domingo, 25 de agosto de 2019

El diván de Eurípides


Hace ya el mes y pico dejábamos aquí el Hipólito de Eurípides a media representación, quedando el resto a merced de los lectores, si es que les interesaba, y confiando en que el suspense no fuese largo. El veredicto ha sido positivo, incluso con apremio. Acabemos, pues, no sin antes pedir disculpas por la demora, con mayor contrición a Viejecita, Mujer Árbol, Catalina, Atalanta, que me regalan con sus comentarios.
[«Aprendí a reconocer el olor del espliego, de la jara, del boj… dentro de la sinfonía de olores de la sierra, como si fueran violines, violas o chelos…» etc. 

Todo un libro de montería en dos párrafos y medio: 1.400 caracteres cargados de pasión, Atalanta. Muchos no te entenderán, yo sí, aunque soy microsmático paseante de paisajes inodoros, y nada cazador. Sólo habilidosillo en el tiro al blanco fijo de salón, que es otra cosa. 
Sólo una vez, en mi otra vida joven, salí de caza por el desierto de los Monegros, con escopeta prestada de dos cartuchos que, al primer disparo, me rindieron un macho de liebre de media vara. 
Es animal impuro, ya que para Moisés y su Tora la liebre rumia, como el conejo, siendo así que no tienen pezuña partida. (A decir verdad, ni sin partir, pues no gastan pezuña ni casco). Esa impureza ritual los hace no aptos para el consumo kasher, aunque fuera de eso tienen supuesta virtud afrodisíaca: la liebre, por lo rijosilla, es animal de compañía de Afrodita y Eros. [1]
Eso aparte, mi pobre bicho se dejó estofar y no me sentó mal, aunque sin ganas de repetir la hazaña. De los experimentos científicos se dice con sorna: “Si te sale bien, no lo repitas”. Pues eso me dije yo de la escopeta. 
Porque admiro la caza a la antigua que describes, Ata, con el dardo o la jabalina, pregunto, ¿de eso qué queda? Ya el arco y la ballesta era hacer trampa, salvo para presas peligrosas. El arma de fuego, el rifle de mira telescópica contra un ser vivo indefenso, porque en la distancia ni te ve ni te oye ni te huele ... ¿Noble deporte? Me quedo con mi tiro a la diana de cartón.
Atalanta, tienes la palabra.]

