, dictó para la Historia aquello de que «the British soldier is the scum of the earth, enlisted for drink» (el soldado británico es la escoria del mundo, alistado por la bebida).
Hablando del mutismo nacionalista para con la Guerra de la Independencia, Ortiz de Orruño menciona «el recurrente debate suscitado en la capital alavesa, sobre retirar el monumento a la Batalla de Vitoria», remitiéndose a varios enlaces en la Red (pág. 74). Uno de éstos resulta casi cómico por lo extravagante: un artículo de un Juan Ibarrondo, explicando a su modo el monumento a un supuesto irlandés amigo suyo, entre rondas de cerveza [8].
Para empezar, la primera propuesta de memorial, bien rápida por cierto, fue del diputado alavés que ya conocemos, Manuel Aróstegui, en las Cortes de Cádiz el 2 de julio de 1813, y aprobada al día siguiente para «cuando las circunstancias lo permitan». Cien años después vuelve a la carga el alcalde saliente don Eulogio Serdán Aguirregaviria (el caballero de aquí al lado). Abierto concurso, lo gana Gabriel Borrás, alumno de Benlliure, con los mismos cánones estéticos tan de moda, mas la pedagogía novedosa de acercamiento al espectador. 
Cualquier monumento es discutible desde varios ángulos: estético, urbanístico,  ideológico. En esto último cabe distinguir la realización plástica y el mensaje, sobre todo el textual. La inscripción es a menudo el detonante, o el pretexto. (Recordemos el «REINARÉ EN ESPAÑA», borrado del monumento al Sagrado Corazón en Bilbao por los nacionalistas.)
En el caso de Vitoria, ‘La falla’ –como llamaron los ingenios locales a la obra del valenciano Borrás (1915-1917)– ostenta doble  dedicatoria: «A LA BATALLA DE VITORIA» y «A LA INDEPENDENCIA DE ESPAÑA». Por si no quedase claro, una gran Victoria Alada en la cúspide sostiene la bandera nacional, mientras una matrona sentada a sus pies, o sea la Patria, ampara a su hijo el Pueblo, un pobre mozalbete en cueros vivos.
Con lo dicho, más dos tantos de esfuerzo y sagacidad que uno ponga de su parte, en menos de diez minutos adivina en qué tendencia política tiene menos simpatías el monumento. Hasta la alegoría de un león espantándose un águila tiene lectura en clave antiespañola: en Vitoria, Inglaterra venció a Francia.
Ofuscación, idiocia, mala baba… ¡bah! Dejemos eso, para recordar que aquella victoria nacional y aliada tuvo otro objeto conmemorativo menos estridente. La ‘medalla’, o más exactamente, la Cruz de la Batalla de Vitoria (1815).
Pero esta es una curiosidad que no nos cabe aquí. Otro día será.
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[1] Fue en el contexto de la Paz de Basilea que cerró la Guerra de la Convención, 1793-1795. Frustrada la ilusión de Godoy de recuperar el Rosellón, la perspectiva era ahora ceder Guipúzcoa, ocupada por Francia. Cfr. Goñi Galarraga, Joseba, ‘Guipúzcoa en la Paz de Basilea’; en Homenaje a J. I. Tellechea Idígoras. San Sebastián, 1982-1983, t. 2: 760-803.
[2] Estornes, Idoia, La construcción de una nacionalisdad vasca: el autonomismo de Eusko-Ikaskuntza (1918-1931). Tesis doctoral. Eusko-Ikaskuntza /Sociedad de Estudios Vascos. San Sebastián, 1990, 728 págs.
[3] Aunque madrileño, también era de origen vasco: Francisco Javier Castaños Aragorri Urioste Olavide (1758-1852). Hombre recto pero cerrado,  de ideas absolutistas.
[4] Urquijo, o. cit., págs. 166-170.
[5] Ibíd., pág. 179.
[6] ibíd., pág. 180-181.
[7] Ibíd., pág. 182.
[8] Para una relación fiel y objetiva del monumento, cfr. Francisco Vives Casas, El monumento a la Batalla de Vitoria.  







3 comentarios:

  1. Soy vitoriano, y el monumento es odiado por los nacionalistas, ya que este recuerda a la expulsión francesa, no de Vitoria, no de vascongadas, sino de España.

    Y como es habitual, intentan borrar todo destello de Historia para meter con cuña sus memeces.

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  2. Perdone que vuelva al tema de ayer. Creo haber leido en las memorias del Duque de St Simon, el grafómano que envió Luis XIV a espiar a la Corte de Carlos II, que en las "guerras de devolución" se planteó por España la cesión de Guipúzcoa a Francia y que esta la rechazó por su pobreza. Si esto es así es obvio que los guipuzcoanos se salvaron por los pelos de gozar de un régimen más uniformista, que hubiera desembocado en un Departamento de régimen común.

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  3. En efecto, Anónimo: a bote pronto, estos son los pasajes que veo de Saint-Simón sobre 'el Guipúzcoa', (edic. 1829):

    1. vol 2: p. 443) [año 1700]
    Hablando del rey de Inglaterra y del reparto de la herencia de Carlos II:

    «Su plan acordado fue dar… el Guipúzcoa a la Francia, dado que la aridez y la dificultad de esta frontera es tal, que había permanecido en paz en todo este reinado, en medio de todas las guerras contra España… »

    2. vol 3, pág. 22 [1700]

    «Harcourt partió el 23 de octubre con el proyecto de tomar las plazas de esta frontera, como Fuenterrabía y las demás, y entrar por allí en España. El Guipúzcoa era para la Francia por el tratado de reparto; así, hasta allí no había nada que decir. Como todo cambió súbitamente de aspecto, no he sabido cuales eran los proyectos tras de haber reducido esta pequeña provincia.»

    3. págs. 29-30)

    «Que en cuanto al Guipúzcoa, era un señuelo tomarla por una llave de España; que bastaba con apelar a nosotros mismos, que habíamos estado más de 30 años en guerra / con la España, y siempre en estado de tomar las plazas y los puertos de esta provincia, puesto que el rey había conquistado de hecho las de Flandes, del Mosa y del Rin. Pero que la esterilidad horrorosa de un vasto país, y la dificultad de los Pirineos, habían siempre apartado la guerra de ese lado, y permitido incluso en lo más duro una especie de comercio entre las dos fronteras…»

    Observo que lo de la «aridez horrorosa» se refiere aquí al vasto país, o sea a España, y no a Guipúzcoa; aunque ya hemos visto antes que llama árida también a la frontera guipuzcoana.

    Un saludo

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