lunes, 17 de octubre de 2011

Patria o lógica


       En agosto pasado, con ocasión de las Fiestas de Bilbao, el grupo municipal de Bildu en el Ayuntamiento emitió una ‘fatua’ –del arábigo fatwa, dictamen, no vayan a pensar– , apostando (sic) por el laicismo.

[Esto de apostar hay que ver lo que mola entre políticos, que parecen ludópatas apostando a todas horas por lo que sea. De boquilla, claro, no de bolsillo. Así de fácil, sin jugarse nada, apuestan por la paz, por la convivencia, el bienestar, la cultura, el aire limpio, los perdigones sin plomo; o como en este caso, por el laicismo.]

El acto popular que preocupaba entonces a Bildu era una romería. Y la romería vasca (como el patio de mi casa) es muy particular: arraiga en la tradición cultural del pueblo y es ambivalente por la fusión inseparable de lo social y lo religioso.
Es palmaria la incoherencia de reivindicar la integridad identitaria de un pueblo-nación, y a la vez censurar ésta o la otra seña particular, porque no la necesito o no encaja en mi proyecto de construcción nacional.
¿Que hoy la sociedad vasca es más laica, los creyentes menos católicos? Claro que ha habido cambio; y no sólo en lo religioso, en muchas cosas. La lengua, por ejemplo, otra seña de identidad. Por cierto, nuestros laicos deberían darse una vuelta por esa misma romería, y hacer la estadística de las lenguas que allí se hablan. A ratos, hay que entrar a la iglesia para poder escuchar algo de vascuence. Litúrgico, por supuesto.
No quisiera repetirme, aunque sí abundar un poco en el doble rasero de medir la convivencia ciudadana, según interese al nacionalismo o a todo lo demás, incluida la religión.
El martes 11, fiesta de la Virgen-Madre, la titular de Begoña, volvió a haber romería. La misma compenetración de lo religioso con otros elementos culturales vascos profanos, música, trajes y demás. Lo de toda la vida, como aquí se dice.
La nota de prensa en el Correo estuvo ilustrada con unos cuantos comentarios mayormento burlescos, que no críticos. Hay quien no cree «que 50.000 personas creen que la ‘virgen’ era virgen después de concebir un hijo, y que al que se le apareció en ‘Bego-oña’ no sufría de trastorno alucinatorio». Según otro, «da pena que en pleno año 2011 sigamos con estas tontería propias del oscurantismo medieval».
No pidamos calado racional a esos desahogos. Lo que revelan, y eso sí que da pena, es ignorancia arrogante sobre lo que el fenómeno religioso ha significado en el devenir individual y social, y lo que para mucha gente aún hoy en día representa. «Oscurantismo medieval»: una fórmula-comodín. Con ella me quito de encima el compromiso de averiguar en qué consistió tal oscurantismo, y si otros oscurantismos antiguos o modernos son menos malos.

[La expresión oscurantismo medieval está validada por el uso y el Diccionario, y yo mismo recuerdo haberla usado aquí alguna vez
Sin embargo, en rigor histórico es casi un oxímoron,  pues los ‘oscurantistas’ propiamente dichos no vivieron en la Edad Media. 
Oscurantismo se dijo por los autores ficticios de las Epistolae Obscurorum Virorum (1515-1517), la célebre sátira del Renacimiento alemán en forma de cartas contra el humanismo y los humanistas. Aquellos obscuri viri –término equivalente a ‘desconocidos’– se llamaron en alemán los Obskuranten. Fueron por tanto gente de la Edad Moderna, siendo su defecto haberse equivocado de siglo.] [1]