La virtud calumniada 
Fedra se ha suicidado. No coram populo. El suicidio por ahorcamiento era de esas cosas que por algo se llamaban ‘obscenas’, impresentables en directo. Alguien sale de palacio a escena pidiendo socorro, porque la esposa de Teseo ha aparecido ahorcada. 
El Coro de Mujeres se limita a lamentarlo: se veía venir. Él las encara: 
– ¿Pero es que nadie viene a echar una mano? ¿Nadie tiene una navaja de doble filo, para cortar el lazo del cuello?  
A lo que el Coro se divide en dos Semicoros iguales. El primero se lo piensa:
– Amigas, ¿qué hacemos? ¿Os parece que entremos en palacio y soltemos el nudo a la reina?
Las otras tampoco están por la labor:
– ¿Qué pasa? ¿No tienen criados jóvenes? Meterse en todo es gana de complicarse la vida.
Esclavos jóvenes, claro que los hay. A ellos se dirige el que ha salido, dándoles instrucciones:
– Estirad ese cadáver desdichado. Poned tiesa al ama de la casa, que no la vean así  mis señores. 
Quiere decir que Fedra lleva muerta un buen espacio, sorprendida en fea postura por el rigor mortis. “Mis señores” eran Teseo e Hipólito. El primero en llegar es Teseo. Trae calada la corona ritual de 'teoro' porque viene de consultar un oráculo [2], y en vez de la acogida esperada encuentra al Coro mujeril susurrante en la plaza, delante de un palacio en griterío:
– Mujeres, ¿qué barullo es ese ahí dentro? Me ha llegado el eco grave de la servidumbre. La casa no me abre las puertas de bienvenida que un teoro se merece. ¿Le ha ocurrido algo al viejo Piteas? Aunque está muy mayor, su ida de esta casa nos dejaría igualmente tristes. 
El Coro:
– Teseo, esta vez no va de viejos. Muerte joven te va a doler. 
– ¡Ay de mí! ¿He perdido a mis hijos?
– Viven. Es peor: ellos han perdido a su madre. 
– ¡Qué dices, que mi esposa ha muerto! ¿De qué?
– Ha colgado de arriba una soga con un lazo. (Una forma como otra cualquiera de insinuar que se ha ahorcado)
– ¿En un ataque de depresión, o por algún otro accidente?
– Es todo lo que sabemos, Teseo. Yo también acabo de llegar, para acompañarte en el sentimiento. 
Teseo reflexiona sobre el suicidio de su esposa, comparándolo a un ave que se le escapa de las manos, no para remontarse a su libertad, sino para caer en picado a los infiernos. Esto no ha podido sobrevenir de la noche a la mañana, viene de atrás: «Los de arriba me cobran las culpas de algún antepasado». 
A Teseo el Justo, el creador del ente político encabezado por Atenas, con aprobación y bajo protección divina; al rey prudente que ha impuesto una constitución dictada por el sabio anciano Piteas, no le cabe en la conciencia error personal alguno de qué arrepentirse. La culpa es de la sangre, esa herencia que no se recibe a beneficio de inventario.
El Coro femenino le consuela a su modo, más bien simplista:
– Príncipe, no eres el único que enviuda. Muchos antes que tú perdieron a su amable compañera de cama.
Y mientras Teseo no sale de su estupor, el mismo Coro le acompaña en el sentimiento con una endecha de mal agüero:
– Nos has dejado, querida amiga, nos has dejado, tú la mejor de las mujeres, la que contempló el brillo del sol y  de la luna como astro de lo noche. Mis párpados rebosan lágrimas por tu destino. Y como las desgracias nunca vienen solas, tiemblo por lo que queda por venir.
Fedra escribiendo las tablillas contra Hipólito
Y tanto. Porque Teseo ha descubierto, atada a la muñec de la difunta, un par de tablillas  cerradas con su sello. Las sospechas sobre el mensaje se le disparan, y él las va expresando en voz alta antes de leer, sin dar una en el clavo. Se pregunta –y es revelador de la mala subconciencia del mujeriego que dejó a su prometida o primera esposa Ariadna tirada en una isla– si Fedra temía por su matrimonio y sus hijos, asegurando a la pobre ahorcada que no había otra novia de por medio. 
En fin, abre la carta y ¡velay!, lo inimaginable: Fedra se ha suicidado por vengar su honra, porque el hijastro Hipólito, sin ser invitado, se le ha metido en el lecho conyugal. Es el clímax de la tragedia. ¿Qué va a pasar ahora entre padre e hijo? Las coristas están que se mueren por saber:
– ¿De qué se trata? Dilo, si algo me importa.
– La carta grita, grita espantos. ¿A dónde huir del peso de mis males? Me veo perdido. ¡Qué melodía, qué melodía he visto sonar en la escritura, desdichado!
“Ver sonar lo escrito”: notable descripción de lo que hoy se llama sinestesia (sensación asociada a otra de distinta naturaleza). Pero recordemos que los antiguos siempre leían de voz, incluso para sí. La lectura de vista es relativamente moderna. A principios del siglo V, san Agustín se asombraba de ver al obispo de Milán san Ambrosio en su estudio leyendo en silencio. Hasta los últimos cambios, el rezo obligatorio del breviario en privado debía cumplirse pronunciando, sílaba a sílaba, aunque fuese inaudible. En todo caso, la lectura de la escrito que entraba por el ojo se convertía, como dice aquí Teseo, en melodía vocal que volvía a entrar por el oído. Y las coristas a lo suyo:
– ¡Ayayay! lo que dices no preludia nada bueno.
– No retengo más en las puertas de mi boca semejante infortunio. ¡Funesto, funesto, oh ciudad, ciudad!: Hipólito ha osado profanar mi lecho, sin respeto al ojo sagrado de Zeus. Posidón, padre mío, cúmpleme una de las tres maldiciones que un día me prometiste. Me aseguraste que eran infalibles. Pues bien, ahí te va la primera. Acaba con mi hijo, y que no escape de este día.
– Príncipe, por los dioses, retira lo dicho. Pronto sabrás que vas errado, créeme.
No ha lugar. Por lo mismo, le destierro, y allá le golpee una de ambas moiras: o que Posidón le mate y lo envíe a las moradas del Infierno, en cumplimiento de mi imprecación, o bien que expulsado de este país, errante por extraña tierra, malviva tristemente.
Pues ahí le tienes: a tiempo llega Hipólito. Apaga tus malos humos, príncipe Teseo, piensa en lo mejor para tu casa.
(Entra Hipólito:)
– Al escuchar tus gritos, padre, aprieto el paso. No sé a qué viene tanto vocerío, y me gustaría oírlo de ti mismo... (Mira adentro y como que ve el cuerpo de su madrastra.) ¡Vaya! ¿Y eso…? Padre, estoy viendo a tu esposa muerta. Muy extraño, si casi acabo de dejarla. Si hace poco veía esta misma luz. ¿Por qué? ¿Cómo es que ha perecido? Padre, a ti te lo pregunto… ¿Callas? El silencio no ayuda nada en las desgracias. Es natural querer oírlo todo hasta el último detalle, también en la desgracia; o llámalo si prefieres curiosidad. Pero, padre, no está bien ocultar tus infortunios a los seres queridos, y aun más que queridos.
– ¡Ah, la humanidad! Cuánto perder el tiempo enseñando mil artes, manipulando y puliéndolo todo, salvo que no habéis aprendido ni inventado una sola cosa: enseñar a discurrir a los imbéciles.
Este arranque filosófico del padre en las circunstancias presentes sorprende a Hipólito:
– Valiente sofista el tuyo, ése capaz de obligar a pensar bien a los que no piensan. Pero, padre, ya que despuntas de agudo fuera de sazón, me temo que el dolor te ha desmandado la lengua.
– ¡Ay!, los mortales debiéramos venir al mundo con alguna seña cierta de la amistad, y un discernimiento de espíritus para distinguir al amigo verdadero del falso. Todo hombre debería tener doble voz: una, ajustada a verdad, y la otra al buen tuntún; de manera que cuando esta segunda profiera sinrazones pudiera ser corregioda por la voz de la verdad. Así nunca nos equivocaríamos. 
Hipólito, mosqueado por la pertinaz retranca paterna:
– ¿A ver si es que alguno de esos amigos tuyos me ha calumniado a tu oreja, y me toca sufrir sin tener culpa de nada? En verdad, me tienes perplejo. Tus razones desconcertantes me sacan de quicio.
– ¡Ay! ¿hasta dónde puede llegar la mente humana? ¿dónde tiene su colmo la audacia, la temeridad? Porque si se va abultando en cada vida humana, de modo que cada generación resulte super astuta en comparación con la precedente, los dioses tendrán que añadir a esta tierra otra nueva, donde instalar a los que nazcan injustos y malvados. 
Fijáos en éste, que de mí  nacido ha deshonrado mi cama, y así mi difunta le acusa con evidencia de ser un perdido. Y ahora que te has metido en tal indecencia, mírame a la cara, a tu padre. Tú que te codeas con los dioses, como que eres un superhombre. ¡Tú, el sabio, el impoluto!
Yo no haría ni caso de tus jactancias, imputando a los dioses la torpeza de ser mal pensados. Atrévete ahora, vuelve a la impostura de tu régimen vegano, tus alimentos sin alma, y con Orfeo como guía entra en báquico frenesí, venerando los humos de tantas escrituras cuando ya entres en éxtasis.
Yo por mi parte aviso a todo el mundo: “Evitad a esta gente, pues cazan con solemnes discursos maquinando vergüenzas”. 
Ella esta muerta. ¿Crees que eso te salva? Al contrario, es la prueba decisiva contra ti, so canalla. ¿Qué declaraciones juradas podrían más que ésto (le da con la carta de Fedra en las narices), para burlar la acusación? Dirás que ella te odiaba, y que la bastardía se lleva mal  con la filiación legítima. Le estás echando en cara malbaratar su vida, si por diferencias contigo perdió lo más preciado. 
¿Y qué hay de eso, que la locura no se da entre varones, cuando es innata en las mujeres? Yo sé de  jóvenes que para nada son más fieles que las mujeres, cuando la Cipriana les alborota el humor adolescente, aunque lo viril que llevan dentro les ayuda.
Ahora bien, ¿qué hago yo discutiendo tus argumentos, cuando el cuerpo presente es el testigo irrefutable? Abandona el país más que deprisa, estás desterrado y no se te ocurra volver por Atenas, la que los dioses edificaron , ni pongas pie en las fronteras que gobierna mi lanza. Porque si, tras aguantar esto, todavía salgo perdedor contra ti, Sinis el bandido del Istmo dará fe de que yo nunca le maté, y que es fanfarronada mía. Como tampoco las rocas Escirónidas, colegas de la mar, dirán que soy duro con los malvados.
Esta respuesta del rey de Atenas a su flemático hijo Hipólito explica algo del por qué el público ateniense no se volcó en aplausos a Eurípides, y hasta de vez en cuando le soltó la carcajada en los momentos cumbre de un discurso pedante. Lo vimos también en la diatriba entre Fedra y el Aña. Son detalles verbales que enfrían el drama y distraen, más que conmueven.
Lo más significativo es el abismo entre padre e hijo, al margen de la pasión y muerte de Fedra, aunque por ella salga a relucir ahora. Hipólito y Teseo, dos ideas opuestas de la vida: desprecio de la contemplación por parte de la acción; de la mística intimista, por el poder público en ejercicio. 
No sabemos lo que para Teseo prometían sus vástagos con Fedra. El Aña lo entendió a la primera, cuando advirtió a ésta: «antes de matarte piensa en tus hijos», hijos legítimos del rey. La muy puñetera Fedra (y encima extranjera) en su venganza personal les ignoró, dejándolos a la intemperie. Esto lo entiende también hasta un Teseo algo obtuso por la edad: son sus legítimos, y alguno está destinado a sucederle, no Hipólito. No el bastardo hipócrita embaucador, un Tartufo avant la lettre, al que su propio padre desenmascara delante de todo el pueblo moderno de Pericles, que en tiempos heroicos fue el suyo, el noble pueblo de Atenas. 
A todo esto, en la invectiva machista entre padre e hijo las del Coro no se dan por aludidas. Ellas también, a su modo, filosofan. O como decimos hoy, largan balones fuera:
– No sé cómo podría yo llamar feliz a nadie, si los principales son molidos a palos.
Quién les golpea una y otra vez, eso ni se nombra. Para eso está la voz verbal pasiva. Es el turno de palabra de Hipólito:
– Padre, te estás pasando, así en tu irritación como en el revolverte las entrañas. Esto no se arregla con bellos discursos. No tan buenos, si bien se miran. Yo voy a improvisar uno de mi cosecha para la turba [sic, όχλος], aunque se me da mejor dirigirme a mis coetáneos y en petit comité. También esto anda repartido [literalmente, tiene su μοῖρα, su suerte]: la charla superficial es más musical para la turba, le suena mejor.  
Aquí Eurípides por boca de su personaje está hablando de sí mismo y de su experiencia como autor trágico. Un dramaturgo moderno y de éxito como Lope de Vega será más cínico:
El vulgo es necio y, pues que paga, es justo
hablarle en necio para darle gusto.
A los lectores de hoy, elementos de una ‘turba’ necesariamente necia y de mal oído, a la distancia de veinte siglos y medio, la serenata de Hipólito en primera lectura se nos antoja más sosa que breve (vv. 990-1.035), un alegato forense en defensa propia, con testimonios sacados, no del código penal, sino del refranero, en apoyo de una declaración de inocencia. 
Luego lo piensas mejor, lo relees; adviertes que la autodefensa se pronuncia ante un juez inapelable, que a la vez es el querellante como presunto ofendido y el monarca absoluto del país, padre fundador de la patria ateniense; sin olvidar que es también el padre biológico del acusado, que por lo demás le cae fatal. 

