pues en Delfos los oráculos cesan,
y al género humano daña nebuloso futuro.
(Juvenal, Sátiras 6: 555-556)
Agudamente observaba Plutarco cómo la Naturaleza nos puso la vista del cuerpo mirando adelante, y la del alma hacia atrás. Tenemos memoria, que nos representa el pasado. Nos falta en cambio facultad u órgano equivalente para presenciar el futuro, explorable sólo por indicios y conjeturas. Y aun eso, no siempre. Ahora mismo, inmersos en una crisis económica sin precedentes, como casi todas, es inútil especular sobre ella, porque como ha dicho muy bien hace unos días doña Leire Pajín, se trata de un fenómeno «absolutamente imprevisible». Prueba de ello es que el primer desprevenido ha sido el Presidente de España y de Europa, Zapatero, que ve crecer lo verde antes de que brote. Ahora sí que va de veras. Ahora sí que «al género humano castiga la niebla del futuro».
Este desamparo y ceguera propia de nuestra especie ha propiciado la plaga crónica de los pillos que se ofrecen a leer el porvenir, como videntes, adivinos, demóscopos y otros disfraces. Ha sido también la razón de ser de los oráculos.
La gente suele meter a unos y otros en el mismo saco de la credulidad supersticiosa. Mal hecho. El adivino es un impostor que presume de algo que no tiene: clarividencia. El oráculo en cambio sabe que no sabe, y a sabiendas de ello se remite a quien se supone saber más y mejor sobre las cosas futuras, llámese dios, genio o demonio, como elementos y parte de una misma Naturaleza que todo lo abarca. De ahí la fascinación de los oráculos.
Hace años tuve idea de montar un viaje turístico, La ruta de los oráculos griegos, o algo así. Muchos amigos se apuntaban de antemano. No hubo nada que hacer. A las agencias no les tientan esas aventuras.
La verdad es que para trazar una ruta de oráculos hay donde elegir. Tengo delante el viejo ensayo de Anton van Dale (1700), sobre los oráculos del mundo grecorromano, que termina por un catálogo alfabético «con cerca de 300 entradas», estima el autor (pág. 559). Muchas eran entonces mera referencia literaria, pero desde el siglo XIX la arqueología oracular ha sacado a luz maravillas.
Por cierto, hacia el final de esa lista hay un oráculo muy especial. Es el único de los trescientos que todavía funciona y se llama el Vaticano. Vaticano era el nombre de un oscuro dios o duende del lugar, pero también la colina romana o ‘monte’ donde residía el oráculo. Una etimología popular lo definía así: Vaticanus, ubi vates canunt («donde cantan los adivinos»). El canturreo oracular se decía en latín vati-cinio. Heredado por la Iglesia a cuenta del martirio y tumba de san Pedro, el oráculo Vaticano sigue vivo; mejor aún, es también el único con pretensión de infalible.
Un punto clave en todo oráculo es saber quién habla allí, y cómo. Para los griegos, el numen oracular por excelencia era Apolo, hijo de Zeus. En época helenística, cuando los ratones y grandes ratas de biblioteca ponen algo de orden en el maremágnum del saber antiguo, buen número de oráculos los detentaba Apolo, aunque en algunos fue un intruso ursurpador, empezando por el archifamoso de Delfos.
En Delfos, la divinidad primitiva era Gea (o Gaya, la Tierra), que se lo cedió en propiedad a su hija la titanesa Temis (Equidad), como dote para su matrimonio con Zeus. Fue este divino pichabrava el que intrigó para que su muy cornificada esposa, de grado o por fuerza, lo traspasara a Apolo, que fue como obligarle a reconocer al hijo adulterino. Pero no me hagan mucho caso. Son leyendas confusas y contradictorias como los propios oráculos, mucho mejores profetas que historiadores (que ya es decir).
Todos los años, el dios titular Apolo solía tomar vacaciones. En su ausencia, el encargado de suplirle era Dionisio/Baco. No es difícil imaginar que con un borrachín alumbrando el futuro, la clientela estaría a la altura, mientras los formales apolíneos posponían sus consultas para el nuevo ejercicio.
