sábado, 11 de septiembre de 2010

Un poco de vértigo


Asomarse a la Sima de los Huesos de un poco de vértigo. Todo el yacimiento de Atapuerca de vértigo. El vértigo de una cronología donde el tiempo se multiplica por mil. El vértigo de nuestro orígenes.

–«El hombre es portador de valores eternos», que dijo el otro.
–¡Bah! «Los humanos no tenemos ninguna misión especial en este mundo».

Así que ya tenemos tema para la sobremesa de hoy. En mi visita al Museo de la Evolución Humana (Burgos) me fijé en un libro que recomiendo: La Sierra de Atapuerca. Un viaje a nuestros orígenes, de C. Díez, S. Moral y M. Navazo, Fundación Atapuerca-Everest, 2007 [2008], 211 páginas, muy bien ilustrado. Los autores son investigadores del yacimiento, y prologan los tres codirectores del mismo. De uno de éstos, Juan Luis Arsuaga, es la réplica en el supuesto diálogo anterior. Una frase con resonancias de advertencia.

Con misión o sin ella, el caso es que vinimos, y aquí estamos hasta que dejemos de estar. Que será bastante pronto, mucho antes de lo que llevamos aquí. Como especie, tenemos muchísimos más pasado que porvenir. Y si nuestro orígenes son oscuros, nuestro futuro es sencillamente impenetrable.

Por lo visto, somos los únicos vivientes conscientes de todo eso, de nuestro principio y fin colectivo; y de que mientras sigamos aquí, todo lo que nos rodea va a depender de nosotros, de forma y en proporción nunca vista. Esta vía abierta en la era tecnológica es precisamente la que, por paradoja, nos cierra un horizonte sembrado de catástrofes como un campo de minas.

Somos también los únicos capaces de controlar y alterar en gran medida la evolución ‘normal’ de nuestra propia especie. (O subespecie, seamos modestos, pero para el caso da igual, porque sólo nosotros quedamos para contarlo, aunque posiblemente otros congéneres hibridables sobreviven parcialmente en nosotros.)

Es decir que, aunque nadie nos hubiese encomendado misión alguna –salvo esa instrucción genética del «creced y multiplicaos», común a todo ser vivo–, nos la podemos atribuir. Y de hecho eso ha ocurrido y sigue ocurriendo, como si en el proceso de hominización una pulsión mesiánica se hubiese instaurado en nuestro ser.

Hay quien no quiere ni oír hablar de ello («¿A mí qué? ¿soy acaso el tutor de mi hermano? ¿soy el guarda del paraíso?»). Pero no es cuestión de mí o de ti. La hominización ha desarrollado y complicado una propiedad animal, la sociabilidad, que ya existía, pero que ahora es diferente y exclusiva de Homo, pues genera tradición, cultura.

Tal propiedad sería inseparable de la condición humana. En la página 71 del libro se cita esta frase, con la segunda parte marcada en rojo:

«Los hombres no han sobrevivido como individuos ni en multitudes aleatorias, sino como miembros de comunidades organizadas constituidas porque se comparten tradiciones comunes.» G. Clark

Esta frase del arqueólogo y antropólogo sir Grahame Clark (1907-1995) [1], aunque parezca exagerada, es exacta: ninguna supervivencia biológica es individualista, pero la del hombre tampoco ha sido en turbamultas azarosas (in random crowds), sino en comunidades orgánicas tradicionalistas (as members of organized communities constituted by sharing common traditions).

Del simbolismo a la mitomanía

Y ahí es donde empieza el vértigo, más que en los datos concretos de la antropología física. Claro que los hechos son lo primero. Como debe ser, en toda ciencia. Reconstruir el ramaje de nuestro árbol filogenético, marcar los hitos de nuestra cronología. Incluso decidir si los humanoides llegaron a Iberia por Gibraltar o por lo Pirineos, o por el sur y el norte a la vez.