Así que Hipólito lo tiene difícil; o más bien sabe que es causa prejuzgada. Añádase que Teseo ya ha lanzado contra él una de las tres maldiciones infalibles e irrevocables. Esto último Hipólito no lo sabe, pero el Coro y la 'turba' sí. Por todo ello, este discurso es de un humorismo olímpico, digno de un público-turba inteligente. El ritmo yámbico dodecasílabo se presta al volcado de proverbios éticos. Porque Hipólito, bajo forma de alegato, está dictando para los griegos de Pericles su testamento moral. Ya es un santo, y pronto va a ser también un megalomártir.
El buen bruto Teseo –el Heracles ático, chapado a la antigua–, parte de un prejuicio muy suyo: todo lo que pueda alegar Hipólito es su palabra contra la de Fedra. El cazador vivo contra su presa muerta. Y de depredación sexual Teseo sabía un rato. Hipólito es un paranoico, enemigo del sexo que por algo se dice ‘contrario’. Enemigo del  sexo en general, vale; luego olisqueamos el diván de Eurípides.
Un santo de cuerpo entero
¿Ves esta luz y esta tierra? Pues en ellas no existe varón más virtuoso que yo, aunque tú lo niegues [3].
En este exabruto de entrada (vv. 993-995), Hipólito viene a decir: “Si tengo voto de castidad, si además me repele el sexo y si las mujeres no me interesan, ¿por qué iba yo a tirarme a la tuya?”. Este primer tiro lleva carga de profundidad, la que bien se puede llamar ‘complejo de Hipólito’, contraído en la nebulosa de una historia familiar tremenda –tal vez la más ‘freudiana’ de toda la mitología griega (luego lo vemos)– , y que el chico sublimó en su devoción servil a la virgen Artemisa, más lo que Eurípides pone de su conversión a la mística de Orfeo. 
Las religiones mistéricas, sobre la base de un mito divino/heroico de muerte y resurrección, funcionaban (y funcionan, hoy como ayer) provocando en los adeptos entusiasmo inhibidor de la crítica: una fe/certeza en la salvación, por el expediente de integrarse en la comunidad y entregarse a sus líderes. 
La voz común profana trataba de explicarse el gancho de aquellas sociedades secretas, y en particular el fenómeno entusiasta, relacionándolo con bacanales, danzas báquicas convulsivas de efecto hipnótico, tal vez con ayuda de alucinógenos, cuando no con orgías secretas. Esto último se repitió luego contra los primeros cristianos, que a su vez la volverán más tarde contra sus disidentes (priscilianistas, maniqueos etc.), hasta la versión moderna del aquelarre. Teseo, un carácter primario, reprocha la conducta de Hipólito como βακχεύειν, ir de bacante.
La templanza (sophrosyne) para Hipólito, según Esquilo, implica relación armónica entre cuerpo y mente –como en la expresión genial de Juvenal, “mens sana in corpore sano”–[4]. El joven, además de cazador, era gimnasta y atleta, para quien el ejercicio mental, como el físico, son igualmente objetos de emulación. Al meterse aquí en campeonato mundial y proclamarse él mismo vencedor absoluto en la virtud de la templanza –en su caso, aplicada al impulso venéreo–, Hipólito se sitúa en una vía ascética muy compartido en la antigua ascesis monástica cristiana, entendida como atletismo de competición [5]
Tengo por norma, lo primero rendir culto a los dioses, y usar de amigos sin experiencia en la injusticia, porque sonrojo les daría invitar al mal o prestarse a nada vergonzoso entre compañeros…  Si en un punto soy intachable, es ése en que te figuras haberme pillado. Mi cuerpo está limpio de sexo hasta hoy. Nunca conocí esa práctica, salvo de oídas o vista en figuras; y la mente que tengo virgen tampoco me inclina a fijarme en esas cosas.
Pero a ti mi virtud no te convence. Pues adelante, explícame tú cómo he caído yo en esto. ¿Acaso era ella la más guapa de todas las mujeres? ¿O tal vez lo hice con la intención de ocupar tu casa y meterme en tu selecto tálamo? ¿O nada de eso, y es que soy un bobo solemne?
“Mira esos tan virtuosos, qué bien les sabe mandar”. Mentira, el poder absoluto sólo gusta a los que ya tienen podrido el corazón. Mi aspiración suprema sería ganar los Juegos Griegos, y en segundo lugar, vivir feliz en la ciudad, con los mejores como amigos…
Bien, eso es todo, salvo lo que vas a oír. Mi palabra contra la suya, en un careo entre mí y ella presente, por sus obras reconocerías al culpable. Como eso no puede ser, ahora yo te pongo por testigo a Zeus Orquio [6] y a la Tierra que pisamos, que en absoluto no he tocado a tu esposa, ni la he deseado, ni me pasó por la cabeza. Así muera yo sin gloria, sin nombre, sin casa, prófugo errante, y que ni la mar ni la tierra reciban mi cadáver, si es que soy tan mala persona. La que no tuvo continencia pasa por continente; nosotros que la tenemos, de nada nos aprovecha.
Nótese cómo Hipólito insinúa que su madrastra no era especialmente atractiva, y hasta se permite criticar su pedigrí. No se hace de nuevas ante la antipatía paterna, que por lo visto era recíproca, aunque respetuosa la del joven. 
Al Coro mujeril la auto defensa le parece suficiente, al mediar juramentos sagrados. Pero Teseo sigue en sus trece, ahora ya fuera de sí por la flema del hijo que le ha deshonrado. A sus insultos vulgares, un Hipólito imperturbable responde con una puntada directa a la hombría de su progenitor:
–Me dejas de un aire, padre. Si tú fueses el hijo, y yo tu padre, te habría matado en vez de condenarte al destierro, si te atreves a tocar a mi mujer.
– ¡Qué razón tienes! Pero tú no tendrás esa muerte que pides para ti, pues el infierno rápido es la salida más fácil para un desgraciado. Por el contrario, desterrado de la patria y errante llevarás una vida miserable en tierra extraña. Es la paga que se merece un impío que jura en falso.
Ya en plena trifulca, Hipólito acaba convencido de que en su origen ilegítimo está la raíz de sus males:
–¡O madre desdichada! ¡o nacimiento amargo! Ojalá ninguno de mis amigos sea jamás un bastardo.
La despedida del joven es emocionante. Desde la Acrópolis domina Atenas, y en el horizonte le parece divisar, al otro lado del golfo Sarónico, la costa de Trezenas en la Argólida, lugares donde creció feliz. Pide a sus amigos le acompañen hasta fuera del país. Pero, cada loco con su tema, Hipólito termina exactamente por donde empezó:
– Jamás veréis a ningún otro más casto que yo, aunque mi padre no lo ve así.
La maldición paterna no tardó en cumplirse. Fuera de escena, por supuesto, pero el mensajero de costumbre nos pone al corriente. El santo varón ha muerto, o a punto está.  Atropellado por su propio carro y aplastado por el peso de la invocación fatal al dios del mar. Teseo da gracias al cielo por haberle escuchado, pero pide más detalles: de qué manera la maza de la Justicia había golpeado al que le puso en vergüenza. Y esta fue la descripción del mensajero:
En un punto desierto de la costa del golfo Sarónico Hipólito, vuelto a sus seguidores, les  ha dicho que aquí se despide el duelo. Reclama su carro aparejado para seguir solo su camino. Apenas ha empuñado las riendas y metido los pies en los zuecos de estribo, se oye un trueno sordo, presagio de una ola gigante, un golpe de mar que vino a romper justo al lado del carro, asustando a los caballos. Al retirarse las aguas, el mar ha dejado en la arena un toro bravo monstruoso, cuyos mugidos horribles hacen que el tiro se espante, sin que la maña ni la fuerza del conductor pueda reducirlo. Y cuando ya los tenía dirigidos hacia la plana, he aquí el toro que se les planta y les obliga a recular. Ya desbocados enfilan a las rocas, y el maldito astado siempre a la vera, hasta que una rueda tropieza en duro, el carro se vuelca y salta en pedazos. Hipólito, enredado en las riendas, es arrastrado por el roquedal, y su cuerpo se desgarra.


