jueves, 14 de octubre de 2010

Biblioteca Breve


      A primero de este mes recibí mensaje de un bloguero sobre el nuevo libro de Mario Vargas Llosa, El sueño del Celta, a punto de caramelo. Relato novelado sobre Roger Casement en el Congo de Leopoldo II. Atento a mis entradas de junio, El silencio de los moruecos, pensaba que podía interesarme.

      Le respondí que, por supuesto, me interesa el tema en sí, pero mucho más de la pluma de Vargas Llosa. Ninguno de los dos –de los tres, me atrevo a decir, incluyendo a don Mario– conocíamos los designios de la Karolinska sobre el premio literario del 7 de octubre.

      El Nobel a Vargas Llosa me ha traído recuerdos archivados y arrinconados que no tengo por qué ocultar y voy a clavarlos aquí. He empezado acordándome de que el primer premio literario importante de este autor fue el Biblioteca Breve 1962. Era un premio joven, en su cuarta edición. La primera la tuvo en 1958. Aquel primer Biblioteca Breve se falló en Sitges, a mediados de junio, con tres votos de cinco para Luis Goytisolo por Las Afueras. Hubo también un finalista.     


      El agraciado debía de estar sobre aviso, porque al punto compareció ante la prensa. El finalista en cambio no, porque era yo y estaba en París, ajeno al evento. La verdad, ni me había pasado por la cabeza que en un premio creado para descubrir y lanzar a escritores jóvenes iban a hacer caso de una novela escrita con seudónimo. Y así era, el autor de Cuarto menguante había decidido embozarse bajo un estrambótico alias, Helí Zagher. Sin ser un delincuente, mis motivos tenía entonces para esconderme.

       Había escrito mi relato de un tirón, 350 páginas en cosa de un mes del verano de 1957, con mi querida Olympia (una máquina de escribir, no vayan a pensar), en que me había gastado todos mis ahorros.

      Meses después se anunció la convocatoria de Seix-Barral. Saqué las copias en limpio, y una vez enviadas no volví a acordarme de la gloria literaria, absorto en la idea de pasar a Francia. Tomé el tren en Hendaya la misma noche que detuvieron a De Gaulle, como paso previo a su investidura y proclamación de la V República.


      La primera noticia que volví a tener del Biblioteca Breve fue por mi padre. Me remitía desde Bilbao, junto con un recorte de prensa catalana, una carta de Carlos Barral comentándome el fallo. El sistema de votación eliminatorio me había perjudicado, pues sumando más votos en cada vuelta, la última me dejó en finalista. El jurado veía la novela impublicable tal cual, por la censura. Aun así, la idea era sacarla adelante, incluso proponerla para otro nuevo premio más proyectivo, creo que el Formentor.

      Siempre estaré agradecido a tal señor, Carlos Barral, que sin conocerme de nada se tomó interés por mi escritura. Muy poco después, él mismo me enviaba a Sèvres el informe negativo de la censura: «novela… gravemente injuriosa para la Religión Católica» (¡!). Alucinante. Con desgana introduje unos pocos cambios, que no colaron, ni creo que era mi intención. Al mismo tiempo, Barral se ponía en contacto con editores franceses para algo tan insólito e improbable como publicar en traducción francesa un inédito español. Michel Chodkiewicz, de Éditions du Seuil, me visitó de parte suya en Versalles –yo estaba colocado en la (entonces) mítica ‘Ginette’– y se llevó mi copia, aunque le dije que estaba poco animado a correr albures políticos por la vía novelera.

      En todo caso, es fácil de entender que por algunos años me interesaron los resultados de aquel premio, con los nombre de García Hortelano (1959), luego los finalistas sin ganador Juan Marsé y compañía (1960), después Caballero Bonald (1961) y el Vargas Llosa de La ciudad y los perros (1962). Para entonces yo había ajustado cuentas con mi veleidad literaria como novelista, y después sólo de forma muy esporádica he podido concentrarme en breves escrituras de ficción. Mis empleos me han pedido ajustar la escritura a realidades pedestres. De ahí me ha quedado cierto estilo notarial y una atrofia lamarckiana de imaginación, por desuso.

      (Carlos Barral murió en 1989. Tras aquella correspondencia y despedida, nunca me decidí a escribirle, pensando visitarle algún día. El del Juicio ha de ser. Si le veo en aquel barullo le daré un abrazo, y quizá entonces me cuente las incidencias de aquel premio literario, y qué fue de mis originales nunca devueltos ni tampoco reclamados.)