Pues bien, todo eso son minucias, junto a la curiosidad de saber cuándo las tradiciones entre humanos empezaron a expresarse en lenguaje de símbolos –algo así como las fórmulas matemáticas–, y cómo esos símbolos fueron derivando más y más, haciendo abstracción de la experiencia sensible, hasta generar seudoexperiencias de dejà vu. Entre éstas últimas, una muy especial: cuándo y cómo los humanos empezaron a sentirse ‘ajenos’. La ‘alienidad’ (esse alterius, pertenecer a otro), suele señalarse como raíz y esencia de la religión. El Otro; el Numen que nos posee.

De eso obviamente no trata el libro. Tiene en cambio un capítulo dedicado al LENGUAJE (págs. 126-135) y otro sobre SIMBOLISMO (136-145); muy sobrios –como debe ser–, rozando apenas el tema de las ‘creencias’. Por esa vereda de lo simbólico, Atapuerca por ahora nos acerca al millón y medio de años. Según eso, hemos tenido tiempo de sobra para usar el simbolismo, incluso para abusar de él hasta volvernos mitómanos. Por ejemplo, a la pregunta ‘por dónde vinimos’, no faltará quien señale alguna playa gallega, donde una pareja de atlantes encalló navegando en una tina de piedra. Según otros, érase un grupo de humanoides que, hallándose de merienda a la orilla de cierto lago remoto, arrancados de allí por un torbellino, vinieron a caer aquí del cielo entre una lluvia de ranas. O más simple todavía: nadie vino de ninguna parte, pues cada pueblo brota en su terruño, como las coles. Esto último, que al escéptico Luciano le parecía de chiste, es el desiderátum de todo nacionalista de bien. ¿Dónde está la raya entre la hipótesis y el mito?

Al Otro se llega por diferentes vías. Santo Tomás en la Suma Theologica propuso hasta cinco, permitiéndose el lujo de rechazar una sexta de san Anselmo: «el Ser perfecto tiene que existir, o no sería perfecto; luego existe». (Para algunos, esta es la ‘prueba’ más convincente.)

También cabe el Numen como hipótesis explicativa de lo que no se entiende, el deus ex machina resolvedor de aporías, desfacedor de entuertos. Lo de «el reloj y el relojero», y todo eso. Un poco lo que decía mi abuela: «tiene que haber algo… ». O la ilusión de la propia inmortalidad soñada y proyectada en el Otro.

Más vías. Una, un poco rara para mí, la del pesar o compunción –la κατάνυξις o λύπη–, atribuida a cierto Mintanor, autor de un libro de música perdido, donde decía:

Deum doloris, quem prima compunctio
Humani finxit generis.


Así es como lo cita Fulgencio Planciades en su Mythologicon, obra dedicada a un tal Gato, presbítero de Cartago: «Dios del dolor, el que inventó primero una humanidad compungida.»

¡Y el miedo! Más que la esperanza, «el miedo ha creado dioses». Si hoy se recuerda la Tebaida de Estacio, es sobre todo por un único verso, donde dice (3: 661):

Primus in orbe timor fecit deos

Aunque se entiende sin dificultad, bienvenida la traducción de Arjona (3: 184; previo aviso de que lo del ‘agüero’ es ripio):

Que yo sé bien que el miedo fue el primero
que hizo dioses e inventó el agüero.




Hay quien dice que Estacio tomó prestada la idea de Petronio; o viceversa. En todo caso, es del siglo I. Y por cierto, siempre me pareció ver un juego de palabras, ya que ‘temor’ en griego es δέος; como quien dice: δέος fecit deos. Nunca le di importancia, pensando que era ocurrencia mía. Pues no; porque gracias a Google, encuentro que el erudito holandés Thomas Muncker daba el calembour por sabido, citando fuentes en su edición anotada de Mythographi Latini (Amsterdam, 1681, t. 2, pág. 32, nota). Y como no parece que este Muncker sea persona muy vista, aquí traigo su retrato, para que al menos se sepa qué peluca gastaba.

Según muchos arqueólogos, «el origen del simbolismo hay que situarlo dentro del mundo neandertal, hace quizás unos 70.000 años, pero no hay unanimidad al respecto» (pág. 141). Claro; depende de lo que se entienda por símbolo. Retrasarlo hasta las primeras pinturas rupestres, «hace sólo unos 30.000 años, en Europa», parece tan extremoso como suponer que «somos una especie simbólica desde la aparición de nuestro género». Esto último me parece creíble, siempre que hablemos del simbolismo como potencialidad.

