jueves, 31 de octubre de 2019

Exhumación


Este mes ido ha tenido como santo y seña una palabra: exhumación
En tiempos normales no sé; lo que es ahora, todo el mundo conoce lo que significa.  Pero, ¿de dónde viene, qué historia tiene, qué secretillos guarda, qué curiosidades ofrece?...  
Me asomo al tema, y en verdad que hay carrete para una conferencia o artículo, que con gusto escucharía o leería de un buen especialista. Lo cual no me quita la gana de trenzar unos garabatos para matar el tiempo, mientras se nos viene encima el 10-N y se verifica el impacto de la Super Exhumación en los comicios. Sin pretensión, exhumemos aspectos curiosos y hasta paradójicos de la cultura.
Exhumación. «Acción de exhumar», define la Academia Española.
Exhumar (1ª acepción): «desenterrar un cadáver o restos humanos»; que viene «de ex- y el latín humus, ‘tierra’. Lo contrario de inhumar.
Inhumar: «enterrar un cadáver», «del latín inhumare».
Salta a la vista, para dos verbos tan afines y de un mismo origen latino, el trato etimológico tan dispar. Si ‘inhumar’ viene de inhumare, ¿cómo es que ‘exhumar’ no viene de exhumare directamente, sino dando un rodeo por humus?
Se me ocurren varias explicaciones, que todas convergen en una: el redactor consultó un buen diccionario latino clásico, y no encontró exhumare; sí en cambio inhumare, como también inhumatio. Y es que en los buenos tiempos del latín se ‘inhumaba’, pero la acción contraria ni siquiera tenía palabra, como si fuese algo insólito o impensable. 
 Tanto es así, que en todo el Corpus del Derecho Romano, la expresión que más se aproxima a eso que no se nombra es nada menos que violatio sepulchri. Expresión algo fuerte, que no pide muchos latines para hacerse entender. Era uno de los delitos que por su gravedad especial y rechazo social acarreaban infamia.
Luego vemos el porqué de ese fenómeno. Antes demos un vistazo al primer diccionario académico español, el ‘de Autoridades’ (Madrid, 1726-1737). En él curiosamente  no tiene entrada inhumar/inhumación, pero sí en cambio el verbo contrario, veamos:
EXHUMAR. v. a. Desenterrar, sacar de la tierra o sepulchro algún cuerpo, cadáver, o huessos de alguna persona. Por lo regular se suele entender quando de orden del Papa se manda reconocer el cuerpo de alguna persona insigne en virtúd y santidad, y después de reconocido se vuelve a poner en la sepultúra. Latín. Exhumare, de donde viene.
Es decir, que exhumar y exhumación sí son voces latinas, pero no clásicas sino de la Edad Media. El ‘Du Cange’ –el glosario o diccionario más familiar para estos latines y latinajos– dice de ellas:
EXHUMARE. Excavar del suelo un cadáver; en francés, exhumer.  Exhumatio. Desenterramiento; en francés, exhumation. Lo uno y lo otro se lee en el concilio de Riez (1282), etc. 
Pero si las dos voces, según el Glosario, concurren en un texto del siglo XIII tardío, seguro que venían de antes. ¿Como de cuándo? Esta vez toca abrir el Corpus del Derecho Canónico o Eclesiástico, es decir, el Decreto (siglo XII) y las Decretales (siglos XII-XV).
Es significativo que en el  Decreto de Graciano (h. 1150) no hay rastro de esas palabras, que en las Decretales sí se repiten, aunque bien poco. Digamos pues que, creadas para la lengua técnica y culta, corren desde el siglo XII y se divulgan en el XIII.  Y por supuesto, no suplantaron a los populares ‘enterrar/desenterrar’. (A propósito, yo recuerdo de niño la expresión eufemística ‘dar tierra’, que me intrigaba mucho: «A la bisabuela le dan tierra mañana» – era como para desatar la fantasía.)