Digresión sobre creencias 
«Estas tonterías». Nunca se me habría ocurrido, de los romeros de Begoña, decir o pensar que son tontos. Ni siquiera cuando muchos hacían algo que hoy apenas se ve: subir por todas Las Calzadas de Mallona de rodillas, los brazos en cruz. ¿Masoquismo? La religión tiene sus ramalazos masoquistas, pero no se olvide que esa ‘perversión’ es una forma de descargo y alivio.
Habrá quien diga: «No, esas frases van contra la superstición, no contra la religión.» ¿Y dónde está la raya, si puede saberse? Esa es precisamente la arrogancia de la expresión ‘oscurantismo medieval’, aplicada por aspersión a tanta gente y tan diversa como la que concurre a cualquier romería popular.
Conste que mi punto de vista no es agnóstico. El agnosticismo no niega lo trascendente, no niega a Dios; sólo lo pone fuera de tiro para la razón. En este sentido, todavía tiene el agnóstico el beneficio de la duda, «quién sabe, ya veremos». Tal vez sea la estación terminal lógica para el no creyente. A mí me parece un apeadero para no llegar hasta el último andén, con los topes definitivos del non plus ultra.
El ateísmo, más aún que el agnosticismo, produce una sensación de orfandad, de infancia perdida, y cierto pesimismo, porque un mundo con imprevistos y con milagros es más curioso, más divertido, qué duda cabe, que este otro «diseñado a la medida, número y peso» [2]. ¡Ya! ¿y el infierno?... Al diablo con él, ¿qué tiene que ver eso con lo que discutimos? Además, aunque lo hubiera, el castigo sería para los malos. Con ser buena persona, asunto resuelto. Y si encima Dios ayuda y Dios perdona, no te digo.
Creer, o no creer, o dejarlo en suspenso, he ahí tres posturas respetables y hasta razonables por igual, según la mentalidad que a uno le toque en suerte. Al buen creyente –del hipócrita, ni caso– se le puede envidiar, quién sabe, hasta compadecer, pero sin el desprecio arrogante que hemos visto. Porque por ahí se va derecho a la intolerancia. 

Retomando el hilo
En efecto, los mismos nicks que se burlan de algo tan genuinamente vasco como es una romería, esas mismas personas, en el mismo periódico, reaccionan con acritud si alguien se permite una crítica, y no digamos una mofa, sobre el oscurantismo de la euscaldunización: ese derroche absurdo para ‘normalizar’ una lengua que sus propios hablantes desecharon en su momento por inservible.
Y no es que tengan razón o no la tengan, en lo uno y en lo otro: es que no tiene lógica discurrir con doble lógica, según para qué. Si las creencias y valores religiosos, por muy vascos que sean o hayan sido (Aránzazu, Begoña, Loyola…), son piedra de escándalo para la convivencia, no lo son menos otros valores de motivación política, como la imposición de una lengua, por muy ‘propia’ que se la quiera vender.
El nacionalismo nos ha programado un ‘menú vasco’, el mismo para todos, con ligeras variantes de presentación, más que de dietética. Una tabla de platos ‘auténticos’, donde entra también algo de ‘nueva cocina’ [3]. Fuera del menú no hay vasquidad. Así, de forma selectiva arbitraria, sin base histórica ni antropológica, unos doctrinarios deciden e imponen su estereotipo de lo vasco, a su imagen y semejanza. Lo ‘nuestro’, tal como se dogmatiza desde el jardín de infancia.
Guárdeme yo para mi fuero interno mi religión o mi ateísmo, y guárdate tú para ti tus convicciones sobre el ser o no ser vasco. Basemos nuestra conviencia en el máximo de libertad en lo que nos une y el mínimo de coacción en lo que nos separa.
Si la única garantía de convivencia entre creencias religiosas diferentes es el laicismo, la lógica pide algo así también para la convivencia entre modos distintos de creerse y sentirse ciudadano vasco. Lo demás es totalitarismo. ¿Apuesta alguien por el totalitarismo? Nadie lo hace en voz alta. Y eso, en una cultura de apostadores compulsivos que también juegan al mus, es mosqueante.
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[1] Cfr. Epistolae Obscurorum Virorum / Cartas de Desconocidos. Edic. de J. Moya, Universidad de Málaga, 2008; Introducción, pág. 9.
[2] Sabiduría, 11: 20 (21).
[3] Aquí entre el rock vasco o el euskoheavy etc., pero también la chalaparta o el Olentzero, tradiciones de ayer, o que hasta ayer tarde fueron desconocidas a media legua de su aldea.