Delfos era único también porque allí estaba el centro del mundo. Zeus lo descubrió de forma ingeniosa. Soltó un par de aves desde los puntos cardinales, y como en aquellos problemas de trenes que nos ponían en el colegio, volando aquellas águilas (o cisnes, dicen otros) en la misma dirección y sentidos contrarios se encontraron allí, donde para memoria se plantó un mojón –el ónfalo u ombligo del orbe–, como marcando el kilómetro cero.
Recuerdos de viaje
He visitado Delfos dos veces; las dos en 22 de julio, pura coincidencia. La segunda fue en 1996, con un grupo bastante especial, visitando algunos sitios poco convencionales, lejos del tumulto. Delfos no fue uno de ellos, y así pude apreciar la diferencia entre el turismo gregario y aquella otra época lejana de mi primera visita, una aventura irrepetible.
Fue en 1956. El vapor Benisanet, de 3.000 Tm de peso muerto y unos 100 m de eslora por 14 de manga, era un barco más bonito que práctico, o que rápido, o que estable. Aunque sólo tenía dos años mal cumplidos desde su viaje inaugural, ya lucía en la amura de babor una abolladura muy aparente. En Sestao había nacido obsoleto, con su motor de vapor de 1.800 ruidosos jamelgos. Como otros Benis de la misma compañía frutera NEASA, era un híbrido carguero con unos cuantos camarotes de pasaje. El rol era de 40 hombres. Los viajes redondos a Levante desde Barcelona duraban un mes.
Volviendo desde Lataquia (Siria), habíamos cruzado el Egeo con buena mar. El sábado 21 al atardecer pasamos el canal de Corinto, y el lunes amanecimos fondeados en el golfo de Itea, entre esta localidad y el cargadero de Bauxitas del Parnaso. Entonces era normal mezclar bauxita en el cemento, hasta que se declaró la aluminosis, una enfermedad de los edificios, y la prohibieron. La bauxita en el fondo de las bodegas sería a la vez carga y lastre para la vuelta, dando una travesía horrorosa por el mar Jónico, en una noche interminable.
Los trámites para bajar a tierra en Itea llevaron toda la mañana. Sin eso, la vista habría sido más deleitosa por todo el anfiteatro de Fócida, de donde tantos griegos salieron a fundar colonias, siempre consultando primero con sus oráculos. Desde la costa, un antiquísimo olivar se dilataba espléndido hasta las pendientes del Parnaso. En números redondos, se dice que hay hasta un millón de olivos. Pero de todo aquel paisaje, sólo un punto al NE en la lejanía me hipnotizaba. Aquello era Delfos.
La espera se hizo una eternidad. En el terminal rojizo de Bauxitas las carretillas de mineral se sucedían monótonas, empujadas por mujeres jóvenes con pañuelos de colores alegres en la cabeza y cara para guardarse del polvo y del sol. Unos cuantos capataces soportaban el peso de dirigir aquel trabajo netamente femenino. (No sé si el nuevo parque temático minero entrará en estos detalles. Un parque que llaman precisamente ‘Vagonetto’.)
Con motor de sangre, las cargas y descargas en los puertos duraban mucho, dando tiempo a escapadas turísticas, a riesgo propio. La incertidumbre horaria formaba parte de la aventura. ¡Por fin! Obtenido el permiso de bajar a tierra, con la comida en la boca me puse en marcha hacia Delfos. La distancia en línea recta sobre la carta náutica era de unos 6 km.
En una fuente me saludó un único paisano, que naturalmente me preguntó de dónde era:
–Ime Ispanós ke pao pros Delfous.
¿Con que español? El hombre, que resultó ser comunista ex combatiente voluntario en nuestra guerra civil, se puso a despotricar contra Franco. Debió de excitarle el color caqui de mi indumentaria, la camiseta con hombreras y la gorra. Mi indiferencia en cambio le apaciguó, y más amable me indicó el camino.
Atajando por senderos avancé en dirección a Criso, la antigua localidad titular del primitivo santuario délfico. En plena hora de la siesta, me veía yo atravesando el olivar más famoso del mundo, sin más compañía que los saltamontes enormes, y la orquesta ensordecedora de las chicharras y las cigarras ociosas. Oyéndolas, yo me sentía una hormiga vasca activa y emprendedora.