Cuando los compañeros llegan a todo correr, su líder ha logrado desatarse, no se sabe cómo, y al dirigirse a ellos cae a punto de morir. Los caballo y el toro han desaparecido. El  Mensajero se arriesga a cerrar su relato confesando su fe en la inocencia de Hipólito:
–Yo, príncipe, un esclavo de tu palacio, jamás podré persuadirme de que tu hijo sea culpable, así se ahorque el género femenino en pleno, o llenen de letras todo el pinar del monte Ida convertido en tablillas, pues me consta que es buena persona.
Y mientras el Coro profundiza en la siempre tautológica fatalidad del destino (“lo que ha de ser es inevitable”, o viceversa), Teseo, que por un momento parece vacilar y entrar en razón, sereno ahora que ha visto cumplido su conjuro se reafirma en su tesis: 
–Por odio al hombre que esto ha padecido, me alegró este relato. Ahora, por respeto a los dioses y al que, después de todo, es hijo mío, ya no siento alegría ni tristeza… Traedle acá, para que viendo con mis ojos al que negó haber manchado mi lecho, yo le acuse ahora con las desgracias de origen divino.

Divinas venganzas
En primera lectura, cualquiera diría que el rey de Atenas tiene una vocación de cornudo a toda prueba. La certidumbre del esclavo en contrario no le impresiona lo más mínimo. Esto, y tanto de lo dicho, hace pensar que desde el principio Teseo necesita, por razón de estado, que  Hipólito sea culpable, y el mensaje de Fedra es la solución de la cuestión sucesoria. Los tiros de Hipólito contra su padre van todos por ahí. El bastardo no heredaba en Grecia; cierto, pero Hipólito, el huidizo montaraz con su cohorte de amigos cazadores eran un peligro para la sucesión legítima, dos muchachos de corta edad. Además, tomar a la mujer del jefe siempre fue una figura de golpe de estado.
Es así como el Destino se entiende con el Poder para sublimar la vulgaridad en Tragedia. Y ese milagro lo consigue Eurípides inventando el diván psicoanalítico-catártico, por el que desfilan sus dramatis personae desembuchando sus historias familiares, sus mitos oníricos, sus conciencias cargadas de cuentas pendientes y sus miedos a unas divinidades harto caprichosas y siempre dispuesta a jugar con los mortales. El diván de Eurípides es el trampantojo para convertir en tragedia, poesía y teatro lo que contado a palo seco no pasaría de interesante, pero sin efecto purificador o catártico sobre los espectadores.
En este sentido, el gran perdedor de esta historia es Teseo, engañado por su divino padre putativo Posidón o Neptuno. Teseo cometió una transgresión contra el dios oceánico desde el momento en que se embarcó en su aventura cretense contra el Minotauro, porque esta criatura monstruosa y dañina fue precisamente la venganza del mismo Posidón contra el rey Minos de Creta, por haberle escatimado un toro blanco, del que se encaprichó. 
Ya se sabe cómo las gastaban los dioses y diosas en casos tales: enloqueciendo a los humanos. Y lo mismo que Afrodita en esta tragedia vuelve a la esposa de Teseo, Fedra, loca por Hipólito, Posidón había vuelto a la esposa de Minos, Pasífae, loca de pasión por aquel toro, con el que tuvo al Minotauro. En el mismo pabellón psiquiátrico es ahora la vez de Teseo, el más pirado de la familia.
Creta tuvo una cultura centrada en el totémico Toro. Tiene por tanto su lógica pensar que este mito zoofílico sea una fantasía derivada de un rito de fecundidad, con cópula simbólica de la Reina con el animal sagrado. Sea como fuere, así se forjó el mito de un Minotauro nada herbívoro, devorador de inocentes doncellas que le eran tributadas a domicilio en su Laberinto. Un mito que, al circular por el extranjero, fue como cartel de desafío para los aventureros quijotescos o cazadores de recompensas; un ‘trabajo’ más para los Hércules, los Perseos, los Teseos de aquella edad heroica.
Este ‘trabajo’ de Teseo, esta transgresión del héroe contra la venganza de Posidón, le fue posible con ayuda de Ariadna, la ingeniosa princesa hija de Pasífae y Minos, con el truco del hilo conductor por el Laberinto [7].
En todo caso, los tratos de Teseo con la familia real de Creta irán saliendo mal. Sin motivo aparente, el héroe abandona con alevosía a Ariandna en la isla de Naxos, y años más tarde se casará con su hermana menor, o sea nuestra Fedra. Y esta pobre chica va a ser el instrumento pasivo de una doble venganza divina: la de la ardiente Afrodita contra el frígido Hipólito, pero también y sobre todo (aunque la tragedia de Eurípides no lo contemple), la venganza de Posidón contra Teseo, que no habrá perdido la vida, pero sí la familia, la buena fama y la satisfacción de haberse conocido. 
Hipólito no tiene en sus antecedentes ningún escándalo como el de Pasífae, pero eso no quiere decir que su historia familiar sea lo que se dice ‘normal’ y sin complejos. Eurípides no entra a desenmarañar la identidad y menos la historia de la madre de Hipólito, llamada simplemente la Amazona
Las amazonas eran una nación feminista en el sentido más propio de la palabra: sólo usaban de varón para reproducirse, reteniendo sólo a las niñas y dejando los varoncitos para el padre. Esto explicaría en Hipólito su aversión al sexo femenino y a la vez su idealización de la femenina diosa Artemisa.
Sin embargo, todo indica que la madre de Hipólito, la reina Antíope, fue una amazona atípica, antifeminista, pues en la expedición de Heracles y Teseo contra su gente, ella se enamoró de Teseo y se hizo raptar con sumo gusto, siempre entregada a él y a ningún otro, por más que él la tomó sólo como barragana, no como legítima. Incluso años después, cuando las Amazonas en represalia invadieron Grecia y asaltaron Atenas, Antíope luchó contra sus ex compatriotas hasta la muerte, según algunos. 
Tampoco esto era como para crear en Hipólito ningún complejo de abandono materno o rechazo a la madre-mujer. Por eso, la versión preferida, la que da más juego de diván, es que Antíope no murió en la defensa de Atenas cubierta de gloria, sino más tarde y de forma ignominiosa y trágica. Cuando por razón de estado Teseo concertó con el rey de Creta el matrimonio con su otra hija Fedra, la fiel Amazona no lo pudo sufrir y armada de punta en blanco irrumpió en la sala del banquete dispuesta a no dejar títere con cabeza. Teseo no tuvo más remedio que cumplir con su deber, y aquello fue como un último ‘trabajo’ del héroe ateniense, porque la celosa furiosa no se lo puso fácil.
‘Hipólito coronado’ se tituló esta tragedia de Eurípides, para distinguirla de su primer Hipólito. La presentación del argumento corrió a cargo de un diosa, Afrodita, que nos puso al corriente de sus enredos a cuento de su rival Artemisa. Ahora queda el nudo sin desatar, y eso va a hacerlo en el más puro estilo ‘deus ex machina’ la diosa Artemisa, apareciendo por el lateral derecho transportada mecánicamente en una nube, o bien hablando desde una estatua, o como se nos ocurra. La autodefensa de Hipólito no ha surtido efecto, y su celestial patrona intercede por él, dirigiéndose como es lógico al juez de la causa, Teseo:
–A tí te ordeno que me escuches, bien nacido hijo de Egeo. Te hablo yo, Artemisa, la hija de Leto. ¿Qué hay en esto que te alegre, desdichado Teseo, que has matado a tu hijo sin piedad? Dando fe a lo no probado, a cuentos mentirosos de tu mujer, no tienes más evidencia que la de tu error fatal... Tú ya no tienes parte entre los hombres buenos. Oye, Teseo, tu estado lamentable, que aunque no voy a resolver nada, te causaré dolor... 

