jueves, 14 de noviembre de 2013

A la política por la espeleología (2)


En el reino de Potu


Ante todo, he aquí una vista de pájaro sobre Bergen-Norte, con el supuesto punto de partida del Viaje Subterráneo.
Habíamos dejado a nuestro explorador flotando en el cosmos subterráneo, convertido en satélite de un planeta próximo razonablemente pequeño, el planeta Nazar. La trayectoria primera Klim en caída vertical por la sima se ha convertido en circular, así que de suyo tendríamos un móvil perpetuo, y se acabó la novela.
Interviene entonces el ataque de un grifo. El ave de rapiña gigante, tópico de tantos viajes fantásticos –rocordemos solamente el Roc o Ruj de Las Mil y una Noches (Simbad el Marino y Aladino– es aquí un ‘deus ex machina’, sin otro objeto que sacar a Klim de su órbita circular y facilitarle la caída al planeta.
Como ilustración, elijo una tomada de la versión alemana del Dr. G. C. Jerrer (Nuremberg, 1834). En esta edición romántica se representa a Klim en atuendo de estudiante germánico de época; eso sí, en vez del garfio o bichero, armado impropiamente con un hacha descomunal.
Retomamos el relato de Holberg/Klim:


Cap. 1. (Continuación y fin de la Bajada al Mundo Subterráneo.)

Casi tres días seguidos permanecí en tal estado. Girando sin parar en torno a un planeta cercano, podía distinguir días y noches con sólo ver cómo el sol subterráneo salía y se ponía, alejándose de mi vista; aunque por lo demás no percibí noche oscura como la nuestra. Al caer el sol, el firmamento se volvía lúcido y purpúreo por todas partes, algo así como el resplandor de la luna. Yo lo interpreté como que la superficie interna o hemisferio terrestre reflejara la luz del sol subterráneo situado en el centro de aquel orbe. Era la hipótesis que yo me hacía, como no ajeno del todo al estudio de la física celeste.
Dichoso me veía yo vecino de los dioses y nuevo astro celeste, junto con el satélite que me rodeaba, a espera de que los astrónomos del planeta vecino me incuyesen en su catálogo estelar. Cuando ¡tate!: un monstruo alado enorme me aborda por la derecha, por la izquierda, y me embiste a la cabeza y al cogote.
A primera vista pensé que era alguno de los doce signos del cielo subterráneo, y en consecuencia deseé (de ser cierta mi conjetura) que fuese Virgo, pues de toda la docena zodiacal sólo el signo de la Virgen podía, en aquella soledad, serme de ayuda y solaz. Pero cuando tuve más cerca aquella mole, vi que se trataba de un grifo torvo colosal.
Tal terror se apoderó de mí, que olvidado de mi persona y dignidad sidérea recién estrenada, en mi turbación extraje mi diploma académico, que por azar llevaba en los bolsos, para mostrarlo a mi adversario, en testimonio de haber superado exámenes, y cómo yo era un estudiante, por cierto, con grado de bachiller, capaz de repeler a cualquier agresor extraño con excepción de fuero .
Pasado el calentón, conforme me fue serenando me reía de mi estupidez. Quedábame sin embargo en duda, qué intención se traía el compañero grifo, si amigo o enemigo, o mejor, picado de curiosidad. Porque una figura humana por los aires, con un garfio en la diestra y arrastrando una soga a modo de cola, fenómeno era como para llamar la atención hasta de un bruto animal.
De hecho, como luego supe, mi insólita figura dio mucho que hablar a los habitantes del globo en torno al cual giraba. Los filósofos y matemático de allí me tomaron por un cometa, por mi cola. Por lo mismo, hubo quienes juzgaron que el insólito meteoro no anunciaba nada bueno:  peste, hambruna, catástrofe. Algunos fueron más allá, y con finos pinceles dibujaron mi cuerpo, tal como lo veían a distancia, de modo que antes de llegar yo a aquel globo ya me tenían grabado en cobre. Cosa que luego, cuando aterricé y hube aprendido la lengua subterránea, no dejaría de hacerme gracia. […]
Pero volviendo al hilo …


[Klim se deshace del grifo clavándole el garfio en el dorso. Malherida el ave, en su caída le arrastra, reconvirtiendo su trayectoria circular en lineal.
Como ilustración, elijo una tomada de la versión alemana del Dr. G. C. Jerrer (Nuremberg, 1834). En esta edición romántica se representa a Klim en atuendo de estudiante germánico de época. A esta impropiedad se añade la del monstruo alado convertido en pajarraco, y el garfio o bichero sustituido por un hacha.]