Dejando Criso a la izquierda, pasé junto a una casita decorada con un disco de Coca-Cola y un banderín norteamericano. Un señor sentado a la puerta me saludó en inglés. Tenía ‘mono’ de practicar, que decimos hoy. Había sido otro ‘¡América, América!’, y aquella casita con su huertecillo y unos olivos era el fruto de su ahorro. Me hizo pasar adentro y mandó a su mujer que nos sacara unos vasitos de ouzo.
Me vi preso en una trampa. El descanso y la copita a media tarde no venía mal, pero daba al traste con mi plan. Gran error. El amigo greco-americano lo tenía todo previsto, y sin darme tiempo a caer en falta de lesa hospitalidad apareció un chiquillo que por atajos me llevaría hasta ponerme a la vista de Delfos. Sin él, me habría perdido por aquella cuesta cada vez más empinada.
El chico iba nombrando los accidentes del recorrido: allí, el monte de San Elías, aquí la capilla de Ayos Jarálabos. Me lo escribió en mi libreta que conservo, α. Χαράλαμπος, san Caralampio bendito, un milagrero muy popular.
Leo que en Occidente confundimos a veces a san Caralampio mártir de Magnesia con el abad normando san Carilefo. Sencillamente, no hay derecho. De todas formas, y hablando de confusiones, aquel monte Elías también sonaba a Helios cristianizado, el Sol, Febo, Apolo... De hecho, allí estuvo la cantera de donde vino la piedra para el nuevo templo del dios en Delfos, tras el terremoto del siglo IV a. de JC.
Las últimas zancadas nos pusieron de improviso en la carretera, al pie de Kastri, la nueva Delfos. Allí me despidió el muchacho, que desapareció sin aceptar más propina que mi bolígrafo ‘bic’, un chisme novedoso entonces. Olvidé hacerle escribir su nombre.
Serían cerca de las seis. La caminata, de casi 10 kilómetros, había sido bastante dura al final. El recinto sagrado délfico es un área en pendiente que arranca desde una altitud de unos 530 m, con un desnivel de otros 100 m hasta la base del monumento más alto, el estadio. Con ser domingo, allí no había un alma.
La primera impresión es de laberinto, hasta que uno se orienta por la Vía Sacra. No voy a describir lo que figura en las guías, máxime no disponiendo yo entonces de ninguna, como tampoco de un plano. Sólo llevaba un esquema sacado antes del viaje (de la Espasa, creo), y las reminiscencias de alguna lectura de Herodoto, Pausanias y mi amigo Plutarco, que escribió de Delfos cosas muy sensatas, y eso que él era alto funcionario de la casa. En el recinto sólo quedan las ruinas a la intemperie. Esculturas y todo lo demás está en el museo, que en aquel entonces se abría poco más que llamando al guarda, y no a tales horas. La entrada a las ruinas era libre.
Admiré las admirables peñas Efedríadas y bebí de la fuente Castalia, con efecto digestivo de triste recuerdo.
Ya metido por la Vía Sacra, el Tesoro de los Atenienses era mi primer edificio griego auténtico. Sus paredes llenas de inscripciones. Entre estas, los dos Himnos Délficos, con letra y melodía del siglo II a. de JC: el Primer Himno, de Ateneo, y el Segundo o Peán, de Limenio. Allí pegante estaba el sitio del primitivo santuario oracular, el de Gaia y Temis, guardado por el monstruo Pitón. Delante esta la roca donde se sentaba la Sibila Délfica, idealizada por Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. La sibila fue una profetisa espontánea que hablaba del porvenir por su cuenta, no a preguntas de nadie, y sin relación con el oráculo propiamente dicho.
