«Los fueros particulares de las provincias de
Navarra, Vizcaya, Guipúzcoa y Álava se examinarán en las primeras Cortes, para
determinar lo que se juzgue más conveniente al interés de las mismas provincias
y al de la nación.»
(Constitución de Bayona,
1808, Art. 144)
¿Mucho, poco?... Desde
luego, más que lo conseguido en Cádiz, 1812, que fue nada. Suelen darse las
fechas de 1841 y sobre todo 1876 para la abolición de los fueros. En 1812 ya quedaron
abolidos por la callada. Fernando VII los recuperó con su fórmula, «vuelva
todo al ser y estado que tenía en 1808» (Valencia, 4 de mayo 1814).
Volviendo a Bayona. Aquella
Constitución o Estatuto –galgo, o podenco– remitía la cuestión
vasca a «las primeras Cortes». ¿Y eso? Pues que jamás hubo Cortes. Las
previstas se juntarían «a lo menos
una vez cada tres años». Aun así, su poder era muy restringido, y puestos
en lo mejor, un visto bueno a la foralidad no habría surtido efecto antes de
1821: «Todas las adiciones, modificaciones y mejoras que se haya creído
conveniente hacer en esta Constitución, se presentarán de orden del Rey al
examen y deliberación de las Cortes, en las primeras que se celebren después
del año 1820» (Art. 146).
A pesar del ‘largo me lo
fiáis’, el viejo sistema siguió funcionando en precario hasta la reforma
radical de febrero de 1810, primer paso hacia la anexión del País Transpirenaico
a Francia, desvelada el mismo mes.
¿Reacción? Lo único
cierto es que nada era cierto, salvo que la guerra tendría fin y tras la paz
nada sería como antes. Al parecer hubo gente para todo, y la idea de anexión a
Francia no era nueva. Ya en 1795 Guipúzcoa la había negociado con la Convención
republicana, «a cambio del respeto de los Fueros y la libre pesca en Terranova»
[1]. Y antes todavía, en 1719, la provincia de Álava había dirigido al Duque de
Berwick un Memorial sobre lo mismo, si la Corona Francesa le garantizaba
sus «fueros, privilegios, exenciones, libertades y lo demás referido» [2];
cosa que también hizo Guipúzcoa.
Menos que en Bayona
La victoria de Bailén
(18 de julio 1808) abrió los ojos de muchos a otras perspectivas posibles,
otras ‘lealtades alternativas’. Uno de los primeros fue el capitán de fragata
Miguel Ricardo Álava, que de Bayona pasa derecho a ponerse a las órdenes del
general Castaños [3]. Álava ascendió por méritos de guerra hasta el grado de
Mariscal de Campo (1812), aunque se le conoce más como ‘general Álava’. Fue de los pocos amigos que tuvo Wellington, el comandante en jefe de los tres ejércitos aliados, español,
británico y portugués; el cual le nombró edecán suyo hacia el final de la guerra.
En enero de 1810 se pone
en marcha la máquina constituyente. No se mire con lupa, dadas las circunstancias, la representatividad de aquellas Cortes. De vascos, lo que más
hubo fue guipuzcoanos: 111 (en proporción de 1:4 respecto a madrileños); vizcaínos,
76; navarros, 44; alaveses, 25. Este último bajo número fue compensado en parte por la
acción a distancia del alavés Trifón Ortiz de Pinedo, personaje correoso y pintoresco en
sus reclamaciones. Pinedo lamentaba la falta de rigor estamental demostrado con limpieza de
sangre. Era también uno de los muchos que a los Fueros llamaban ahora la Constitución de Álava
[4]
Uno de los vascos más
activos en Cádiz fue el funcionario Manuel Aróstegi. Aunque muy reñido con don
Trifón, no era menos alavés que él: «Su discurso es una afirmación de
alavesismo nítida… Álava siempre “ha sido considerada como tal por sí sola, e
independiente de las demás provincias… Pero Álava, Señor, se ha distinguido de
las otras dos, como ellas se diferencian también por muchas leyes peculiares de
su Constitución”» [5].
Aróstegui con el
guipuzcoano Miguel A. de Zumalacárregui
fueron los únicos vascos
que se opusieron a la fusión de las tres Diputaciones vascas en una sola.
Esfuerzo tan baldío como la misma fusión, decretada sobre el papel y nunca
aplicada [6].
Respecto a los fueros,
la idea dominante en Cádiz era suprimirlos, también en Navarra y no resucitar los de Aragón. Curiosamente, el sistema foral tuvo un abogado ferviente en el asturiano Agustín de Argüelles, ‘el Divino’.