lunes, 10 de octubre de 2011

Sorbete de lágrimas

(Leyendo el nuevo libro de Santiago González)





«[Rubalcaba]  va a concitar la capacidad de demostrar de lo que somos capaces…»

Esta frase de Zapatero no figura en las páginas de Santiago González, Lágrimas socialdemócratas [1]. Era yo el que tenía el libro abierto cuando la escuché por la radio, el 8 de septiembre a mediodía.
¡Pero qué está diciendo este hombre! He oído bien: «demostrar de lo que somos capaces», perfecto. Pero «concitar la capacidad de demostrarlo»…  
Concitar. Ese verbo transitivo entró en el idioma como cultismo latino, con el matiz peyorativo que recogía la Academia en su primer Diccionario, 1726 («alterar, conmover, excitar, estimulando e instigando a inquietudes y alborotos»), y por supuesto mantiene hoy en día:

1.  Conmover, instigar a alguien contra otra persona.
2. Excitar inquietudes y sediciones en el ánimo de los demás.
3. Reunir, congregar.

Sólo la tercera acepción es neutra, pero ni con calzador encaja en esa frase absurda. Y a todo esto, el orador ha logrado su triple objeto de siempre:
1. Rellenar un vacío con nada.
2. Hacer que el oyente pierda un hilo discursivo inexistente.  
3. No lo menos importante para Zapatero: jibarizar al elogiado hasta dejarle en ridículo. «Concitatus… ¿o era Incitatus? Porque Alfredo Pérez Rubalcaba ha sido corredor… ¡Ya, qué bueno!: el caballo favorito de Calígula, elegido senador a dedo por su amo para humillar al Senado… Rubalcaba/Concitatus, “concitando la capacidad de demostrar”… Genial. El gran Zapatero vuelve a las suyas, y mientras con sus manos eleva el ídolo para que lo adoremos, de pronto lo suelta a merced de la gravedad, y sin dejar de mirarnos con su rictus bobalicón, como si aún sostuviera la figura ya estrellada contra el suelo, nos arranca una carcajada.
Con que «Rubalcaba va a concitar… » He ahí otro culo de vaso en la bisutería oratoria del charlabarato que hace las veces de Presidente del Gobierno de España.

Toda esta reflexión sobre la marcha me demostraba a mí mismo hasta qué punto el libro de Santiago prende y cala. Porque en realidad estaba haciendo un simple ejercicio de lo mismo que él desarrolla a lo largo de 380 páginas sin despeinarse.
Ante todo, su lectura no nos sorprende a los adictos de la  ‘Argos’ –el ‘Blog de Santiago González’–. De hecho, casi nada nos resulta nuevo. Ha sido un libro gestado, en gran parte leído y comentado antes de ver la luz.  Aun así, un libro muy deseado, porque no es lo mismo ir recibiendo entregas y piezas sueltas, que tenerlo ya montado como un reloj en marcha.
El autor ya ha tenido una crítica de lujo escrita por Victoria Prego. Santiago la reprodujo en su blog, y recuerdo que puse este comentario fuera de lugar (2 octubre, 1:19 pm):

 Santiago González no teoriza: expone. […]
      Este no es, insisto, un libro teórico.
 (V. P.)
«¿Y cómo podía serlo, tratando de quien trata? Sería algo así como una teoría de    la vaciedad insustancial. Algo muy fuera del alcance y facultades del autor del libro.»

Si me vale de disculpa, yo no había conseguido aún mi ejemplar de Lágrimas. Ahora pienso lo contrario: el autor teoriza, y por eso el libro es de los de guardar y rumiar.
Lo que ocurre es que teorizar tiene sus modos y modos. Uno es a la manera geométrica de Spinoza o de Kant.  Otro muy diferente es el método inductivo casuístico que empleó Darwin en El origen de las especies, para demostrar cómo funciona la selección natural. Este ensayo de SG sobre el histrionismo ético como sistema de hacer política se parece más a los libros darvinianos. Cuestión de método, porque al final todo viene a ser lo mismo: un avance riguroso y sin titubeos hasta el Q. E. D. final.

