En agosto pasado, con ocasión de las Fiestas de Bilbao, el grupo municipal de Bildu en el Ayuntamiento emitió una ‘fatua’ –del arábigo fatwa, dictamen, no vayan a pensar– , apostando (sic) por el laicismo.
[Esto de apostar hay que ver lo que mola entre políticos, que parecen ludópatas apostando a todas horas por lo que sea. De boquilla, claro, no de bolsillo. Así de fácil, sin jugarse nada, apuestan por la paz, por
la convivencia, el bienestar, la cultura, el aire limpio, los perdigones sin plomo; o como en este caso, por el laicismo.]
El acto popular que preocupaba entonces a Bildu era una romería. Y la romería vasca (como el patio
de mi casa) es muy particular: arraiga en la tradición cultural del pueblo y
es ambivalente por la fusión inseparable de lo social y lo religioso.
Es palmaria la
incoherencia de reivindicar la integridad identitaria de un pueblo-nación, y a
la vez censurar ésta o la otra seña particular, porque no la necesito o no
encaja en mi proyecto de construcción nacional.
¿Que hoy la sociedad
vasca es más laica, los creyentes menos católicos? Claro que ha habido cambio;
y no sólo en lo religioso, en muchas cosas. La lengua, por ejemplo, otra seña
de identidad. Por cierto, nuestros laicos deberían darse una vuelta por esa misma
romería, y hacer la estadística de las lenguas que allí se hablan. A ratos, hay
que entrar a la iglesia para poder escuchar algo de vascuence. Litúrgico, por
supuesto.
No quisiera repetirme,
aunque sí abundar un poco en el doble rasero de medir la convivencia ciudadana,
según interese al nacionalismo o a todo lo demás, incluida la religión.
El martes 11, fiesta de la Virgen-Madre, la titular de Begoña, volvió a haber romería. La misma
compenetración de lo religioso con otros elementos culturales vascos profanos, música,
trajes y demás. Lo de toda la vida, como aquí se dice.
La nota de prensa en el
Correo estuvo ilustrada con unos cuantos comentarios mayormento burlescos, que no críticos. Hay quien no cree «que 50.000 personas creen que la ‘virgen’ era virgen después de concebir un hijo, y que al que se le apareció en ‘Bego-oña’
no sufría de trastorno alucinatorio». Según otro, «da pena que en pleno año
2011 sigamos con estas tontería propias del oscurantismo medieval».
No pidamos calado racional
a esos desahogos. Lo que revelan, y eso sí que da pena, es ignorancia arrogante
sobre lo que el fenómeno religioso ha significado en el devenir individual y
social, y lo que para mucha gente aún hoy en día representa. «Oscurantismo
medieval»: una fórmula-comodín. Con ella me quito de encima el compromiso de averiguar en qué consistió tal oscurantismo, y si otros oscurantismos antiguos o modernos son menos malos.
[La expresión ‘oscurantismo medieval’ está validada por el uso y el Diccionario, y yo mismo recuerdo haberla usado aquí
alguna vez.
Sin embargo, en rigor histórico es casi un oxímoron, pues los ‘oscurantistas’ propiamente
dichos no vivieron en la Edad Media.
Oscurantismo se dijo por los autores
ficticios de las Epistolae Obscurorum Virorum (1515-1517), la célebre
sátira del Renacimiento alemán en forma de cartas contra el humanismo y los
humanistas. Aquellos obscuri viri –término equivalente a ‘desconocidos’–
se llamaron en alemán los Obskuranten. Fueron por tanto gente de la Edad Moderna, siendo su defecto haberse equivocado de siglo.] [1]
Digresión sobre creencias
«Estas tonterías». Nunca se me habría ocurrido, de los romeros de Begoña, decir o pensar que son tontos. Ni siquiera cuando
muchos hacían algo que hoy apenas se ve: subir por todas Las Calzadas de
Mallona de rodillas, los brazos en cruz. ¿Masoquismo? La religión tiene sus
ramalazos masoquistas, pero no se olvide que esa ‘perversión’ es una forma de
descargo y alivio.