El tratamiento de la
cuestión foral en las Cortes fue paradójico, rocambolesco:
«Las menciones a los fueros incidieron sobre
todo en los referidos a fueros y privilegios de grupos sociales, más que
geográficos.
Si bien el principio que presidía el liberalismo
era el de igualación, y por la tanto propendía a su desaparición, los
discursos trataban de glorificarlos como un elemento de libertad, que quedaba
superado por el nuevo texto.
Las citas de los mismos les resultaban útiles
a los liberales, para alejar las críticas de que se importaba un modelo
político… Todo lo contrario, proponían una vuelta a los orígenes, muy
acorde con los principios contrarrevolucionarios que les servían de
cobertura.» [7]
Acatamiento y jura de la
Constitución
En este punto, J. R.
Urquijo es conciso (págs. 183-186), y hay que abrir de nuevo el capítulo de Ortiz de Orruño (págs. 118 y sigs.).
No hubo oposición
abierta en Navarra ni en las Vascongadas, aunque sí una «deriva fuerista» en
todas ellas, empañando las juras respectivas de la Constitución y
abriendo una etapa tristemente crónica de reproches e insultos cruzados,
expresión de una división irreconciliable que llevará a las Guerras Carlistas. Pero
no en bloque los vascos frente a España, como lo pinta la versión nacionalista, sino divididos y enfrentados por intereses de clase y por ideología los propios vascos en cada
provincia. Sólo la perspectiva de perder los fueros obraba el milagro de
unirles por interés.
Cierto que se terminó
jurando la ‘Pepa’, qué remedio. La mayoría lo hizo sin convicción o a
regañadientes, algunos mirando de meter el vino nuevo constitucional en los
viejos odres forales (más que viceversa).
Lo mismo que aquel don
Trifón, tan amigo del fuero alavés y de la Religión como enemigo de la libertad de pensamiento y de
imprenta, el presbítero vizcaíno don Miguel de Antuñano es ilustrativo de una
típica conjunción foralismo-integrismo
antiliberal, compatible con una ejecutoria colaboracionista afrancesada.
Reunidas las Juntas de
Vizcaya en San Nicolás de Bari de Bilbao (18 de octubre 1812), tras el primer tribuno Ildefonso Sancho, liberal constitucionalista, don Miguel puso paño al púlpito,
y su oratoria fue arteramente eficaz ‘contra’ una Constitución que de
boquilla reconoció «útil y ventajosa a todo el Reino», pero antes de invitar
a obedecerla se volcó en un canto lírico al sistema foral, que arrancó los aplausos
del auditorio.
Así puso en teatral evidencia
que los constitucionalistas eran minoría. Hubo cruce de reproches e insultos.
Al sacerdote y a otros de su cuerda se les echó en cara su colaboracionismo, y
el estar todavía calientes las sillas que ocuparon en cargos públicos bajo el enemigo.
Su réplica fue enjaretar a los otros la descalificación equívoca de ‘malos patriotas y
malos vizcaínos’ –otra vez la ‘doble lealtad’–, a los constitucionalistas
liberales, como el buen Sancho.
«Empezaba un nuevo combate contrarrevolucionario
que se alargó durante varias décadas. Sancho no pedía explícitamente la
abolición foral, sino simplemente la implantación del sistema constitucional, y
si se considerase oportuno, la convivencia entre ambos sistemas.»[8]
Una historia de dos
ciudades
El final de la francesada para el País Vasco y casi toda España se
decidió en la batalla de Vitoria (21 de junio 1813); como también se manchó con la
tragedia de San Sebastián (31 de agosto siguiente; el mismo día de la batalla
de San Marcial, Irún).
Pardo de Santayana en su capítulo se extiende
más en describir la acción de Vitoria que en explicar el crimen de guerra
cometido en San Sebastián. ¿Se sabe al menos si fue un imprevisto, o un crimen de diseño?
Sin permitirme yo ni siquiera opinar sobre ello,
digamos que la cosa se veía venir. Se sabe, por ejemplo, de unos vecinos que en
vísperas del asalto escriben desde Pasajes a Wellington, a través de su edecán Álava, rogando con todo candor «se trate a los habitantes con la
humanidad y dulzura que forman el carácter de V. E. y el de las valerosas tropas que sitian la
plaza.»
Álava, que para ocasión tan gloriosa se había
puesto oportunamente enfermo, responde personalmente a la buena gente asegurándola que el
inglés «tomará y habrá tomado cuantas determinaciones sean posibles con el
fin de evitar cualquier desorden. Pero ni S. E. ni
el primer general del mundo pueden asegurar esto, si el asalto es de noche, ni
tampoco si siendo de día hay mucha resistencia en la brecha.