Lágrimas socialdemócratas y su género literario
Cuando los buenos escritores se deciden a escribir su autobiografía, nunca es por aumentar en un título su catálogo, sino para dar pistas y claves de su obra. SG todavía no está en ello, aunque su libro está impregnado de autobiografía, en lo que tiene de testimonio personal. Pero tiene además un primer capítulo  subtitulado ‘Explicación de propósito’, expresamente autobiográfico, y un epílogo, ‘Una lágrima por mí’, que invitan a leer el todo en clave de catarsis personal. Un trecho relativamente breve separa al joven creyente cristiano del menos joven creyente marxista y del adulto agnóstico crítico. Trecho, como digo, no largo, pero intenso en una ascesis que en pocos años le ha convertido en maestro.
¿Y cuál es su magisterio? Todo el mundo le conoce como periodista y profesor de periodismo, experto en economía. Pero para mí al menos, Santiago González es por encima de todo un filólogo. Una mente despierta, con una gran memoria y lógica potente, que manejándose a sus anchas por los vericuetos del lenguaje (incluidos los que él llama ‘efectos especiales’ de la retórica), se aplica al análisis de textos, con especial querencia por la deconstrucción de pastiches y muletillas.
¿Es posible? ¿Es esto serio? ¿Una cabeza pensante, ocupada en tales fruslerías? No sé si es serio o no. Es necesario. Estamos ante una especie nosológica muy grave, y alguien tiene que hacer el diagnóstico. Prosigamos.
El ensayo de Santiago González, con la dicha herramienta filológica, trabaja en el dominio de la Caracterología, ciencia que tuvo a uno de sus creadores en Teofrasto (fl. a 300 a. de JC).
El opúsculo de Teofrasto lleva por título convencional Caracteres éticos, y como primicia clásica sigue siendo un enigma [2]. Tras una presentación convencional –para el caso, de ‘un viejo curioso a un amigo’–,  entra sin más a trazar una serie de bosquejos literarios de caracteres-tipo, en número de 28 o 30, sin sacar de todo ello ninguna conclusión más allá de lo dicho en el prólogo:

«Como bien sabes, amigo Policles, soy viejo observador de la naturaleza humana. Noventa y nueve años cuento, y a lo largo de mi vida he tratado de tú a tú con gente de todas clases y aires, sin descuidar la observación de individuos de condición buena y mala… Es lo que me he propuesto describir  para tu ilustración, y con la esperanza de que nuestros hijos, con este legado nuestro, salgan  mejores que nosotros.»

Caracteres éticos, se podría traducir también Costumbrismo. Bien entendido que el ethos, sin descuidar lo moral, no pone en eso el acento,  sino en el modo de ser y actuar cada individuo según un patrón fijo y previsible: un ‘carácter’ irreformable, indeleble, grabado ‘en el ADN’, como decimos hoy con cursilería.
¿Tiene esto que ver con la Ética propiamente dicha? ¿Con la Comedia de ‘caracteres’?  ¿O tal vez con la Sociología o la Política? No se sabe, aunque todo puede ser. Teofrasto fue alumno y heredero de Aristóteles, y por tanto hubo de interesarle la Política vivamente. Recordemos que, para su maestro, el sujeto sensato (phrónimos) era la encarnación ideal del hombre bueno político. En este sentido bien pudo el discípulo divertirse con sus cuadernos de campo, donde de modo especial se dedicó a la Botánica, garabateando en las márgenes, en sus ratos libres, una serie de bocetos sobre desviaciones de la norma política, como caricaturas de los políticos reales, sátira en prosa.
El tarot de Teofrasto, desde luego, se puede jugar con provecho en clave sociopolítica. En este sentido, el libro de SG contribuye con una carta no del todo nueva, ya que varios caracteres teofrastianos se cruzan en el paradigma zapaterino –el fabulador, el gárrulo,  el impertinente, el inoportuno, entre otros–.