En caída libre acelerada, azotado por un aire cada vez más denso y chirriante a mis oídos, tras largo recorrido me deslizo sin daño a la superficie, junto con el ave, que pronto murió de la herida.
Era de noche cuando arribé al planeta, a juzgar por la ausencia del sol, que no por la oscuridad, pues quedaba tanta luz como para poder leer distintamente mi diploma académico.
[Omito un Parrafo final reiterativo.]



II. Descenso al planeta Nazar.
Concluida, pues, mi navegación aérea aterricé sano y salvo (pues el grifo desaceleró conforme perdía fuelle), y allí quedé tumbado, inmóvil, aguardando  qué nuevas me traería la mañana. Eso sí, volví a sentir las flaquezas de antes, la necesidad de sueño y comida, y hasta me arrepentí de haber tirado el pan. Agotado por las preocupaciones, me dormí profundamente.


Primer contacto con los habitantes del Reino de Potu
[Tras un sueño de pesadilla, Klim va a conocer unos seres sorprendentes, de aspecto arbóreo. El tema de los árboles parlantes y de las tranformaciones dendromorfas es tópico, y no veo mayor sentido buscar interpretaciones fuera de la novela misma. Puestos a cavilar, y vista la puntada que tira el autor contra un diácono cantor horrísono de un suburbio de Bergen, cabría recordar al ciego de nacimiento, que al recobrar la vista explica su experiencia: «veo hombres como árboles que caminan» (Marcos 8: 24).
En otro orden, y ya que estamos en un mundo subterráneo, no está fuera de lugar una referencia a los bosques fósiles, en especial el de Dorset, en la ‘Costa Jurásica’ del sur de Inglaterra, uno de los mejores del mundo, y que Holberg pudo visitar. Pero insisto, no añade nada a un relato autosuficiente.]

Ronqué cosa de un par de horas, supongo, cuando vi mi descanso turbado por un mugido horrendo, que terminó por despertarme.
Había tenido sueños raros: Que de vuelta a Noruega contaba a la gente mi aventura. Que estaba en la iglesia de Fanoe, cerca de la ciudad, oyendo cantar al diácono Nicolás Andersen, rompiéndome los oídos con aquel vozarrón que solía... Incluso despierto, seguía yo creyendo que fue su ladrido lo que me desveló. Sólo cuando veo junto a mí plantado un toro supuse que era era el mugido de éste lo que me había despertado.
Echo un vistazo temeroso alrededor, donde el sol naciente iluminaba prados verdes y campos fecundos. También aparecen árboles. Pero (cosa admirable), árboles que se movían, aunque el aire en calma total no dejaba moverse ni una pluma.
El toro mugidor viene derecho a mí. Asustado busco escapatoria, y al ver un árbol cerca me pongo a trepar. Ya estaba yo arriba, cuando el árbol emite una voz débil pero chillona, como de mujer enfadada, y al punto me arrea un ramazo a guisa de bofetón, que me hace perder el equilibrio y caigo de la copa de bruces a tierra.
Como herido del rayo, y a punto de morir de miedo, oigo un rumoreo difuso,  como el de las carnicerías y mercados cuando hay golpe de gente. Al abrir los ojos, me veo rodeado por un bosque animado, y el campo poblado de árboles y arbustos, cuando al principio no pasaban de la media docena. Creí soñar despierto, me veía como endemoniado, junto con otros disparates.
Pero no tuve tiempo de entrar en razones, porque otro árbol se me acerca,  y bajando una rama provista de seis yemas en la extremidad a modo de dedos, asiéndome con ella me levanta y me lleva a rastras sin hacer caso de mis gritos, mientras toda una arboleda de diversas especies y tamaños nos seguía, emitiendo murmullos articulados, aunque extraños a mi oído. Sólo pude retener la expresión que más repetían: Pikel Emi. Luego supe que aquellas palabras significaban ‘mono raro’: porque por mi forma y avío me tomaron por mono, si bien de especie algo distinta de los cercopitecos que aquella tierra cría.
Otros sin embargo me tomaron por habitante del firmamento, traído por los aires por el ave, pues así constaba en los Anales de aquel globo haber sucedido en tiempos antiguos. Pero todo esto lo supe varios meses después, cuando aprendí la lengua subterránea. Porque en mi estado presente, olvidado de mí por el miedo y la zozobra, no podía entender qué eran aquellos árboles vivos y locuaces, ni a dónde se dirigía aquella procesión lenta y acompasada. Sólo las voces y murmullos que llenaban la campiña sugerían algo así como ira e indignación.
Y no era para menos. Porque el árbol al que huyendo del toro quise trepar, era la mujer del Alcalde Mayor de la ciudada vecina, agravando mi crimen la calidad de la persona ofendida. Que no era una mujeruca cualquiera, sino matrona de primera clase, a la que, según todos los indicios, intenté violar. Un espectáculo insólito y horrendo para gente tan modesta y verecunda.
Llegamos a la ciudad, a donde me llevaban cautivo. Hermosa, no menos por sus soberbios edificios que por  el orden y simetría de sus barrios, calles y plazas. Las casas eran altas, a modo de torres.
Las plazas estaban llenas de árboles ambulantes, que bajando sus ramas se saludaban al paso; y cuando más las bajaban mayor era la expresión de respeto. Así, cuando de una casa distinguida salío de pronto un roble, aquello fue un caer de ramas barriendo el suelo, mientras los demás árboles retrocedían, señal de alta distinción.
En seguida entendí que se trataba del Alcalde, o sea, el marido de la dama a la que supuestamente había yo ofendido.