      Veinte años después no tuve más remedio que acordarme de mi novela. El microbiólogo Luis Egea Martínez, un colega de la Facultad con su despacho pegante al mío, era también un prohombre del resurrecto PSE-PSOE. Y como éramos amigos, le vine bien para hacer bulto en una presentación de su partido, en el Hotel Ercilla de Bilbao.

      Llevaban de invitado estrella a Luis Goytisolo, y Egea no sólo tuvo la ocurrencia de presentarme a él como «tu finalista del Biblioteca Breve», sino que nos sentó juntitos en el mismo sofá, mientras empezaba o no el acto. No fue una buena idea. Al escritor le importó un bledo quién fuese yo, como le importaba un comino si su premio tuvo finalista. Y por otra parte, ¿cómo explicarle que este zote que tenía codo con codo no había leído Las afueras, ni nada suyo? ¿que con sinceridad lo había intentado, pero lo siento, no disfruto leyendo lo que me aburre? Para alivio de ambos –mío sobre todo–, la gente fue puntual, y tras un cuarto de hora de frígida antagonía nos evadimos del sofá, don Luis a la mesa, yo con el público.


      Con Vargas Llosa supongo que sería algo distinto, entre otras cosas porque le leo, aunque no todo con igual interés. Su Conversación en la Catedral la tengo aparcada, pero oigan, es que la tengo en edición prologada por Lucía Echevarría, que es como echar un candado a la puerta del templo para que no entres.

      Ahora he aprovechado el Nobel de don Mario para leerle sus Travesuras de la niña mala. Una fábula maravillosa, que será tal vez algo autobiográfica respecto a él, pero respecto a mí la siento biográfica del todo por maravilla.

      Todo cuanto acabo de confesar es rigurosamente cierto. De no serlo (qué más quisiera yo), sería prueba de que todavía puedo efabular. Y no, la fuente está seca, ya soy impotente irreversible para inventarme nada.




(Dedicado a Fumario, esforzado remero de la Argos.)


sábado, 9 de octubre de 2010

Saltarse a Falopio


     El Nobel de Medicina y Fisiología para un científico de Cambridge no debe ser sorpresa. En esa Universidad la Biología ha dado pasos largos y decisivos, empezando por el modelo estructural y funcional del ADN, la popular doble hélice. Empezando, digo, porque el descubrimiento de Rosalind Franklin (1952/1953) trajo una refundación de la ciencia biológica y una recolocación de todo lo que anteriormente se sabía.
      Así pues, de la no sorpresa paso a la sorpresa, estupor casi, por esta láurea concedida a un biólogo anciano, botánico de formación, no por algún hallazgo científico, sino por el desarrollo de una ‘terapia’ (sic).
     A sir Robert G. Edwards (Manchester, 1925) la ciencia se le supone, pero su fuerte era la técnica. La técnica y la obstinación. Ciencia, destreza y gran paciencia, al servicio de una idea fija: conseguir niños normales sin haber pasado por una trompa de Falopio.
   Ese atajo es el que representa la figura [1]. Normalmente empezamos a ser en uno de esos conductos arcaicos y algo extravagantes, reciclado de un viejo aparato excretor fuera de uso, un rompecabezas para los morfólogos de los siglos XVI-XIX. La evolución de los vertebrados trajo unos cambios de fontanería renal que interesaron de forma especial a los gametos masculinos (espermatozoides) y femeninos (óvulos), como si el Diseño Inteligente no acertara con una solución digna de su adjetivo para la salida de esos elementos.

Falopio y sus trompas

     Gabriele Fallopio (Módena, h. 1523-1562) –castellanizado Falopio– iba para clérigo, pero se decantó por la anatomía como hábil técnico, a la vez que buen médico, experto en sífilis (él inventó el condón).
     Digno sucesor de Andrés Vesalio (1514-1564), no se llevaron nada bien. Los anatomistas trabajaban a destajo por descubrir y nombrar el microcosmos –las estructuras orgánicas del cuerpo–, igual que hacían los exploradores del macrocosmos. Por lo mismo, andaban a la greña, desmintiéndose y pisándose unos a otros.
     No era para menos, a las prisas se sumaban las trampas. Con eso de que «el cerdo por dentro es lo más parecido al hombre» y cosas así, muchas veces se disecaban animales domésticos. La Iglesia prohibía usar cadáveres. Sólo algún príncipe ilustrado, medio descreído y extravagante levantaba en su feudo la veda. Contaba Falopio que el Duque de Toscana era amable al extremo de obsequiarle a veces a él y sus colegas con el envío de un condenado a muerte, «quem interficimus nostro modo et anatomisamus».