Habrá quien diga: «No,
esas frases van contra la superstición, no contra la religión.» ¿Y dónde
está la raya, si puede saberse? Esa es precisamente la arrogancia de la
expresión ‘oscurantismo medieval’, aplicada por aspersión a tanta gente y tan
diversa como la que concurre a cualquier romería popular.
Conste que mi punto de
vista no es agnóstico. El agnosticismo no niega lo trascendente, no niega a
Dios; sólo lo pone fuera de tiro para la razón. En este sentido, todavía tiene
el agnóstico el beneficio de la duda, «quién sabe, ya veremos». Tal vez sea
la estación terminal lógica para el no creyente. A mí me parece un apeadero
para no llegar hasta el último andén, con los topes definitivos del non plus
ultra.
El ateísmo, más aún que
el agnosticismo, produce una sensación de orfandad, de infancia perdida, y
cierto pesimismo, porque un mundo con imprevistos y con milagros es más curioso,
más divertido, qué duda cabe, que este otro «diseñado a la medida, número y
peso» [2]. ¡Ya! ¿y el infierno?... Al diablo con él, ¿qué tiene que ver eso
con lo que discutimos? Además, aunque lo hubiera, el castigo sería para los
malos. Con ser buena persona, asunto resuelto. Y si encima Dios ayuda y Dios
perdona, no te digo.
Creer, o no creer, o
dejarlo en suspenso, he ahí tres posturas respetables y hasta razonables por
igual, según la mentalidad que a uno le toque en suerte. Al buen creyente –del
hipócrita, ni caso– se le puede envidiar, quién sabe, hasta compadecer,
pero sin el desprecio arrogante que hemos visto. Porque por ahí se va derecho a
la intolerancia.
Retomando el hilo
En efecto, los mismos nicks
que se burlan de algo tan genuinamente vasco como es una romería, esas mismas
personas, en el mismo periódico, reaccionan con acritud si alguien se permite
una crítica, y no digamos una mofa, sobre el oscurantismo de la euscaldunización:
ese derroche absurdo para ‘normalizar’ una lengua que sus propios hablantes
desecharon en su momento por inservible.
Y no es que tengan razón
o no la tengan, en lo uno y en lo otro: es que no tiene lógica discurrir con
doble lógica, según para qué. Si las creencias y valores religiosos, por muy
vascos que sean o hayan sido (Aránzazu, Begoña, Loyola…), son piedra de escándalo
para la convivencia, no lo son menos otros valores de motivación política, como
la imposición de una lengua, por muy ‘propia’ que se la quiera vender.
El nacionalismo nos ha
programado un ‘menú vasco’, el mismo para todos, con ligeras variantes de
presentación, más que de dietética. Una tabla de platos ‘auténticos’, donde
entra también algo de ‘nueva cocina’ [3]. Fuera del menú no hay vasquidad. Así,
de forma selectiva arbitraria, sin base histórica ni antropológica, unos
doctrinarios deciden e imponen su estereotipo de lo vasco, a su imagen y
semejanza. Lo ‘nuestro’, tal como se dogmatiza desde el jardín de infancia.
Guárdeme yo para mi
fuero interno mi religión o mi ateísmo, y guárdate tú para ti tus convicciones
sobre el ser o no ser vasco. Basemos nuestra conviencia en el máximo de
libertad en lo que nos une y el mínimo de coacción en lo que nos separa.
Si la única garantía de
convivencia entre creencias religiosas diferentes es el laicismo, la lógica
pide algo así también para la convivencia entre modos distintos de creerse y
sentirse ciudadano vasco. Lo demás es totalitarismo. ¿Apuesta alguien por el
totalitarismo? Nadie lo hace en voz alta. Y eso, en una cultura de apostadores
compulsivos que también juegan al mus, es mosqueante.
[1] Cfr. Epistolae
Obscurorum Virorum / Cartas de Desconocidos. Edic. de J. Moya, Universidad
de Málaga, 2008; Introducción, pág. 9.
[2] Sabiduría,
11: 20 (21).
[3] Aquí entre
el rock vasco o el euskoheavy etc., pero también la chalaparta o el Olentzero,
tradiciones de ayer, o que hasta ayer tarde fueron desconocidas a media legua
de su aldea.