«La garrulidad es un desparrame de discurso prolijo que se improvisa sobre la marcha. El tipo gárrulo, apenas toma asiento junto a un desconocido, empezará contándole que tiene una mujer maravillosa, de la que se enamoró a primera vista en una cafetería y ¡plas!; para decirle luego lo que ha soñado la noche anterior, porque duerme fenomenal; eso sí, después de una cena sencilla, porque él cena siempre en casa, a menos que esté de viaje, y de niño sus padres nunca le pegaron, ni sus profesores le suspendieron…
«El impertinente no repara en inconveniencias. Al camarero del bar que le pregunta por sus hijas, le responde: “Ya ves, la mayor, convidada a la vida”. Invitado a una boda, se explayará en considerandos sobre la urgencia de liberalizar el divorcio y el aborto. En un atentado terrorista mortal, a los familiares de las víctimas les consuela explicándoles cómo comprende lo que sienten, porque a él también le fusilaron un abuelo, al que no llegó a conocer…
«Veamos ahora al inoportuno. Es aquél que, en presencia del servicio, se dirige a su madre: “Dime, mamá, ¿qué día y hora era cuando tuviste los dolores y me pariste?” El mismo que, a la cabecera de la moribunda, le pregunta: “Mamá, ¿tu crees que llegaré a presidente?” Y con desparpajo afirmará que ella le dijo que sí. En su casa siempre tienen agua fresca, gracias al aljibe. Su huerto produce las verduras más variadas y más tiernas jamás vistas. Como su cocinero, ninguno. Su hija mayor es demasiado de izquierdas, aunque toca bien la flauta. La pequeña no, la pequeña es muy guapa… »

El motor del político es la oratoria, el arte de persuadir y llevar a las masas al éxito o al precipicio. El orador prudente (phrónimos, una vez más) sustancia sus razonamientos con ejemplos válidos, tomados de la épica, de la historia, de la vida real. El majadero ejemplifica sobre sí mismo y sus fantasías, sobre su fruición autobeatífica, sobre lo feliz que es y lo bien que duerme y digiere. Como el Bien Sumo absoluto desde el empíreo, también su emanación de a pie se siente communicativum sui, y en eso consiste toda su acción política, en evacuar su nada. “Desparrame sentimental”, se subtitula el libro, donde se habla mucho de ‘desagües’, sin forzar mucho el tropo fisiológico. Generalizando, cabría hablar de ‘estructuras disipativas’, y que viva la entropía.

No sólo lágrimas
El título promete lágrimas. Pero no temamos ningún cataclismo, ningún diluvio, ni siquiera una gotera. Ese ojo en la cubierta del libro, enmarcado en el perfil de una gota y dejando resbalar una lágrima tan enorme como imposible, es un fotomontaje. El payaso no llora de verdad. Zapatero no ha llorado nunca por nada ni por nadie. 
La comicidad intrínseca de esta jeremiada de secano estriba en que su retórica contiene todo aquello de que carece y debería tener la retórica que se critica. Hay fronesis, hay prudencia reflexiva volcada en describir y analizar un seudo pensamiento incoherente, que a falta de recurso mejor, a veces gime.
Antes elegí el símil del tarot, para destacar la visualidad del estilo literario de SG; como también he señalado la expresión, ‘efectos especiales’, tomada del cine. En esto, él es gran catador y connaisseur, autor de guiones. Las evocaciones fílmicas son tan frecuentes como eficaces. Y la más ligada al título y tema de este libro es la secuencia de Quo vadis? (1951) donde Nerón pide ‘el vaso de las lágrimas’ y aplicándola a una y otra carúncula, hace como que llora y guarda unas pocas en el recipiente, que hace sellar para la posteridad: «Lloro por ti, Petronio. Una lágrima por ti, una por mí» (Cap. 2. ‘En este vaso de lágrimas’, págs. 50-51).
La escena se basa en el nombre de lagrimarios o lacrimatorios, dado gratuitamente a ciertos ungüentarios romanos diminutos, atribuyéndoles un uso ritual de recoger lágrimas vertidas por un difunto en sus exequias. De ahí pasó a la literatura y al drama (Shakespeare, en Antonio y Cleopatra). No hay referencia clásica que lo confirme, salvo un texto bíblico muy oscuro en hebreo (Salmo  56: 9): «[Señor,] pon mis lágrimas en tu odre». Un odre (נֹאד, no’d) de los de agua, vino o leche como recipiente para guardar Dios las lágrimas humanas es poco probable. Los únicos lacrimatorios de verdad han sido los frascos y botellas del vino llamado lácrima Cristi, supongo.
Un libro necesario. Vengan más en la misma línea, con otros caracteres igualmente aberrantes. Porque nuestro sistema político, la partitocracia, está propiciando una selección de aves de pésimo augurio en las cimas del poder. De la misma ‘Argos’ copio este axioma magistral (Rorschach, 2 de octubre 2011):