Cuantos saben lo que es una plaza tomada por asalto, y cuantos han sido
testigos de semejante operación, están convencidos de esa verdad, sin que hasta
ahora se haya hallado un remedio para este mal en cuantos ejércitos tiene la Europa».
Dicho y hecho, hubo saqueo, abusos de todo tipo
contra la población civil, incendio y ruina de casi toda la ciudad.
La Regencia puso cierta sordina al hecho mismo.
Un primer reportaje decía: «Mientras las armas españolas se inmortalizaban
en la parte de Irún, los aliados derramaron su preciosa sangre en el asalto de
la plaza de San Sebastián» (‘La Gazeta extraordinaria’, 7 de
septiembre). Dos días después, el parte era algo más explícito: «La
desgraciada ciudad de San Sebastián padeció extraordinariamente: la mayor parte
de ella fue saqueada y entregada a las llamas» (‘La Gazeta de Madrid’,
9 de septiembre).
Tal laconismo sería suplido –a casi un mes de la
tragedia, cuando todo el mundo estaba al corriente–, por el periódico gaditano ‘El
Duende de los Cafés’ (27 de septiembre: «La ciudad ha sido incendiada
metódicamente y a medida que se hacía la limpieza interior de las casas».
(Terrible ironía, lo de ‘limpieza interior’). Sólo se salvó de la quema la
acera de casas calle de la Trinidad, que era el cuartel de los oficiales
británicos.
Todavía se sigue discutiendo el reparto de
responsabilidades. Una de las más peregrinas es la que carga el mochuelo al héroe
de Bailén, el general Castaños, en represalia por haber sido la ciudad tan
afrancesada. Curiosamente, esta opinión resulta atractiva a ciertos
reconstructores del episodio desde perspectiva nacionalista.
Victoria en Vitoria
Este bonito calembour
se me va al traste, por la manía anacrónica de los que hablan de la Batalla
de Gasteiz, o incluso de una pieza que compuso Beethoven ‘A la Batalla de Gasteiz’.
Si el general Álava puso siempre la mano en el fuego por el
honor de Wellington, esta vez tratándose de Vitoria, su patria chica, don Miguel, una vez
ganada la batalla frente a la ciudad, tomó la precaución de ocuparla
personalmente. De ese modo los vitorianos no fueron saqueados, sí en cambio saqueadores
del fugitivo rey José.
Los franceses se dieron cuenta de que su salvación dependía
de ir soltando lastre, para distraer. Aquel tren de preciosidades y tesoros
exportados a Francia fue para mucha gente la oportunidad de su vida. Hasta las
tropas británicas, rompiendo el molde tan repetido en las biografías
hagiográficas de Wellington, se desmandaron y abandonaron la persecución del enemigo para
aplicarse al botín. Fue entonces cuando Sir Arthur, perdida la flema, dictó
para la Historia aquello de que «the British soldier is the
scum of the earth, enlisted for drink» (el soldado británico es la escoria del mundo, alistado por la bebida).
Hablando del mutismo nacionalista para con la Guerra de la Independencia, Ortiz de Orruño menciona «el recurrente
debate suscitado en la capital alavesa, sobre retirar el monumento a la Batalla
de Vitoria», remitiéndose a varios enlaces en la Red (pág. 74). Uno de
éstos resulta casi cómico por lo extravagante: un artículo de un Juan
Ibarrondo, explicando a su modo el monumento a un supuesto irlandés amigo suyo,
entre rondas de cerveza [8].
Para empezar, la primera propuesta de memorial, bien rápida por cierto, fue del diputado alavés que ya conocemos, Manuel Aróstegui, en las Cortes de Cádiz
el 2 de julio de 1813, y aprobada al día siguiente para «cuando las
circunstancias lo permitan». Cien años después vuelve a la carga el alcalde
saliente don Eulogio Serdán Aguirregaviria (el caballero de aquí al lado). Abierto concurso, lo gana Gabriel Borrás, alumno de Benlliure, con los mismos cánones
estéticos tan de moda, mas la pedagogía novedosa de acercamiento al espectador.
Cualquier monumento es discutible desde varios
ángulos: estético, urbanístico, ideológico. En esto último cabe distinguir la
realización plástica y el mensaje, sobre todo el textual. La inscripción es a
menudo el detonante, o el pretexto. (Recordemos el «REINARÉ EN ESPAÑA»,
borrado del monumento al Sagrado Corazón en Bilbao por los nacionalistas.)
En el caso de Vitoria, ‘La falla’ –como llamaron
los ingenios locales a la obra del valenciano Borrás (1915-1917)– ostenta doble dedicatoria: «A LA BATALLA DE VITORIA» y «A LA
INDEPENDENCIA DE ESPAÑA». Por si no quedase claro, una gran Victoria Alada en
la cúspide sostiene la bandera nacional, mientras una matrona sentada a sus
pies, o sea la Patria, ampara a su hijo el Pueblo, un pobre mozalbete en cueros
vivos.
