jueves, 17 de diciembre de 2009

Calentamiento, sí. ¿Apocalipsis, no?





La Real Sociedad a la que me honro de pertenecer –y que por cierto es bastante más antigua que la invención del balompié (dicho sea para evitar el equívoco)– celebra todos los años un acto cultural por estas fechas del Adviento.

Llegado a este punto de mi meditación, me puede la chaladura por las palabras, y recuerdo mis tiempos de monago. Adviento. Cuatro domingos antes de la Navidad, los escurrevinajeras ayudábamos al sacristán a preparar los ornamentos de color morado, propio del tiempo. Tiempo penitencial –un poco en plan 'penitenciágite'–, preparatorio del adviento o primera venida del Señor.

El mismo latín adventus, de donde vino 'adviento', dio origen también al vascuence abendu, que terminó siendo el nombre de este mes. Diciembre, heredado del calendario romano primitivo, cerraba el año consular abierto el primero de enero (mes de Jano), igual que nuestro calendario civil. Pero la influencia litúrgica se solapó, de modo que el año nuevo se computaba también según otros 'estilos'. Y es que en realidad una rueda o ciclo, como es el año, puede empezar por cualquier punto.

Una idea lógica que se impuso fue empezarlo en la fiesta del 'adviento' de Cristo. ¿Pero cuándo vino el Hijo de Dios a este mundo? A efectos prácticos, el día de su nacimiento (natividad > navidad). Pero en rigor teológico, para entonces ya había venido, en el evento de su concepción o 'encarnación'. De ahí que, al fijarse la Navidad el 25 de diciembre a las cero horas, la Encarnación caía automáticamente nueve meses justos antes. De ahí también dos 'estilos' cristianos de Año Nuevo: el estilo Encarnación, o bien el estilo Navidad, más popular.

Estas innovaciones no lo eran tanto, pues todo iba en la línea de cristianar fiestas paganas, concretamente el solsticio de invierno –el Sol invicto, la gran devoción de Constantino–, retrasado en varios días por error del calendario.

En cuanto a la Encarnación, no hay que buscarle vueltas: el 25 de marzo era una efeméride mecánica, y nada tiene que ver que el calendario romano primitivo empezara efectivamente con marzo. Con todo, la Encarnación cristiana se aproximaba a la Pascua judeocristiana (fiesta movible, entre 22 marzo / 25 abril). Así, sin proponérselo, el 'estilo Encarnación' se acercaba más al mandamiento bíblico: «Ese mes [el de la Pascua] será el primero del año» (Éxodo 12: 2 y 6). Un mandamiento muy desoído por el calendario cristiano, tanto civil como litúrgico. Y qué mucho, si hasta el propio legislador hebreo, en el mismo libro sagrado, sólo 22 capítulos más adelante ya había mudado de parecer: el Año Nuevo coincidirá con la fiesta de la Cosecha (Éxodo 34: 22). El mismo Dios de un pueblo pastoril y pascual, sin inmutarse, se acomodaba a nueva clientela más evolucionada y agraria, donde el año finaba con el cierre oficial del ejercicio agrícola.

Total, y volviendo a nuestro Adviento: aunque diciembre como mes siguió teniendo 31 días, el fin de Año 'estilo Navidad' coincidía con la Nochebuena.

Noche-buena, Gau on > Gabon en vascuence, cierre del Abendu, que por ese trueque vino a ser diciembre. Por eso, gabon ha sido siempre a la vez nochebuena y nochevieja. Sólo en tiempos de mi señor padre, para la segunda noche de cuchipanda se acuñó en Vizcaya el neologismo híbrido Gabon zar (hoy Gabon zahar), literalmente 'Nochebuena vieja'. Que, si bien se mira, es dejar la cosa igual que estaba. Y es que este país siempre ha sido de cristianos viejos, por más que hoy se haga oír mucho renegado.