La grandeza de la democracia es que cualquiera puede ser presidente.
La miseria de la democracia es que un cualquiera pueda ser presidente.

Como quería Teofrasto, a ver si un día nuestros hijos tienen más suerte con sus políticos. Gracias a libros como los tuyos, amigo Santiago. 
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[1] Santiago González. Lágrimas socialdemócratas. El desparrame sentimental del zapaterismo. Madrid, La Esfera de los Libros, 2011, 395 págs., 21 €.
[2] La obrita seminal de Teofrasto influyó en la comedia y la sátira greco-latina. Traducida al latín por Casaubon (1592), La Bruyère la puso en francés y terminó haciéndola suya, como gran teatro tipológico del Siglo de Luis XIV.



lunes, 3 de octubre de 2011

‘IRURAC BAT’



                        Fe es creer en lo que no tenemos ni idea.

 La Batalla de Vitoria (21-06-1813), además del monumento urbano que el otro día comentábamos, produjo otro artículo conmemorativo menos conocido y discutido, aunque no libre de misterio: una Cruz de distinción militar. Me prometí hablar de ello y voy a cumplirme.
Claro que cuando tocan a desmitificar todo el mundo arrima el hombro, y no queda títere con cabeza. Aquí la Entmythologisierung laica devalúa la presencia real española en el escenario bélico vitoriano. ¿Estuvimos allí, junto con los británicos y portugueses a las órdenes de ‘Vellintón’? ¿Merecimos la Cruz de la Batalla de Vitoria?
Como en todo ‘paisaje tras la batalla’, no faltaron aquí tampoco los tipejos habituales del rebusco, a por unas buenas botas, un reloj, una bolsa de monedas… En el caso especial de Vitoria, el vencido José I huía con una impedimenta fabulosa que, paradójicamente, le libró de caer prisionero, pues no tuvo más que ir soltando lastre para clavar a sus perseguidores en el sitio, legua tras legua. Ingleses, portugueses, hasta franceses disfrazados de pordioseros, se aplicaron a fondo al botín, lo mismo que guerrilleros españoles, y los relatos hablan de caravanas de aldeanos vascos que con sus carretas de bueyes y sus mulas trajinaron como el que más.
¿Fue esa toda la mano de obra vasca y española en Vitoria? A los críticos nacionalistas de la Guerra de Independencia les gusta verlo así. Y aunque ese tipo de apreciaciones no sea de las que me sacan de quicio, ésta en concreto me la tomo un poco en plan personal. Me explico.
Es ello que en el tesorillo familiar tenemos un ejemplar de dicha cruz. La ganó algún antepasado de mi mujer, y por alguna carpeta anda el papel acreditativo, sin el cual no era permitido usarla. Y aunque en la Red hay alguna imagen de esa insignia, procuraré ofrecer la nuestra con cierta calidad, por el interés de los detalles.

