A partir de este dato, hay para gustos. Las descripciones que hicieron autores españoles de aquel siglo XV (el Tostado, fray Lope de Barrientos, el cardenal Torquemada, fray Alonso de Espina, entre otros), aplicada nuestra lógica, se reducen a reuniones festivas promiscuas y orgiásticas, en torno a una máscara caprina, armada de un falo tan ostentoso como su cornamenta y barba, de función desinhibitoria evidente y complementaria de una probable intoxicación etílica o alcaloidea.
Tales excesos se debían reprimir, desde luego; pero de suyo nada tenían que ver con ninguna apostasía religiosa, fuera del natural corte de manga a los rigores de la moral cristiana. Tanto era así, que a lo que se ve, algunos curas y frailes no desdeñaban tomarse un asueto de su apostolado, bajándose del púlpito a mezclarse con la feligresía y relajarse con ella en alguno de aquellos aquelarres[2]. La tradición clerical del risus paschalis y bromas similares en torno a lo más sagrado –con la función integradora social que los antropólogos les atribuyen– admitía excursos fuera del templo. Por ahí, no cuesta mucho imaginar, en alguna aldea doblemente ‘perdida’, al propio párroco ejerciendo de ‘Don Martín’.
Del otro lado, el fanatismo nunca entendió de bromas. Y aprovechando que la Cruzada contra la Medialuna iba para largo, la Cristiandad se inventó una cruzada anticristiana, contra herejes (cátaros, valdenses, disidentes de toda laya), metiendo a todos en una misma coctelera junto con magos y brujas, de donde resultó una fórmula magistral: la Contra-Iglesia, o el enemigo dentro.
Aquí se acabó el recreo. El cielo nocturno se pobló de viajeros yendo y viniendo de conventículos nefandos, a conspirar contra la república cristiana.
No se trata de ideas lógicas, por tanto caben incongruencias. Por el mismo entonces, la propia brujería se remodelaba. Teóricos misóginos decidieron que era cosa de mujeres. El papel del brujo se devaluó, y con ello el sabat salió perdiendo. El Boque de Biterna, la Noche de Valputa, la Función o Auto de Blocksberg, el Nogal de Benevento, el Aquer Larre y un sinfín de lugares ludomágicos perdieron presencia masculina. El rol viril quedó a merced de diablejos íncubos, cuyo contacto glacial no era el más propio para satisfacción del brujerío.
Creo sinceramente que los dominicos autores del Martillo de brujas no se hicieron cargo del daño que hicieron a la fiesta. Por ventura, la gente no les hizo en esto mucho caso, y allí donde hubo conventículos se procuró un reparto genérico más equitativo. Como aquí en Euscalerría, sin ir más lejos.
De Aránzazu a Zugarramurdi, pasando por los Jesuitas de Bilbao
Las cosas malas, ya se sabe, vienen todas de fuera. La brujería, por ejemplo, nos la trajo en tiempo remoto un tal Hendo, francés obviamente (de Guyena), que tras infectar Laborda y todo Iparralde pasó a la vertiente sur del Pirineo. Del éxito de este apóstol del Diablo se hizo lenguas Baltasar de Echave (1607) y luego el padre fray Juan de Luzuriaga (1690). Tanto así, que todavía hoy el cuartel general de monsieur Hendo se sigue llamando Hendaya (¡!).
El virus ‘hendayés’ tuvo también efectos retardados. El último, el episodio de las brujas vasco navarras del Proceso de Logroño (1610). Y una vez más, el mal francés vino de Francia [3].
Todo anunciaba un remake de episodios anteriores, en especial lo de 1527, con las andanzas del cazabrujas Avellaneda. Para el obispo de Pamplona la papeleta no era lucida, pero tenía a su favor buena baza: llamarse don Antonio Venegas de Figueroa (h. 1550-1614), tener cabeza amueblada de sentido común y humanismo, y haber sido él mismo inquisidor antes que obispo. Su problema era enfrentarse a dos inquisidores muy crédulos o con muchas ganas de medro. Por suerte, el puesto de tercer inquisidor fue para el burgalés Alonso de Salazar y Frías (h. 1564-1636), el hombre que pasaría a la historia como ‘el Abogado de las Brujas’.
Pero la fama de Salazar no debería dejar en sombra a otro colaborador decisivo del obispo Venegas: un joven jesuita vizcaíno llamado Hernando de Solarte (1579-1626). Él fue en realidad el primero que descubrió el pastel, y le corresponde un sitio de honor junto a otros jesuitas como Tanner (1572-1632), Laymann (1575-1635) o Spee (1591-1635), frente a la postura irracional de su consocio Martín del Río en sus Disquisiciones mágicas (1599/1600), versión culta y ‘civilizada’ del infumable Martillo[4
La Inquisición pensaba que la superstición era mal fruto de la ignorancia, curable a fuerza de doctrina. Varias órdenes religiosas fueron invitadas a colaborar en una misión itinerante, eso sí, cada uno por su lado. Los jesuitas enviaron de Bilbao a dos euscaldunes, Solarte y Diego de Medrano. La primera tarea de Solarte fue convencer a su propio socio (llegado directamente de Logroño) para que se olvidara de las brujas.