A todo esto, el acto cultural de mi Real Sociedad ha comenzado, y con todo recogimiento escuchamos a un joven profesor de Geología, que ofrece su docto parecer sobre esta doble pregunta: «¿UN FUTURO HIPERCALIENTE? ¿Y QUÉ?» No es usual esa forma de plantear temas, desafiante y provocativa: ¿Y qué? («¡Anda! Quid ergo? Como una sección de mi blog. Donde voy metiendo las cuestiones intrascendentes.»)

El joven profesor nos ha sido presentado como estratígrafo. Su especialidad es leer ese libro colosal, escrito por la Naturaleza en tiempos geológicos, cuyas hojas y páginas son los estratos sedimentarios, registro perenne de la Historia de la Tierra. Supermamotreto encriptado en un lenguaje cuya cifra y piedra de Roseta es, como de costumbre, el sentido común. Para el caso, el principio de Lyell (1830), que dice: «La clave del pasado está en el presente». ¿Lyell? Sin quitarle mérito, otro sabio mucho antes había dicho lo mismo: «Nada nuevo bajo el sol» (Eclesiastés 1: 9). Lo que a su vez permite prolongar la historia como profecía, y leer el futuro con alguna probabilidad de acierto.

Pero ¡ay!, las hojas de esa Biblia histórico-profética nos remiten a un ritmo geológico cuya unidad de tiempo es el mega-año (Ma), el millón de años, con sólo la primera subunidad decimal apreciable, es decir, los 100.000 años o 1.000 siglos. De ahí para abajo, la Geología estratigráfica padece presbicia, no distingue la letra pequeña –como es la existencia humana– y nuestras minucias se le escapan.

Sólo que esas 'minucias nuestras' incluyen nada menos que la banda vital, y dentro de ella, el estrecho margen de parámetros que delimitan la posibilidad de vida humana. Pues bien, la incertidumbre de muchas predicciones geológicas engloba con holgura ese margen, dejándonos en la duda hamletiana sobre lo que más nos importa: ser, o no ser.

Aun en el caso, nada probable, de una reducción drástica del impacto de efecto climático, lo hecho, hecho está y su efecto va a durar un par de siglos, por lo menos. Inexorablemente. Hagamos lo que hagamos a partir de hoy.

Aquí es donde hace sentido el «¿Y qué?», en el título de la charla. Con un sobrecalentamiento global que afectará a las próximas 6-10 generaciones, para las actuales ese ¿y qué? podría significar tal vez un sentimiento vago de culpa, con un no menos vago propósito de enmienda. Para la clase política –la que realmente decide–, el y qué sólo significa a mí qué. El sistema democrático que nos hemos otorgado no funciona para esas eternidades, más allá de los 3-4 próximos comicios.

Dos imágenes cerraban la intervención del conferenciante, a cuál más alentadora: un esquimal perdido en la nieve y un beduino perdido en la arena. Dos desertícolas extremófilos. Gráfica idea de la resistencia humana para hacer sostenible lo inaguantable. Bienaventurados los héroes supervivientes, porque nadie les envidiará su calidad de vida.

–¿No habrá entonces Apocalipsis? Con lo entretenida que es...

–¡Y quién dice que no ha de haberla! Los plazos geológicos son tan largos, que sobra tiempo para cualquiera sorpresa política con rotura de la baraja. No serán exactamente las pesadillas del visionario de Patmos, recreadas en los tebeos de los Beatos. No será la Fiera Corrupia de los Tres Seises. Como tampoco necesariamente la Cabalgata de las Valquirias vomitando napalm. Pero en fin, algo se nos irá ocurriendo.



 De todas formas, y si algún meteorito no se hace el encontradizo y le borra la cara al planeta, o si algún otro accidente piadoso no interfiere de sopetón, el declive de nuestra especie una vez declarado seguirá su curso, hasta la agonía de los últimos de la saga. Los que, cuando se vayan, no tendrán ni luz que apagar. Tal vez su última mirada sea a las galaxias, donde seguramente hay y habrá siempre planetas vivos. ¿Y qué?

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