[Prisión y procesamiento del intruso]
Luego me llevan en volandas a casa del Alcalde, atrancando  la puerta a mis espaldas, de modo que tal me veo candidato a trabajos forzados. Aumentaba mi miedo tres centinelas apostados fuera, a la puerta, cada uno de ellos armado con seis hachas, tantas como ramas. Tantas ramas, tantos brazos;  tantas yemas, tantos dedos. Observo que en las cimas del tronco tenían cabeza no muy diferente de la humana, y en vez de raíces un par de pies paticortos, de suerte que los habitantes de este planeta caminan a paso de tortuga. De haber estado yo suelto, fácil me fuera escapar de sus manos, pues mi ligereza de pies comparada con la suya era como volar.
Abreviando: estaba claro para mí que los habitantes de aquel globo eran árboles dotados de razón. y me admiraba el capricho de la naturaleza en la formación de seres animados.  
Dichos árboles no igualan a los nuestros en porte, ya que los más apenas excenden la estatura humana. Los había más pequeños, a modo de plantas o flores: niños, supuse.
[…]
A todo esto, entran en la alcoba mis guardas de corps, que para mí eran lictores, por las hachas. Ellos abriendo camino, me veo llevado por la ciudad a cierto casón en el centro de la plaza mayor. Pensé si me habría tocado la dignidad dictatorial, superior al consulado romano, pues doce eran las hachas en la comitiva de los cónsules, mientras que yo avanzaba con diez y ocho de compañía.