     –Su Alteza el Duque les manda saludos– entraba el hombre por su pie en el anfiteatro –y de paso, como los monos que vuesas mercedes le han pedido son muy caros, vean si se apañan practicando en mi persona.      
      –Con mucho gusto, amigo. Pasad y desabrocháos. Tened por seguro que haremos de vos una anatomía limpia como esa que veis dibujada en la pared, y tan completa, que lo que de vos quedare para la sepultura quepa holgadamente en una caja de zapatos. Mas antes es menester que os despachemos modo nostro, pues no hacemos profesión de vivisectores.

     «A nuestro modo», se suele interpretar como que los médicos-verdugos usaban, en vez de la soga o el hacha mortal, algún fármaco, probablemente el opio.
     Falopio hizo una primera descripción correcta del aparato genital femenino [2], manteniendo para los oviductos la función de ‘conductos seminales’, aunque por entonces nadie supo en qué consistía el supuesto ‘semen’ femenino, hasta el descubrimiento de los óvulos. Pero, para sorpresa suya y del mundo científico –también para enfado de Vesalio–, halló que aquellos dos conductos que partían cada uno de un cuerno del útero, estaban claramente separados del ovario, abiertos hacia él y ensanchados a modo de pabellón de trompeta.
     Falopio rivalizó también en parte con Eustaquio –Bartolomé Eustachi (h. 1510-1574), tanto en el estudio del aparato genital como del oído. Estaba entonces de modo la trompa o tuba, instrumento musical en plena evolución, en materiales y aleaciones varias, con retorcimientos inverosímiles que recordaban algunos conductos orgánicos. Así que hubo trompas para los dos, las del oído para Eustaquio, las uterinas para Falopio.

Sembrar en vidrio

     De siempre se ha sabido que los seres vivos, incluidos los humanos, tenemos mucho de mecánica. Lo que no se sospechaba, hasta mi generación, es que tuviésemos tanta. Por eso se ha avanzado tanto en poco tiempo. Y también por eso mismo no podemos (por ahora) muchas cosas que sabemos posibles. Cuestión de técnica, cogerle el tranquillo, y si acaso saltar barreras a la torera.
     Es lo que se ha hecho en parte con la reproducción humana: un proceso en cadena que puede fallar por distintos puntos. Una causa frecuente de esterilidad radica en las trompas falopianas, que es donde se da el encuentro del óvulo maduro con el esperma. Solución nobelizada: al diablo las trompas. Tómese el óvulo maduro del ovario, fecúndese en cultivo con el esperma, déjese que ese zigoto fecundado se divida varias veces, y ya tenemos un embrioncillo listo para ser implantado en la pared interna del útero. La mucosa uterina no hace preguntas, no exige visado de paso por trompa, ella a su trabajo de anidar el nuevo ser.
     Dicho así, qué fácil. La realidad tuvo en jaque este esquema desde los años 50 hasta que funcionó, por fin, el 25 de julio de 1975 en la persona de una niña sana, Luisa Brown, que este verano ha cumplido los 35.
     Mecánicos, sí, pero no sencillos. Edwards contó con muchas luces y ayudas, la más divulgada la de Steptoe y su laparoscopio, instrumento que facilitó la obtención de óvulos viables. Endocrinólogos, citólogos, especialistas varios ayudaron a ambos socios a depurar la técnica y abrir posibilidades. Una es la fecundación directa del óvulo por micro inyección del elemento masculino. No voy a entrar en detalles, y gustoso remito al blog de un gran amigo , el Dr. José Luis Neyro, especialista pionero en España. Ayer hablaba con él del asunto, y creo que le gustó mi lema como razón del premio a Edwards: «saltarse a Falopio».
     Recordábamos también los primeros ensayos aquí, liderados por José Ángel Portuondo, desaparecido en la catástrofe aérea del monte Oiz (Vizcaya), el 19 de febrero de 1985. Cuatro meses le faltaron para ver el primer alumbramiento logrado en su equipo por técnica in vitro. Portuondo me había expresado su interés por contar con alguno de mis alumnos biólogos para su laboratorio y lo tuvo. Demasiado pronto, la Parca hizo uso de la palabra.