Con lo dicho, más dos tantos de esfuerzo y sagacidad que uno ponga de su parte, en menos
de diez minutos adivina en qué tendencia política tiene menos simpatías el
monumento. Hasta la alegoría de un león espantándose un águila tiene lectura en clave antiespañola: en Vitoria, Inglaterra venció a Francia.
Ofuscación, idiocia, mala baba… ¡bah! Dejemos
eso, para recordar que aquella victoria nacional y aliada tuvo otro objeto
conmemorativo menos estridente. La ‘medalla’, o más exactamente, la Cruz de
la Batalla de Vitoria (1815).
Pero esta es una curiosidad que no nos cabe aquí. Otro
día será.
___________________________
[1]
Fue en el contexto de la Paz de Basilea que cerró la Guerra de la Convención, 1793-1795.
Frustrada la ilusión de Godoy de recuperar el Rosellón, la perspectiva era
ahora ceder Guipúzcoa, ocupada por Francia. Cfr. Goñi Galarraga, Joseba,
‘Guipúzcoa en la Paz de Basilea’; en Homenaje a J. I. Tellechea Idígoras. San
Sebastián, 1982-1983, t. 2: 760-803.
[2] Estornes, Idoia, La construcción de una nacionalisdad vasca: el autonomismo de Eusko-Ikaskuntza (1918-1931). Tesis doctoral. Eusko-Ikaskuntza /Sociedad de Estudios Vascos. San Sebastián, 1990, 728 págs.
[3] Aunque madrileño, también era de origen
vasco: Francisco Javier Castaños Aragorri Urioste Olavide (1758-1852). Hombre
recto pero cerrado, de ideas
absolutistas.
[4]
Urquijo, o. cit., págs. 166-170.
[5]
Ibíd., pág. 179.
[6]
ibíd., pág. 180-181.
[7]
Ibíd., pág. 182.
[8]
Para una relación fiel y objetiva del monumento, cfr. Francisco Vives Casas, El monumento a la Batalla de Vitoria.
Soy vitoriano, y el monumento es odiado por los nacionalistas, ya que este recuerda a la expulsión francesa, no de Vitoria, no de vascongadas, sino de España.
ResponderEliminarY como es habitual, intentan borrar todo destello de Historia para meter con cuña sus memeces.
Perdone que vuelva al tema de ayer. Creo haber leido en las memorias del Duque de St Simon, el grafómano que envió Luis XIV a espiar a la Corte de Carlos II, que en las "guerras de devolución" se planteó por España la cesión de Guipúzcoa a Francia y que esta la rechazó por su pobreza. Si esto es así es obvio que los guipuzcoanos se salvaron por los pelos de gozar de un régimen más uniformista, que hubiera desembocado en un Departamento de régimen común.
ResponderEliminarEn efecto, Anónimo: a bote pronto, estos son los pasajes que veo de Saint-Simón sobre 'el Guipúzcoa', (edic. 1829):
ResponderEliminar1. vol 2: p. 443) [año 1700]
Hablando del rey de Inglaterra y del reparto de la herencia de Carlos II:
«Su plan acordado fue dar… el Guipúzcoa a la Francia, dado que la aridez y la dificultad de esta frontera es tal, que había permanecido en paz en todo este reinado, en medio de todas las guerras contra España… »
2. vol 3, pág. 22 [1700]
«Harcourt partió el 23 de octubre con el proyecto de tomar las plazas de esta frontera, como Fuenterrabía y las demás, y entrar por allí en España. El Guipúzcoa era para la Francia por el tratado de reparto; así, hasta allí no había nada que decir. Como todo cambió súbitamente de aspecto, no he sabido cuales eran los proyectos tras de haber reducido esta pequeña provincia.»
3. págs. 29-30)
«Que en cuanto al Guipúzcoa, era un señuelo tomarla por una llave de España; que bastaba con apelar a nosotros mismos, que habíamos estado más de 30 años en guerra / con la España, y siempre en estado de tomar las plazas y los puertos de esta provincia, puesto que el rey había conquistado de hecho las de Flandes, del Mosa y del Rin. Pero que la esterilidad horrorosa de un vasto país, y la dificultad de los Pirineos, habían siempre apartado la guerra de ese lado, y permitido incluso en lo más duro una especie de comercio entre las dos fronteras…»
Observo que lo de la «aridez horrorosa» se refiere aquí al vasto país, o sea a España, y no a Guipúzcoa; aunque ya hemos visto antes que llama árida también a la frontera guipuzcoana.
Un saludo