[Justicia potuana]
Las puertas de la casa a donde me llevaban mostraban en relieve la Justicia de pie, labrada en forma de árbol, sosteniendo en una rama la balanza. La imagen ostentaba velo virginal, semblante enérgico, mirada seria, ni humilde ni sombría, notable más bien por un toque de tristeza que infundía respeto. Entendí que aquello era el Consistorio.
Introducido en la sala de Justicia, pavimentada de mosaico de mármol de colores, veo allí en alto un árbol sentado en sillón de oro, como en un tribunal, con seis asesores a cada lado, acomodados con todo orden en sendos taburetes  a derecha e izquierda del que presidía. Era éste árbol una palmera de estatura mediocre, aunque señalada entre los demás jueces por la variedad de sus hojas, teñidas de varios colores.
Cercaban por uno y otro lado los alguaciles en número de 24, firmes en pie, armado cada uno con 6 hachas. Espectáculo horrible, pues semejante  armamento me hacía presagiar una gente sanguinaria.
A mi entrada, los senadores se ponen en pie alzando en alto sus ramas, y cumplido el rito vuelven a sentarse.
Sentados todos, yo permanezco de pie ante la cancela, entre dos árboles con los troncos forrados de piel de oveja. Pensé que fuesen los abogados, y así era.
Antes de empezar los alegatos, veo que al presidente le envuelven la cabeza con unos centones oscuros, a modo de capuz. Acto seguido, la acusación hace un discurso breve, que repite por tres veces. Le responde con la misma brevedad el defensor.  A sus intervenciones sigue un silencio de media hora.
El Presidente, despojado de la caperuza, se levanta, y elevando sus ramas a las estrellas pronuncia unas palabras de circunstancia, que yo interpreté como mi sentencia, porque, acabado el discurso, me veo devuelto al mismo calabozo de donde, como de celda
preparatoria, me adivinaba listo para un varapalo.
Abandonado a mi soledad, repasando todo lo sucedido, yo me reía de la estupidez de aquella gente.  Aquello tenía más pinta de teatro que de justicia. Todo lo visto, gestos, ornato, procedimiento etc. me parecía más propio de comedia o pantomima que de un grave tribunal de Temis. ¡Cuánto más dichoso era nuestro mundo! ¡Y qué gran ventaja la de Europa sobre el resto de la humanidad!
Pero por más que condenaba la cortedad y estupidez de aquella gente subterránea, al fin hube de reconocer que no eran bestias. El lustre de la ciudad, la simetría de los edificios etc. demostraban que aquellos árboles no carecían de razón, ni desconocían del todo las artes, sobre todo las mecánicas. Por lo demás, no les veía mayor mérito.
En este soliloquio, entra un árbol portando un bisturí [*].
Me desabrocha el pecho, me descubre el brazo, y con golpe certero me hiere en la vena mediana. Dejó correr la sangre, cuanto le pareció suficiente, y con la misma destreza me ligó el brazo. Tras lo cual, y examinar la sangre con cuidado, con muestras de admiración se fue sin decir palabra. Lo cual no hizo sino confirmarme en mi idea de que era gente estúpida. Un desprecio que se tornaría en admiración, cuando hube aprendido la lengua subterránea.

[*] La palabra que traduzco por ‘bisturí’ es sistrum, propiamente el sistro, especie de sonajero o cascabel ritual egipcio, emblema de Isis. No se puede excluir una alusión masónica.
En efecto, el proceso forense que temerariamente había condenado tenía su explicación. Por mi forma corporal ellos me juzgaron habitante del firmamento. Les pareció que atenté contra la honestidad de una matrona de primera clase. Por ello me llevaron a juicio. De los abogados, el uno exageró la culpa, solicitando la pena adecuada; el otro, sin pedir pena, suplicó posponer el castigo hasta resolver qué ser era yo, si un bruto o un animal racional. Aquel extenderlas ramas, supe que era un rito ordinario, antes de emitir fallo. Los abogados se cubrían con piel de oveja, para tener presente la honradez e integridad en el desempeño de su oficio. Y en verdad, allí todo el mundo es probo e íntegro, lo que demuestra que en una república bien constituida pueden darse abogados probos y honrados. Las leyes contra prevaricadores son tan severas, que ni los calumniadores y tramposos tienen capa que les cubra, ni al pérfido le valen ruegos, ni el madiciente tiene escapatoria ni el doloso escondrijo [**].
[**] Referencia a Plauto, Los Cautivos, Act. III, esc. 3, 5 ss.
Lo de repetir las cosas por tres veces, era costumbre, en razón de distinguirse aquella gente por ser tardos de entendederas.  En efecto, pocos eran capaces de entender lo que leían de corrido, o comprender a la primera lo que oían. Los  listos pasaban por atolondrados, a los que raramente se admitía a cargos de importancia. Porque sabían por experiencia que la república en manos de gente demasiado lista –los grandes talentos, que dice el vulgo– corre peligro de ir a pique, y lo que aquellos enredan, han de venir luego a desenredarlo los torpes, los llamados despectivamente bobos.


Igualdad ciudadana de sexos
[«Pero lo que más me admiró…» Primer avance en la crítica utópica de la novela. Lo que más admira al Autor es la igualdad ciudadana de sexos. No es tanto cuestión de feminismo. Es que en tiempo de Holberg mucha gente ni siquiera podía verle la gracia a una situación como la que se describe.]