El gran templo de Apolo, junto a su propia belleza imaginaria, ofrece a todo el mundo la belleza real impresionante de su emplazamiento. Su fallo, y muy grave, es la decepción que produce su inexistente adyton y sala secreta, donde hay que echar fantasía para componer el escenario donde las pitonisas emitían los oráculos. ¿Qué fue de aquella grieta o boquete de las entrañas de la tierra, por donde salían los vapores que emborrachana a la pitonisa sentada encima en un trípode con los pies colgando? Hace años la revista Nature resucitaba la vieja teoría geológica de la ‘falla délfica’. Por favor, no echemos a perder los enigmas insolubles resolviéndolos en la vulgaridad racional.
Los griegos antiguos no tuvieron idea de lo sobrenatural. Naturaleza era todo. Y como todo lo que es natural, el oráculo de Delfos tuvo su origen, su auge, cenit y ocaso. Lo explica Plutarco: si las fuentes y las charcas aparecen y se secan, si las minas se crían y se agotan, con los oráculos sucede lo mismo. Fenómenos de una misma Naturaleza eterna, son episodios o accidentes de ella.
Desengañado del templo subí al teatro. Sentado en las gradas superiores, vi llegar un grupo teatral como para un ensayo. No les dio para mucho. Tal vez eran artistas del Festival Délfica, promovido por el poeta griego Sikelianos, fallecido pocos años antes.
En lo más alto de Delfos se encuentra el estadio. Se me hizo pequeño. Lo recorrí un par de veces, y sólo entonces me di cuenta de que anochecía. ¡Y a qué velocidad! Un poco asustado corrí en busca de la carretera. Nada de atajos. Ahora tendría que bajar en zigzag, para llegar al puerto de madrugada. Menos mal que tocaba luna llena.
Tuve suerte. O tal vez san Caralampio se acordó de mí. En la primera curva, una camioneta que, si mal no recuerdo, llevaba un solo faro encendido, se me detuvo. Iba a Itea. Como mi protector –san Caralampio tal vez– sólo hablaba griego, y yo tenía poca idea de un ‘dialecto’ que tontamente despreciaba, el gasto de saliva fue mínimo. Además, había un molesto detalle que no me dejaba pensar en otra cosa. Sentado junto al conductor, me sentía raro. Como la pitonisa en su trípode, con los pies colgando, así me veía yo en el asiento, sin encontrar reposapiés por más que tanteaba. Hasta que Diana, la hermana gemela de Apolo —estoy tratando de referirme a la Luna— con su reflejo de plata me reveló que aquella piadosa tartana no tenía suelo ni salpicadero.
–Eppur si muove!
El amigo lo pilló al vuelo y asintió con una risotada. Lento, pero se movía… A eso de las once tomábamos unas cervezas en la plaza de Itea. La noche estaba animada de hombres en las mesas de la taberna al aire libre. Un pope solitario en la suya hacía su consumición aparte.
Los griegos antiguos no tuvieron idea de lo sobrenatural. Naturaleza era todo. Y como todo lo que es natural, el oráculo de Delfos tuvo su origen, su auge, cenit y ocaso. Lo explica Plutarco: si las fuentes y las charcas aparecen y se secan, si las minas se crían y se agotan, con los oráculos sucede lo mismo. Fenómenos de una misma Naturaleza eterna, son episodios o accidentes de ella.
Desengañado del templo subí al teatro. Sentado en las gradas superiores, vi llegar un grupo teatral como para un ensayo. No les dio para mucho. Tal vez eran artistas del Festival Délfica, promovido por el poeta griego Sikelianos, fallecido pocos años antes.
En lo más alto de Delfos se encuentra el estadio. Se me hizo pequeño. Lo recorrí un par de veces, y sólo entonces me di cuenta de que anochecía. ¡Y a qué velocidad! Un poco asustado corrí en busca de la carretera. Nada de atajos. Ahora tendría que bajar en zigzag, para llegar al puerto de madrugada. Menos mal que tocaba luna llena.
Tuve suerte. O tal vez san Caralampio se acordó de mí. En la primera curva, una camioneta que, si mal no recuerdo, llevaba un solo faro encendido, se me detuvo. Iba a Itea. Como mi protector –san Caralampio tal vez– sólo hablaba griego, y yo tenía poca idea de un ‘dialecto’ que tontamente despreciaba, el gasto de saliva fue mínimo. Además, había un molesto detalle que no me dejaba pensar en otra cosa. Sentado junto al conductor, me sentía raro. Como la pitonisa en su trípode, con los pies colgando, así me veía yo en el asiento, sin encontrar reposapiés por más que tanteaba. Hasta que Diana, la hermana gemela de Apolo —estoy tratando de referirme a la Luna— con su reflejo de plata me reveló que aquella piadosa tartana no tenía suelo ni salpicadero.
