martes, 14 de septiembre de 2010

Las Brujas de Zugarramurdi (2)


Con Herodías, de gaupasa (1)

La ópera Salomé (1905) de Richard Strauss dio el escándalo, con aquella Danza de los Siete Velos, un destape nada recomendable para un 9 de diciembre por la noche. De aquello hace ya tanto, que casi nadie recuerda –y el que lo recuerda, casi no se lo explica– que la que bailó no fue la soprano Marie Wittich. ¿Acaso no sabía ejecutar unos pasos de danza? Sí, pero no ‘aquella’ danza:


Ich bin eine anständige Frau. Yo soy una mujer decente, señor mío. Búsquese a otra.


El plante ejemplar de la Wittich hizo ley, y en la primera andadura de la discutida ópera aquel amago de strip-tease corría a cargo de una doble, una bailarina más o menos anónima. (Lo cual tiene su ventajilla estética, cuando la diva es ‘talla especial’, como nuestra enorme Caballé).


Strauss en realidad se apuntó al éxito morboso del drama homónimo de Oscar Wilde, hecho ex profeso para escandalizar, escrito en francés y estrenado en París (1896). El vienés sacó partido con una buena partitura sobre un libreto calcado. Por cierto, también él hizo una versión francesa, menos conocida.

El Cine tampoco podía desaprovechar un tema así, con picardías como la de la Hayworth 1953), que ya no surten efecto, hasta la castísima Salomé de Saura (2002), encarnada en Aída Gómez.





La Danza de los Siete Velos fue una versión esteticista decadente de la danza del vientre, cuando la Arqueología oriental, tan de moda entonces, divulgó el poema y mito sumero-acadio de la Bajada de Istar a los Infiernos [1].


Istar (Ester), la Reina de los Cielos, hermana menor y rival de Ereskigal, Reina de los Infiernos, perdida por meter las narices en sus dominios, y de paso impresionarla, vestida y enjoyada de punta en blanco se planta ante el palacio de lapislázuli.

La divina Istar –o Inana, para los que entienden sumerio– no las tiene todas consigo, y ha dado instrucciones a su fiel Ninshubur, para que si en tres días ella no ha vuelto, en su Ciudad Santa se apliquen los ritos y sufragios oportunos.

De sobra sabe que aquello es Kurnugi, el país de ‘Irás-y-no-Volverás’, pero según ella, se trataba de una visita especial. Sus razones no resultan convincentes. El portero se mosquea:

–Pero vamos a ver, señora: ¿está usted muerta, o no lo está?

La Reina de los Infiernos se da cuenta en seguida de que la curiosa impertinente no puede ser otra que su hermana.

Sus instrucciones son dejarla pasar. Una por una irá llamando a las Siete Puertas, y en cada una le irán quitando una prenda, hasta dejarla en cueros vivos. Como cualquier mortal. «Se va a enterar esa loca de lo que es bueno.»

En cada puerta se repite la escena y el diálogo, una prenda, después otra:

–¿Cómo os atrevéis…? ¡Protesto!
–Silencio, Istar. Son normas del Infierno. Inana, no discutas los ritos infernales.
–¿Pero por mé quitas esto, portero?
–Adelante, señora; el Infierno os da la bienvenida. Normas de la Casa.


Finalmente desnuda comparece ante el trono de su hermana, Ereskigal la terrible, que preside el tribunal de los anunaki, los Siete Jueces infernales, que dictan sentencia y con su mortífera mirada ellos mismos la ejecutan .

Aquí tenemos un sello cilíndrico asirio (h. 700 a. de JC) con su impronta sobre arcilla, interpretada como Istar emitiendo un oráculo. La diosa es reconocible por su estrella (Venus) y sus atributos de cazadora (arco y aljaba, como Diana); y para poder mirar al consultante de arriba abajo, utiliza como escabel el lomo de una fiera, mostrando así su condición divina y temperamental.

Tomemos nota de esos detalles (lucero, armas, fiera portante), porque los hemos de necesitar a su tiempo.


Pero, ahora que caigo, yo no venía a hablar de los Siete Velos, sino de otra escena de la Salomé, igualmente tomada de Wilde. Y es que los aspavientos de la dichosa danza casi hacían pasable lo que todavía hoy sigue siendo chocante, de puro morboso.

Se trata del final de la obra, cuando a Salomé le entregan en bandeja la testa cortada de san Juan Bautista. Tras besarla con pasión, la moza se recrea en una escena erótico-necrofílica que saca de quicio a su propio tío-padrastro, Herodes Antipas, el cual manda a los guardias que la aplasten con sus escudos.




Ah! Ich habe deinen Mund geküßt, Jochanaan.
Ah! Ich habe ihn geküßt deinen Mund,
es war ein bitterer Geschmack auf deinen Lippen.
Hat es nach Blut geschmeckt? Nein! Doch es schmeckte
vielleicht nach Liebe ...
Sie sagen, daß die Liebe bitter schmecke ...
Allein, was tut's? Was tut's?
Ich habe deinen Mund geküßt, Jochanaan.
Ich habe ihn geküßt, deinen Mund.

–He besado tu boca, ¡oh Juan mío,
qué amargo de tus labios el sabor!
¿Sabor de sangre? ¡No! La sangre es dulce.
De amor tal vez, pues diz que amor amarga…
¿Y eso qué importa ahora? ¿eso qué importa?
Lo que cuenta es, mi Juan, que te he besado,
que he besado tu boca.

–¡Soldados! ¡Muerte a esa mujer!

La escena, como toda la trama del amor secreto de Salomé al Bautista, desde luego no figura en los Evangelios, ni tampoco en las noticias del historiador judío Flavio Josefo. De hecho, ni Marcos ni Mateo, que recuerdan la danza, dan el nombre de la chica, que debemos a Flavio. Los tres coinciden en que era hija de Herodías con un hermano de Antipas (otro de los muchos Herodes de la saga), divorciada de él para casarse con el que era su cuñado. De ahí las diatribas furibundas de Juan, que unidas a su propaganda considerada subversiva, le valieron la prisión, y ahora la muerte.

Pues bien, todavía sigue la gente preguntando, de dónde se sacó esta escena, dándola muchos erróneamente por invención de Wilde.

Y no es así. Mil años antes, algo muy parecido corría por Francia. Donde (no lo olvidemos), Herodes Antipas vivió con Herodías sus últimos años, relegado por el emperador Calígula, muriendo concretamente en Lión. La que no les acompañó en el exilio fue Salomé, la bailarina de los Evangelios; pero no por haber muerto empavesada, sino porque se casó con un primo de Antipas llamado Felipe, gobernador de Iturea –hijos ambos de Herodes I el Grande–, en aquella endogámica familia.


Continúa

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[1] Cfr. J. B. Pritchard, Ancient Near Eastern Texts (ANET). Princeton, 1955, págs. 52-57 y 106-109.


2 comentarios:

  1. Solo la Caballé pudo tener el cuajo suficiente para salir de esa guisa, supongo que usando los cortinones de su casa, pero, que caramba, chapeau.

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  2. Muy bueno, Pussy Cat.

    Del repertorio disponible en YouTube, personalmente me quedo con Leontyne Price , en versión concierto, que sin la distracción teatral, y sabiendo de que va, es lírica pura.

    Son 10 minutos impagables. En el 4’ 50’’ la soprano se vuelve bajo profundo. La escena final-final (o parte 2ª) se anuncia en 5’ 12’’, con los toquecitos insistentes del óboe o clarinete. Bordada.
    No he incluído esta maravilla en mi artículo, obviamente, porque falta el morbo escénico.

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