Sea como fuere, establecido el hecho simbólico, todavía adivinamos más que poseemos sus códigos. La portada del libro ofrece un apunte de pintura ritual, un individuo pintarrajeando a otro de rojo y negro (¿ceremonia, guerra?). Interesante también la sugerencia de sepelio colectivo en la Sima de los Huesos, con la recreación imaginaria de un entierro a lo Heidelberg (pág. 140). ¿Intuición de un más allá? No hay por qué suponerlo. ¿Dios? Ni idea.

Un siglo antes de Atapuerca

Este librito me ha venido bien para remozar un poco la biblioteca, y de paso para desempolvar vejestorios. La nueva Atapuerca se inicia bajo la batuta de Emiliano Aguirre en los años 70 del siglo pasado. Por entonces ya tenían un siglo dos libros complementarios y simultáneos de un mismo autor, el médico y naturalista valenciano Juan Vilanova y Piera (1821-1893): Compendio de Geología (Madrid, 1872, 588 págs.); y Origen, naturaleza y antigüedad del hombre (Madrid, 1872, 446 págs.). Del mismo año es la 11ª edición de los Principles of Geology, del gran Lyell, en 2 volúmenes que totalizan 1.360 págs. En comparación, Vilanova no desmerece, concretamente en lo poco que se sabía entonces de la ‘prehistoria’ humana.

Antes había publicado un gran Manual de Geología aplicada (Madrid, Imprenta Nacional, t. I, 1860; t. II y Atlas, 1861), con un total de 1.100 páginas de texto y buenas láminas del grabador Camilo Alabern Casas (1825-1876) [2]. Láminas reutilizadas luego en otro libro, en colaboración con el granadino Juan de Dios de la Rada Delgado (1827-1901), reputado arqueólogo y orientalista, además de jurista, y a ratos autor dramático. Esta obra, Geología y Protohistoria Ibéricas (Madrid, El Progreso, 1891, 650 págs., numerosas láminas y un mapa plegable en colores de la Península) es de lo más interesante para la época, por ser el tomo I, a modo de introducción a una proyectada Historia General de España por Académicos de la Historia, dirigida por Cánovas del Castillo. Pensemos que el Text-Book of Geology de A. Geikie, en las 1.150 páginas de su 3ª edición (1893), apenas dedica media docena al tema humano, y eso con fuerte pesimismo sobre las posibilidades de obtener registro fósil, fuera de artefactos líticos y poco más.

Son libros excelentes y a ratos sorprendentes por su clarividencia o divertidos en su ingenuidad. El pobre Vilanova en particular se las vio y deseó frente a la clerigalla que le maltrataba desde los púlpitos y las prensas, descreído para unos, sospechoso para otros, y eso que él era buen cristiano y se amparaba bajo la púrpura del cardenal Wisemann y otros sabios católicos algo abiertos. Su Geología aplicada casi enternece, pues se cierra con una confesión de fe y un alegato concordista sobre la armonía entre religión y ciencia.

La misma suspicacia persiguió al bueno de don Juan muchos años después de muerto. Todavía en los años 40 pasados, en la biblioteca de mi colegio se consultaba mucho La Creación, de Montaner y Simón, gran Historia Natural en 9 grandes tomos (Barcelona, 1873-1876). Pues bien, al primero y al último (‘Antropología’ y ‘Geología y Paleontología’) se toleraban con reparos, por aquello de la cronología bíblica y del origen del hombre.

Y con esto, creo que vamos bien servidos de teología de sobremesa. Ahora, ya sin vértigo, demos un paseo virtual por Atapuerca .

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[1] Worl Prehistory in new Perspective, Cambridge Univ. Press, 1977; Preface, pág. xviij.

[2] El título completo es Manual de Geología aplicada a la Agricultura y a las Artes Industriales. Puede bajarse por Google libros (menos el Atlas): Tomo 1; tomo 2.

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