–Eppur si muove!
El amigo lo pilló al vuelo y asintió con una risotada. Lento, pero se movía… A eso de las once tomábamos unas cervezas en la plaza de Itea. La noche estaba animada de hombres en las mesas de la taberna al aire libre. Un pope solitario en la suya hacía su consumición aparte.
D. Belosti: ¡Qué maravilla!. Me recuerda al Cunqueiro de "Las mocedades de Ulises". Y al Laurence Durrell de "La celda de Próspero". Y al Corfú del otro Durrel en "Mi familia y otros animales". Muchas gracias por este y por todos los otros post. Luis.
ResponderEliminarYa lo ve, amigo BELOSTI. El desconocido (pero también amigo) lo asimila a Cunqueiro y a Gerald Durrel por sus tan deleitosas páginas, a las que usted suma las suyas, en sabias dosis homeopáticas.
ResponderEliminarEl encanto de su relato encierra otras píldoras auríferas, como el significado (popular o no, pero muy exacto) del nombre de "octava" colina romana: "Vaticanus, ubi vates canunt («donde cantan los adivinos»)"... o los poetas, aún llamados 'vates'.
Está también la insinuación del verdadero origen del nombre del profeta (poeta, vate...) Elías, no en vano asmiliado al carro de Helios, como nos lo muestran AQUÍ.
Y, en fin, la asimilación de la Sibila como profetisa free-lance me hace rememorar una charla que le oí a un gran poeta sobre Juan el Bautista, otro "independiente" (por así decirlo) y el único 'Santo' venerado por la Iglesia Católica que no fue nunca cristiano.
Como siempre, un placer leerle, querido amigo.
(Quería haber escrito El desconocido (pero también amigo) Luis, claro...)
ResponderEliminarEnhorabuena, D. Belosticalle, por el jugoso e interesante comentario. En la segunda imagen (un plato con asas encontrado y conservado en el museo de Delfos) Apolo aparece a la izquierda de la imagen haciendo una libación frente al cuervo, probablemente representación de su amor a Corónida.
ResponderEliminarUn saludo de Jano.
«Cunqueiro, los Durrell…» Halagador, amigo Luis, tomado con su punto de ironía, por supuesto.
ResponderEliminarEs difícil hoy hacerse idea viva de aquel mundo rudimentario de la postguerra mundial. Sería inconsciencia juvenil, pero uno se movía por cualquier parte con una sensación de seguridad que hoy no existe. De noche por aquellos andurriales beocios, me preocupaba más si en el Parnaso habría lobos que malhechores.
Don Gatito: el nombre de Elías (Helías), con su fonética simple, es un comodín ideal para el cambiazo. Recordar el grito de Cristo en la cruz, Elí, Elí… y lo que entiende el guiri: Está llamado a Elías.
El juego de palabras es ingrediente esencial del humorismo infantil y popular. Aquí mismo, el comentario de Jano nos lleva a otro juego de palabras. La corneja (korônê) era el ave oracular de Apolo. Ella le soplaba las cosas al oído, como la paloma a san Gregorio y otros santos. Ese prestigio oracular de las aves es proverbial (“me lo ha contado un pajarito”).
El pajarito o pajarraco de Apolo también le iba con chismes, como la historia borrascosa de su amada Coronis, cuando estaba preñada de Esculapio, su primer hijo con Apolo. La corneja korone y la mujer Koronis suenan igual, pero no son ni significan lo mismo. Nada impedía poner a una chica el nombre de 'Corneja', pero entonces se llamaría Corone, no Coronis. Coronis (literalmente, ‘coronación’, remate) era apropiado para una niña que representara para sus papás un logro en algún sentido; por ejemplo, para el rey de Tesalia Flegias, tener una hija casadera.
Una vez más, muy amables sus comentarios.