La sepultura en el Derecho Romano
¿Por qué los romanos, y los antiguos en general, fueron tan reacios al desentierro de cadáveres? En buena parte, por las mismas ‘razones’ que hoy nos siguen moviendo a desear y procurar a los difuntos el descanso en paz. Concretemos.
Jurídicamente hablando, las sepulturas eras cosas. Había cosas de derecho humano, y éstas eran las más: cosas tratables y manejables según las leyes humanas. Pero otras cosas eran de derecho divino, cosas sagradas, pertenecientes a la religión, tanto la privada y familiar como la pública. Un templo era sagrado por su dedicación a divinidades ‘de arriba’. Un sepulcro era sagrado por su relación natural con divinidades y númenes ‘de abajo’, en especial los manes subterráneos, tutelares y titulares de los muertos enterrados y de sus tumbas. 
'A los Dioses Manes' - Museo Regional de Tréveris
En todo caso, las cosas sagradas eran para el Derecho Civil lo que los dineros públicos son para la ministra Carmen Calvo: no eran de nadie. Y al no ser de nadie, no eran objeto de tasación ni transacción. Es verdad que hay muchas noticias sobre transacciones, legados, ventas o cesiones de sepulcros, como si fuesen patrimonio hereditario de las familias. En rigor son abusos de lenguaje, confundiendo el sepulcro con el derecho de entierro en él. Ese derecho sí que era tasable, transmisible, negociable; pero el sepulcro como tal cosa sagrada no, al no tener dueño entre los vivos.
Es más, una vez decaída o destruida la cosa sagrada –bien el templo, o el sepulcro etc.–, el suelo donde estuvo seguía siendo sagrado. Con dos excepciones: si hubo ocupación enemiga, o si hubo evocación previa. Así los romanos, antes de tomar una ciudad enemiga –cuyas defensas eran sagradas–, ‘evocaban’ a todos los dioses locales invitándoles a pasarse a Roma [1].
Larario doméstico - Pompeya
La consagración y execración de templos y otras cosas de religión pública  estaba reservada a los pontífices, o al príncipe en función de sumo pontífice. La tumba en cambio, como el hogar doméstico, eran cosas tan primarias y necesarias, que cualquiera persona podía hacer religioso y sagrado un lugar limpio de su propiedad, si encendía allí un hogar, si ponía a los domésticos dioses lares un altarcito (larario), o si enterraba  a un muerto. Por lo mismo, la execración de esos lugares podía resultar complicada. La de los sepulcros en especial era vista como mal negocio y peligroso, porque los manes tenían sus manías y no les agradaba ser molestados
En Derecho Civil o Romano, las tumbas tuvieron tratamiento y protección especial, que se continuó en el Derecho Eclesiástico o Canónico. El sepulcro era inviolable, y de la infracción se ocupa el Digesto, Libro 47, en su Título 12: De sepulchro violato. Su ley 1ª dice así:
«La acción de sepulcro violado irroga infamia». 
Su ley última (la 11) dice: 
«Los reos de sepulcros violados, si hubieren llegado a extraer los cuerpos (ipsa corpora) o a sacar huesos: si son de baja condición se les castiga con pérdida de fortuna en grado máximo; a los nobles se les deporta a una isla; o bien se les relega, o se les condena al metal (a las minas).»
Por su parte, el Código de Justiniano abunda en lo mismo (Libro 9, Título 19, De sepulchro violato), como también el Código Teodosiano. Dejémoslo así, sin descender a detalles. 
La inmunidad del sepulcro alcanzaba al cuerpo o cuerpos sepultados, al suelo, a la edificación sepulcral en conjunto y a cada uno de sus elementos, que no se podían retirar, reciclar ni vender etc. 
Pero, ojo, había una excepción notable, que el jurisconsulto Pablo enunció así:
 «Los sepulcros de los enemigos no son religiosos para nosotros; por lo cual podemos convertir a cualquier uso las piedras retiradas de allí, sin que competa acción de sepulcro violado»
Es fácil ver aquí una aplicación del principio general antes citado: las cosas sagradas perdían este carácter si las ocupaba el enemigo.
¿El enemigo de quién? Obviamente la ley no trata de enemistades particulares o grupales. En la guerra exterior era claro quién era el enemigo; en la civil, ya no tanto. Y para el caso de los sepulcros, la ley se refería a personajes notorios o declarados enemigos públicos de Roma, del estado y pueblo romano. Como tampoco dice que esos sepulcros no fuesen sagrados en absoluto, sino que no tenían la consideración de tales, y por tanto no gozaban de protección jurídica, ni su violación era perseguible legalmente. Como quien dice, ‘allá los dioses manes’. 
Torre de los Escipiones (Tarragona),
probable cenotafio. Grabado de Laborde
¿Y los cenotafios? El cenotafio (tumba vacía) era un monumento honorífico de aspecto sepulcral; mero simulacro sin cuerpo dentro, bien porque se perdió, o porque ya tenía tumba en otro sitio, o por otra causa. Función similar tuvo el túmulo o catafalco postizo en la liturgia de difuntos celebrada sin cuerpo presente.
Como tal simulacro, el cenotafio no era más religioso que cualquier otro monumento, aunque incluyese el nombre, retrato o estatua del difunto recordado. Sobre los cenotafios honoríficos utilizados luego para enterramiento, hubo discusión si eran religiosos o no; hasta que un edicto imperial decidió que pasaban al fuero de lo sagrado. 


