Todos los años por estas fechas suelo ofrecer aquí el resultado de reflexiones mías en consonancia con el calendario. Reflexiones no siempre alegres, pues la mitohistoria del Niño Jesús y su venida al mundo es bastante sangrienta y sombría.
Este año me da por meditar sobre el Jesús histórico y lo que queda de él. Es efecto de cierta melancolía, que luego explicaré. Hoy en día, para muchos, el problema con Jesucristo ya no es si fue Dios o Verbo de Dios, sino si fue siquiera un hombre. Una figura, no lo olvidemos, que fija el cómputo de nuestra Era Cristiana.
Según eso, no se entienda el título de esta entrada como profesión de fe religiosa. Es sólo una cita, una referencia a un Credo [1].
El credo cristiano implica, incluso gramaticalmente, un ‘relato’. Como tal, no quiere quedarse en una especulación pura ni un puro mito, sino que plantea una mitohistoria con su tiempo-espacio real o histórico, donde intervienen personajes y ocurren cosas, aunque casi todo esto en el Credo viene trufado de mito [2].
El personaje humano central del Credo cristiano es, obviamente, Jesucristo, del que se afirman cosas pasadas, presentes y futuras. Unas míticas, otras no, al menos formalmente. Las referencias míticas son que «bajó a los Infiernos», «se sienta a la derecha de Dios Padre», «vendrá de allí a juzgar a la humanidad», «reinará sin fin». En rigor habría que añadir «resucitó al tercer día» y «subió a los cielos»: episodios míticos (en especial el segundo). Sin embargo, los relatos disponibles intentan documentar la resurrección con historias de apariciones, y la desaparición definitiva de Jesús se explica por un viaje aéreo y ocultación por una nube, todo en presencia de testigos.
Prescindiendo del mito, el relato formalmente ‘histórico’ del Credo se nos queda en que Jesús :
1. Nació de María la Virgen.
2. Bajo el gobierno de Poncio Pilato, fue supliciado, muerto en cruz y sepultado.
3. Al tercer día resucitó, y semanas después se perdió en el espacio.
Con la desaparición de Cristo se cierra su episodio temporal o ‘histórico’ (siempre entre comillas). Así, en esos tres puntos es donde hay que poner los interrogantes y apelar a los testimonios, tanto internos como externos al cristianismo.
El ‘Testimonio Flaviano’
El testimonio externo mas notable sobre la personalidad de Jesucristo es del historiador judío Flavio Josefo; concretamente en Antigüedades judías (libro 18, cap. 3, 3):
Tras hablar de Poncio Pilato como pretor de Judea (década 26-37 del siglo I), y antes de referir ciertos escándalos en Roma, que afectaron negativamente a la comunidad judía, de pronto leemos:
Por este tiempo existió Jesús, varón sabio, si es que puede hablarse de un varón común. Porque fue gran hacedor de obras paranormales, maestro de hombres que reciben con placer lo verdadero, y que atrajo a sí a muchos judíos, como también a griegos. Este era el Cristo (o Mesías). Al mismo, por denuncia de prohombres de los nuestros, tras someterle a suplicio en la cruz, no con ello cesaron sus primeros adeptos. Pues se les apareció al tercer día redivivo, según habían predicho los divinos profetas esto mismo y otros infinitos milagros acerca de él. De él tomaron nombre los Cristianos, estirpe que hasta ahora no ha decaído.
Este es el célebre ‘testimonio flaviano’, de especial valor proviniendo de un prócer judío fariseo, y que por cierto no es la única referencia suya al tema cristiano en la misma obra.
El problema es su autenticidad. Para unos, todo ello una interpolación cristiana fraudulenta. Texto auténtico interpolado, según otros. Dejando en blanco el núcleo textual más creíble, he marcado en amarillo lo que choca menos, en azul lo que parece sospechoso, y en rojo lo más improbable.
Realmente, lo más duro de pelar es la afirmación de que Jesús era el Mesías. Pero basta con reconstruir «se dijo» y la cosa cambia, hasta dar la clave de la denuncia oficial judía que le llevó a la muerte.
Lo más cómodo y expeditivo es tachar el párrafo entero, como hacen algunos en la Red.
Yo no veo necesidad de ser tan radical, conociendo el carácter de Josefo, un aristócrata judío oportunista, que llegado el caso se las dio de profeta él mismo, instrumento de Dios para los destinos del pueblo judío. Hasta la expresión primera en rojo es verosímil. con o sin ironía, en la acepción helenística de «varón divino», para designar al charlatán sublime, el filósofo taumaturgo o milagrero.
¿Y si en vez de interpolación fue lo contrario, supresión de una minúscula cláusula? Acabo de decirlo: bastaría restituir un «dizque», y de golpe todo el párrafo podría pasar por auténtico.
Manipulación, seguro que la hubo, ya que ningún autor cristiano antes de Eusebio de Cesarea (m. 340/341) conoció el texto o se interesó por él. De hecho, este es el argumento más sólido contra el ‘testimonio flaviano’, una falsificación del propio Eusebio tal vez. Pero una falsificación de riesgo. ¿Cómo es que nadie –ningún judío, por ejemplo– la notó? Sea como fuere, y a menos de borrar todo el texto de un plumazo, quedaría la nada despreciable información de que Jesus existió realmente.