El desenlace ‘ex machina’ no deja de ser un recurso pueril y burdo, del que ya Horacio advirtía que fuese excepcional (Poética, 191). Sobre la muerte de Hipólito, por ejemplo: imaginemos,  en vez del mensajero, a Posidón en persona saliendo colgado de una grúa a contar cómo se vio obligado a cumplir en el pobre joven la maldición eficaz del padre. Un epílogo así, contrapunto del prólogo también divino del drama, sería ridículo. ¿Qué sentido tiene que ahora venga Artemisa a contarle a Teseo lo que podría explicarle el Coro, o incluso cualquier espectador desde las gradas? 
Formular así la pregunta es ignorar el alma religiosa del drama griego. Porque la diosa no se limita a los hechos en sí, sino que viene con segundas. Informar a Teseo, sí, pero (como ella misma le dice) «para que te duela».  Que le duela y le avergüence su tremendo error judicial al condenar a Hipólito sin pruebas, y sin haberle oído castigarle con una maldición irreversible. Que ese dolor y vergüenza hagan posible la reconciliación y el perdón. 
En fin, y sobre todo, Artemisa viene a canonizar a su devoto, cuya virtud heroica el padre ha ignorado y despreciado. Circunstancia que la ex-máquina aprovecha para impartir una pequeña lección de teología olímpica, explicando las reglas del juego entre los seres divinos: 
–Para los dioses rige esta norma: nadie trata de oponerse al deseo ajeno, y cuando alguien quiera algo, siempre nos quedamos al pairo. 
“No pisarse entre ellos la manguera”, que se dice de los bomberos. Una norma que, por lo visto, los olímpicos guardan por respeto al jefe, no por otra cosa:
–Ten por cierto que de no temer a Zeus, jamás me rebajara yo a esta vergüenza, dejar morir al hombre para mí el más querido de todos los mortales.
Las cosas vienen como vienen, y tampoco es cosa de cargarlo todo sobre Teseo. Artemisa incluso le absuelve, con divino atropello del derecho más elemental, tratándose de un rey, un juez y un padre:
–Primeramente, el no saber excusa de crimen tu error. En segundo lugar, la muerte de tu mujer hizo imposible contrastar su acusación, de modo que ella te persuadió. Estos males te han destrozado a ti sobre todo, pero también a mí me apenan. Los dioses no se alegran de que los devotos mueran. Lo nuestro es destruir a los malvados, con sus hijos incluso y sus casas.
¿Hablaba ex cathedra la ex machina? Eurípides ha metido a la diosa Afrodita en un lío teológico-moral, cortado muy oportunamente por la irrupción de los que traen a Hipólito moribundo. Le anuncia la Corega de las mujeres, usando una teología más de andar por casa: 
–Ahí viene el desdichado, desgarradas sus jóvenes carnes, ajada la rubia cabellera. ¡Pobre palacio, qué doble luto ha caído sobre sus techos, llovido por los dioses!
Hipólito se duele de su quebranto físico, pero sobre todo moral:
– … ¡Zeus, Zeus! ¿lo estás viendo? Este soy yo, el santo y religioso; yo, el que a todos excede en castidad, privado de la vida voy camino de enterrarme en el infierno. En vano he practicado ante los hombres una piedad trabajosa. ¡Ayay, ayay! Ahora el dolor redoblado me acomete. Dejadme, pobre de mí, que venga la muerte liberadora. Matadme, acabad con este desdichado. Quiero una espada de doble filo para cercenar mi vida y dormir el sueño eterno. ¡Oh, la imprecación desafortunada de mi padre, de una parentela de asesinos, antepasados remotos! El mal se cumple sin demora, lo tengo encima, ¿por qué, si la culpa no es mía?... Que el negro imperativo de muerte se haga ya noche de reposo para este desgraciado.
Es el eterno clamor del justo en desamparo.  La tragedia de Job, nunca resuelta en el debate con sus tres amigos, pero tampoco en las intervenciones divinas. La misma aporía enunciada por Qoheleth (Eclesiastés, 7: 15):
«En mi vida vacía he visto de todo: honrados perecer en su honradez y malvados sobrevivir en su maldad. De honrado ni de hacerte el sabio, no te pases: ¿a qué consumirte? Y lo mismo digo, de malvado ni de tonto tampoco te pases: ¿a qué morirte a destiempo?»  
  Es una realidad que desmiente el optimismo del Salmo 36, 25-26:
 «Desde que fui niño hasta mi vejez, nunca vi a un justo en abandono, ni a su descendencia mendigando el pan. Él siempre dando y prestando, mientras sus hijos gozan de bendición.» 
A propósito de Job, en su miseria su mujer le incitaba a maldecir a Dios (Job, 2: 9):
«¿Todavía sigues obstinado en tu integridad? ¡Bendice a Dios y muérete!» 
Luego vamos a ver también a Hipólito deseándose la muerte, no sin antes haberse dado el desahogo de la blasfemia. Desde luego, el flemático en vida ahora protesta sin asomo de estoicismo. La religión mistérica tampoco parece darle consuelo ni esperanza de salvación. En su agonía, Hipólito se revela un pobre hombre.
Interviene Artemisa. La despedida entre la diosa y su devoto no tiene desperdicio. Ella ya ha dicho que no viene a resolver nada, y hace honor a su palabra (normas del Olimpo). Recordemos también: Hipolito, su fiel imitador y servidor, que siempre se figuró acompañarla en su asidua cacería, nunca llegó a verla presente. De hecho, ni siquiera ahora en trance de muerte disfruta de su aparición beatífica, sólo la reconoce por la voz, y porque la huele: 
– ¡Pobrecillo, a qué desventuras te ves uncido! Tu nobleza de corazón te ha perdido.
– ¡Ah, qué soplo divino se huele! En medio de mis sufrimiento te he sentido, y aliviado de mi cuerpo me he dicho, “la diosa Artemisa anda por aquí”.
– Sí, infeliz, aquí está la diosa que más quieres.
– Señora, ya ves cómo me encuentro, en la miseria.
– Lo veo, pero no ha lugar a que yo llore de mis ojos.
– Te quedas sin montero, sin ayudante en la caza...
– Así es, tú desapareces, mi predilecto.
– … sin caballerizo, sin capellán ...
– La astuta Cipriana lo urdió así.
– ¡Ay de mí! Pienso en la diosa que me ha destruido.
– Tu desvío le molestó y se enojó contra el varón casto.
– Ella sola, ahora caigo, ha podido con nosotros tres…
– … tu padre, tú mismo, y tres con la madrastra.
– También deploro el despropósito de mi padre…
– … engañado por los planes de la diosa.
– ¡Pobre padre mío, víctima del infortunio!
Tercia Teseo, conmovido de la piedad filial:
– Estoy perdido, hijo, no me alegra vivir.
– Lamento por ti, más que por mí, la equivocación.
– Pudiese yo morir en tu lugar, hijo.
– ¡Oh dones amargos de Posidón tu padre!
– ¡Cuánto mejor no haberme venido jamás a la boca!
– ¿Y qué? Me habrías matado, según estabas irritado entonces.
– Estábamos desquiciados por los dioses.
– ¡Ah, si la raza humana pudiese maldecir a los divinos!
Hipólito desbarra. Artemisa le corta, y a la vez trata de calmarle con dos compensaciones sorprendentes:
– Déjalo, Hipólito. Apenas te cubra tierra tenebrosa, las iras de la diosa Cipriana no se abatirán sobre tu cadáver a capricho impunemente. Porque, en gracia a tu devoción y rectitud, yo misma castigaré de mi mano con estos dardos certeros a alguien de los suyos, su preferido de entre los mortales [8]
En cuanto a ti, desdichado, yo te daré en compensación por tanto mal los máximos honores en la ciudad de Trecena, donde las muchachas solteras a punto de casarse se cortarán la cabellera para ti, cosechando por largo tiempo grandes duelos llorosos, y siempre habrá en tu honor una justa musical de doncellas, donde el amor de Fedra por ti no será silenciado ni caerá en el olvido.
Y tú, hijo del anciano Egeo, toma a tu hijo y estréchalo en tus brazos. Sin querer le has hecho morir: muy propio de hombres equivocarse, cortesía de los dioses.
A tí te exhorto, Hipólito, a no aborrecer a tu propio padre, porque por tu mala suerte eres destruido.
Adiós, que te vaya bien. No me es posible ver cadáveres ni manchar mi vista con vapores mortíferos, y a ti ya te veo próximo a ese trance.
Mientras Artemisa se esfuma, Hipólito saca fuerzas para despedirla en tono positivo:
– Salve y ve con Dios, virgen dichosa. Que no te pese dejar esta larga relación. Pues lo deseas, doy por zanjada mi disputa con mi padre, obediente como siempre a tus dictados. ¡Ah! Ya la oscuridad me entra por lo ojos. Padre, échame una mano y ponme derecho.
– ¡Ay, hijo! ¿qué estás haciendo a tu pobre padre?
– Estoy muerto y ya veo las puertas del infierno.
– ¿Dejándome con el corazón manchado?
– No, por cierto. Yo te absuelvo de esta muerte.
– ¿Qué dices? ¿me dejas libre de sangre?
– Pongo por testigo a Artemisa, la Dominadora Arquera.
– ¡Oh querido, qué generoso te muestras con tu padre!
– Adiós a ti también, padre; muchos saludos de mi parte.
– ¡Ay de mí, qué corazón el tuyo, tan piadoso y tan bueno!
– Reza para alcanzar hijos legítimos que se me parezcan.
– No me dejes, hijo, aguanta.
– Hasta donde he podido. Padre. Estoy muerto. Cubre mi rostro ya con el peplo.
– ¡Pobre de mí! ¡Cuánto me voy a acordar, Cipriana, del daño que has hecho.
Resume el Coro con laconismo:
– Este duelo común a todos los ciudadanos, sobrevenido de improviso, dará ocasión a muchas lágrimas. La fama luctuosa de los grandes es más duradera.
El mensaje de los dos versos último es desconcertante. ¿A qué viene como remate de una muerte anunciada ya desde el prólogo? ¿Qué puede dolerle a la ciudadanía de Atenas una muerte mítica situada en tiempos heroicos? Además, para aquel público, Hipólito no pasaba de ser un santón extravagante, un sujeto que eligió para sí la vida privada, sin prestar servicio público alguno civil o militar –un perfecto idiota, en griego–, en suma, buena persona que no mereció su mala suerte, pero nunca un modelo de buen ciudadano. ¿Por qué habían de hacer duelo por él los atenienses?  
En efecto, el Coro no se refiere a Hipólito ni a la tragedia representada. Los eruditos reparan en que este segundo Hipólito de Eurípides se estrenó el año 4º de la olimpiada 87ª (año 429 a. de JC), es decir, el año en que Pericles murió de la peste. De modo que sería la desaparición del gran hombre la que ha puesto de luto a Atenas, y a esa pérdida alude no sólo el Coro sino también las últimas palabras de Teseo.