La aportación eclesiástica
El cristianismo marcó su huella en el derecho tocante a las sepulturas, con impronta de origen judaico mezclada con costumbres paganas, ideas neoplatónicas y aportes nuevos. Entre las novedades, se permitió enajenar cosas sagradas, también sepulcros, para alimentar a los pobres en tiempo de hambruna, para redimir a cautivos o para pagar deudas de la Iglesia. Pero sin duda la innovación más notable fue el auge de las exhumaciones, lo que dio origen a esta palabra.
¿Exhumar, para qué? Vimos arriba como, para la Real Academia en 1732, la exhumación tenía un uso positivo, en la canonización de santos. Las primeras canonizaciones papales se registran en torno al milenio, pero la institución se formaliza en el siglo XIII con el papa Gregorio IX y la promulgación de sus Decretales (1234). Entre ellas figuraba y figura una sobre el particular (Libro 3, título 45. ‘De las reliquias y veneración de los santos’, cap. 1), a nombre de Alejandro III y fechada en Roma y julio de 1170. Se trata de la demasiado famosa decretal Audivimus (‘Hemos oído’).
Digo, demasiado famosa, porque esta decretal como suena es apócrifa. Su redactor, el catalán san Raimundo de Peñafort, al preparar la colección por encargo de Gregorio IX se tomó mucha libertad con los textos. Éste atribuido a Alejandro III es contrahechura de un simple párrafo de una carta suya al rey Canuto I con el clero y pueblo de Suecia. Un párrafo tan insólito, que merece ser recordado. Empezaba así: «Por último, algo hemos oído…» etc. ¿Qué rumor le había llegado al Santo Padre?  
Pues que cierto individuo (al que no nombra), muerto en pleno estado  etílico, estaba siendo venerado por algunos (tampoco dice quiénes) como santo y mártir, como que hacía milagros. Ahora bien, el tal ‘santo bebedor’ era..., era... el rey Eric el Santo. Sí, ¡el padre de Canuto!
Supuesto relicario de Eric el Santo
Eric IX el Santo había muerto degollado (mayo de 1161), tal vez por encargo de su rival danés Magnus Henrikssen, pretendiente al trono sueco y beneficiario inmediato  del asesinato. El haber ocurrido en la catedral de Upsala, o a la salida de misa, bastó para que un rey, por otra parte gran conquistador y gran misionero, mereciese antes su gente la palma del martirio.
Lo de la embriaguez (que tampoco era tan grave en aquellos tiempos y latitudes) fue sin duda un chisme de los pretendientes rivales; porque aparte de Magnus estuvo Carlos VII, para quien Eric había sido un usurpador. Y por parte del papa fue un patinazo hacer mención de ello, pues a lo que parece confundió al padre de Canuto con el auténtico ‘santo bebedor’ de la leyenda: un tal Pirón, un borrachín que se ahogó en un pozo, pero que en su caída, en vez de la esperada blasfemia, le oyeron invocar al cielo, y diz que hacía milagros. 
Lo que el papa intentaba con tan poco tacto era recordar que el nombramiento de santos competía a la Santa Sede. Esto último era lo que importaba también a san Raimundo, y de ahí forjó la decretal [2]. 
El proceso de canonización de un presunto santo ya venía incluyendo el adminículo de su exhumación, ante todo para identificar y reconocer el estado de sus restos mortales, preciosas reliquias. Y no digamos si aparecían incorruptos, para edificación del pueblo piadoso y siempre amigo de sensaciones.
Eso por la parte buena. Porque una vez puestos a exhumar santos, por la misma regla se pasó a desahuciar y desalojar de sus tumbas a gente menos recomendable. Ya vimos cómo el Derecho Romano no reconocía inmunidad a la sepultura del enemigo. ¿Y qué mayor enemigo público que el hereje, el apóstata, el excomulgado? 
El Sínodo 'ad Cadaver': Exhumación y juicio del papa Formoso