Los testimonios internos
Aquí se trata sobre todo de los contenidos en el Nuevo Testamento, en especial los Evangelios.
El nudo de la cuestión, realmente paradójica, lo señaló el apóstol Pablo cuando dijo que «si Cristo no resucitó, la fe cristiana no tiene objeto» (1 Corintios, 15: 14). Vale decir que el principal artículo del Credo es mitohistórico. Paradójicamente, esto para nuestro caso no importa mucho, ya que para resucitar, primero hay que morir, hay que haber nacido y haber vivido; haber existido. Incluso el hombre laico, que no puede admitir tal resurrección mitohistórica, todavía tiene materia de estudio en los Evangelios, como testimonios sobre el hombre que pudo ser Jesús.
Los Hechos de los Apóstoles (caps. 1-8) pintan el primer cristianismo como bloque unitario centrado en el Cenáculo de Jerusalén. Es una visión ideal y parcial. Bien pronto los textos hablan de facciones y de fricciones, allí mismo y en otras partes o iglesias. Fricciones motivadas en principio por la relación judeocristiana.
No hubo, pues, solución de continuidad respecto a la situación anterior a la muerte de Jesucristo. La misma fermentación del judaísmo con sus burbujas y sectas, siempre en torno a una restauración mesiánica o ‘Reino de Dios’, entendida de muchas maneras. Legalistas frente a espirituales, realistas frente a místicos, conservadores frente a profetas, resistentes violentos frente a pacíficos, etc. En este magma nutricio judío fermentaron también las levaduras cristianas, cada loco con su tema, valga el proverbio.
Respecto a su Cristo, aquellos cristianos emergentes se hallaron en situación parecida a la nuestra: casi nadie sabía gran cosa fiable acerca de él. La diferencia entre ellos y nosotros llamémosla, si nos parece, entusiasmo. Al entusiasta lo que le importa es su ideal. Y el ideal de aquellos entusiastas era buscarle un sentido al fracaso de un crucificado. La solución, muy de entonces, fue fabricarle lo que se llamaba en hebreo-arameo un midrash, a base de situaciones creadas sobre textos bíblicos ‘proféticos’. En suma, una primera mitohistoria explicativa y legitimadora. No tenían tiempo, ni quizá tampoco interés por la ficha personal de su mesías.
Sólo cuando el entusiasmo se enfrió le sucede el deseo de saber más y reconstruir una semblanza razonable. Para entonces se encontraron con que las huellas dejadas por el Cristo sobre el suelo firme eran pocas y discontinuas.
¿Cómo es que los primeros cristianos se preocuparon tan poco por guardar noticias fiables sobre su Jesús? ¿Por qué hubo que inventarle esas genealogías tan fantásticas como inútiles, si José no era su padre biológico? ¿A qué vino todo ese montaje mitohistórico que llamamos ‘evangelio de la infancia’? Ese era el tipo de preguntas que yo solía hacerme, hace muchos años.
Hoy esas preguntas me las planteo de otro modo. Nadie olvidó lo que nadie recordó nunca, sencillamente porque nadie supo casi nada. Empezando por los que más tenían que saber, porque vivieron con él, y sin embargo demostraron tener idea confusa y contradictoria sobre su maestro.
¿Cómo así? ¿Fue acaso Jesús un tipo vulgar? Lo que sí parece es que pasó como un meteoro. Su vida ‘pública’ fue tan corta, que la gente no tuvo tiempo de darse cuenta de quién era y qué representaba, aquel doctor curasana, predicador de charadas y adivinanzas. Desconcertante. Provocador y conflictivo, sin duda.
Uno de los episodios más realistas de su vida fue el escándalo que armó en el Templo, en plena concurrencia festiva, con actitud desafiante, a golpe de latigazos y de citas bíblicas, alternando empellones y jaculatorias. La tenía tramada con el Templo de Herodes, hasta proclamar su destrucción y la de Jerusalén [3].
Jesucristo tuvo la rara habilidad de poner de acuerdo contra él a enemigos cordiales entre ellos: a fariseos y legistas de un lado, del otro a los saduceos y clero; a los maestros populares de la plebe, conchabados ahora con los gestores de empresa del Templo, un lugar de culto famoso, internacional.
¡El Templo! El Jesús de los Evangelios es ciertamente judío, pero galileo: mal observante de la Ley y poco respetuoso del Templo. «El Templo soy yo», llegó a decir. Como galileo, Jesús puede mirar por encima del hombro a los samaritanos, y con más razón a los ‘cananeos’. Pero a su vez, los auténticos judíos meridionales le miran a él con despectivo recelo. En el Evangelio de Juan, se habla de ‘los judíos’ frente a Jesús, como si éste y sus galileos no fuesen también judíos.