Voces éticas

     Todo lo humano tiene implicación ética, que puede complicarse con normativa moral religiosa. Hasta dónde hay derecho a manipular células humanas, embriones, fetos, seres humanos. A veces se da mucha importancia a cosas relativamente banales, como elegir el sexo del niño.
     La misma moral cristiana es bastante relativa. Por ejemplo, el referido ‘condón’ de Falopio no tuvo problemas con la Iglesia como preservativo antivenéreo. Empezó a tenerlos, creo, sólo cuando se usó masivamente como anticonceptivo.
     El Vaticano no ha visto bien este Nobel, como ya desde el principio criticó la manipulación de óvulos y embriones humanos. Los 4 millones de criaturas nacidas por el arte no compensarían el derroche de material biológico sacrificado o sin futuro vital. Por supuesto, no estamos hablando de aborto propiamente dicho; a menos que propongamos que el Diseño Inteligente es en sí mismo abortista a tope, derrochador de semillas, embriones y larvas en toda la escala biológica.
     Otras consideraciones éticas también se deberían contemplar. Una es la cuestión de prioridades en la asistencia social. La urgencia y el derecho a tener hijos de probeta, comparado con el derecho y necesidad de tener dientes postizos, por ejemplo, invita a reflexionar sobre el empleo de los recursos disponibles. ¿Conque frivolizo? Ya, pregunten a un desdentado, mejor si es pobre.


¿Nobel acertado?

     Según se mire. El Caballero de la Dinamita y sus albaceas decidieron titular esta porción de su premio ‘Medicina o Fisiología’. De Biología no se habló. Si a Edwards le premian por una terapia, no hay nada que objetar, salvo que no se ve tal terapia médica (valga la redundancia); si acaso, alivio a la ansiedad y frustración de parejas estériles. La fecundación in vitro no cura ninguna enfermedad.
     Como biólogo, me alegra que el premio haya recaído en un colega. Un colega que es para mí como el Everest respecto a un pedrusco en la base. Pero un biólogo en el que jamás habría pensado para tal distinción. Porque, con todo lo que la gesta de Edwards tiene de relieve social, biológicamente hablando no ha descubierto nada nuevo, ni ha logrado nada inédito en otras especies biológicas. Sus trabajos merecen y han tenido ya muchas distinciones adecuadas; menos ésta.  
El Nobel de Economía, tal vez, habría sido más para tener en cuenta. Es sólo una opinión.
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[1] Me he permitido modificar ligeramente el esquema registrado, para poner en paralelo (literalmente) las etapas respectivas de ambos mecanismo del primer desarrollo embrionario, in vivo e in vitro. © The Nobel Committee for Physiology or Medicine 2010 © Dibujo: Mattias Karlén (modificado por Belosticalle).
[2] Observationes anatomicae (1561). Obra, por desgracia, sin dibujos.






lunes, 4 de octubre de 2010

La Virgen en el aquelarre


El aquelarre –por mal nombre sabat, de connotación antijudía, como sinagoga– tuvo diversas construcciones en el imaginario renacentista, barroco y romántico. Pero fue hacia 1420 cuando este avatar de la ancestral ‘Fiesta del Chivo’ se había manifestado, en el contexto de una versión ‘sintética’ nueva de la brujería, como sociedad secreta de adoradores del Diablo[1].

A partir de este dato, hay para gustos. Las descripciones que hicieron autores españoles de aquel siglo XV (el Tostado, fray Lope de Barrientos, el cardenal Torquemada, fray Alonso de Espina, entre otros), aplicada nuestra lógica, se reducen a reuniones festivas promiscuas y orgiásticas, en torno a una máscara caprina, armada de un falo tan ostentoso como su cornamenta y barba, de función desinhibitoria evidente y complementaria de una probable intoxicación etílica o alcaloidea.