La Cruz de Vitoria
La creó Fernando VII a propuesta del guerrillero vizcaíno, reconvertido en mariscal de campo (general de división), don Francisco Tomás de Anchía y Urquiza, llamado Longa por su caserío natal en Mallavia (1783-1831). A Longa le pilló la guerra afincado en la Bureba (Burgos), donde se había casado con la hija de su patrón.
Aquí se puede ver el texto de la Real Orden (Madrid, 2 de abril 1815), tal como apareció en La Gaceta de Madrid (martes 25 de abril), tomo 1, pág. 430. Y que no se concedió a voleo lo prueba el párrafo donde se fija el procedimiento, tan riguroso como el aplicado para las distinciones de San Marcial (Irún) y de Tolosa.
¡Pues claro que hubo españoles en la compleja ‘Batalla de Vitoria’! Además de Longa y el pariente, de entre más de 16.000 compatriotas –de un total de 76.000 aliados– , muchos supervivientes pudieron acreditar su derecho a la recompensa.
Con la imagen delante, fijémonos en el texto descriptivo de la Real Orden:

«formando el centro de la cara principal un círculo en campo roxo, con tres espadas, atadas con cinta blanca, y en ella el lema en bascuence Irurac-vat [sic], y en el reverso sobre campo blanco la inscripción ‘Recompensa de la batalla de Vitoria’; debiéndola llevar pendiente del ojal de la casaca o chaqueta con cinta, compuesta de tres listas iguales de los colores azul, roxo y negro, distintivo de las tres Naciones que concurrieron a la referida acción, ocupando el color roxo el centro

Pasando por alto el regio lapsus o errata –vat, repetido por respeto en todos los textos que he visto, aunque enmendado en la propia medalla–, cabe preguntar qué sentido tiene aquí el lema Irurac bat. No me refiero al significado gramatical –“los tres uno”, o tres en uno–, sino a qué trinidad concreta se refiere, y cuál es aquí el dogma trinitario.


irurac  bat era el lema escogido por el Conde de Peñaflorida, Xavier María de Munibe, y cofundadores para su Sociedad Bascongada de los Amigos del País. Fundada en Azcoitia (Guipúzcoa), en la Nochebuena de 1764, por 16 próceres vascos, Carlos III la aprueba como ‘Real Sociedad’ en abril de 1765, esto es, en vísperas de la expulsión de los jesuitas del Reino (abril 1767).
La Bascongada fue modelo para otras análogas ‘sociedades económicas’ en diversas provincias del Reino, todas con base en la Amistad o Amitié, de inspiración francesa. De hecho aquel lema se plasmó en un logotipo (como hoy decimos), obra del artista Manuel Salvador Carmona: Tres manos unidas y enlazadas por el Irurac bat. Era la expresión de las tres Provincias Vascongadas unidas en el esfuerzo de promocionar el País, en la línea y filosofía del Despotismo Ilustrado que nuestros próceres encarnaban. Veinticuatro a la sazón, ocho por cada provincia de Guipúzcoa, Vizcaya y Álava.

Por cierto, dos de las manos son diestras, mientras que la central y vertical es siniestra (pudiendo no serlo); y la unión es más bien fría, nada de apretón. Ignoro si todo ello es porque sí, o encierra algún misterio. Todo el emblema responde a una estética ‘masónica’, muy de entonces; pero, casualidad, todo ha resultado luego bastante profético.
Por lo demás, los fundadores de la Bascongada, aunque ilustrados y atentos a los aires cultos de Francia y Europa, eran gente religiosa, y si en su biblioteca tenían y leían La Enciclopedia y otras obras prohibidas, era con licencia de Su Majestad y de los respectivos directores espirituales. Todo ello no impidió el que los «caballeritos de Azcoitia» –como les llamó con sorna el jesuita José Francisco de Isla, ya desterrado en Bolonia– tuviesen sus más y sus menos con el oscurantismo local y nacional.