El nada profundo vaso de la paciencia judía se desborda cuando Jesús vierte una última gota de desafío. Siempre aprovechando la conflictiva Pascua, y siempre con su tranquillo, «según las Escrituras», tan irritante para los fariseos. Fue cuando Jesús se disfraza de Mesías Hijo de David y monta su farsa de entrada triunfal en Jerusalén (ya con claro signo político), iniciando su nueva Era con una apropiación simbólica del Templo.
La farsa y el mimo fueron un recurso dramático tradicional entre los profetas clásicos. Los judíos expertos en Escritura lo entendieron perfectamente, como también lo que vino luego.
La ‘expulsión de los mercaderes’ fue algo más que eso: todo un simulacro de hanukah, ceremonia de purificación y dedicación del Templo profanado, ocupación temporal del mismo para la predicación de su Buena Nueva (cfr. Marcos, 11 y paralelos) [4]. Buena nueva que el siempre paradójico orador remata con el aviso de ruina total. La ciudad a la que había maldecido en otra farsa dirigida contra una pobre higuera (Mateo, 21: 18-19 = Lucas, 11: 12-14) jamás será la capital del futuro Reino.
Los enemigos entienden el lenguaje profético, y si no temen a Jesús diríase que le guardan un respeto. Por eso, para destruirle, optan por la insidia política. En ese contexto le tienden la trampa del tributo al César. Fue el principio del fin de una carrera mesiánica.
Creo que estos episodios son de lo más genuino en la historia de Jesucristo, y en este sentido me agrada la fórmula del ‘hereje modernista’ Alfred Loisy: «De todo el credo me quedo con un sólo artículo: “Padeció bajo Poncio Pilato”».
En cuanto a la escasez de recuerdos sobre la infancia y ‘vida oculta’ del personaje (aparte del poco interés biográfico que esa etapa tenía para los antiguos), insisto en la brevedad de su ‘vida pública’. ¿Como cuánto de breve? Las opinión más común calcula unos tres años, tal vez algo menos.
¿Y si todo hubiese ocurrido en menos de un año? Para el Evangelio de Marcos, el más corto de todos, sería suficiente. Una carrera muy corta tiene la ventaja de explicar no sólo la poca idea de la gente acerca del Cristo, sino la poca idea que el propio Cristo tuvo de su proyecto sin madurar. Explicaría la espantada de unos discípulos bisoños, desde el mismo instante en que se prende y juzga al Maestro, así como las historias oníricas de su resurrección y apariciones post mortem. De hecho, el alargamiento de la carrera de Jesús a más de un año no tiene más base que concertar el mosaico de testimonios en los Evangelios.
La Historia es ciencia, y como tal tiene sus hiatos o vacíos, que se pueden abandonar al escepticismo total, o bien apuntalarlos con hipótesis provisionales –hiprótesis, si se me permite–, donde al fin estamos hablando de opiniones o creencias.
Un año de melancolía
Por poco me olvido de dar una explicación que prometí al principio.
Dice el gran sabio Eclesiastes –o el Charlatán– que «a más saber, más doler». Y ese dicho nunca es más verdadero que cuando uno sabe, al menos por el espejo y el almanaque, lo caduca que es la vida.
Esta melancolía anual, personal e intransferible, se ha visto agravada este año con una ración extra, ante el panorama político nacional. No es que me entusiasme ninguna secesión política, ningún divorcio, si lo malo es conocido (y por tanto, remediable), mientras que lo bueno está por conocer. Y a lo dicho: conocer será sufrir. Pero en fin, tampoco es eso. Lo más triste es ver, a estas alturas, a nuestros nacionalistas ‘históricos’ empecinados en la mitohistoria.
España ya tuvo su mitohistoria, las Tierras Vascas las suyas (que fueron varias), Cataluña también. Sacar a plaza esos fantasmas hoy en día no es para levantar el ánimo. Decadencia y melancolía van de la mano.
Por todo eso, estas Navidades me vuelvo a la mitohistoria cristiana. Después de todo, uno se siente culturalmente más cristiano y judío que moro o hindú.
[1] Un credo es lo que la palabra latina dice: la expresión de unas creencias personales o también colectivas (crédimus, creemos). El credo cristiano es el resumen de una doctrina condensada en varias fórmulas o ‘símbolos’, diferentes en extensión y detalle, no en el contenido de sus afirmaciones o ‘artículos’.
[2] Ya sé que el Diccionario no reconoce la palabra mitohistoria, aunque debería, ya que hace ese honor a psicohistoria. Sobre mitohistoria, véase el ensayo de J. S. Kupperman.
[3] Este episodio suele presentarse como ejemplo ‘de libro’ de una profecía autocumplida, forjada después de la destrucción de la ciudad y el templo por Tito. Desde luego, la profecía tal como figura en el Evangelio es un constructo tardío; pero expresiones contra la integridad del tempo por lo menos son verosímiles, y unas advertencias al respecto pudieron tomarse como profecías.
[4] Es notable que al compilarse el ‘Evangelio de la Infancia’ se incluye el episodio del Niño Jesús perdido y encontrado ocupando el Templo, como doctor de doctores de la Ley. Todo el relato de observancia ejemplar de la Sagrada Familia en relación con el Templo es conciliador, en el Evangelio de Lucas, como contrarrestando el mal efecto de una relación borrascosa terminal.