Tales excesos se debían reprimir, desde luego; pero de suyo nada tenían que ver con ninguna apostasía religiosa, fuera del natural corte de manga a los rigores de la moral cristiana. Tanto era así, que a lo que se ve, algunos curas y frailes no desdeñaban tomarse un asueto de su apostolado, bajándose del púlpito a mezclarse con la feligresía y relajarse con ella en alguno de aquellos aquelarres[2]. La tradición clerical del risus paschalis y bromas similares en torno a lo más sagrado –con la función integradora social que los antropólogos les atribuyen– admitía excursos fuera del templo. Por ahí, no cuesta mucho imaginar, en alguna aldea doblemente ‘perdida’, al propio párroco ejerciendo de ‘Don Martín’.

Del otro lado, el fanatismo nunca entendió de bromas. Y aprovechando que la Cruzada contra la Medialuna iba para largo, la Cristiandad se inventó una cruzada anticristiana, contra herejes (cátaros, valdenses, disidentes de toda laya), metiendo a todos en una misma coctelera junto con magos y brujas, de donde resultó una fórmula magistral: la Contra-Iglesia, o el enemigo dentro.

Aquí se acabó el recreo. El cielo nocturno se pobló de viajeros yendo y viniendo de conventículos nefandos, a conspirar contra la república cristiana.


No se trata de ideas lógicas, por tanto caben incongruencias. Por el mismo entonces, la propia brujería se remodelaba. Teóricos misóginos decidieron que era cosa de mujeres. El papel del brujo se devaluó, y con ello el sabat salió perdiendo. El Boque de Biterna, la Noche de Valputa, la Función o Auto de Blocksberg, el Nogal de Benevento, el Aquer Larre y un sinfín de lugares ludomágicos perdieron presencia masculina. El rol viril quedó a merced de diablejos íncubos, cuyo contacto glacial no era el más propio para satisfacción del brujerío.

Creo sinceramente que los dominicos autores del Martillo de brujas no se hicieron cargo del daño que hicieron a la fiesta. Por ventura, la gente no les hizo en esto mucho caso, y allí donde hubo conventículos se procuró un reparto genérico más equitativo. Como aquí en Euscalerría, sin ir más lejos.

De Aránzazu a Zugarramurdi, pasando por los Jesuitas de Bilbao

Las cosas malas, ya se sabe, vienen todas de fuera. La brujería, por ejemplo, nos la trajo en tiempo remoto un tal Hendo, francés obviamente (de Guyena), que tras infectar Laborda y todo Iparralde pasó a la vertiente sur del Pirineo. Del éxito de este apóstol del Diablo se hizo lenguas Baltasar de Echave (1607) y luego el padre fray Juan de Luzuriaga (1690). Tanto así, que todavía hoy el cuartel general de monsieur Hendo se sigue llamando Hendaya (¡!).

El virus ‘hendayés’ tuvo también efectos retardados. El último, el episodio de las brujas vasco navarras del
Proceso de Logroño (1610). Y una vez más, el mal francés vino de Francia [3].

Todo anunciaba un remake de episodios anteriores, en especial lo de 1527, con las andanzas del cazabrujas Avellaneda. Para el obispo de Pamplona la papeleta no era lucida, pero tenía a su favor buena baza: llamarse don Antonio Venegas de Figueroa (h. 1550-1614), tener cabeza amueblada de sentido común y humanismo, y haber sido él mismo inquisidor antes que obispo. Su problema era enfrentarse a dos inquisidores muy crédulos o con muchas ganas de medro. Por suerte, el puesto de tercer inquisidor fue para el burgalés Alonso de Salazar y Frías (h. 1564-1636), el hombre que pasaría a la historia como ‘el Abogado de las Brujas’.

Pero la fama de Salazar no debería dejar en sombra a otro colaborador decisivo del obispo Venegas: un joven jesuita vizcaíno llamado Hernando de Solarte (1579-1626). Él fue en realidad el primero que descubrió el pastel, y le corresponde un sitio de honor junto a otros jesuitas como Tanner (1572-1632), Laymann (1575-1635) o Spee (1591-1635), frente a la postura irracional de su consocio Martín del Río en sus Disquisiciones mágicas (1599/1600), versión culta y ‘civilizada’ del infumable Martillo[4

La Inquisición pensaba que la superstición era mal fruto de la ignorancia, curable a fuerza de doctrina. Varias órdenes religiosas fueron invitadas a colaborar en una misión itinerante, eso sí, cada uno por su lado. Los jesuitas enviaron de Bilbao a dos euscaldunes, Solarte y Diego de Medrano. La primera tarea de Solarte fue convencer a su propio socio (llegado directamente de Logroño) para que se olvidara de las brujas.

