jueves, 10 de septiembre de 2009
«Mendel… ¿qué Mendel?»
El primero de septiembre cumplí uno de los votos de mi vida: la peregrinación científica al santuario de Mendel en Bruna o Brno, Moravia. Lo de 'santuario' es tópico, pero no metáfora esta vez. Juan Gregorio Mendel (1822-1884) fue monje que vivió y trabajó en su monasterio de dicha ciudad hoy checa, antes checoeslovaca, y en su tiempo austrohúngara. Y no sólo monje, sino abad hasta su muerte en aquel convento de Santo Tomás que, por extraña excepción, es la única abadía en toda la orden de San Agustín (desde 1752).
Alquilado un coche en Praga, cubrimos con rapidez los 200 km a Brno, por una de esas autopistas donde, a tramos, parece que uno viaja sobre ruedas cuadradas.
Mendel es una de las figuras cumbre de la Biología y de toda la Ciencia. Sus experimentos sobre herencia cruzada en guisantes y otras plantas son modelo de rigor y elegancia en su planteamiento, ejecución e interpretación. Pero eso sería lo de menos, si no fuese porque tales experimentos fueron pioneros en la Biología y fundaron una nueva rama científica de primer rango teórico y práctico, la Genética. En suma, Mendel es un nombre que admite y sostiene la comparación con otro contemporáneo genio de la ciencia biológica, Carlos Darwin (1809-1882).
Precisamente la casa de Darwin en Downe (Kent, Inglaterra), fue otra meta de este cándido peregrino hace 20 años. Y aunque las comparaciones puedan ser odiosas entre personajes, no lo son en cuanto a sus circunstancias.
La verdad es que Down House –nombre de la casa y finca de Darwin--, no tenía entonces muchos visitantes. Españoles…
—¿Españoles? Son ustedes los primeros en seis meses.
—Vaya. ¿Y qué otros españoles pasaron por aquí hace seis meses, si se puede saber?
–No, ninguno en particular. Soy yo el que llevo aquí seis meses, y ustedes son los primeros que veo.Aquel lugar no era entonces destino turístico en las guías ordinarias. Ni siquiera estaba restaurado del todo. Aun así, lo visitable era evocador. Darwin era presentado con naturalidad, sin énfasis, con respeto y simpatía, y uno salía con la ilusión de haberle visitado casi en persona. Veinte años no han borrado aquella emoción.
Todo lo contrario en el Mendelianum —el instituto dedicado a Mendel en el que fue su monasterio— que me ha dejado desilusión y pena. Del monasterio se visita la hermosa iglesia y poco más. Como aquí nuestro Seminario de Derio, o tantos macro-centros religiosos en esta era laica, el cuerpo del edificio está ocupado por empresas y actividades diversas.
¿Cuántos monjes quedan? Por lo visto, sólo dos, el XIº abad y el prior. Que ni siquiera residen en el complejo. En tiempos de Mendel la comunidad tampoco era numerosa, unos 14, y estuvo en cierto peligro de extinción.
Vimos el antiguo comedor rococó, donde hubo una pequeña exposición mendeliana, pegante a la nueva ampliada, aunque todavía bastante sencillita: más fotos y letreros que objetos y documentos; pero es lo que hay, incluidos los ornamentos abadengos del sabio. También se visita, por supuesto, el amplio compás a modo de parque, donde se ven los cimientos del invernadero experimental mendeliano, a espera de reconstrucción.
En un extremo del compás hubo un observatorio meteorológico, y en otro un apiario; pues Mendel fue también meteorólogo oficial y apicultor experimental… ¡Ah!, pero sobre todo la tabla de terreno donde plantaba sus guisantes y demás herbáceas, y donde con acierto se muestra en vivas flores purpúreas y blancas las leyes de dominancia y segregación descubiertas y enunciadas por Mendel. El cual, desde una ventana sobre el portón, dicen que vigilaba sus cultivos. Con todo, era en el desaparecido invernadero donde realizaba con gran habilidad las manipulaciones experimentales de castrar y fecundar sus plantitas, clave del éxito de sus ensayos.
Aún queda alguna cosa más de tiempos de Mendel: la mole de la cervecera con su chimenea, uno de los orgullos de la abadía por la calidad de su cerveza. Otros orgullos eran el nivel de la enseñanza, mayormente aplicada, y una buena escuela musical. Cosas del pasado.
¿Y esa estatua del personaje en piedra, de tamaño natural, algo aparatosa por cierto, y en hábito de agustino, que no se usaba de ordinario en esta abadía? No sería el único 'error' del monumento. Aparte del rostro idealizado y falso, tampoco los relieves de plantas 'mendelianas' son fieles al natural…
Pues bien, aunque la estatua preside el compás muy dignamente, en realidad está ahí arrinconada. Su primer destino en 1910 fue presidir la plaza de delante del monasterio en un gran monumento.