¡Salve, Eurípides!
La religión griega, como la etrusca, la romana, la egipcia etc., a diferencia de las religiones ‘reveladas’, no imponía dogmas de fe. Los dioses tenían su culto oficial, que la ciudadanía acataba, y la religión personal y familiar se expresaba como respeto y devoción prudentemente repartido entre las divinidades, según las funciones de cada una en relación con los eventos de la existencia.
En el siglo de Pericles coexisten retóricos y sofistas que, en sus círculos cerrados o semiabiertos –de pago, en todo caso–, especulan sobre el alcance de los términos y conceptos religiosos y antropológicos. Aprenden a distinguir y separar las divinidades en sí de los mitos vinculados a ellas por la teología popular. La idea de que los dioses, como los hombres, la naturaleza y el universo, todo está sujeto al principio de contradicción –en su doble ley absoluta de la necesidad y del azar–, sin negar del todo y explícitamente lo divino, puso la realidad de los dioses olímpicos en entredicho, y sus mitos en solfa. Todo esto sin perjuicio para la ‘ortodoxia’ representada por el culto oficial y las devociones y observancias particulares.
El teatro griego se prestaba sin duda a ser vehículo de ideas filosóficas, como lo fue de propaganda política. Lo que no eran los teatros, ni podían serlo, es círculos académicos de discusión. El público de todo nivel iba al teatro en busca de diversión y emociones. Fue mérito de Eurípides haber sabido como nadie utilizar los mitos dramatizados para sembrar en aquel público reflexiones, dudas y preguntas sobre la condición humana. 
Eurípides tuvo problemas con la censura y alguna demanda por impiedad o ateísmo. No es extraño. Amparado en su dominio de la mitología se permitió audacias muy notables para su tiempo. Y todavía hoy, en una tragedia como el Hipólito, es admirable su libertad de expresión puesta en boca de dos diosas rivales y de los personajes humanos acerca de los dioses olímpicos.
Sin atacar frontalmente ninguna creencia oficial ni popular, su talento logró sugerir a su público justamente lo contrario de lo que estaba viendo y oyendo. La gente ve y oye cómo los personajes del drama son juguetes de intereses y voluntades cruzadas de los dioses, donde la voluntad o la pasión humana juegan papel secundario, mero pretexto de premios y castigos. Castigos y venganzas, sobre todo, como sustancia de la tragedia. Pues bien, todo ese enredo el dramaturgo lo adoba y presenta de modo que el espectador percibe que esos dioses y esos mitos son sólo símbolos de la propia compleja realidad humana. Que esos dioses y esos mitos los llevamos dentro. Que en nuestro interior se agitan fuerzas que no conocemos, ni mucho menos controlamos, aunque ellas son para nosotros raíz de problemas mucho más serios que los que nos acarrea la transgresión deliberada. El genio de Eurípides fue convertir la grada del teatro en diván introspectivo del espectador, y a través de emociones provocadas por el juego de dioses y mitos hacerle asomarse a cavernas insospechadas de la personalidad, esa otra cara oculta de nuestra conciencia. 
  