Misterio trinitario
Muchas veces me he preguntado de dónde salió el Irurac bat, y siempre llego al mismo sitio: al Comma Johanneum. ¿Y eso qué es?
El Inciso de Juan’ es un misterio dentro del misterio. Es lo que aquí va en negrita, en este texto tomado de la Epístola I de Juan, 5: 7-8, según la Vulgata latina:

Tres son los que atestiguan en el cielo: el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo: y los tres son uno. Y tres son los que atestiguan en la tierra: el Espíritu, el Agua y la Sangre: y los tres coinciden [1]

Omítase el inciso en negrita, y el texto ya no dice lo mismo. No es que resulte más claro o más oscuro, es otra cosa. Y sólo aparece en latín, desde el siglo III. El original griego lo ignora, y los orientales no lo admiten. El tal inciso (o comma) fue sin duda una glosa explicativa añadida para poner de relieve el misterio de la Trinidad. Erasmo, en la primera edición del Nuevo Testamento griego (1512), lo suprimió sin más, con muchos dolores de cabeza. Para entonces ya estaba impreso (a espera de permisos) el Nuevo Testamento de la Biblia Políglota de Alcalá, donde no sólo se mantiene el comma en latín, sino que se interpola traducido en el griego. La expresión esencial es idéntica en griego, latín o vascuence:

ΟΙ ΤΡΕΙΣ ΕΝ ΕΙΣΙΝ
HI TRES UNUM SUNT
IRURAC BAT


El coma juaneo entraba en la cultura general religiosa media. Por otra parte, Munibe y otros caballeritos eran buenos músicos y cantores, que ejecutaban con gusto el famoso motete de Tomás Luis de Victoria Duo seraphim, con su coda archifamosa, et hi tres unum sunt.
El Irurac-bat, con guión o sin él, irá cobrando cariz más y más político en la Revolución Vasca. Así se llamó un diario bilbaíno (desde 1856); como también se inventó una bandera roja con el mismo motivo de la Bascongada (1859), la primera enseña vasca unificada [2]. Por otra parte, el Tres se hizo Cuatro con Navarra (Laurac bat) –por ejemplo, en otras banderas de 1881 [3]–, y Siete (Zazpiak bat), en evocación larramendiana de irredentismo. Un proceso aritmético que arruina la belleza mistérica trinitaria derivada precisamente del comma. Bien es verdad que el Siete también tiene su morbo. Lo que queda chato y de pata de banco es el Cuatro ese, que ha dado pie al engendro de escudo oficial que tenemos en la Comunidad Vasca, con un cuartel rojo mudo, en cuarentena por prescripción facultativa y obstinación política.

El misterio de la Cruz
Volviendo a la insignia de la Batalla de Vitoria, vuelve también la intriga sobre el Irurac bat. ¿Quiénes son aquí los, o las Tres? Deberían ser las ‘provincias’, Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, pero no es posible sin hacer un feo a Navarra, que también luchó.
Recordemos que se trata de una distinción nacional. A mi ver, las tres espadas o sables cruzados no son las Vascongadas, como a primera vista parece decir la letra, sino lo mismo que representan los tres colores de la cinta: «las Tres Naciones que concurrieron a la referida acción». Gran Bretaña, España, Portugal: esta fue la Trinidad Unida vencedora de la Francia de Napoleón.
De los tres colores, el rojo de en medio apunta a España. El reparto de los otros dos debe de ser sencillo para los que entienden en símbolos, para mí un misterio. Igual que en el emblema de la Bascongada, representando a Guipúzcoa, esa inquietante mano izquierda a contrapelo. 

Para mi pobre cabeza, fe es lo que puse al principio. Y en esto de los jeroglíficos identitarios unitrinos al gusto de mi tierra, me confieso poco dotado, hombre de poca fe.
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       [1] ‘Y los tres son uno’: en latín, et hi tres unum sunt. El original griego dice en cambio ‘y los tres son para uno’; esto es, los tres testigos coinciden.

[2] Irurac-bat, bajo el emblema de la Bascongada, fue en su tiempo el periódico más leído de Bilbao, portavoz de un fuerismo liberal unitario moderado y autonomista, precursor del de los euskalerriacos. Sobre la bandera trinitaria, v. el excelente artículo de Coro Rubio Pobes, ‘La primera bandera de Euskal-Erria’, Sancho el Sabio, 20 (2004): 173-179.

[3] Ibíd., págs. 174-177. Una de éstas, netamente monárquica y atribuida a la Guerra de la Independencia, sería la que da título al artículo: la primera bandera de la Euscalerría peninsular.