Otros predicadores fueron los premostratenses de Urdax y los franciscanos de Aránzazu, a quién desbarraba más y mejor, sembrando confusión y miedo. La campaña de éstos últimos tuvo su Homero en el citado Luzuriaga, en un libro barroco pomposo titulado Paranynfo celeste. Caro Baroja lo utilizó en un último capítulo de su Brujería vasca. Hoy está disponible en la red, dirección citada (Madrid, 1690).

No hagamos presa fácil de un entusiasta de Aránzazu. Lea cada uno, y limíteme yo a recordar cómo los buenos padres aprovecharon para hacer caja barriendo para casa. Por de pronto, leyendo el Paranynfo diríase que el padre provincial seráfico, por inspiración celeste, eligió a tres lumbreras de la orden que se alzaron con el protagonismo. El remedio específico que anunciaban contra el Diablo era la devoción a la Virgen; pero no a cualquiera Virgen, sino a la de
Aránzazu, aparecida en 1469 al pastor Rodrigo de Balzategui.

La brujería navarra, como algunas otras, tuvo mucha intervención de chicos y chicas aprendices del arte. Aunque acudían al aquelarre, por su edad no tomaban parte en el baile, y mucho menos en la orgía sexual. Durante estos actos el demonio les tenía entretenidos aparte, armados de varetas a la orilla de un estanque, cuidando los sapos y sabandijas para los cocimientos mágicos y para entremeses del banquete pedofágico.

Pues bien, muchos de aquellos jóvenes, tanto de Francia como de España, dijeron que estando en aquella ocupación, se les apareció una Señora hermosísima con un Niño en brazos, adivinen quién. En aquellas visitas la Virgen les hablaba en vascuence, aconsejándoles dejar aquel sucio empleo y volver a la fe católica. Luego algunos iban a Aránzazu llevados por sus padres, unos a tomar exorcismos, otros a dar las gracias y la limosna. Todos al punto reconocían la santa imagen: «¡Esta es la Señora que nos solía visitar en Aquer Larre, cuando guardábamos los sapos!»

Es curioso que en todo el proceso de Logroño no se menciona Aránzazu. Consta un informe de los tres frailes  al obispo Venegas y al Tribunal de Logroño (marzo 1611), con autoevaluación alta a muy alta, con pruebas materiales de que la secta de brujas existía, habiendo ellos mismos visto y olido los tarros del ungüento volador y descubierto un sapo guisado al dente. Sus métodos, sin embargo, para el jesuita Solarte eran criticables. Una vez desnudaron a una muchacha y le aplicaron la acupuntura para ver si era bruja. O también, encendida una hoguera, amenazaron a una vieja con quemarla viva si no confesaba. El engaño y el miedo eran moneda corriente en sus interrogatorios. «¡Ah, padre Solarte –parece que dijo el obispo–, lo que me pesa de haber enviado a estos frailes!»


Pero si al señor Venegas le pesó, fuerza es reconocer que, gracias a los frailes de Aránzazu  –fray Martín de Ocariz, Juan de Sigarroa y Domingo de Sardo– la brujería vasca tiene hoy la exclusiva mundial de haber sorprendido a Nuestra Señora de aquelarre.
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[1] ‘La fiesta del Chivo’ está copada por la novela de Vargas Llosa y su película. He probado a buscar en Google ‘sin las palabras’ Vargas y Llosa y ha sido inútil: no hay más fiesta del chivo que la suya. Un éxito.

[2] Aquí meterían algunos a aquel fray Alonso de Mella con su confradía del Espíritu libre, los Herejes de Durango’ (h. 1440).

[3] Por el Pays Basque empezó (1609) la gran cacería de brujas liderada por el sabueso civil Pedro de Lancre. Desde allí, de forma no muy clara, en todo caso en el contexto de un reajuste diocesano, en parte  interestatal (1575),  con sus esperables conflictos, por la remodelada diócesis de Pamplona se propaga la locura pánica brujeril, prácticamente desconocida en el resto de España, salvo en la banda pirenaica.

[4] Cfr. Jesús Moya, La magia demoníaca (Libro II de las 'Disquisiciones mágicas') de Martín del Río. Madrid, Hiperión, 1991. Con preámbulo de J. Caro Baroja.