Martirio de San Hipólito - Anónimo flamenco, s. XV
Coda sobre San Hipólito
El personaje de Hipólito, dentro de su ambigüedad, deja la impresión de gran virtuoso en su doble especialidad: el deporte y la continencia. Su lealtad al juramento de secreto sobre la pasión íntima de Fedra, que conoce por la intriga celestinesca del Aña, le dejó a merced de la calumnia de su madrastra, no tanto por despecho como por defender ella su buen nombre. De ese modo, al mérito de la virtud se añade cierta aureola de martirio. En busca de paralelos, imposible no topar con el Santoral cristiano [9].
Pero hay más. El primer Hipólito de Eurípides, el dibujado también en la Fedra de Séneca, para un mismo héroe masculino oponía una heroína totalmente diferente. La Fedra del ‘Hipólito tapado’, también la de Séneca, no comparte la virtud de la castidad. Todo lo contrario, acude regularmente al templo de Afrodita porque allí conoce un lugar secreto con vista al Gimnasio, desde donde espiar los ejercicios de Hipólito desnudo entre los demás varones. En aquel espacio sagrado crece una variedad de mirto –planta dedicada a la misma  diosa– y en él desfoga la mirona su lascivia atravesando con un alfiler de oro de su pelo las hojas del arbusto que la esconde [10]. Finalmente se declara al hijastro, y despechada le denuncia a Teseo. Es la misma historia de José con la mujer de Putifar, precedidas ambas en siglos por el viejo cuento egipcio, Historia de los Dos Hermanos [11]. El casto José de la Historia Sagrada era un paralelismo turbador y a la vez tentador para los hagiógrafos cristianos. Un san Hipólito se hizo inevitable.
Hipólitos en el calendario hay hasta media docena, entre auténticos, dobles y apócrifos. De todos ellos, el más notorio en la Historia eclesiástica fue Hipólito de Roma (h. 170-235), teólogo de los mejores de su tiempo, aunque disidente e incluso antipapa, pero que al fin muere mártir. Pues bien, el poeta riojano Prudencio en su Peristephanon 404/405 describe en forma de epístola en verso a su paisano y amigo el obispo Valerio de Calahorra su visita a la tumba de San Hipólito en la vía Tiburtina, y al describir el martirio pintado encima sigue de cerca la muerte del otro Hipólito griego en la Fedra de Séneca, destrozado por sus caballos desbocados [12].
En la Edad Media, o incluso antes, en la saga de San Lorenzo Mártir se coló otro san  Hipólito legendario, militar y alcaide de la prisión del santo diácono, que se declaró cristiano y padeció martirio, atado de pies y manos a dos equinos tirando a la contra [12]. 
Álgún tríptico flamenco del siglo XV va más allá y convierte la escena en trasunto del suplicio de descuartizamiento por cuatro caballos, reservado a grandes criminales. Montaje impresionante como espectáculo, si bien es cierto en Mecánica elemental que con los dos caballos basta, y aun con uno solo, siempre que se disponga de anclaje estático firme, como podría un tronco de árbol o un par de argollas en una pared. Claro que lo que se gana en economía se pierde en gracia.

Con esto, Señoras mías, Viejecita, Mujer Árbol, Atalanta, Catalina ...,  sin olvidar a Amama Maite, hada madrina de este blog desde su estreno, en representación de todas las argonautas habidas y por haber, propongo dejar a Eurípides en paz por el momento. No por misógino, que no me lo parece, aunque su feminismo tal vez es demasiado fino para cierta militancia. Gracias por su atención. Para servirles.
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[1] Levítico 11: 1-8 (en especial vv. 4 y 6), 26; Deuter. 14: 4-8). Por supuesto, aquí ni hago escarnio  de la Biblia, ni de los hábitos dietéticos de nadie, como tampoco me impresionan los alegatos ‘científicos’ en apoyo de que “la Biblia tenía razón”. Concretamente, el proceso de la cecotrofia y el hallazgo de que “las liebres rumian” es más una curiosidad que otra cosa, a efectos de justificar la preceptiva mosaica, tanto en lo dietético como en los sanitario o higiénico, etc. Creer o no una verdad revelada, allá cada cual. Como libro sagrado y como ‘libro’ a secas, la Biblia es y será siempre un referente de la cultura universal. La Palabra de Dios encarnada en letras humanas: la venganza de Prometeo.
[2] Es notable que, en griego, teorizar era de suyo consultar un oráculo.
[3] El alcance de la frase de Hipólito depende del sentido exacto que se atribuya al término σώφρων, al pie de la letra, ‘sano de mente’, equilibrado, razonable. Referido a un arte u oficio, se dice del que lo domina:‘consumado, virtuoso’. De ahí, en autores áticos, la aplicación al que domina y controla sus apetitos, en relación con σωφροσύνη, la ‘templanza’ como virtud; y para el caso, ‘continente, casto’. 
[4]  Saturae, 10: 356.
[5] Léanse para ejemplo las historias de los Padres del Yermo, los santos ermitaños de Egipto y de Siria. Hay  leyendas ejemplares sobre el tópico del asceta que pregunta al Cielo si hay algún otro más cumplido (para tomarlo por maestro, no por otra cosa), y en respuesta se le remite a la gran ciudad, a preguntar por Fulano, que resulta ser un histrión o cualquier otro sujeto sin encaje ascético, pero sobresaliente en alguna obra de misericordia, sin ser él mismo consciente de su mérito ante Dios y ante los hombres.
[6] Zeus Pactario, o  el de los Pactos.
[7] Los Trabajos de Teseo, que culminan en el degüello del Minotauro, los inventaría Atenas seguramente para crearse un héroe nacional comparable al dórico Hércules. Una enumeración puede verse en Plutarco, Vidas paralelas: Teseo - Rómulo, y por supuesto, en Los mitos griegos de Robert Graves, 96. Dos de ellos los cita el propio Teseo en el Hipólito, discutiendo con éste: haber dado muerte a Sinis y a Escirón, dos ‘bandidos’ que le estorbaban en su avance desde Trecén a Atenás (reyezuelos ambos como el porpio Teseo, y como él hijos putativos de Posidón).
[8] No se ve qué satisfacción podía recibir el difunto Hipólito de una venganza póstuma, que más parece ajuste de cuentas entre las diosas. Se supone que los versos 1416-1422 aluden a la muerte de Adonis, el amor loco de Afrodita: «Adonis, todavía un muchacho, murió por la cólera de Artemisa en una cacería, atacado por un jabalí» (Apolodoro, 3, 14). Eurípides, como vemos, prescinde de la bestia y hace al joven víctima de los tiros directos de Artemisa. No era la primera vez que la casta diva disfrazaba un asesinato de modo que pareciera un accidente de caza. Del mismo modo había liquidado a Orión, según la Odisea (5: 123-124), que también prescinde del escorpión como agente de la muerte. Lo cual bien pudo inspirar aquí a Eurípides. En todo caso, la caza como ocasión y  pretexto de ‘accidentes’ mortales es un tópico.
Esculapio resucitando a Hipólito
Abel de Pujol
[9] Para más final feliz, se dijo que Artemisa llevó el cadáver de Hipólito al sanatorio del doctor Asclepio, que con hierbas y conjuros le resucitó, aunque luego se le hizo cirugía plástica para que no pareciese él mismo. Con aspecto de hombre maduro o anciano y bajo el nombre de Virbio, la mitología romana le procuró un decoroso empleo como primer rey-sacerdote custodio del santuario de Diana Nemorense (Diana del Bosque), en el nemus sagrado de Aricia, en el Lacio, con prohibición de meter en el recinto ganado caballar, de funesto recuerdo para Hipólito. Para adular a Augusto, hijo de madre ariciana, Virgilio dio por bueno que Aricia fue una mujer noble y lo bastante hermosa para enamorar a Hipólito, el cual, roto su voto de castidad, tuvo con ella a Virbio ‘el Hermoso’ (Eneida, 7: 761-762).
[10] Pausanias, Arcadia, 8. : «En Trecenas se ve un mirto con las hojas perforadas, según se dice, obra de Fedra, que en su pesadumbre amorosa las atravesaba con el alfiler de sujetarse el pelo». Una razón etiológica de las hileras de perforaciones glandulosas que recorren la nervadura de cierta variedad de mirto, entre otras especies del mismo grupo botánico.
[11] De un papiro del s. XIII a JC. Trad. inglesa en James B. Pritchard (ed.), ANET, 3ª ed. Princeton Univ. Press, 1969, págs. 23-25.
[12] Prudencio, Peristephanon (o Libro de las Coronas), 11: vv. 86 y sigs. Cfr. E. del Río Sanz, “Séneca, (San) Hipólito y Prudencio: una recapitulación.” Cuadernos De Filología Clásica. Estudios Latinos, 38/2 (2018): 193-213. https://doi.org/10.5209/CFCL.62522.
[13] Ver la disparatada versión de Vorágine, La Leyenda Dorada, cap. 118 (`San Hipólito y sus compañeros’); Madrid, Alianza Editorial, 1: 473-476.
Comentarios:


viejecita dijo:

[...]
Una gozada Querido Profesor Yo, hasta ahora, era más de Sófocles al que tenía en la versión del Padre Errandonea, que me gustaba mucho más que el Eurípdes de La Pléyade en francés ( hice ciencias, y nunca estudié griego ).
Pero voy a buscarme una nueva versión de Eurípides en español, que con su “Diván de Eurípides” me ha dejado epustuflada.
Y, desde luego, no tiene que pedir ni media excusa, que la espera ha merecido la pena.
Muchas gracias, pues, y un abrazo.