Aquí es inevitable recordar la exhumación más famosa en la Historia de la Iglesia; también la más infame y la más estúpida. Tuvo lugar en febrero/marzo del año 897, cuando el papa Esteban VI (896-897), por congraciarse con el emperador germánico Lamberto II de Espoleto, reúne sínodo en la basílica romana de Letrán y cita a juicio nada menos que a un difunto. Como suena: a su predecesor el papa Formoso (891-896, 4 de abril), por haber coronado emperador al rival Arnulfo de Carintia. El cadáver de unos once meses fue exhumado y revestido de pontifical para su comparecencia. El papa vivo hizo al papa difunto el interrogatorio, y como ‘quien calla otorga’, la farsa macabra se cerró  con la condena del reo, su degradación simbólica, la mutilación de tres dedos de la mano derecha (los que usaba para bendecir) y el lanzamiento del cadáver al Tíber. 
El episodio del Sínodo cadavérico se sitúa en la ‘Edad de Hierro’ del papado, en que tanto papel jugaron mujeres, incluida la legendaria Juana de Maguncia, la ‘Papisa Juana’. El montaje contra Formoso pudo ser un acto de vesania de Esteban, pero la inductora fue Agiltruda (Gertrudis), la madre de Lamberto y promotora de su candidatura a la corona imperial. 
Inocencio III el Grande (1198-1216) abrió nueva época en la Iglesia. Fue sin duda un gran papa, un papa enorme; pero como humano tuvo sus sombras, y entre ellas el haber sido gran promotor de la exhumación de cadáveres.
Una decretal a su nombre proviene de una carta suya, fechada en 1199 y dirigida al Arzobispo de Nidarós (la antigua capital de Noruega, llamada luego Trondheim), en respuesta a su consulta: ¿qué hacer con los huesos de excomulgados enterrados en cementerio eclesiástico? Apelando a los sagrados cánones y a la costumbre, argumenta el papa:
«Los que fueron excomulgados en vida excomulgados sigue ya difuntos, si no se reconciliaron in artículo mortis, y no tienen derecho a sepultura eclesiástica. Según eso …, si es posible distinguirlos entre los demás cuerpos deben ser exhumados y arrojados lejos de toda sepultura eclesiástica. De los contrario, no creemos conveniente que junto con los huesos de excomulgados se desentierren cuerpos de fieles.»  
El verbo latino que traduzco por ‘desenterrar’ es extumulare (sacar del túmulo), que no pasó al castellano, y aquí se usa para no repetir exhumare.
Pero no fue esa la única contribución de Inocencio III a la exhumación de cadáveres, ni la más importante. El movimiento de los cátaros o albigenses por todo el sur de Francia, donde concurrían intereses religiosos y políticos, le hizo ver la herejía bajo nueva luz. Era el mayor peligro público, un crimen de excepción en Derecho. Nacía así la Inquisición, el Santo Oficio. Desenterrar cadáveres y huesos, quemarlos y aventar cenizas, formó parte del repertorio del Santo Oficio contra la herética pravedad, en un campo semántico de siniestras flores: proceso, tortura, confiscación, penitencia, multa, prisión, exhumación, hoguera... 
Y por si el entusiasmo decaía, ahí estaban los papas para reavivarlo. Como Alejandro IV (1258), quien para que ciertas exhumaciones fuesen válidas puso una condición sorprendente:
«Cualquiera que a sabiendas presumiere de dar sepultura eclesiástica a los herejes y a sus creyente, receptadores, defensores o fautores, sepan que quedan excomulgados hasta que den satisfacción idónea; y que no han de merecer el beneficio de la absolución si con sus propias manos no desentierran públicamente y arrojan los cuerpos de esos  condenados; y que aquel lugar no se use para sepultura a perpetuidad.» 
«Desenterrar con las propias manos», ¡qué tiempos! Menos mal que, como digo, toda esta lectura va de pasatiempo, sin insinuar ni de lejos que tenga aplicación en nuestros días. ¿Quién cree ya en los manes? ¿o en la sacralidad de la tumba, más allá de la metáfora? Estas antiguallas no son pautas de conducta. Con todo, siguen siendo parte de la herencia cultural a la que pertenecemos. Y como tal cultura, aunque sólo sea para referencia, algo han de pesar en el juicio que hagamos de lo presente. Pero dejemos eso para otra velada.

______________________________

 [1] Una tradición tardía pretendía que para ellos precisamente se hizo el Panteón, como hospedería para los dioses vencidos. Tocante a las ‘evocaciones’, se tenía por más seguro interpelar a las divinidades por sus nombres propios, cuando eran conocidos. Porque también había nombres secretos, como era el caso de los dioses custodios de Roma, y hasta el nombre ‘verdadero’ de la Urbe, que nunca se reveló. Macrobio (en las Saturnales 3, 9) registró la fórmula de ‘evocación’ empleada en la toma de Cartago, y por ella se ve que los romanos no sabían los nombres de los dioses tutelares púnicos. 
[2] La santidad de Eric como cuenta política ya estaba cancelada con creces cuando se promulgó la decretal, pues fue reconocida por el papa Inocencio III al final de su pontificado, en 1216.




3 comentarios:

  1. Qué maravilla disfrutar de los textos del querido Belosti.

    ResponderEliminar
  2. Don Belo, lo suyo no es normal: De cualquier tema hace usted algo instructivo y distraído. Muchas gracias.

    Napo

    ResponderEliminar