Otros predicadores fueron los premostratenses de Urdax y los franciscanos de Aránzazu, a quién desbarraba más y mejor, sembrando confusión y miedo. La campaña de éstos últimos tuvo su Homero en el citado Luzuriaga, en un libro barroco pomposo titulado Paranynfo celeste. Caro Baroja lo utilizó en un último capítulo de su Brujería vasca. Hoy está disponible en la red, dirección citada (Madrid, 1690).
No hagamos presa fácil de un entusiasta de Aránzazu. Lea cada uno, y limíteme yo a recordar cómo los buenos padres aprovecharon para hacer caja barriendo para casa. Por de pronto, leyendo el Paranynfo diríase que el padre provincial seráfico, por inspiración celeste, eligió a tres lumbreras de la orden que se alzaron con el protagonismo. El remedio específico que anunciaban contra el Diablo era la devoción a la Virgen; pero no a cualquiera Virgen, sino a la de Aránzazu, aparecida en 1469 al pastor Rodrigo de Balzategui.
La brujería navarra, como algunas otras, tuvo mucha intervención de chicos y chicas aprendices del arte. Aunque acudían al aquelarre, por su edad no tomaban parte en el baile, y mucho menos en la orgía sexual. Durante estos actos el demonio les tenía entretenidos aparte, armados de varetas a la orilla de un estanque, cuidando los sapos y sabandijas para los cocimientos mágicos y para entremeses del banquete pedofágico.
Pues bien, muchos de aquellos jóvenes, tanto de Francia como de España, dijeron que estando en aquella ocupación, se les apareció una Señora hermosísima con un Niño en brazos, adivinen quién. En aquellas visitas la Virgen les hablaba en vascuence, aconsejándoles dejar aquel sucio empleo y volver a la fe católica. Luego algunos iban a Aránzazu llevados por sus padres, unos a tomar exorcismos, otros a dar las gracias y la limosna. Todos al punto reconocían la santa imagen: «¡Esta es la Señora que nos solía visitar en Aquer Larre, cuando guardábamos los sapos!»
Es curioso que en todo el proceso de Logroño no se menciona Aránzazu. Consta un informe de los tres frailes al obispo Venegas y al Tribunal de Logroño (marzo 1611), con autoevaluación alta a muy alta, con pruebas materiales de que la secta de brujas existía, habiendo ellos mismos visto y olido los tarros del ungüento volador y descubierto un sapo guisado al dente. Sus métodos, sin embargo, para el jesuita Solarte eran criticables. Una vez desnudaron a una muchacha y le aplicaron la acupuntura para ver si era bruja. O también, encendida una hoguera, amenazaron a una vieja con quemarla viva si no confesaba. El engaño y el miedo eran moneda corriente en sus interrogatorios. «¡Ah, padre Solarte –parece que dijo el obispo–, lo que me pesa de haber enviado a estos frailes!»
Pero si al señor Venegas le pesó, fuerza es reconocer que, gracias a los frailes de Aránzazu –fray Martín de Ocariz, Juan de Sigarroa y Domingo de Sardo– la brujería vasca tiene hoy la exclusiva mundial de haber sorprendido a Nuestra Señora de aquelarre.
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[1] ‘La fiesta del Chivo’ está copada por la novela de Vargas Llosa y su película. He probado a buscar en Google ‘sin las palabras’ Vargas y Llosa y ha sido inútil: no hay más fiesta del chivo que la suya. Un éxito.
[2] Aquí meterían algunos a aquel fray Alonso de Mella con su confradía del Espíritu libre, los ‘Herejes de Durango’ (h. 1440).
[3] Por el Pays Basque empezó (1609) la gran cacería de brujas liderada por el sabueso civil Pedro de Lancre. Desde allí, de forma no muy clara, en todo caso en el contexto de un reajuste diocesano, en parte interestatal (1575), con sus esperables conflictos, por la remodelada diócesis de Pamplona se propaga la locura pánica brujeril, prácticamente desconocida en el resto de España, salvo en la banda pirenaica.
[4] Cfr. Jesús Moya, La magia demoníaca (Libro II de las 'Disquisiciones mágicas') de Martín del Río. Madrid, Hiperión, 1991. Con preámbulo de J. Caro Baroja.
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