La señorita Palmka
Todo esto era extraño, aunque pensándolo bien no me parecía del todo absurdo. Pero lo que más me admiró fue la historia del Magistrado Mayor. Magistrada, mejor dicho, pues era un doncella nativa del lugar, nombrada kaki por el Príncipe, esto es, ‘justicia suprema’. Porque allí no se hace distinción de sexo en el reparto de oficios, atribuyéndose los cargos a los más dignos.
Para mejor juzgar de las dotes y progresos de cada cual, tienen instituidos seminarios, dirigidos por los que llaman karatti (palabra este que significa en propiedad ‘examinadores’ o ‘catadores’). Ellos se encargan de examinar la capacidad de cada uno, observando a fondo a los jóvenes, y tras un examen anual presentan al Príncipe la lista de los idóneos para cargos públicos, indicando la especialidad en que podía cada cual ser más útil a la patria. El príncipe, con el catálogo a la vista, apunta en un libro los nombres de los candidatos, para tenerlos presentes a la hora de cubrir vacantes.
La doncella que digo, cuatro años antes había obtenido de los karattis un sobresaliente, por lo que el Príncipe la nombró magistrada superior de su ciudad natal. Esta costumbre es sagrada para los potuanos [***], entendiendo que nadie conoce mejor cada lugar que los nativos y criados en él. Tres años llevaba Palmka (tal era el nombre de la joven) siendo el ornato de aquella Esparta, y siempre fue tenida por el árbol más sensato de la ciudad. Era, en efecto, tan tarda de entendederas, que de no repetirle las cosas tres o cuatro veces, apenas se enteraba. Pero eso sí, una vez enterada, se lo sabía al dedillo, y tan juiciosa en discutir cualquier problema, que sus sentencias pasaban por oráculos.


[***] Sin previo aviso se nos acaba de revelar, por el nombre de los habitantes, el del país de Potu, inversión de Utop, como quien dice, ‘en clave de utopía’ ]


De hecho, en todo el cuatrienio ninguna sentencia falló que no fuese confirmada y alabada por el tribunal supremo potuano. Con que no tuve más remedio que revisar mi juicio desfavorable y aprobar lo allí establecido en favor del sexo débil:
«¿Qué tal, me decía, si en Bergen, en lugar de nuestro alcalde, firmase los edictos su señora? ¿O si la hija del abogado Seversen, muchacha dotada de labia y cabeza bien amueblada, llevase las causas en el foro, en vez del tonto de su padre? Poco perdería la jurisprudencia, y tal vez Temis no saldría tan malparada.»
Con la rapidez con que se ventilan las causas en Europa, pensaba yo, cuántas sentencias atropelladas, mejor miradas, no escaparían a la crítica.
Delitos y penas
[Una segunda crítica se refiere al Derecho Penal. Como curiosidad erudita, la flebotomía o corte de vena fue entre los romanos castigo militar (Aulo Gelio en Las Noches Áticas, 10, 8; Frontino en Estratagemas, 4, 1). Pero lo que aquí importa es el avance ‘lombrosiano’ del delincuente como enfermo o tarado, y el otro avance ‘beccariano’, sobre la finalidad correctiva de la pena.]
Y por seguir dando razón de más cosas, he aquí la explicación que me dieron del corte de vena. Al convicto de crimen, en vez de azotes, mutilación o pena capital, se le condena a corte de vena,  para que se vea si el delito fue cosa de malicia o bien defecto humoral, corregible tal vez con dicha operación; mirando en todo caso los tribunales más a la enmienda que al castigo.
Aun así, dicho correctivo algo tenía de penal, pues  sufrir aquella operación por sentencia judicial era nota de ignominia. Y al reincidente, como indigno de la ciudadanía, se le relegaba al firmamento, donde se admite a todo quisque sin hacer distingos. Pero de este destierro  y su carácter hablaremos más adelante.
En cuanto a por qué el cirujano que me seccionó la vena mediana se extrañó a la vista de la sangre, era que los habitantes de aquel globo en vez de sangre tienen una savia clara que fluye por sus venas, y cuanto más clara, mejor la persona.