Una visita turística no basta para formarse opinión y sentar cátedra. Por eso, con mucha reserva, diré lo que pienso sobre el destino de Mendel en la ciudad donde él esperaba tocar el cielo de la gloria científica. Gloria que no gozó en vida, porque su entorno provinciano no entendió el alcance de su descubrimiento, y publicado en una revista provinciana, tampoco interesó a los científicos.
Hasta que en 1900 el holandés De Vries llega a los mismos resultados. Éste científico envió su trabajo al colega y competidor alemán Correns, sólo por fastidiarle, pues ambos iban tras lo mismo. Correns le felicita y adelanta sus propios resultados, pero no sin vengarse con una pésima noticia: todo lo que estaban haciendo los dos ya estaba publicado por un desconocido, un tal Mendel, la friolera de 34-35 años antes. Al holandés le hizo maldita gracia la coletilla del colega. Tanto es así, que todavía en 1910, cuando Mendel es ya archifamoso y se recogen firmas y óbolos para el monumento en la plaza, De Vries como que no oye. Cosas de científicos.
¿Era ya profeta Mendel? Sí, pero no en su patria. El nacionalismo checo más radical jamás le perdonó ser hijo de alemanes de Silesia y, aunque liberal de joven, no haber plantado cara a la política del Imperio opresor. Por si fuera poco, Mendel como VIº abad ocupó cargos vinculados a la misma política central (la presidencia del Banco de Moravia, por citar un ejemplo), y obtuvo condecoraciones imperiales. Y para más enredo, aunque hurtó tiempo a sus investigaciones para estudiar checo, no llegó a dominarlo, siendo su lengua materna el alemán. Nuestro nacionalismo vasco, tan amigo de buscar ejemplos y modelos foráneos, aquí tiene espejito donde mirarse.
A la mezquindad nacionalista checa hay que sumar otras, civiles y eclesiásticas. Un convento liberal como el de Mendel estuvo mal visto por la jerarquía clerical de la Iglesia de Pío IX, incluida la propia orden agustina. 'Demasiada ciencia y pocos rezos', era el reproche. Y aunque Mendel como abad reformó aquella casa, a su muerte el abad sucesor, sin encomendarse a Dios ni al diablo, volatilizó todos sus papeles y documentos que pudo encontrar. El archivo de Mendel fue mayormente al fuego o a la basura, y sus pertenecías se dispersaron. Si la exposición del Mendelianum peca de pobre, he ahí una explicación.
En el siglo XX, cuando el mundo entero reconoce a Mendel, el régimen nazi le ignora o quita mérito a sus trabajos. Curiosamente, el tercer hombre que se apuntó al 'descubrimiento' de Mendel (junto con Vries y Correns) fue el austriaco Tshermak, que luego militó en el nazismo y se dedicó a la eugenesia con poco respeto a la ortodoxia mendeliana.
Mezquindad también la del régimen comunista, que como es sabido tuvo su propia 'ciencia' genética basada en las fabulaciones de Trofin Lysenko, rival del mendelismo. En aquella 'Veleya' de pacotilla que fue la genética soviética estalinista obviamente no había sitio para el mendelismo 'herejía capitalista y decadente'. En 1950, con nocturnidad y alevosía, el ejército checo apea la estatua de Mendel de su pedestal en la plaza y la retira a un rincón del patio monástico. En 1964 se trasladó a la eminencia del compás, donde está ahora. Parece que definitivamente. Incluso mejor que en su sitio de origen, la plaza de Mendel.
Barrido el comunismo, todavía quedan (en mi opinión) residuos de esa otra mezquindad nacionalistoide, que sólo ve en Mendel a un 'alemán', un extranjero.
La verdad es que, preguntando en la calle, costó dar con alguien que nos diese razón del Mendelianum. La gente joven pasaba de Mendel, y otros no tan jóvenes no tenían idea. Sólo un señor algo mayor, en alemán, supo indicar el camino. Ahora bien, ¿no podría observarse aquí mismo algo parecido, si en una acera preguntamos a los transeúntes por Severo Ochoa?
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Su relato me recuerda a la experiencia que tuvimos el año pasado, visitando la isla de Corfú, escenario de las maravillosas novelas de Gerald Durrell. En un restaurante que entramos no tenían ni idea de la existencia de esas maravillas que suscitan el mas vivo interés por la visita. En cambio sabían muy bien la alineación de los equipos del Real Madrid y hasta del ¡Atletic de Bilbao!. El dueño del restaurante nos ofreció una gran jarra de vino de la tierra que tuvimos que beber entera, pues a la voz de ¡Llamass!, (Salud), el buen hombre hacía una y otra vez el brindis. Memorable.Por supuesto, no encontramos a nadie al que sonara ni de lejos el nombre del formidable escritor.
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