8 comentarios:

  1. Fantástica historia, ¡cuanto se aprende con los clásicos!. Y aun más, de la mano sabia de mi querido Belosticalle, que junta su asombrosa sapiencia con su humor irónico que hace disfrutar aun más de las antiguas historias. Gracias por el trabajo que te tomas.

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  2. Bueno, me sale el comentario con mi antiguo nombre, ese que cambié por no se demasiado correcto por el de Amama Maite, mas ajustado a la realidad, puesto que ya soy abuela de tres preciosos muchachitos. ¡Saludos a todos!

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  3. Do Belo, sé que no tengo el paladar educado para según que manjares. Soy rústico de cuna y cama; pero aún así, al leerle, sin terminar de entenderlo todo, se que me estoy comiendo una délicatesse. Siempre aprendo, me río y disfruto con sus post.

    Gracias por desbastarme un poquico.

    Fulano de Mileto

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  4. Querido, Bello sticalle

    Intenté responderte en su momento pero desde la sierra fue imposible, así que lo dejé para cuando las "coberturas" fueran suficientes

    Aquí estoy, agradecida por tu deferencia y dispuesta a "balbucear" mis pobres conocimientos, opiniones y criterios cinegéticos.

    De entrada dos aseveraciones que tengo muy claras

    Una, la caza no es un deporte. yo no lo veo como tal. Para mí es la "afloración" voluntaria de un atavismo cultivado por el hombre civilizado que no renuncia a su parte "animal" e intenta compaginarlo con su racionalidad y costumbres modernas. La mayoría no comprende, incluso, no acepta, que la actividad cinegética sea una pasión más o menos controlada. Atavismo de la noche oscura.

    Tú mismo hablas de "seres inocentes" aplicando un razonamiento no válido. No se caza por sentido de justicia; se caza como desafío a uno mismo aplicando reglas estrictas, escritas y consuetudinarias. Ancestrales y modernas, intentando añadir, algunos como yo, otras para “rebajarnos” según la especie cinegética.
    No es un deporte aunque haya actividad física y competición. Los cazadores "auténticos" sólo competimos con la especie de tú a tú, no contra otros cazadores. Es el propio desafío que intenta igualarse en conocimiento del medio; alerta atenta a cada elemento y enfrentarse al "enemigo" sin sus capacidades ni sus "catecolaminas". Un estornudo humano, lo oye un ciervo a un kilómetro, mientras que a un ciervo corriendo y rompiendo monte, el humano, lo oye a cincuenta metros cuando ya se le ha pasado la oportunidad de adelantarse en el lance.


    (...sigo a continuación)

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  5. Y la segunda aseveración, es que la caza es fundamental para la Naturaleza.
    Desaparecidos los depredadores naturales al hombre le corresponde, obligadamente, hacer de regulador. Nadie más conservador de la Naturaleza , del ecosistema, de las enfermedades, del entorno, de todo lo relacionado con las especies cinegéticas, que el cazador. En los cotos se respeta a las especies. Siempre ha sido de manera voluntaria e interesada, pero, hoy, con leyes y planes cinegéticos, es de obligado cumplimiento bajo la amenaza de leyes penales y administrativas.
    No me voy a extender sobre las particularidades porque están ahí escritas; sin embargo, sí que quiero comentarte que en todos los cotos tiene que haber unas zonas de reserva, durante al menos 5 años, proporcional a la extensión del terreno del coto.

    Sobre las armas que utilizamos hay mucha restricción y cada modalidad tiene la suya. Se prohibieron hace mucho tiempo las automáticas y ahora no se pueden llevar de más de tres disparos. Con respecto a las miras telescópicas, prácticamente han quedado para los recechos. Yo nunca la he usado y mi rifle es de cerrojo, lo que te obliga a apuntar otra vez a cada disparo; escopeta de dos cañones y para el jabalí un express de dos cañones.
    Usar armas como la ballesta, el arco o la lanza es más sangriento pues pocas veces el animal muere en el disparo sino que huye herido y si no lo pisteas pronto y lo encuentras para rematarlo, sufrirá herido mucho tiempo. No se cura de un flechazo pues el proyectil queda dentro del cuerpo; sin embargo, un disparo que no rompe hueso, en un jamón o en una pata, permite al animal una posibilidad de huida y curación (los jabalíes, ante una herida así, se la sellan con barro; más de uno hemos abatido, ya viejo ,con cicatrices de ese tipo. Ciervos mancos supervivientes de alguna mala puntería del cazador…) Hoy, los proyectiles están fabricados para que si el disparo es certero, el animal muera al instante. Obligación del montero es rematarlo enseguida pues, salvo en el rececho, el tiradero, en montería, es corto. Los animales no están preparados para morir enfermos ni de viejos. Unas muertes miserables y, en muchos casos, terribles.

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  6. (...viene anterior y final)

    Dardo, jabalina, arco…han vuelto y, creo que mal entendido, aunque es cierto que son prácticas antiguas; sin embargo, como he dicho más arriba, no las veo menos “dañinas” que las armas de fuego, aunque tienen otro sabor, seguramente.
    Concretamente, la jabalina es un arma que los furtivos usaban para dejarse caer desde una encina sobre el jabalí que comía bellotas o se bañaba, de esa manera, sin disparo, la guardia civil no los oía…otros tiempos, la del furtivo famélico; hoy, los furtivos son verdaderos delincuentes; dañinos para todos.

    Sobre la cocina y la culinaria de la caza, no sólo deliciosos y sabrosos estofados como el de tu liebre, hay mucho de laboratorio único con sabores que llevan a un profundo reconocimiento al degustar carnes naturales y limpias de cualquier añadido artificial…pero esa es otra historia de la cinegética.

    Apasionada de la caza desde los ocho años, sé por enseñanza y educación de mi maestro, mi padre, que cazar no es matar; ni matar es cazar. Desde el momento en el que sabes que vas a ir a cazar, es cazar.
    Preparar, hablar, soñar, imaginar, viajar, llegar, respirar, oler, caminar, llegar, escudriñar….todo es cazar.

    Volver sin haber matado no es fracasar…es aprender para la siguiente ocasión.

    No es todo querido Bellosticalle, sólo la contestación comedida y humilde a tu deferente “provocación”.

    …y de Hippólitos ¿¡qué decir ¿! si el pobre lo tenía todo en contra que las mujeres somos como somos desde antes de que cuatro tiparracas descubrieran que se puede vivir de machacar a los “pobrecitos” hombres…

    Un cordial saludo. Ata

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    1. Impecable alegato, Atalanta. Ya adelanté que yo te entendería, y me reitero, allá los demás como piensen sobre tema tan opinable y tan complejo.

      Yo pienso, eso sí, que en buena parte la oposición a la caza proviene de la impresión, bastante general, de que por esos cotos y aun fuera de ellos hay más 'escopetas' que verdaderos cazadores. Así pues, educación y estaca.

      Ya ves que comento de prestado. Sigo pendiente del arreglo de mi blogger maravilloso, que ha tomado el control y decide quién puede entrar y quién no. Yo, por supuesto, no. Es l razón de mi tardanza, disculpa. Disculpas a todos. Belosti.

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  7. Gracias, querido...

    Un saludo. Atalanta

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