Iniciación en la lengua potuana
Por supuesto, para mudar de opinión en pro de aquella gente hube de aprender primero la lengua subterránea. Al cabo, tan malos no serían, ni yo me creí en peligro de muerte, cuando vi que dos veces al día me traían de comer. De ordinario, frutas, hierbas y legumbres. De beber, un zumo de lo más dulce y suculento.
El alcalde que me tenía bajo custodia al punto comunicó al príncipe o rey, que moraba no lejos de la ciudad, cómo había caído en sus manos cierto animal racional, aunque de insólita figura. Movido por la novedad, el príncipe mandó instruirme en los rudimentos de la lengua, y que luego me enviaran a palacio.
Me pusieron, pues, un profesor de lengua, que en seis meses me puso en condiciones de conversar regularmente con los nativos. Llega entonces de la corte nueva orden, sobre continuación de mis estudios,  y me matriculan en el seminario, para que los karattis examinaran mis cualidades y talentos, a ver en qué prometía. Así se hizo puntualmente. Sólo que en esta etapa cuidaron no menos de mi cuerpo que de mi mente, procurando sobre todo hacer de mí lo más parecido a un árbol, a cuyo fin me acoplaban al cuerpo ciertas ramas escogidas.
Entre tanto, mi patrón por las tardes, a la vuelta del seminario, me solía hacer preguntas. Con sumo gusto escuchó el relato de mi viaje subterráneo, pero quedó muy sorprendido cuando le describí nuestra tierra y el cielo inmenso que la rodeaba, tachonado de astros sin número. Todo le interesó mucho; salvo que cuando  le hable de los árboles de nuestro mundo, inanimados, inmóviles y arraigados en tierra sintió algo de vergüenza ajena, y al final hasta me miraba con enfado, cuando le expliqué cómo nos servíamos de los árboles para la calefacción y la cocina. Luego lo pensó mejor, y desenfadado levantó al cielo cinco ramas (todas las que tenía), admirando los juicios del Creador, con sus motivos ocultos.
Su mujer, a quien todavía molestaba mi presencia, cuando supo la verdadera causa de mi procesamiento, y cómo me había engañado su apariencia de árbol, siendo usado en nuestro mundo trepar a ellos, quitada la sospecha le caí en gracia. Mas yo, por que con la familiaridad no me volviesen a abrir la cicatriz, siempre hablé con ella con el marido delante, y sólo si él me lo ordenaba.

(Continuará: Cap. 3, ‘La ciudad de Keba’)

9 comentarios:

  1. ”y lo que aquellos enredan, han de venir luego a desenredarlo los torpes, los llamados despectivamente bobos.”

    Vaya hombre. De haberlo sabido antes podríamos haber encontrado una utilidad a Zapatero en el reino de Potu, salvando así a nuestro desventurado reino de España.

    Buenísima idea esta traducción, Don Belosti.

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    1. Atinado comentario, amigo Navarth. Adivino en usted un buen lector del Klim. Mejor dicho, ya lo veía.

      En cuanto a la traducción, sabiendo que ya la hay española, no valdría la pena hacer estos pinitos. El caso es que no he tenido suerte de ver un solo ejemplar. Mejor, así hago un poco de ejercicio.

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  2. Pues sigue siendo divertidísimo …
    Espero impaciente el próximo capítulo, y que haya muchos.

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    1. Si sigue siendo divertido –y lo será, librívora Viejecita–, el mérito es de Holberg. El trujamán bastante hace si no arruina el original. En este caso, latino elegante sin artificio ni pedantería. Holberg escribía además unos epigramas latinos deliciosos. Pero a usted le habría hablado en francés, y qué francés. Eran otra gente.

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    2. Perdón, se me olvidaba. Fíjese en el grabado que acabo de añadir. Goyesco, ¿a que sí? Pues británico, no le quepa duda.

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    3. Sí que me había fijado en el grabado con el toro, y el sueño, que me parecía novedad . Lo que pasa es que no me fiaba de habérmelo saltado, u olvidado, sin darme cuenta, que ya voy confiando cada vez menos en mi cabeza y en mi memoria… Así que le agradezco doblemente la aclaración, que aleja un poco el fantasma del Alzheimer...

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    4. Por cierto ; lo de "librívora" me ha hecho mucha gracia, aunque si alguien leyera un poco deprisa, se pensaría que la palabra era "víbora", y esa ya, no sé si me gustaría tanto...

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  3. Y...¡¡¡Tachaaaán!!! 200.000 comentarios. Querido belosti, ya ve usted que a pesar de ser un blog de élite, ha conseguido nada menos que 200 veces mil personas que vengan a visitarle. ¡Muchas felicidades, admirado amigo!

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  4. ¡Pues es verdad!

    Lo de ‘¡tachán!’, no lo de ‘blog de élite’ – que también, pero esto por la élite de los lectores y comentaristas.

    La cifra de 200.000, en estos ya casi cinco años, corresponde a un asteroide minúsculo de la blogosfera, pero excede mis expectativas, sin contar la satisfacción de haber encontrado un círculo simpático.

    Aprovecho para saludar y dar gracias a seguidores y leyentes, gracias también a la hospitalidad de Santiago González y otros blogueros, gracias al reclamo de Pussy Cat, mi estentórea heraldesa.

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